viernes, 31 de enero de 2014

El tiempo será mi venganza (parte 1)



Era un día de grandes festejos en el reino de Iskandar. A primera hora de la mañana, tan pronto como sonaron las campanas que anunciaban el nacimiento del príncipe heredero, la voz corrió como la pólvora y todo el mundo se dispuso a celebrar aquella buena nueva como nunca antes se había visto: por todas partes se veían banderas con las insignias del reino, rojas, azules y amarillas, con el león de oro que pisaba la cabeza de la serpiente brillando en lo alto de todas ellas; las calles, avenidas y jardines próximos al palacio se vistieron con sus mejores galas, con las gentes animando a los caballeros y nobles damas que, venidos de todas partes, se acercaban para presentar sus respetos al recién llegado.

¡Gloria, gloria, al delfín de Iskandar,
Salvas y cánticos te han de aclamar!
¡Canten los bosques, el monte y el mar
que al fin ha llegado el delfín a Iskandar!


Los emperadores aguardaban en el trono, visiblemente fatigados tras una noche de desvelos y preocupaciones. Ya todo eso quedaba atrás. Ekai, que así se llamaba el heredero, reposaba tranquilamente sobre su cuna, acariciado con suavidad por las sábanas que envolvían su dulce sueño. Poco podía imaginar la cantidad de personas que desfilaron aquella hermosa mañana de primavera por delante de él, observando con curiosidad la parsimonia de aquella respiración que a todos inspiraba calma y ternura.

Sabido era por todos que aquel nacimiento garantizaba la paz en el reino, pues tras el feliz matrimonio de sus padres largos años habían pasado hasta que al fin vio la luz aquel niño. Y fueron sus ojos azules, símbolo de pureza en aquella región, la señal definitiva que necesitaban todos para afirmarse en la certeza de que el reino conocería al fin días de prosperidad, tras largos años de duras batallas con los enemigos que acechaban las fronteras al norte y al sur, en un intento cruel de dejar a la tierra sin rey y sin esperanza.

Había aquella mañana grandes e importantes caballeros, capitanes y comandantes de legiones que ansiaban ya el momento de que Ekai levantara el suficiente palmo del suelo para hacerle empuñar su primera espada. Había diplomáticos y sabios que estaban deseosos de poder enseñarle sus primeras letras, su primer protocolo, sus primeras nociones del significado de ser rey de todos y para todos. Solo uno aguardaba en silencio, preocupado. Solo uno, de entre todos los presentes, tenía la mente más puesta en el futuro inmediato que en el lejano, consciente como era de que más de un peligro se cernía sobre la vida de aquel niño inocente. Pues si las fuerzas militares que se agolpaban en las fronteras del reino eran poderosas, más aún lo eran aquellas que se mantenían ocultas bajo pieles de cordero en la misma corte del rey, ansiando el momento oportuno para asestar la puñalada traicionera que podría llevarlos a todos a la ruina. Y eso por no hablar de aquellas otras fuerzas, la de la noche oscura que todo lo veía y que, seguramente, también observaban complacidas la llegada de aquel rayo de esperanza, aunque quizá con no tan buenas intenciones como todos los demás.

Rudyard, hermano del rey, sabio y alquimista, hechicero según algunos y adivino según otros, estaba apoyado en uno de los balcones del salón del trono, con la perspectiva que gustaba de tener sobre todas las cosas y los hombres. Desde bien pequeño había aprendido antes a manejar las palabras que la espada, el profundo dolor o placer que podían producir si eran pronunciadas de la manera y en el orden adecuados. Contaban en palacio que con solo dos años engañó a todo el mundo aparentando que sabía leer; con cinco contaba cuentos hasta a las damas de compañía de la reina, y con diez era capaz de engañar a un hombre para que se tirara a un pozo de cabeza, si tal era su deseo. Con doce años, y preocupado por las sombras de hechicería que pesaban sobre él, el entonces anciano rey decidió mandarlo a las tierras de Kadeusi, donde vivían algunas gentes de su total confianza, valientes soldados y alquimistas que habían establecido una colonia en tierras fronterizas.

Mientras su hermano mayor aprendía a ser el futuro emperador Yordano, con la espada y el libro como principales amigos, Rudyard pasó su juventud en plena naturaleza, saltando de roca en roca y de árbol en árbol. Aprendió a escuchar el sonido del bosque al amanecer y a temer el frío del aullido del lobo en plena noche; supo cazar el animal más furtivo y perdonar la vida de su rival más temible, pero sobre todo aprendió que no solo los hombres tenían lenguajes capaces de transmitir mensajes, sino que también los animales, las plantas y hasta las piedras se expresaban de mil formas. Todas ellas aprendió a conocer, e incluso a controlar, y para cuando regresó al palacio su fama había alcanzado la categoría de leyenda. Un regreso que, para sorpresa de todos, se había producido tan solo un día antes del nacimiento del príncipe.

