lunes, 30 de julio de 2012

Una aventura fantástica en peligro




Espero me perdonen mis lectores que posponga para agosto la entrada que tenía sobre bandas sonoras de cine, pero la realidad se ha impuesto a mis planes. Ya es oficial: Peter Jackson acaba de informar a través de su página de facebook de que, finalmente, habrá tres películas basadas en El Hobbit, frente a las dos planteadas inicialmente. El anuncio se ha producido hace muy poco, pero supongo que ya habrá no pocos fans del universo de El Señor de los Anillos dando saltos de alegría, porque su horizonte de expectativas se va ni más ni menos que a diciembre de 2014 con tres estrenos sucesivos, como ya ocurrió en las navidades de 2001, 2002 y 2003 con la anterior trilogía.

Nada más lejos de mi intención que retractarme de una sola palabra de la anterior entrada sobre el estreno, que se remonta ya al pasado diciembre. Sigo teniendo unas altas esperanzas en que esta nueva franquicia me deslumbre como ya hizo su predecesora. Sin embargo, desde que publiqué aquella primera impresión tras ver el tráiler, no hago más que recibir noticias inquietantes. Pero vayamos por partes.

No olvidemos que todo lo relacionado con este proyecto nació de una manera muy problemática, en especial teniendo en cuenta el impresionante éxito de El Señor de los Anillos. Lo que en teoría debería haber sido un paseo militar terminó convirtiéndose en una tortura para un Peter Jackson que veía como Guillermo del Toro huía maldiciendo la hora en que se embarcó en aquel proyecto (cuando tenía ya bastante avanzada la pre-producción de la primera parte). Fueron años de peleas por derechos, salarios y los dichosos royalties, origen de toda la polémica entre Jackson y New Line Cinema. Al final, ante la desesperación general, Jackson se dio cuenta de que o cogía el timón de aquel barco a la deriva o todo se iría al traste.

El rodaje y el estreno del tráiler parecieron calmar los ánimos de todo el mundo, y en ese contexto de esperanza dejamos este asunto hace medio año. Ahora bien, hace algunos meses Peter Jackson realizó algunos pases de prensa y público para mostrar diez minutos de metraje de la primera parte de El Hobbit: un viaje inesperado, imagino que con la sana intención de que siguiera creciendo el interés por la película. Sin embargo, la reacción de todo el mundo fue bastante negativa: la decisión del director y la productora de rodar esta nueva saga en 3D y a 48 imágenes por segundo, frente a las 24 tradicionales, hacía que aquello pareciera una serie de televisión o un vídeo casero, por decirlo de un modo suave. La gente protestó airadamente y Jackson salió al quite de un modo muy poco torero, diciendo que el que quisiera criticar, que se esperara al estreno (como decía un antiguo profesor mío, para semejante viaje no se necesitaban alforjas).

Si esto ya de por sí era preocupante, en la reciente Comic Con de San Diego comenzaron a circular rumores de que en realidad el proyecto tenía posibilidades de convertirse en trilogía. Leyendo atentamente las declaraciones de unos y otros, me tranquilizó ver que en realidad el "metraje adicional" al que se refería todo el mundo estaba pensado para las ediciones extendidas de las dos partes de El Hobbit. Al igual que había ocurrido hace diez años, todo el equipo tenía firmado volver a rodar meses después de cada estreno para añadir escenas o ampliar otras de cara a las ediciones en DVD o Blu-Ray.

Sin embargo, el anuncio de hoy mismo otorga una perspectiva algo siniestra a todo esto. Yo entiendo que cuando se tiene una gallina de los huevos de oro, es tentador mantenerla el máximo tiempo posible generando ingresos. Ahora bien, no debemos olvidar que la trilogía de El Señor de los Anillos estaba respaldada por más de 1000 páginas que ya Tolkien había tenido que segmentar en tres tomos. Pero este no es el caso de El Hobbit, un único libro que resulta casi una novela corta en comparación con sus continuaciones. Es posible que no tenga muy fresca la lectura del libro, pero a poco que recuerde bien mucho me temo que este libro no da para tanto, por mucho que a Jackson se le llene la boca hablando de la cantidad de material que dejó apuntado Tolkien en sus notas de trabajo o apéndices. Ya en su momento dije que dos partes me parecían puro marketing, así que imagínense cómo me habré tomado esta noticia.

