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lunes, 8 de octubre de 2012

Un paraje en ruinas




Por una serie de motivos que ahora no vienen al caso, este curso imparto clases de latín en mi instituto. Se trata de un grupo de cuarto de ESO al que trato durante tres horas a la semana de inculcar el aprecio por una lengua y una cultura que recibí, a su vez, de unos profesores de los que guardo un inmejorable recuerdo. Al igual que ocurría en mi época de estudiante, los grupos que escogen este tipo de asignaturas son poco numerosos, y están básicamente constituidos por dos tipos de alumnos: aquellos que eligen el latín por interés o vocación y aquellos otros que, huyendo de otras opciones que generalmente incluyen itinerarios científicos, terminan por recalar en la ribera clásica sin demasiado convencimiento.

A unos y a otros intento demostrar que su elección ha sido correcta (como lo habría sido cualquier otra, dicho sea de paso), porque del latín procede el idioma que les ha visto nacer y, en buena medida, los pilares básicos de su concepción del mundo. Cualquier palabra, por pequeña o insignificante que pueda parecer, proporciona en realidad una gran cantidad de información sobre nuestro modo de percibir la realidad, y es aún más satisfactorio comprobar que ese interés no se despierta solo en mí como profesor, sino también en ellos como alumnos. Así, por ejemplo, el otro día aprendimos que nuestra palabra "examen" y "enjambre" proceden del mismo vocablo latino, originalmente destinado a designar muchedumbre de algo y, al mismo tiempo, fiel de una balanza con que se mide algo, o que del griego procede, por filtro latino, esa "cátedra" o asiento de la que deriva tanto la "cadera" como la "iglesia catedral", donde tiene su asiento el obispo. Y qué decir de sus acentos, largos y breves, del que deriva prácticamente nuestro mismo sistema acentual, o una sintaxis que explica un porcentaje elevadísimo de construcciones actuales del español. Conocer el latín es, más que un ejercicio filológico, una práctica sobre la memoria misma de nuestro lenguaje, un viaje fascinante a las raíces de nuestra identidad cultural y lingüística.

Tanto es así que, conforme avanzan las semanas, las clases de latín se están convirtiendo en mi particular pausa diaria, tanto por el contenido de las mismas como por el ambiente de trabajo tranquilo y agradable que se ha conseguido entre todos sus participantes. Cada clase nos deja siempre cuatro o cinco palabras nuevas sobre las que reflexionar, ya sea "nauta" o navegante y sus actuales derivaciones digitales o algún que otro insulto que me solicitan mis alumnos para poder decirlos sin temor a represalias, como ese "stultus" del que proceden la estulticia o estupidez actuales. Y todo ello viene aderezado por nociones básicas acerca del proceso de romanización en España, de todas las infraestructuras y avances que trajo una cultura tradicionalmente conocida, por desgracia, más por la corrupción de su clase política y sus afanes imperialistas que por la ingente cantidad de transformaciones sociales y culturales que promovió a lo largo de sus muchos años de esplendor. Leemos textos de Catulo, de Séneca, de Ovidio o de Virgilio, rememoramos las trifulcas entre Cicerón y Catilina y, por si fuera poco, damos todo un repaso al panteón olímpico y al anecdotario divino que llevó a Zeus y compañía de una punta a otra del globo en busca de amores o de guerras, que para ellos todo terminaba siendo lo mismo.

Por todo ello, ahora quizá más que nunca siento una inmensa lástima por el hecho de que todo este universo grecolatino esté en un proceso de degradación tan alarmante en nuestro sistema educativo como lo están las ruinas de Pompeya. Acabo de conocer que de cara al curso próximo grupos como el que tengo el privilegio de enseñar este año ya no se van a dar salvo una autorización milagrosa y poco probable del ministerio, dado que no se permitirán grupos menores de quince alumnos por motivos única y exclusivamente económicos. A partir del año que viene, alumnos como los que tengo este año deberán buscar en optativas de mayor pujanza un hueco que, en mi opinión, no se puede compensar ni mucho menos maquillar con estúpidos discursos de la modernidad de nuestro señor ministro de educación, que en su momento prometió hacer obligatorio el latín en 4º de ESO y ahora hace mutis por el foro de la manera más vergonzosa.

El Latín, el Griego y la Cultura Clásica llevan demasiados años sometidos a una reducción constante y progresiva de su espacio como para poder ser mínimamente optimistas de cara a su supervivencia. En el fondo, y tal como le ocurre a la Literatura, a la Filosofía o a la Historia del Arte, lo clásico pierde presencia en un currículo cada vez más plagado de asignaturas que, en mi opinión, tienen una importancia injustificada desde un punto de vista de la formación académica que en otro tiempo sentó las bases del antiguo sistema de enseñanza secundaria y bachillerato. Se deja de lado así una visión del mundo, la de las Humanidades, en la que ya pocos o muy pocos podrán formarse salvo por un empeño personal decidido y encomiable, porque los itinerarios y las vías de formación van orientándose únicamente hacia el ámbito de las ciencias, ese que nunca debió verse como el lado útil y práctico del conocimiento. Nada tengo en contra de ellas porque jamás las vi como un enemigo, sino como parte de esa moneda que luce por uno de sus lados y por el otro, sin embargo, ofrece un desolado paraje en ruinas del que parece que ya nadie, ni siquiera Zeus, nos puede salvar.


sábado, 15 de septiembre de 2012

Literatura para jóvenes




Como sucede todos los años, una de las cuestiones más peliagudas a la hora de establecer la programación de lengua y literatura para los cursos de ESO y bachillerato es la de fijar la lista de lecturas obligatorias. Y esto es así porque los criterios de cada profesor son de lo más diverso -y respetable, dicho sea de antemano-, y obedecen a las diferentes formaciones, perspectivas y, lo más importante, experiencias como lector que acumulamos con el paso del tiempo.