Absorto en sus propios recuerdos, y mientras observaba complacido la dicha de su hermano y su esposa, Rudyard apenas notó que toda la escena comenzaba a congelarse. Los nobles, las damas y los sabios, los mismos reyes detuvieron sus miradas de alegría y sus sonrisas de perla y marfil para dar paso al gélido encantamiento que los habría de mantener así durante toda una eternidad. Y cuando todos salvo el hechicero hubieron sucumbido al sueño profundo del hielo, Melkior surgió de entre las sombras portando en su mano derecha el báculo de su maléfico poder. Llegó ante el trono y de un modo tan sarcástico como despectivo, hizo una solemne reverencia antes de reír con fuerza por todo el salón:

- Yordano, gran rey de reyes, soberano de todas las tierras y los mares del mundo civilizado, luz de Iskandar y azote de los disidentes. ¿A mí deseabas mantenerme alejado en tan gran momento? Yo no soy un apestado cualquiera, un pordiosero de esos que puedas dejar fuera de los muros de tu castillo, ese que dicen que nadie ha podido doblegar jamás. ¡Yo soy Melkior! -gritó, estrellando su báculo contra la estatua de una dama de compañía que se desintegró en mil fragmentos de vida helada- ¡Señor del Inframundo, Soberano de volcanes y lagos de lava, luz de las Catacumbas Eternas y Azote de los idiotas como tú!

Mientras su voz se hacía más y más poderosa por toda la sala, Rudyard se asomó por la barandilla del balcón. Comprobó que su báculo estaba intacto, y quitó de la parte superior la gema de poder que podría delatar su presencia, mientras observaba la escena en completo silencio. Cuánto había acertado al llegar allí a tiempo.

- Y aquí está el príncipe Ekai, imagino -dijo el anciano señor de la noche, inclinándose gentilmente sobre la cuna-. Tiene la piel de nieve de su madre y los ojos de océano del padre, cómo no. Y es evidente que entre todos estos mentecatos que han venido a adorarte habrá más de uno y más de dos que querrán desposarte con su respectiva heredera, para así prosperar en esta tierra de ambiciosos y degradados señores. Mucho me temo, Ekai, que voy a hacerte el favor de tu vida. A partir de ahora pasarás a ser mi hijo, ese mismo que los dioses no quisieron concederme en su día. Lo dije entonces, cuando tuve que enterrar a la misma esposa que tu padre había mancillado y asesinado, y lo repito ahora, hijo mío: el tiempo será mi venganza.

Melkior envolvió a Ekai en un manto morado, y tras hacer una nueva reverencia, dio media vuelta y abandonó la sala entonando una canción de cuna que envolvió al príncipe en un sueño aún más profundo del que ya se encontraba. Pasaron solo unos minutos antes de que Rudyard se atreviera a salir, y contemplase desolado la escena. Las figuras de hielo no tardarían en perder su condición, y entonces descubrirían la ausencia del gran protagonista de aquel glorioso día que terminaría en tragedia. Si Melkior conseguía abandonar el reino de Iskandar y desplazarse hasta el Inframundo, nada ni nadie lograría devolver al príncipe sano y salvo.

Por ello, Rudyard actuó con toda la rapidez que le fue posible, y tras colocar de nuevo la gema sobre el báculo, alzó la voz y reemplazó la maldad de Melkior por la compasión que había aprendido de sus maestros de Kadeusi:

Cuentan las viejas leyendas
que un reino de oscuridad
desafiaba a los dioses
con un clima sin piedad.

¡Los dominios de Nilfheim
se extendían más allá
de las noches más siniestras,
eran tierras de maldad!

Dicen las viejas leyendas
que un océano sin sal
bañaba costas heladas
sin el brillo del coral,
que, desiertos sus parajes
de la vida elemental,
habitaba sus llanuras
la nocturna oscuridad
y alumbraba la mañana
el rugido de mistral.

Reino de nieve perpetua
condenada a perdurar
a ser siempre blanca y pura
tu sonrisa y tu ademán
solo da desesperanza
a quien se atreve a caminar
por sus templos silenciosos
por sus ríos sin caudal.

Reino de nieve perpetua,
así habrás de ser tú igual.
Duerme en la noche profunda,
duerme hasta el día, Iskandar,
en que caliente tu alma
la sonrisa angelical
de aquel a quien le debes
 obediencia y lealtad.