Los que me conocen bien saben que mi principal crítica hacia esta primera novela de Tolkien es su final (atención, spoiler) donde el pobre Bilbo, tras haber pasado todo tipo de penalidades para vencer al dragón y recuperar el tesoro, es golpeado en la cabeza cuando estaba a punto de presenciar la batalla de los cinco ejércitos. Justo después de esa escena, Tolkien nos traslada a la cama en la que Bilbo despierta, con Gandalf que le viene a decir algo así como "Hemos ganado" y ale, fin del cuento. Recuerdo que mi indignación no conoció límites ante semejante escamoteo, y por mucho que mi padre me quiso convencer de que en realidad aquella batalla no era necesaria para la trama de Bilbo, que terminaba con la derrota del dragón, a mí aquello me pareció un recurso de lo más lamentable.

Digo esto porque, conociendo el gusto de Jackson por la carnaza, imaginaba que dicha batalla tendría un lugar estelar en la segunda parte de la adaptación de El Hobbit, de un modo similar a la batalla del abismo de Helm al final de Las dos torres. Esa perspectiva era ilusionante y hasta cierto punto reparadora, pero ahora bien, de ahí a imaginarme que van a alargar el asunto hasta tres películas, y por mucho crédito que tenga este señor, yo lo siento pero me temo que no va a funcionar. Sencillamente no hay material suficiente en el libro, y si la solución para alargar el asunto como sea es tirar de unas notas que Tolkien jamás contempló que aparecieran en libro alguno, la inquietud se me torna en pavor.

No sé bien las presiones que los fans o, peor aún, los productores le deben estar metiendo a este buen hombre para que siga haciendo películas con anillos de por medio, pero han funcionado. Y es muy triste que todo esto suceda cuando la fotografía principal de las dos películas originales está ya terminada, porque dice muy a las claras que este proyecto sigue tan inestable como lo estaba al principio. Ojalá me equivoque, pero creo sinceramente que esta aventura fantástica está en serio peligro.





domingo, 29 de julio de 2012

Altius, citius, fortius (made in Spain)




Imagino que como muchos de mi generación, los primeros recuerdos olímpicos que guardo en mi memoria corresponden a los de 1992 en Barcelona. Patrioterismos al margen (porque no hago más que escuchar estos días que aquellos fueron los mejores juegos de la historia, dogma repetido una y otra vez por los medios de comunicación como si fuera una verdad irrefutable), sí recuerdo una especial alegría con las victorias de Fermín Cacho o las de la selección de fútbol (ante la todopoderosa Polonia, no lo olvidemos), y aquellas 22 medallas quedaron ahí, como un récord que ya veinte años después sigue a la espera de ser cuando menos igualado.

En estos veinte años, hemos pasado por unas cuantas olimpiadas ya como para que alguien se dé cuenta de que el modelo de financiación de los deportistas en este país (con las famosas becas del programa ADO a la cabeza) está desfasado y necesita urgentemente una revisión. Y esta consideración la hago al margen de las medallas, que parece que aquí al personal es lo único que le importa (recordemos: 17 en Atlanta, con el genial Induráin a la cabeza; 11 en Sidney, 19 en Atenas y las 18 de Pekín 2008, con Nadal a lo grande, como siempre). Es cierto que hay quien pueda decir que es un número importante, pero ahí va un dato: frente a las 13 medallas de oro de Barcelona, todas las demás olimpiadas juntas posteriores superan esta cifra por poco. En casos como Sidney o Atenas solo logramos 3 de oro en cada una, lo cual es una cifra muy baja para un país que envía de media unos 270 deportistas a los juegos.

Hay más datos relevantes. En las últimas olimpiadas, por ejemplo, un porcentaje mayoritario de nuestros deportistas apenas se clasificaron para las rondas finales y, lo que es peor, apenas un 10% igualó o superó sus registros personales. Es como si, por alguna extraña razón que no termino de entender, a muchos les bastara con clasificarse para la olimpiada y, a partir de ahí, ya todo les diera más o menos igual. Precisamente cuando los deportistas tienen que enfrentarse al mayor reto de sus carreras (en ocasiones una ocasión única, ya que los juegos son cada cuatro años y la edad no perdona en este ámbito), vamos los españoles y, con honrosas excepciones, pensamos que ya es bastante con haber llegado ahí.

Me resulta muy curioso todas las argumentaciones que se dan para justificar estos resultados mejorables. Está, por ejemplo, el de que hay razas genéticamente superiores que nos barren en disciplinas como las carreras de fondo o de pista, o de que países como Estados Unidos o Rusia cuentan con infraestructuras infinitamente superiores a las que tenemos aquí, y sus respectivos gobiernos no tienen problemas en dar alegres subvenciones y primas para que sus muchachos lleguen dispuestos a comerse el mundo. Imagino que algo de eso será cierto, pero sigo pensando que si este país hiciera las cosas como debe en este terreno (como en tantos otros) no necesitaríamos acudir al victimismo para justificar una posición mediocre en el deporte internacional. 