En realidad el debate se reduce a dos posturas, con más o menos matices según los casos, entre los partidarios de la literatura juvenil y los de la literatura clásica, y podría resumirse de la siguiente manera:

Opción A) Los clásicos de la literatura en castellano son indiscutibles en cuanto a su calidad e importancia, pero los tiempos que corren exigen una respuesta adecuada por parte del profesorado. No puede ser que alumnos que apenas leen, o que si lo hacen es condicionados por la obligatoriedad de las clases, se vean obligados a meterse entre pecho y espalda, sin la preparación adecuada, textos tan  complejos como El lazarillo de Tormes, La Celestina o El Conde Lucanor, por citar solo tres ejemplos. La escuela secundaria tiene la obligación de fomentar la lectura, no de hacer que los alumnos salgan corriendo en cuanto vean un libro o tengan esa imagen, tan estereotipada ya, de que la literatura es, literalmente, un aburrimiento. Por ello, la literatura juvenil, tanto española como internacional, es la mejor opción.

Opción B) Precisamente porque los clásicos de la literatura en castellano son indiscutibles en cuanto a su calidad e importancia, sin importar los tiempos que corran, es obligación de los profesores acercar esos textos a unos alumnos que, de otra manera, jamás sabrían de su existencia y, peor aún, jamás tendrían el menor interés por saber de ella. Un instituto no debe tener como objetivo último fomentar la lectura, sino potenciar una capacidad que debe venir ya adquirida desde las escuelas y las casas, permitiendo al alumno profundizar en textos que por sus ideas y su forma le van a enriquecer mucho más que cualquier novela juvenil, de un acceso mucho más sencillo para el alumnado en todos los sentidos.

Ya digo que estas posturas se pueden matizar enormemente según el profesor que las defienda, y que seguramente habrá en la opción A quien prefiera novelas como El asesinato del profesor de matemáticas y otro se incline más por obras del tipo La isla del tesoro. No obstante, no sé si por mi formación académica o por mis prejuicios contra la literatura juvenil, a la que en general no tengo en buena consideración (de las traducciones mejor no hablemos), siempre me he sentido más cerca de la opción B, incluso en sus vertientes más radicales, que también las hay.

Por una parte, comprendo que en los tiempos del universo digital, las pantallas táctiles y el chorreo audiovisual al que están sometidos los jóvenes desde casi su misma concepción, resulte cada vez más complicado enfrentarse a la lectura. Un libro no plantea distracciones como una tableta, con sus constantes pitidos, mensajes, avisos y múltiples conexiones a toda red social que se precie. Un libro no proporciona un placer inmediato, instantáneo y voraz como Internet, y su "navegación" exige de paciencia, fuerza de voluntad y, lo más importante, imaginación, unas habilidades que mucho me temo que todo el universo virtual no contribuye precisamente a desarrollar.

Ahora bien, lo que estamos planteando aquí no es una cuestión intrascendente. Se trata de algo esencial, como es la configuración de un espacio cultural en la mente de un estudiante medio. Cuando un joven de 17 o 18 años abandona el instituto, ¿qué tipo de saberes se espera que lleve consigo? Aún más importante, si cabe: ¿qué tipo de pensamiento crítico ejercerá sobre lo que le espera más allá de la escuela? Si lo que queremos es una persona acostumbrada al camino fácil, al atajo, a la senda trillada, entonces démosle a leer libros planos, juveniles, donde no haya apenas conflicto y mucho menos un lenguaje que le obligue al esfuerzo de ir más allá del uso coloquial que ya está acostumbrado a usar día a día. Eso sí, tampoco esperemos que ese joven se plantee otra cosa que seguir sendas igualmente trilladas el resto de su vida, y mucho menos que cuestione nada acerca de su realidad circundante. Estaremos creando una masa dócil y adocenada, de esas que no entienden a santo de qué tanta manifestación y tanto 15-S.

Si, por el contrario, lo que queremos es despertar una conciencia crítica en los alumnos, si nos planteamos que ya desde los cursos más tempranos lleguen a entender que los escritos clásicos son precisamente así porque ya en su tiempo fueron revolucionarios, porque pusieron en tela de juicio los órdenes establecidos y desafiaron los cánones e incluso a las autoridades de sus respectivas épocas, y que además esas ideas venían indisolublemente acompañadas de una forma magistral, entonces la senda se volverá mucho más complicada, qué duda cabe, pero será tanto más compleja cuanto más fascinante y satisfactoria al alcanzar la meta.