Para cuando terminó su hechizo, Rudyard estaba profundamente agotado. Lo que acababa de hacer seguramente no tendría perdón de los dioses, pero sí del rey, su hermano. Acababa de condenar a todos los habitantes del reino a la maldición de Nilfheim, el reino legendario de las nieves perpetuas. Eso los mantendría con vida, suspendidos en el tiempo, sin envejecer, dándole tiempo a él para tratar de averiguar el modo de rescatar a Ekai de las garras de Melkior. 

Yordano sonreía abiertamente desde su trono, ajeno por completo a las desgracias que acababan de tener lugar, y a las que estaban por llegar. Rudyard debía asegurarse primero de que la maldición había recorrido todas las tierras y los mares, que también los enemigos del reino estaban suspendidos en el espacio y en el tiempo de las nieves, y solo entonces podría emprender el viaje más peligroso de cuantos había emprendido jamás. El viaje al Inframundo.

Abatido por la tristeza y el cansancio, y con el vapor exhalando de sus labios, el joven mago se echó la capa azul sobre los hombros y la cabeza, y abandonó el salón del trono que permanecería así, tal y como estaba, durante toda una eternidad.



(Continuará)




Créditos de imagen:
1) http://en.wikipedia.org/wiki/Castle_Neuschwanstein
2) http://www.goodwp.com/world/16186-bavaria-germany-mountains-neuschwanstein-castle-snow-winter-tree-spruce.html

lunes, 27 de enero de 2014

Un motivo para la esperanza



Al fin, tras tantos años de malas noticias, un rayo de alegría: la Comunidad de Madrid ha arrojado la toalla en el caso de la privatización de seis hospitales públicos ante la decisión del Tribunal Superior de Justicia de mantener la suspensión cautelar de la medida. El consejero de sanidad de la comunidad, Javier Fernández Lasquetty, ha anunciado su dimisión ante el fracaso de su proyecto de "externalización", como él mismo lo denominaba en una muestra más de canibalismo lingüístico. Por el camino, decenas de miles de protestas, firmas, manifestaciones y profesionales del sector público que ahora mismo estarán dando por bueno todo su esfuerzo, se ha perdido sin embargo buena parte de  la energía de una Comunidad que debería estar más centrada en otros temas.

Es una excelente noticia para todos, no solo para la comunidad sanitaria de Madrid. Es una gran noticia que los tribunales se hagan eco de las protestas por una medida a todas luces injustificable, y que le paren los pies a todos aquellos que piensan que gobernar es decidir sin consultar, como haría el dueño de un cortijo en su coto privado. Porque la decisión de hacer del Hospital Infanta Sofía, Del Henares, Del Sureste, Infanta Cristina, Infanta Leonor y del Tajo una muesca más en el escarnio liberal era tal exceso, tal muestra de desvergüenza injustificada, que la resolución del Tribunal y la posterior reacción de la Comunidad no hacen sino justicia para con los miles de ciudadanos afectados, por mucho que esta decisión la califique el presidente de la comunidad de provocar "incertidumbre y falta de seguridad jurídica".

La victoria de la comunidad sanitaria pone de manifiesto, además, que un colectivo organizado y dispuesto a luchar por los derechos de los ciudadanos y sus derechos laborales es capaz de darle la vuelta a cualquier situación, y esto es algo realmente esperanzador para el que, como un servidor, ya dábamos esta y tantas otras batallas por perdidas, como la de la educación o la cultura. Ahora solo falta que cunda el ejemplo, y que nos animemos todos a seguir esta senda de la reivindicación constructiva. En cualquier caso, merece la pena abrir un periódico y encontrar al fin un motivo para la esperanza, aunque llegue tarde y rodeado de los falsos augurios de esos mismos políticos que dicen que ya todo va fenomenal, aunque sigamos teniendo al 26% de la población activa contemplando los lunes al sol. Cosas de la mayoría silenciosa, supongo.

lunes, 20 de enero de 2014

Cinefórum (35): The Wolf of Wall Street


Martin Scorsese es uno de esos directores que han trascendido la categoría estándar para alzarse a un Olimpo que comparte con ciertos autores del calibre de Ford, Huston, Coppola, Allen o Spielberg, a los que se recordará siempre por sus muchos aciertos, perdonando algún que otro desliz, que a fin de cuentas todos los han tenido a lo largo de sus muy dilatadas carreras.