Se me dirá que esto es una aberración, y que el deporte en España está ahora en su mejor momento de la historia, con gente como el propio Nadal, Gasol, Alonso y toda la selección de fútbol a la cabeza. Ya, pero es que me estoy refiriendo a un porcentaje algo más amplio, el deporte en un sentido general que incluye TODAS las demás disciplinas (que parece que aquí todo se reduce al fútbol, baloncesto, la fórmula uno y el tenis). Gente como el citado Fermín Cacho o aquel nadador, López Zubero, son verdaderos marcianos en un país que no da pie con bola en el 90% de las disciplinas olímpicas. No sé a los lectores, pero yo ya estoy acostumbrado a ver que en muy pocas finales hay representantes españoles (y los que podría haber este año, ya sea por lesión como Nadal o por las sospechas de dopaje, como Contador, no están donde deberían). 

He escuchado también, y creo que por aquí pueden ir los tiros del deporte patrio, que este amplio porcentaje de deportistas españoles tienen que salir adelante "a pesar" de las condiciones que se dan en sus respectivos ámbitos laborales. Y aquí me refiero, aunque no solo, al tema económico. Las becas ADO se otorgan en función de unos resultados, de unas determinadas marcas e hitos que el deportista tiene que ir logrando en campeonatos nacionales e internacionales, como por ejemplo su clasificación para los mundiales o los juegos olímpicos. Se pueden imaginar ustedes que ni todas las becas son de la misma categoría ni permiten, en su mayoría, que estos profesionales puedan dedicarse única y exclusivamente al entrenamiento y práctica del deporte, de modo que muchos de ellos deben alternar esta labor con segundos y terceros trabajos. Eso explicaría que mucha gente se "conformase" con alcanzar los objetivos mínimos que les garantice la beca, porque literalmente llegar a esos objetivos los deja con la lengua fuera como para encima andarse con medallas. Y así no hay manera.

Insisto, para mí este es un problema relativo al modelo de cómo se crea, fomenta y da alas al deporte en España. Falta de medios, falta de recursos... sí, todo eso está muy bien, pero yo me pregunto si realmente tenemos una mentalidad adecuada para el fomento de la práctica profesional de esta actividad. Porque si tanto los responsables de los distintos organismos del deporte, como la prensa y la nación entera se limita a reducir el asunto al vil metal medallero y solo nos acordamos de que en este país existen gimnastas o lanzadores de peso una vez cada cuatro años, (y encima esta pobre gente tiene que sobrevivir como puede a base de becas y limosnas varias, sin un sueldo digno de verdad), así nos seguirá yendo siempre en estas y en todas las olimpiadas habidas y por haber.


martes, 24 de julio de 2012

Al pan, pan y al vino, vino




La lengua permite a sus hablantes giros o vías alternativas para expresar una serie de ideas, conceptos o realidades que, por su naturaleza polémica, indecorosa o conflictiva resultan incómodas. A este tipo de ámbitos se lo considera tabú y es necesario, por tanto, una capa de maquillaje lingüística para hacerlo más digerible llamada eufemismo, que el DRAE define como “Manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”.

Así, por ejemplo, hablamos de “material para adultos” en lugar de “pornografía” o de “persona con capacidades especiales” en lugar de “discapacitado” (que a su vez fue hace tiempo eufemismo para “retrasado”); decimos que alguien tiene una “constitución grande” en lugar de decir que está “gordo”, que “es mayor” (viejo) o “de color” (negro), y en el colmo de los colmos, se ha llegado a hablar de “jardines de paz” en lugar de decir “cementerios”.

Vaya por delante que siempre he estado en contra de emplear estos términos eufemísticos, por considerar que esa capa de maquillaje muchas veces excede sus funciones para enmascarar la realidad y hacerla pasar no ya por una versión más ligera de la misma, sino directamente por otra muy distinta. Por eso, mi indignación no deja de crecer desde que nuestro presidente del gobierno anunció en su investidura que llamaría a las cosas por su nombre, prometiendo “decir siempre la verdad, aunque duela, sin adornos y sin excusas: al pan, pan, y al vino, vino”, porque después tanto él como sus ministros se han dedicado a desmentir tal propósito de una manera implacable, siempre con el fiel apoyo de su caverna mediática, claro.

Hay tantos ejemplos que podríamos llenar varios libros. Y sí, sé que muchos opinan que aquí el rey de este arte del eufemismo es ZP con su famosa “desaceleración económica”, empeñado como estaba en no llamar a la crisis por su nombre. Yo no entiendo aquí de partidos, solo me limito a recoger los siguientes diez ejemplos para que los lectores reflexionen, que es lo que parece que aquí nadie quiere que hagamos (y aquí meto a partidos, sindicatos, la Merkel y a todo el que se ponga por delante).