Quizá el mayor defecto de la literatura juvenil está precisamente en ponerse al servicio de un lector de nivel bajo o muy bajo, y tratar de ganárselo con recursos a veces sonrojantes, como el abuso de las referencias visuales, cinematográficas o televisivas (narración por escenas, uso excesivo del diálogo, ausencia casi total de descripciones, desarrollo muy escaso de los personajes, por lo general bastante planos y arquetípicos, etc). Es evidente que un niño de 11 o 12 años, que apenas ha pasado de colecciones tipo El barco de vapor, está en condiciones realmente complicadas para acercarse a un texto medieval o renacentista. Pero, y aquí hay una clave que me temo que suele pasar desapercibida, para eso estamos los profesores. Nosotros tenemos que ser el enlace entre la grandeza de un texto, su complejidad, y la comprensión de un alumnado que se merece recibir productos de ese nivel. Además, y con todos mis respetos, no creo que obras como El Lazarillo, cualquier novela de Galdós, el teatro de Lope o la poesía de Lorca sean inalcanzables para nadie; otro asunto bien distinto es quién y con qué ganas las explique.

Y es que es una lástima que, en muchas ocasiones, se opte por el camino fácil poniendo a los alumnos como pretexto cuando en realidad los problemas son muy diferentes. La lectura juvenil supone necesariamente menos trabajo para el profesor, (no digamos ya para el estudiante), y todo suele quedar zanjado con una prueba de lectura que, en el fondo, bien se puede adulterar con alguna que otra visita a páginas web de dudosos principios literarios. Yo creo que, precisamente en estos tiempos de crisis en la educación, debemos hacer valer uno de esos pocos criterios de calidad que no se pueden derribar a golpe de tijera. La literatura es mucho más que un pasatiempo, mucho más que una simple forma de ocio de masas, pero eso jamás se va a entender viendo la sección de best-sellers del Carrefour o leyendo el librito juvenil de moda de turno, sea el que sea. Eso, como tantas otras cosas, hay que aprenderlo con esfuerzo en un pupitre, y ahí es donde está el problema, que el esfuerzo tiende a diluirse en esta seductora sociedad 2.0 de la imagen y el sonido.

martes, 24 de julio de 2012

Al pan, pan y al vino, vino




La lengua permite a sus hablantes giros o vías alternativas para expresar una serie de ideas, conceptos o realidades que, por su naturaleza polémica, indecorosa o conflictiva resultan incómodas. A este tipo de ámbitos se lo considera tabú y es necesario, por tanto, una capa de maquillaje lingüística para hacerlo más digerible llamada eufemismo, que el DRAE define como “Manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”.

Así, por ejemplo, hablamos de “material para adultos” en lugar de “pornografía” o de “persona con capacidades especiales” en lugar de “discapacitado” (que a su vez fue hace tiempo eufemismo para “retrasado”); decimos que alguien tiene una “constitución grande” en lugar de decir que está “gordo”, que “es mayor” (viejo) o “de color” (negro), y en el colmo de los colmos, se ha llegado a hablar de “jardines de paz” en lugar de decir “cementerios”.

Vaya por delante que siempre he estado en contra de emplear estos términos eufemísticos, por considerar que esa capa de maquillaje muchas veces excede sus funciones para enmascarar la realidad y hacerla pasar no ya por una versión más ligera de la misma, sino directamente por otra muy distinta. Por eso, mi indignación no deja de crecer desde que nuestro presidente del gobierno anunció en su investidura que llamaría a las cosas por su nombre, prometiendo “decir siempre la verdad, aunque duela, sin adornos y sin excusas: al pan, pan, y al vino, vino”, porque después tanto él como sus ministros se han dedicado a desmentir tal propósito de una manera implacable, siempre con el fiel apoyo de su caverna mediática, claro.

Hay tantos ejemplos que podríamos llenar varios libros. Y sí, sé que muchos opinan que aquí el rey de este arte del eufemismo es ZP con su famosa “desaceleración económica”, empeñado como estaba en no llamar a la crisis por su nombre. Yo no entiendo aquí de partidos, solo me limito a recoger los siguientes diez ejemplos para que los lectores reflexionen, que es lo que parece que aquí nadie quiere que hagamos (y aquí meto a partidos, sindicatos, la Merkel y a todo el que se ponga por delante).

1.- Crisis / Recesión: tanto que se dijo en su momento de ZP y, mira por donde, que incurrimos en el mismo (y gravísimo) error. Aquí valen tanto eufemismos delirantes y absolutamente intolerables desde cualquier punto de vista lógico (como la famosa “tasa negativa de crecimiento económico”), como metáforas dignas de Félix Rodríguez de la Fuente, como aquella de González Pons acerca de las manadas de leonas y las débiles gacelas. Así, también está muy de moda expresiones metafóricas del tipo “con la que está cayendo”, “estamos al borde del hoyo/abismo/barranco”, etc.