En el caso de Scorsese, su éxito inicial fue tan atronador que parece difícil pensar cómo fue capaz de superar el ciclón que fue Taxi Driver (1976). Aquella película, que convirtió a Robert de Niro en una megaestrella, fue la carta de presentación (no me olvido de Alicia ya no vive aquí (1974), pero sin duda su impacto fue menor). Después llegarían New York, New York (1977), Toro Salvaje (1980), una década de los 80 algo complicada, con estrenos de encargo como El color del dinero y aquel extraño experimento llamado La última tentación de Cristo (1988) y, al fin, sus grandes éxitos sobre la mafia en los 90, con Uno de los nuestros (1990) y Casino (1995). Esta película, que marca el final de su larga y fructífera relación con De Niro, supone un punto y aparte en su carrera. Tras dirigir la exótica Kundun (1997), el director decidió emprender una nueva senda con un actor fetiche más joven y enérgico que el anterior, el siempre polémico Leonardo DiCaprio.

Dejando a un lado la maravillosa Hugo (2011), son cuatro ya las colaboraciones entre Scorsese y DiCaprio, con resultados más que decentes en todas y cada una de ellas (Gangs of New York (2002), El aviador (2004), Infiltrados (2006) y The Wolf of Wall Street (2013)). Y si bien las tres primeras tenían sus más y sus menos, oscars a mejor director y película para Infiltrados aparte, lo cierto es que esta última ha conseguido dar de lleno en la diana, y raro será que no se vaya con algún que otro premio importante de aquí a final de primavera.

La historia narra la biografía de Jordan Belfort, un especulador sin ningún tipo de escrúpulos que se hizo literalmente de oro en los años 90 a partir de una serie de inversiones fraudulentas a las que incitaba a pequeños y medianos compradores desde su posición como agente de bolsa. La cinta retrata las andanzas de Belfort y su equipo de ladrones con una mirada que los disecciona de arriba abajo, dejando al desnudo todas y cada una de sus muchas miserias humanas y absoluta desmedida en todo lo relacionado con una vida dedicada a amasar dinero, acostarse con prostitutas y darse al alcohol y a las drogas como si no hubiera un mañana.

Lejos, no obstante, de incurrir en moralismos a los que en principio la historia parecía prestarse, el ojo clínico de Scorsese se ejercita más bien en un montaje ejemplar que va superponiendo desfase tras desfase, con un orden narrativo asombroso al que únicamente le podría achacar una duración excesiva, algo que se hace más evidente en un tercer acto que acusa el peso, densidad y ritmo vertiginoso de los anteriores (la película dura tres horas, pero creo que media hora menos no le hubiera venido mal para el tipo de historia que cuenta). 

Aun así, y especialmente cuando semejante guión lo interpreta semejante elenco, esto puede hacerse un problema menor. Todos y cada uno de los secundarios están estupendos, desde ese Mathew McConaughey que desbarra hasta con la mirada y que tiene una escena impagable, pasando por Rob Reiner (sí, el director de La princesa prometida) como el excéntrico padre de Jordan, sin olvidarnos de Jonah Hill, ese actor que parece destinado a convertirse en el eterno secundario de Hollywood y que, como ya hizo en Moneyball (2011), deslumbra con una interpretación llena de humor, sentido de la parodia e ironía. La escena en la que tanto su personaje como el que da vida DiCaprio se colocan con una droga dura y entran en fase de parálisis es una de las más divertidas y demoledoras que he visto en mucho tiempo, y pone de relieve la excelente química que este actor es capaz de entablar con cualquiera que se le ponga por delante. Es hora de los premios también para Hill.

Pero si alguien se come la pantalla con sus discursos, sus intervenciones rompiendo la cuarta pared o todas y cada una de las escenas que llena con su presencia, voz y memorable talento, es sin lugar a dudas Leonardo DiCaprio. Temo repetir lo que ya dije en su momento a propósito de El Gran Gatsby y esa trayectoria ascendente que le ha llevado, icebergs titánicos al margen, a establecerse como el valor más seguro en taquilla desde los tiempos épicos de Brad Pitt y Tom Cruise, allá por los 90, y a consolidarse como el actor más solvente, de recursos y talento que hay ahora mismo con alguna que otra excepción. Su recreación de Jordan Belfort es magistral, con todos y cada uno de los histrionismos de un personaje deleznable, manipulador y capaz de acciones tan inteligentes como estúpidas en una misma noche, por lo que cobra cada vez más fuerza la teoría de que si no le dan el Oscar esta vez, quizá no lo vaya a ver nunca: es tal el derroche de talento en cada escena, tal su despliegue de medios y lenguajes físicos, gestuales y verbales, que no encontramos rival alguno para la gran ceremonia; otra cosa es que, como le ha ocurrido también a su director hasta hace no mucho, la academia les dé la callada por respuesta una vez más. De momento, eso sí, el globo de Oro ya lo tiene en sus manos por la interpretación de este canalla en traje de Armani.