1.- Crisis / Recesión: tanto que se dijo en su momento de ZP y, mira por donde, que incurrimos en el mismo (y gravísimo) error. Aquí valen tanto eufemismos delirantes y absolutamente intolerables desde cualquier punto de vista lógico (como la famosa “tasa negativa de crecimiento económico”), como metáforas dignas de Félix Rodríguez de la Fuente, como aquella de González Pons acerca de las manadas de leonas y las débiles gacelas. Así, también está muy de moda expresiones metafóricas del tipo “con la que está cayendo”, “estamos al borde del hoyo/abismo/barranco”, etc.

2.- Recortes: esta palabra ocupa el segundo puesto por su especial relevancia dentro de la crisis, por ser la herramienta principal de los gobernantes para tratar de encontrar algo de orden en el caos reinante. Claro, esto provoca escozor hasta en el más pintado, de modo que el gobierno se ha dedicado a indagar bien en el diccionario, y así no mencionan jamás esta palabra, sino que hablan de “ajustes”, “propuestas de mejora”, “medidas de reordenación” y, especialmente, de “reformas”. Todo, insisto, con tal de que no tengamos en mente el hacha o la tijera, que tanto da.

3.- Subidas de impuestos: Con diferencia, la más controvertida de todas las “propuestas de mejora”. La del IRPF es de antología del disparate, en boca del ministro Montoro: “recargo temporal de solidaridad”. También se han referido a ella como una “subida temporal que se centra en los principios de justicia y equidad”. Respecto a la subida del IVA, es una “subida de impuestos indirectos en términos hacendísticos” que implica, obviamente, una “modificación de la estructura impositiva”. ¿Queda claro o no?

4.- Reforma laboral: En realidad el gobierno sí utiliza esta expresión, pero todo lo que se deriva de ella goza de un tratamiento eufemístico como jamás se ha visto. Luego detallaremos el abaratamiento del despido, pero vaya por delante que para Rajoy y compañía esta reforma supone una “flexibilización de las condiciones para evitar el despido”. Es decir, justo lo contrario de lo que todo el mundo piensa al mirar con detalle el contenido de la reforma. Pero claro, igual es que no sabemos leer.

5.- Abaratamiento del despido: Una de las medidas estrella de la nunca suficientemente alabada reforma laboral. Con gran sagacidad, Rajoy la definió a la inversa porque, según sus palabras, lo que se pretende es “promover que el contrato indefinido sea la regla general” y “flexibilizar el mercado laboral”. Por supuesto, al despido libre empresarial nuestros gobernantes lo llaman “mecanismos efectivos de flexibilidad interna de las empresas”. Por cierto, ahora los empresarios ya no son tales, sino “emprendedores”, que suena mucho mejor.

6.- Amnistía fiscal: Esta genial idea, que ya en su momento propuso el PSOE con feroz oposición de los que ahora la llevan a buen puerto, consiste en perdonar un 90% del dinero defraudado a los que en este país, y son unos cuantos, se dedican a estafar al estado. Bueno, pues a semejante despropósito el señor Montoro lo llamó “ley de regularización de activos ocultos”, negando una y otra vez que fuera una amnistía fiscal. De escándalo.

7.- Rescate financiero: Después de la gloriosa gestión de los bancos españoles, con la excelsa Bankia a la cabeza, nuestro líder obtuvo un rescate europeo de miles de millones de euros que, por supuesto, no era tal: se trataba de una “apertura de una línea de crédito”, o de un “plan global de saneamiento para la recapitalización de los bancos”, e incluso en palabras del inefable Guindos, de un “préstamo en condiciones favorables para la banca”. Pues eso.

8.- Privatización: Esto de la “tasa de crecimiento negativo” les viene de perlas a nuestros muchachos para poner en práctica sus magníficos planes para que las empresas públicas españolas conozcan las múltiples cualidades de la “liberalización”, “flexibilidad de gestión”, “entrada de nuevos operadores”, etc. Todo, como decía González Pons, para que las empresas vuelvan a ser de los españoles. El caso de TVE es bien ejemplar. No se trata de una privatización, claro que no, sino de un “nuevo modelo de gestión de la televisión pública”. Y ya, de las “colaboraciones público-privadas” en vez de reconocer que se están haciendo concesiones a empresas privadas, qué decir.