2.- Recortes: esta palabra ocupa el segundo puesto por su especial relevancia dentro de la crisis, por ser la herramienta principal de los gobernantes para tratar de encontrar algo de orden en el caos reinante. Claro, esto provoca escozor hasta en el más pintado, de modo que el gobierno se ha dedicado a indagar bien en el diccionario, y así no mencionan jamás esta palabra, sino que hablan de “ajustes”, “propuestas de mejora”, “medidas de reordenación” y, especialmente, de “reformas”. Todo, insisto, con tal de que no tengamos en mente el hacha o la tijera, que tanto da.

3.- Subidas de impuestos: Con diferencia, la más controvertida de todas las “propuestas de mejora”. La del IRPF es de antología del disparate, en boca del ministro Montoro: “recargo temporal de solidaridad”. También se han referido a ella como una “subida temporal que se centra en los principios de justicia y equidad”. Respecto a la subida del IVA, es una “subida de impuestos indirectos en términos hacendísticos” que implica, obviamente, una “modificación de la estructura impositiva”. ¿Queda claro o no?

4.- Reforma laboral: En realidad el gobierno sí utiliza esta expresión, pero todo lo que se deriva de ella goza de un tratamiento eufemístico como jamás se ha visto. Luego detallaremos el abaratamiento del despido, pero vaya por delante que para Rajoy y compañía esta reforma supone una “flexibilización de las condiciones para evitar el despido”. Es decir, justo lo contrario de lo que todo el mundo piensa al mirar con detalle el contenido de la reforma. Pero claro, igual es que no sabemos leer.

5.- Abaratamiento del despido: Una de las medidas estrella de la nunca suficientemente alabada reforma laboral. Con gran sagacidad, Rajoy la definió a la inversa porque, según sus palabras, lo que se pretende es “promover que el contrato indefinido sea la regla general” y “flexibilizar el mercado laboral”. Por supuesto, al despido libre empresarial nuestros gobernantes lo llaman “mecanismos efectivos de flexibilidad interna de las empresas”. Por cierto, ahora los empresarios ya no son tales, sino “emprendedores”, que suena mucho mejor.

6.- Amnistía fiscal: Esta genial idea, que ya en su momento propuso el PSOE con feroz oposición de los que ahora la llevan a buen puerto, consiste en perdonar un 90% del dinero defraudado a los que en este país, y son unos cuantos, se dedican a estafar al estado. Bueno, pues a semejante despropósito el señor Montoro lo llamó “ley de regularización de activos ocultos”, negando una y otra vez que fuera una amnistía fiscal. De escándalo.

7.- Rescate financiero: Después de la gloriosa gestión de los bancos españoles, con la excelsa Bankia a la cabeza, nuestro líder obtuvo un rescate europeo de miles de millones de euros que, por supuesto, no era tal: se trataba de una “apertura de una línea de crédito”, o de un “plan global de saneamiento para la recapitalización de los bancos”, e incluso en palabras del inefable Guindos, de un “préstamo en condiciones favorables para la banca”. Pues eso.

8.- Privatización: Esto de la “tasa de crecimiento negativo” les viene de perlas a nuestros muchachos para poner en práctica sus magníficos planes para que las empresas públicas españolas conozcan las múltiples cualidades de la “liberalización”, “flexibilidad de gestión”, “entrada de nuevos operadores”, etc. Todo, como decía González Pons, para que las empresas vuelvan a ser de los españoles. El caso de TVE es bien ejemplar. No se trata de una privatización, claro que no, sino de un “nuevo modelo de gestión de la televisión pública”. Y ya, de las “colaboraciones público-privadas” en vez de reconocer que se están haciendo concesiones a empresas privadas, qué decir.

9.- Subida del precio del transporte público: También conocido como el “tarifazo de Aguirre” (por supuesto, término este plagado de masonismo), nuestra genial lideresa tuvo a bien aumentar entre un 50% y un 90% los precios de metro, tren y autobús, con diferentes tarifas según el número de estaciones del viaje en cuestión. A la pregunta de por qué semejante subida ella negó la mayor y dijo que se trataba de una “modificación tarifaria” que los madrileños, claro, asumieron encantados de “arrimar el hombro”, “apretarse el cinturón” y demás frases críticas para la historia.

10.- Recortes en sanidad y educación: dejo para el final este ámbito para que luego no digan que siempre barro para casa. A los recortes sanitarios se les llama “copago progresivo de los medicamentos” o “ticket moderador sanitario”, en el caso de Cataluña. Por su parte, los centros educativos concertados son ahora, por arte de magia, una “oferta de iniciativa social”, mientras que a la subida de las tasas universitarias, que han aumentado una barbaridad, se la llama ahora “defensa de la igualdad de oportunidades” para “estimular el esfuerzo académico”.

Como digo, lo peor de toda esta situación es que el eufemismo deviene con el tiempo en abierta contradicción con la realidad. A este propósito cito a Ana Mato, que dijo que “las propuestas de moderación” en sanidad se hacían “para que continúe siendo gratuita y universal”, aunque dichas propuestas dejaran fuera a más de un colectivo, como los jubilados o los enfermos, por mucho que Mato se empeñara en afirmar que se estaba “protegiendo a los colectivos más vulnerables”. Decir que con la congelación salarial se busca la “mejora de la competitividad”, que se sube la luz y el gas “para que resulten más baratas” o que hacemos punto por punto todo lo que nos dice Merkel pero que “nuestra soberanía nacional está intacta” significa que o bien nuestros gobernantes piensan que somos imbéciles o, peor aún, les da igual que nos demos cuenta de sus mentiras. 

Y a todo esto, la prima de riesgo en 642 puntos. Qué pena que para eso no podamos decir algo así como que “el diferencial con el bono alemán está experimentando un descenso positivo que nos lleva a un escenario inédito en nuestra economía”. Y no quiero dar ideas, que conste.




jueves, 15 de marzo de 2012

La mujer invisible (parte II)


Hace una semana, nuestro ministro de justicia hizo una encendida defensa en el Congreso de los Diputados de la necesidad de reformar la actual ley del aborto. Dijo, entre otras cosas, que esa ley amparaba una serie de comportamientos y actitudes intolerables y que, en el fondo, legitimaba una forma de violencia estructural de género que es la que provoca, en opinión de su partido, un escandaloso porcentaje de abortos (9 de cada 10, si no recuerdo mal). Era imperioso, según el ministro, devolver a la mujer su derecho a “elegir ser madre”.


Hay varios puntos que me llaman la atención en este asunto. Por un lado, entiendo que una buena parte de la sociedad conservadora de este país, a la que este señor representa, está frontalmente en contra no solo de esta ley sino de cualquier ley que legisle el aborto, ya que esta parte de la sociedad lo considera un asesinato puro y duro. Reformar la actual ley sería, pues, el primer paso para llegar a su total derogación futura, que es lo que en el fondo se pretende.


Aunque no esté de acuerdo con esta postura vería razonable que un partido político expresara su rechazo al aborto y empleara todos los medios a su alcance (democráticos, entiéndase) para conseguir sus objetivos políticos. El problema es que aquí no se hace así, y se emplean argumentos retorcidos para lograr objetivos que en el fondo son la antesala de los reales, con una estrategia que rechina por todos los lados.


No se sostiene ni se entiende, por ejemplo, esa defensa de la mujer como un individuo incapacitado para tomar decisiones sobre su propio cuerpo que, según el ministro, otros sí toman por ella, coaccionándola y obligándola a “renunciar a su legítimo derecho de madre”. ¿El aborto, es, pues, una consecuencia del machismo, fruto de la presión de hombres sin moral que, incapaces de hacer frente a su condición de padres, obligan a las futuras madres a dejar de serlo? Es algo inaudito. ¿Sabe el señor ministro realmente de qué está hablando? Por las encendidas protestas de todas las asociaciones en defensa de los derechos de la mujer, parece que no. Entonces, ¿a qué se debe este debate tan surrealista?


Los medios conservadores salieron en defensa de su ministro, como no podía ser menos, para dar con la clave del tema. Se dijo, entre otras cosas, que esas mujeres que protestaron ante las barrabasadas de Gallardón lo hacían enarbolando la bandera del “totalitarismo igualitario”, mujeres que no asumen cuál es su verdadero papel en la sociedad.


No me resisto a citarles un fragmento escrito por uno de los insignes prelados de Intereconomía que, lógicamente escandalizado por estas indignas pretensiones igualitarias, proclama en clave irónica: ¡Igualdad de sexos! Los hombres y las mujeres deben ser iguales. La mujer debe fumar, beber, tener numerosas relaciones sexuales y trabajar como un hombre. El odiado burgués capitalista se cambia por el hombre machista. Odiábamos a los empresarios tanto como ahora odiamos a los hombres. Y nos rebelamos de nuevo. El proletario que no se una al movimiento debe ser recriminado, al igual que hoy es repudiada la mujer que quiere vivir su feminidad en todo su esplendor: Cambiar el traje de ejecutiva por el vestido prenatal, el superordenador por el biberón, el comité de empresa por la familia, la comida precocinada por un buen plato preparado y los intercambios sexuales egoístas por una verdadera y bonita relación de amor.


El autor de esta epifanía, una criatura de apenas 22 añitos que ya tiene su columna para defender semejantes “ideas”, nos recuerda cuál es la verdadera feminidad, aquella que se vive “en todo su esplendor”: ser la esposa y madre sumisa al servicio de la voluntad y disposición del hombre. Y además, nos da la clave para salir de la crisis: si todas las mujeres dejan su traje de ejecutiva y se ponen a planchar y a cocinar buenos platos preparados, entonces habrá más puestos de trabajo para los hombres (sus verdaderos y legítimos depositarios, no lo olviden). Que alguien que ha nacido al amparo de la democracia escriba semejante atajo de necedades dice muy poco de la sociedad que lo ha “educado”, y yo desde luego me niego a aceptar que los triunfos en materia de igualdad, que tanto tiempo y esfuerzo han costado, se vayan ahora al traste porque los ineptos del gobierno y sus infames voceros se dediquen a decirle a las mujeres que cambien alegremente su dignidad por una sartén o un biberón.