9.- Subida del precio del transporte público: También conocido como el “tarifazo de Aguirre” (por supuesto, término este plagado de masonismo), nuestra genial lideresa tuvo a bien aumentar entre un 50% y un 90% los precios de metro, tren y autobús, con diferentes tarifas según el número de estaciones del viaje en cuestión. A la pregunta de por qué semejante subida ella negó la mayor y dijo que se trataba de una “modificación tarifaria” que los madrileños, claro, asumieron encantados de “arrimar el hombro”, “apretarse el cinturón” y demás frases críticas para la historia.

10.- Recortes en sanidad y educación: dejo para el final este ámbito para que luego no digan que siempre barro para casa. A los recortes sanitarios se les llama “copago progresivo de los medicamentos” o “ticket moderador sanitario”, en el caso de Cataluña. Por su parte, los centros educativos concertados son ahora, por arte de magia, una “oferta de iniciativa social”, mientras que a la subida de las tasas universitarias, que han aumentado una barbaridad, se la llama ahora “defensa de la igualdad de oportunidades” para “estimular el esfuerzo académico”.

Como digo, lo peor de toda esta situación es que el eufemismo deviene con el tiempo en abierta contradicción con la realidad. A este propósito cito a Ana Mato, que dijo que “las propuestas de moderación” en sanidad se hacían “para que continúe siendo gratuita y universal”, aunque dichas propuestas dejaran fuera a más de un colectivo, como los jubilados o los enfermos, por mucho que Mato se empeñara en afirmar que se estaba “protegiendo a los colectivos más vulnerables”. Decir que con la congelación salarial se busca la “mejora de la competitividad”, que se sube la luz y el gas “para que resulten más baratas” o que hacemos punto por punto todo lo que nos dice Merkel pero que “nuestra soberanía nacional está intacta” significa que o bien nuestros gobernantes piensan que somos imbéciles o, peor aún, les da igual que nos demos cuenta de sus mentiras. 

Y a todo esto, la prima de riesgo en 642 puntos. Qué pena que para eso no podamos decir algo así como que “el diferencial con el bono alemán está experimentando un descenso positivo que nos lleva a un escenario inédito en nuestra economía”. Y no quiero dar ideas, que conste.




Top 13 Videojuegos Nueva Generación: Virtua Tennis 4



Tal y como ocurre en la vida real, en los videojuegos hay deportes que han sido favorecidos muy, muy por encima de los demás. Su demanda ha sido siempre tan grande que es frecuente encontrar, en prácticamente todos los sistemas de todas las generaciones, dignos representantes en fútbol o baloncesto, ya sea la saga FIFA, Pro Evolution, NBA JAM, NBA 2K… la lista es interminable. Respecto a los demás, y con honrosísimas excepciones, lo habitual es una colección de mediocridades en ámbitos como los juegos olímpicos de invierno o verano, el ciclismo, voleibol, golf, etc…

Precisamente por todo esto, que un juego de tenis se eleve al mismo nivel que los grandes jeques del balompié o el baloncesto es una noticia muy a tener en cuenta. Y sí, es verdad que la saga Virtua Tennis lleva ya en circulación más o menos desde 1998, pero no ha sido hasta su cuarta y última entrega hasta la fecha cuando su salto de calidad lo ha llevado a cotas nunca antes vistas, hasta el punto de que no solo no tiene rival en su terreno, sino en prácticamente todo el género de los deportes.

Los intentos de los videojuegos por el tenis se remontan a un antecesor tan ilustre como el Pong, que no dejaba de ser un partido de tenis simplificado y en vista cenital. A lo largo de varias generaciones, los intentos han sido muchos y meritorios (Smash Court Tennis, Top Spin o el fantástico minijuego incluido en Wii Sports, por poner solo algunos ejemplos), pero fallaban en aspectos clave como la física de la pelota, la respuesta de los tenistas ante situaciones críticas, el realismo de los movimientos, etc…

Virtua Tennis apareció en las consolas domésticas allá por 1999 para la difunta Dreamcast, y recibió buenas críticas y un gran apoyo del público. Era un juego directo que pecaba de un escaso de número de jugadores oficiales (solo 8), y de un control tan simple que más parecía que se jugaba a palas de playa que a tenis (el liftado era inexistente, de modo que todos los golpes resultaban demasiado planos y previsibles). Su segunda entrega, que apareció tres años más tarde para PS2, mejoró muchísimos aspectos (doblando número de jugadores e incluyendo mujeres por primera vez), además de un modo para un jugador muy bien estructurado. La mecánica de juego seguía siendo, no obstante mejorable, algo que los intentos posteriores (Virtua Tennis 3 y Virtua Tennis 2009) no llegaron a realizar satisfactoriamente.