Mentalidades y actitudes como esta o la del señor ministro de justicia están colocando a la mujer en una muy complicada situación: a día de hoy, es el sector de la población que más sufre la crisis, que más puestos de desempleo genera y encima no hace sino sufrir recortes en todos los campos imaginables, desde el famoso cheque bebé hasta la ley del aborto. Lo único que nos faltaba era volver a los discursos de la Sección Femenina para terminar de rematarla, porque eso sí que lograría el objetivo de hacer de nuevo invisible a la mujer, sus talentos y sus aportaciones a una sociedad que la necesita más que nunca. El verdadero problema de las mujeres en este país no es que el lenguaje las trate mejor o peor, sino que hay millones de personas dispuestas a enterrarlas en vida, a devolverles a ese lugar de hace medio siglo donde su única capacidad de decisión se reduce a si hoy se comen croquetas o albóndigas.


Mientras nosotros gastamos nuestras energías en hablar de lenguajes y sexos, allí en el Congreso están destrozando el Estado del Bienestar, el de los hombres y el de las mujeres. Y al paso que vamos, firme, austero y decidido, el año que viene ya no habrá día de la mujer y, lo que es aún peor, tampoco habrá ya motivo alguno para felicitarla.

lunes, 12 de marzo de 2012

La mujer invisible (parte I)




Mucho se está hablando estos días de la mujer y su papel en la sociedad actual, con motivo de la celebración de su día internacional. Y en este país de caverna y pandereta, no pocos de los comentarios vertidos arrojan una desoladora imagen que nos coloca en las antípodas de un país que se precia de civilizado y modélico. Pero vayamos por partes.

Todo comenzó con la polémica del lenguaje sexista y la visibilidad de la mujer, a propósito de un excelente y detallado informe de Ignacio Bosque sobre las recomendaciones de unas guías elaboradas por algunos sindicatos, universidades y organizaciones con afanes igualitarios. No creo que el informe se pueda discutir con argumentos lingüísticos porque se atiene en todo momento a la corrección gramatical, al sentido común y a la destrucción de ese prejuicio tan inquietante acerca de que se puede obligar al hablante a modificar su habla antes que su mentalidad. Y aun lamentando mucho los usos sexistas que determinados hablantes puedan hacer del lenguaje, mucho me temo que el problema no está tanto en el espejo que nos devuelve una imagen degradante como en la realidad que proyectamos nosotros sobre el espejo.

Ante este asunto, hay quien se rasga las vestiduras por lo que considera una afrenta del lenguaje, y otros que hacen lo propio por considerar que la afrenta se le hace a la lógica del propio lenguaje. Para los primeros, debemos forzar la máquina de nuestra expresión, y no decir “los problemas del hombre”, sino “los problemas de la humanidad”. Hay quienes defienden que la mujer se haga notar en los discursos oficiales, en todos y cada uno de ellos, lo que lleva a personas que conocen poco o nada de la gramática a decir barbaridades aquellas del tipo “miembros y miembras”. Bosque señala, con no poca malicia, que no ha encontrado en ninguna parte referencia alguna a “los empresarios y las empresarias”, en los documentos de C.C.O.O., lo que supone una notable contradicción, de sesgo ideológico, además, sobre su propia teoría de la igualdad.

Entiéndanme, no digo que muchas de esas propuestas, hechas con la mejor de las intenciones por las guías de uso citadas, no tengan cierto fundamento, y estoy seguro de que los académicos se han sentido molestos por el hecho de que otras instituciones hagan el trabajo que, se supone, les corresponde a ellos. Seguro que algo de eso hay, pero para mí lo esencial en este debate es separar bien ciertas ideas que parecen mezclarse con demasiada ligereza.

La primera de ellas es la confusión, que a este paso va camino de convertirse en leyenda, entre el sexo biológico y el género gramatical de las palabras. Cualquiera que conozca un poco del lenguaje sabe que las realidades de las que tiene que dar cuenta van mucho más allá de esa simplista división del macho y la hembra y que, en el ámbito relativo a los oficios que pueden desempeñar mujeres y hombres, no siempre esas palabras tienen por qué tener necesariamente un género gramatical definido. Las palabras comunes en cuanto al género se cargan así de sospechas y controversia en función de criterios extralingüísticos, como juez, jefe o gerente, que ahora deben tener su preceptiva variante femenina jueza, jefa y gerenta porque así lo dicen quienes, sin embargo, no se preocupan en darle una variante masculina a violonista, artista o futbolista por ser igual de absurdo, en el fondo, que lo anterior.

Por otro lado, la forma de expresarse de cada hablante corresponde a su forma de ser. Si una persona es racista, empleará términos y expresiones que la delatarán en cuanto trate el tema. Si alguien considera que la mujer es un ser inferior, su lenguaje se adaptará necesariamente a esa mentalidad y lo delatará en cuanto abra su boca. Y si, por el contrario, una persona es respetuosa y tolerante, del mismo modo su lenguaje no hará sino reflejar esas ideas de respeto y tolerancia. Pretender que un racista, un machista o una persona respetuosa hablen de la misma manera es absurdo porque para que eso se produjera los dos primeros deberían modificar primero su visión del mundo. Solo así su lenguaje reflejaría cambios significativos.