Para la cuarta entrega, Sega decidió apostar firme y tomó decisiones drásticas. En primer lugar, cambió el manejo de los tenistas apostando por un mayor realismo, con golpes liftados y voleas mucho más cercanas a la experiencia real, un mayor número de licencias (incluyendo a jugadores clásicos, como Becker, Bjorg o McEnroe, además de los consabidos Nadal, Federer o Djokovic), un editor de personajes mucho más complejo y preciso, diferentes estilos de juego con consecuencias reales a la hora de jugar, y un modo de juego individual completísimo, donde entrenamos a nuestro jugador preparándolo para los cuatro Grand Slam con torneos menores, partidos amistosos, minijuegos y un sistema de estrellas tan eficaz y directo que hace palidecer a todo lo visto anteriormente. Y por si todo eso fuera poco, el juego es compatible con el sistema de detección de movimientos Move, con resultados más que satisfactorios.

Virtua Tennis 4 tiene la ventaja de que permite al jugador elegir por un acceso más rápido y arcade en sus modos exhibición y torneo, o bien por un acercamiento más de simulación con el modo individual, donde el perfeccionamiento del jugador se convierte en una obsesión. La física de la pelota asusta por su verosimilitud, y responde de acuerdo a las características de los distintos terrenos (tierra batida, pista rápida, hierba), en cada una de las cuales los especialistas determinados dominan igual que ocurre en la ATP. El sistema de clasificación incentiva a la mejora constante, y los minijuegos ya no son ese conjunto algo tedioso y repetitivo en VT2 o VT3, sino que cambian conforme cambia la temporada de tierra o de hierba, y se ven completados con el agente de jugadores o el sistema de tickets y casillas, que lo hacen acercarse a un juego de mesa con elementos de estrategia que antes resultaban impensables.

Pero donde VT4 realmente triunfa es en el momento en el que se inicia el partido. Los contrapiés, los globos, voleas y derechazos se suceden con un realismo impresionante, acompañado todo ello por un apartado técnico que refleja con perfección rostros y estadios (y ojo a las repeticiones a cámara lenta con las partículas de la pelota saltando por los aires... alucinante). La alta definición recreando las diferentes superficies o los gritos de los jugadores y los fabulosos efectos de sonido de la pelota, así como la posibilidad de verlo en 3D, elevan la sensación de inmersión hasta tal punto que uno a veces duda de si está viendo un partido por la tele o jugando a un videojuego. Y así da gusto, la verdad.

sábado, 21 de julio de 2012

Cinefórum (19): The Dark Knight Rises



Había un gran escritor que sostenía que el final de las historias era el que daba sentido al conjunto en sí mismo, que el desenlace debía tener tal poder catártico como para lograr que todo el proceso que había llevado al lector hasta ese punto cobrase su auténtica dimensión. Seguramente dicho escritor no estaría pensando en la que es, con diferencia, la trilogía más importante en la historia del cine con permiso de El padrino, una capaz de borrar el recuerdo de anteriores adaptaciones que, a ojos vista, ahora parecen subproductos de una calidad ínfima. En cualquier caso, nos vale dicha cita como punto de partida.

The Dark Knight Rises tenía la difícil papeleta de estar como mínimo a la altura de su predecesora, la casi perfecta El caballero oscuro. Muchos daban por imposible tal tarea por la compleja combinación de suspense, thriller y acción, con aquel Joker superlativo del difunto Heath Ledger dando cursos magistrales de villanía en cada escena. Muchos juzgaron que aquella película había agotado el filón y que cualquier cosa que llegara después sería juzgada con una justísima severidad, porque sería imposible superar los logros de aquella cinta.

Ajeno a toda esa polémica, el director, Christopher Nolan, quiso asegurarse de que la tercera entrega se correspondía con aquella filosofía del escritor del inicio de la entrada, y que no era simplemente una secuela que añadía más explosiones y tiros porque sí. Esta historia debía tener como norte principal precisamente su condición de epílogo, y su principal objetivo debía ser el de cerrar las tramas principales y cualquier posibilidad de seguir tirando del hilo hasta la extenuación, como había ocurrido antes cuando la franquicia estaba en peores manos.

Vayamos primero con algunas afirmaciones básicas, porque hay que establecer bien claro y desde el principio que TDKR es una grandísima película de acción, que está casi (casi) a la altura de su predecesora y que, en cualquier caso, supone el broche de oro a un evento cinematográfico y cultural sin precedentes en las últimas décadas. Su ritmo narrativo, una vez que establece las premisas básicas, es sencillamente soberbio, cada uno de sus numerosos personajes principales es pertinente en la historia y realiza grandes aportaciones a una saga plagada de grandes aciertos. Las coreografías de acción, la música, la fotografía, los actores… todas las piezas encajan con una armonía que, insisto, hacen palidecer de envidia a cualquier aspirante a este trono que Batman ocupa desde hace siete años con insolente regencia.