Estoy totalmente a favor de la igualdad social entre el hombre y la mujer, pero me parece que centrar el debate en lo que el lenguaje debe o no decir sobre este asunto es muy poco fértil. Más me preocupa, por ejemplo, lo que dijo hace muy poco cierto ministro acerca de la ley del aborto porque de su mentalidad, más que de sus palabras, nace mi sospecha de que estamos realmente lejos del país de la igualdad que muchos queremos.

sábado, 9 de octubre de 2010

Cifras y letras




El otro día tuve un interesante debate acerca de las artes y las ciencias, del que me quedé con algunas frases lapidarias que no logro borrarme de la cabeza, epifanías del tipo “yo me dediqué a las ciencias porque, total, a las letras es muy fácil acceder: no hay más que coger un libro, poner un CD o irse a un museo, y ya está”.

Miles de años de florecimiento de las letras y resulta, qué diantres, que no había más que agarrar un libro para que, ipso facto, todo el pensamiento relacionado con la filosofía, la historia o la literatura fuesen trasvasados directamente a nuestras mentes pensantes. O qué me dicen del CD, que nada más reproducirse nos traslada toda la hondura y complejidad de las arias, sonatas u óperas cual si las hubiéramos compuesto nosotros mismos. (De lo del museo casi prefiero no ironizar, tal es la dentera que me da).

Por aquello de encontrarme entre amigos traté de diluir con amistosas sonrisas de indiferencia cada nuevo advenimiento: “estudiar letras no sirve para nada, es una pérdida de tiempo”, “lo de las asignaturas de letras es un lastre del pasado que, por suerte, ya nos estamos quitando de encima: ¿alguien echa de menos el latín o el griego?”, y así un largo y horripilante etcétera.

Qué lástima, pensé en aquel momento, que el sistema educativo por el que estos sujetos dicen haber pasado con provecho y fortuna haya hecho semejante mella en sus conciencias. Qué profundo pesar produce la incapacidad del personal de darse cuenta de la artificiosa separación entre ambos campos del saber, que no son ambos sino un único espacio donde todas y cada una de ellas entra en profunda armonía e interrelación. ¿Qué sería de la arquitectura sin el arte? ¿Cómo construimos una Capilla Sixtina sin saber sumar, o peor aún, sin tener el talento artístico para dibujarla? ¿Cómo se crea la poesía, y por extensión la música, sin el sentido del ritmo, sin la profunda relación matemática de sus secuencias? (y démosle la vuelta al argumento, que resulta igual de desolador: ¿qué sería de las matemáticas si no pudieran aplicarse a tales ámbitos y provocar tales sensaciones estéticas?).

Resulta demoledor que a estas alturas haya gente cercana a la treintena que piense, y encima te trate de convencer de ello, que cualquier persona que coja el Lazarillo de Tormes es capaz de desentrañar hasta el más profundo de sus niveles de lectura; que alguien, sin la formación ni la sensibilidad adecuada para tal empresa, se plante frente a la novena sinfonía de Beethoven y capte las esencias últimas de su maestría; que cualquier ciudadano de a pie se cuele por casualidad en un museo y, de un simple vistazo, despache gustosa y tranquilamente los misterios de Monet, Dalí o Bacon como si estuviera haciendo un crucigrama en el metro.

Resulta molesto que uno sí sepa, desde el respeto, dejar en su sitio la crucial labor de Einstein, Bohr, Copérnico o Newton, que entienda la importancia de las aportaciones de Arquímedes, Averroes, Darwin o Mendel, y ni se le ocurra pensar que leyendo un simple panfleto está ya a la altura de un científico o un investigador. Los avances de la ciencia han traído consigo mucho más que una revolución técnica o tecnológica, han supuesto el salto de un universo (el medieval, con su mentalidad y sus atrasos) a otro plagado de posibilidades, que crece a un ritmo exponencial. ¿Por qué esa conciencia y ese respeto no puede aplicarse, por igual, a disciplinas que jamás se han distinguido ni distinguirán por su aplicación práctica, sino precisamente por completar las lagunas que las cifras y las ecuaciones no pueden alcanzar, aun con toda su milimétrica precisión?

Y sobre el griego y el latín, qué decir. Yo me siento afortunado por haber podido leer relatos de César, discursos de Cicerón o lamentos de Ovidio, por haber admirado a Virgilio en su propia lengua poética y por haberme acercado a los textos de Eurípides o Sófocles de la mejor forma posible, que no es otra que desde las voces originales de sus personajes. Me siento orgulloso, en lo que ello implica de enriquecimiento cultural, por haber viajado, de la mano de Homero, con Ulises a los océanos y con Aquiles al campo de batalla. Y todas esas puertas y otras que dejo en el tintero, las del mundo que explica el que es nuestro ahora, en lengua, cultura y pensamiento, son las que la necedad de lo útil y lo práctico cierran con estrépito ignorante. Es el sentido común el que extraña con nostalgia esas disciplinas, ya que este presente dedicado a las economías, tecnologías y psicologías ha olvidado ya de dónde viene, y por tanto seguirá dando bandazos, como ha hecho ejemplarmente hasta ahora, hacia el dónde va.