Respecto a los villanos, debo confesar que Bane me ha sorprendido, y para bien. De catwoman esperaba algo parecido a lo que me he encontrado (sensualidad, sofisticación y ambigüedad moral, bien por Anne Hathaway), pero lo de Bane es antológico. Es un personaje muy, muy bien trazado, con una profundidad que va mucho más allá del malvado que reparte mamporros sin más. Todo un acierto. Además de eso (atención, spoiler), las inclusiones de Thalia Al Gul y de Robin son increíblemente oportunas, y dan un sentido de cierre y renovación que otorga coherencia y frescura a la saga, un equilibrio que, de nuevo, se me atoja imposible en otras manos que no sean las de Nolan y su equipo. 

Desde la memorable escena de la fuga aérea, pasando por la demolición de Gotham o la batalla final entre la policía y los reclusos, la película no da un solo respiro y, lo mejor de todo, nos permite ver el lado más débil y achacoso de un héroe al que antes dábamos por invencible, con momentos tan espectaculares como cuando vuela en el Batwing, una pasada a la altura del Tumbler o del Batpod de anteriores entregas. La pelea con Bane (las dos, en realidad), son de una brutalidad que provoca dolor en el espectador, con esa espalda rota que habrá hecho las delicias de los fans del cómic, y suponen al fin el desafío físico definitivo que Batman necesitaba, tras haber superado el intelectual al que le sometió Joker en la segunda parte. También en ese sentido, TDKR es el complemento perfecto de todo lo anterior.

Respecto al cómic original, Nolan se ha tomado muy pocas libertades, pero las que hay son tan acertadas como incontestables (la relación entre Bane y la Liga de las sombras, por ejemplo). En cualquier caso, para mí lo mejor es el desenlace, un ejercicio de equilibrismo del que hasta Peter Jackson podría aprender porque todas las tramas se cierran del modo en que tienen que cerrarse y cada personaje recibe exactamente lo que merece. (Atención, SPOILER) La despedida de Alfred y Bruce Wayne en Florencia, con una mirada llena de complicidad, o la ascensión de Robin como el nuevo Batman (el plano que cierra la película) son tan purificadoras para el espectador como necesarias, aunque nada compensa la tristeza de pensar que no habrá más entregas con las que deleitarse. 

 Quizá sea mejor así, con una despedida por todo lo alto, que al menos ahuyente durante varias décadas las tentaciones de Warner Bros o de quien sea de relanzar una franquicia que a mí, sinceramente, me parece imposible que se pueda mejorar en ningún aspecto técnico, interpretativo o de fidelidad a las fuentes originales.

Qué gran película, en definitiva, pero sobre todo, qué gigantesca trilogía.



Todos los recuerdos fueron buenos (parte III)





     La noche era exactamente como lo había soñado durante todo aquel año: tranquila, silenciosa, plagada de estrellas. El camino estaba despejado, el agua sonaba cercana bajo el puente y la luz de las velas creaba un sendero que se bifurcaba en dos direcciones. Ellos todavía tardarían unos minutos en llegar hasta aquel claro del bosque. 


   Era como había soñado y, sin embargo, en el fondo no tenía ganas de que ocurriera. No era fácil lo que estaba por venir. De hecho, se iba a convertir en la más difícil de todas aquellas noches que había pasado desde que, hace ya muchos años, me convertí en monitor scout. Y es que aquella noche había llegado al fin el momento de decir adiós.

Ya tenía algo de experiencia en este aspecto, porque el año pasado por estas fechas me fui de mi otro grupo, el Antártida. Pero aquello fue diferente. Con alguna que otra excepción, todos aquellos a los que deseé buena suerte han seguido presentes en mi vida y, lo más importante, mis chavales son ya hombres hechos y derechos que guían a otros. En realidad aquel adiós fue un relevo calculado, triste como toda despedida, pero con una sensación de cierre que, esta vez, no sentía igual.

A fin de cuentas, mis dragones del Boanerjes no son todavía hombres o mujeres. Se encuentran en ese proceso, en torno a los catorce o quince años, en que uno se hace las preguntas realmente importantes, en que quizá más se necesite un referente en el que apoyarse. Pero yo ya no podía serlo, por mucho que me doliera, porque llevaba ya demasiados años con ellos, demasiadas anécdotas y aventuras juntos, y era tiempo ya de que tuvieran otros modelos, otros espejos en los que mirarse. Además, desde hace tiempo mi propio camino tenía anunciadas otras sendas que ya no podía retrasar más. Era la hora de despedirse.

Supongo que decir adiós resulta más sencillo cuando uno lo ha planeado, como fue mi caso, durante mucho tiempo, cuando sabe que cada gran evento es el último gran evento: el último festival de Navidad, el último San Jorge, el último día del deporte, el último campamento de verano... Uno disfruta de cada momento como nunca precisamente porque es consciente de su caducidad, y trata de rentabilizar al máximo cada minuto para irse con la mayor satisfacción posible.

Sin embargo, no fue fácil para mí llevar esa losa y, al mismo tiempo, tratar de disfrutar como los demás y que no lo notasen, que no lo intuyeran, que no lo supieran. Hay algo en la ignorancia que aporta felicidad, o al menos eso dicen, pero en el fondo yo prefiero la satisfacción del conocimiento, porque es más duradera. Y estoy realmente satisfecho de este último año, como lo estoy de los anteriores, porque soy consciente de que se han conseguido grandes cosas, que los chicos han hecho grandes progresos y que están en las condiciones óptimas para seguir su camino, ese mismo hasta el que aquella noche había podido acompañarles.

De pronto, comencé a escuchar ruidos. Aquí llegaban. Después de tantos años juntos, y especialmente en aquel último campamento tan intenso, tan plagado de felices momentos compartidos, pensé que sería capaz de reconocerlos hasta en mitad de una tormenta de granizo. Fueron sentándose en torno a las velas, muy serios, como si fueran conscientes de que les esperaba algo malo. Allí estaban casi todos: Lydia, Richi, Mónica, Álvaro, Paula, Miguel, Belén, Edu, Pablo y Raúl. Solo faltaban Ali, Agus y Pedro, pero los sentía igualmente cerca que al resto. Y por mucho que traté de contarles una última historia, la de aquel dragón de oro que, una vez criados los demás dragones bajo su custodia, elevaba un último vuelo y lloraba una lágrima dorada por cada una de sus crías, no me salieron las palabras como esperaba. Y por mucho que traté de no contagiarme de sus emociones mientras les leía la carta de despedida, que quedará entre ellos y yo, no pude evitarlo y me contagié. Y por mucho que traté de que no me afectaran sus abrazos y su cariño, pensando en que esa senda que se bifurcaba aún les iba a traer miles de risas y alegrías casi más para animarme yo que a ellos, no pude evitarlo y finalmente, me afectó.

Supongo que forma parte de nuestra naturaleza negarnos al cambio, a la evolución o al paso de los ciclos naturales del tiempo o de la edad. Les ocurría a ellos aquella noche y a mí también, por mucho que intenté evitarlo. Quizá por eso una parte de mí desearía rejuvenecer y seguir con ellos compartiendo aventuras hasta que no quedara una sola por vivir, como me ocurrió el año pasado con mis rovers. Y si no se lo dije fue porque, en el fondo, sé que este adiós se produce en el momento y el lugar adecuados. Se produce cuando hemos alcanzado las cumbres que nos habíamos propuesto, cuando hemos llegado hasta donde teníamos que llegar juntos. Ni un paso más, pero tampoco un paso menos. Y se produce en el lugar adecuado, una noche tranquila al calor de las velas y bajo el signo de las estrellas.

La leyenda del dragón de oro no contaba buena parte de la historia que yo viví aquellos días. No contaba, por ejemplo, que esos mismos dragones a los que había visto crecer a su lado le devolverían todos sus cuidados en forma de reconocimiento y cariño, y que tan afortunados se sentirían ellos como él de haber compartido esa experiencia, que tanto los había cambiado a todos. No contaba la leyenda que esas lágrimas, que al caer al suelo se convertían en lingotes de buena suerte, las derramaba tanto él como ellos, y que no eran lágrimas de tristeza, sino de alegría por el tiempo que vivimos juntos. Ese tipo de detalles suelen quedar ocultos entre líneas, de modo que casi nadie los recuerda.

Pensé en todo ello al día siguiente, en el largo viaje de vuelta, y me volvió a asaltar esa emoción cuando en mitad de aquella despedida de familias que no me esperaba, los dragones me llamaron, solemnes, y me entregaron el banderín del dragón con el que habían formado aquel verano. Recuerdo que lo acepté, gustoso y emocionado, y después ya no recuerdo nada más porque los abrazos de unos y otros me desbordaron. 

Lo que siempre recordaré es que todo lo vivido con ellos, así como con los que en su momento me dieron la bienvenida a aquel grupo, mis hermanos, y los que me dijeron adiós tantos años después, y a los que tanto aprecio, es suficiente como para llenar un baúl de los recuerdos; uno en el que, sobra decirlo, todos y cada uno de ellos fueron buenos. Qué viaje tan fascinante.