Siempre pensé que toda persona que no cultivara su propio espíritu con las necesarias dosis de lecturas y formación estaría condenada a ser como los campos yermos esperando una lluvia que nunca llegaba. Y de ahí mi tristeza de ayer, rodeado de esas gentes que, en el colmo de los colmos, no leen ni el prospecto de las medicinas que se toman, se duermen escuchando todo lo que suene a música clásica (o se sienten en un ascensor, y aquí estoy citando literalmente) y el último museo que recuerdan es con visita guiada para colegios, pero se permiten el lujo de presumir de una capacidad que ni tienen, ni quieren ni han querido jamás. Lo dicho: campos yermos presumiendo de humedad.

Luis Panero

lunes, 1 de junio de 2009

Son sólo palabras (o no).


Algunos de los tópicos más frecuentes (y molestos) que tenemos que escuchar aquellos que nos dedicamos a enseñar lengua castellana a hablantes españoles son los ya famosos “yo ya sé español”, “esas palabras no las usa nadie”, “lo que importa es que se me entienda, y no tanto lo que diga”, “son sólo palabras”, etc…

Algo de cierto hay en estos tópicos, aunque en un porcentaje mínimo. Es verdad que un idioma es un vehículo de comunicación, y que por ejemplo un turista japonés puede hacerse entender a pesar de que cometa decenas de fallos gramaticales o sintácticos. Lógicamente, nadie lo va a detener o encarcelar por ello, porque ahí la comunicación se antepone a la corrección gramatical.

Ahora bien, importa el cómo decimos aquello que queremos decir. Es más, a veces la forma es tan determinante que condiciona por completo la intención del mensaje emitido. El caso del turista japonés es justificable, pero un hablante nativo no se puede permitir el lujo de ir hablando o escribiendo como le dé la gana, porque de continuar esa dinámica cada uno terminaría practicando su particular idiolecto y al final esto sería Babel a la española.

Los medios de comunicación no contribuyen, precisamente, a erradicar este tipo de actitudes ante el lenguaje. El otro día escuché a un comentarista decir que Rafael Nadal debía “minimizar” sus errores si quería ganar un partido, y a otro decir que el árbitro de la final de la copa de Europa estaba “señalizando” de una forma ejemplar las faltas cometidas por los equipos contendientes. Imagino que el primer periodista desconoce que minimizar no es reducir el número, sino el tamaño o la importancia de algo, y dudo mucho que Nadal se plantee semejante cosa (los fallos en tenis son fallos o no lo son; no hay posibilidad de reducir nada). Por su parte, estoy convencido de que el árbitro del partido de fútbol sabrá conducir y estará al tanto de las pertinentes señales de tráfico, pero se me antoja extraño que vaya por el campo de fútbol “colocando señales que indican bifurcaciones, cruces, pasos a nivel y otras para que sirvan de guía a los usuarios del tráfico”, ya que ése es precisamente el significado de la palabra “señalizar”.

Seguramente me dirán ustedes: “qué exagerado, es evidente que esos periodistas no se referían a eso, y que lo que querían decir es que Nadal debía cometer menos errores, y que el árbitro estaba señalando las faltas pertinentes”. Bien, y entonces, ¿por qué no emplearon los periodistas tales vocablos, en vez de inventarse semejantes giros que, además de pedantes, resultan del todo incorrectos?

No obstante, no crean que mi crítica va dirigida sólo contra la prensa, diana tradicional de los lingüistas, sino contra nosotros mismos: en una conferencia reciente escuché de boca de insignes ponentes aberraciones tales como “epocalmente”, “cosico” o “protagonización” (imagino que en vez de “temporalmente”, “cosificado” o “protagonismo”), y me parecieron pedanterías horrendas otros vocablos como “concretizar” y “hombredad” que, aunque correctos, podían haberse sustituido sin ningún problema por “concretar” u “hombría”.

Pero todos estos ejemplos, más o menos graves en su importancia, quedan empañados por esa actitud ignorante, atrevida y chulesca del hablante medio que comentaba al inicio, y que lleva a muchos a hablar tranquilamente de catástrofes “humanitarias” o de comenzar mensajes escritos u orales con el fastidioso infinitivo sin venir a cuento, del tipo “Comenzar diciendo que / Sólo señalar que…”, o de meter con calzador palabras literales del inglés cuando existen equivalentes castellanos (“voy a jugar al basket(ball)” en lugar de baloncesto, o “por mi condición de mujer, tengo ya un hándicap de partida” en vez de desventaja). Y así un largo etcétera.

Claro que luego me llegarán los “progres” de la lengua, y volverán a ponerme la cabeza como un bombo con el argumento de que los idiomas son seres orgánicos en permanente evolución, que la lengua es del pueblo y que no se le pueden poner cortes ni barreras académicas, y claro, así estamos ahora, que somos leístas de forma impune y decimos “toballa” y demás barbaridades con la complicidad de una Real Academia tan complaciente como inoperante. (Por cierto, no sé quién se habrá inventado el bulo de que la RAE admite también la variante vulgar “cocreta” en vez de croqueta, pero no es verdad, aunque sea un fruto lógico del caos idiomático reinante).

No quiero ser agorero, pero sinceramente creo que de seguir así podríamos hablar más bien de una involución lingüística, consciente, consentida (y humanitaria, por supuesto).