La discusión que ha generado The Wolf of Wall Street tanto dentro como fuera de Estados Unidos ha sido bastante curiosa, por entender muchos críticos que la vida y obra de Belfort se ha erigido como un monumento a la inmoralidad y el exceso, cuando en mi opinión es precisamente ahí donde Scorsese está poniendo su crítica más ácida. El retrato de la clase económica americana sirve como un ejemplo perfecto de por qué el mundo en el que hoy vivimos se desmorona, plagado de ratas como las que se retratan en esta película a la perfección: esos ladrones de guante blanco que dicen actuar en beneficio de los ciudadanos y empresas, y que llenan sus bolsillos a manos llenas con el dinero de todos mientras el mundo se va, literalmente, al carajo, es precisamente la mayor virtud de esta película, por lo que condenarla implica, a mi juicio, que quizá haya más de uno y más de dos, como sostiene el propio Scorsese, que le están esperando siempre detrás de cada esquina al margen de cuál sea la obra que presenta.

La cinta tiene, no obstante, los suficientes incentivos como para que cualquier tipo de público pueda disfrutar con una historia realmente entretenida que cuenta con algunas escenas que recuperan al mejor Scorsese, ese que no duda en montajes arriesgados, escenas duras o diálogos de absoluta crudeza donde combina de forma magistral el humor y el drama. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto en el cine con una película, por lo que polémicas morales al margen, no puedo sino recomendarla encarecidamente.


jueves, 16 de enero de 2014

Ataque a los Titanes



Tras una campaña de promoción espectacular en todos los medios y formatos posibles (manga, anime, merchandising, videojuegos y proyecto de película, de momento), y con el favor de un público entregado a lo largo y ancho del globo, se ha estrenado la primera temporada de la serie japonesa Ataque a los Titanes, (Shingeki No Kyojin) basada en el shonen de Hajime Isayama y que en España está publicando Norma Editorial. Sus muchos fans, entre los que está buena parte de la crítica especializada, han proclamado este manga como una obra maestra, el sucesor espiritual, por calidad e impacto popular, de lo que en su momento supusieron obras como Dragon Ball o Neon Genesis Evangelion.

La historia nos sitúa en un futuro apocalíptico donde la humanidad ha sido diezmada hasta su casi total exterminio por unas misteriosas criaturas llamadas Titanes, una especie de gigantes humanoides de tamaño colosal cuyo único objetivo es devorar a cualquier ser humano que tengan a su alcance. Desesperados, los hombres y mujeres supervivientes construyeron una ciudad defendida por muros de 50 metros para poder aislarse de semejantes atrocidades y confiar en que habría un futuro para ellos. Y así pasaron 100 años, tras lo que el personaje principal, Eren, y sus amigos de la infancia Mikasa y Armin son testigos en primera persona de un nuevo y devastador ataque sobre su barrio natal, situado en la muralla más periférica del reino. Obligados a emigrar lejos de allí, deciden unirse al ejército de soldados dedicado a combatir a los Titanes y a partir de ese instante, ya en la primera línea de combate, descubrirán que su mundo encerraba más secretos de los que podían imaginar.

La premisa de partida es, como mínimo, interesante. Debo reconocer que me enfrenté a esta serie con mucho escepticismo, ya que aunque todo el mundo me ha hablado auténticas maravillas tanto del manga como del anime, yo había quedado algo agotado tras mi maratón otoñal de Evangelion, Akira y Ghost in the Shell y necesitaba un pequeño descanso del microcosmos japonés de épicas batallas por el destino de la humanidad con bichos de tamaño XXL, que en esencia es lo que termina ofreciendo Ataque a los Titanes, por más que tenga un envoltorio diferente y curioso. Es verdad que la serie tiene una calidad de dibujo más que aceptable, y que en algunos capítulos se nota que hay una fuerte inversión de dinero. Tanto a nivel musical como sonoro es excelente, aunque en el tema del doblaje original... la verdad, a mí eso de escucharlo en japonés no me termina de convencer en este caso, porque me parece que aquí se pasa todo el mundo gritando como un poseso y termina por ponerme dolor de cabeza, pero supongo que los otakus lo adorarán con entusiasmo. Sinceramente, me temo que esperaré a que Selecta Visión tenga el detalle de sacar la serie entera en español para verla una segunda vez. Pero eso es un detalle menor.

Porque sí, puede que tanto esa ambientación centroeuropea del siglo XVIII que reviste una ciudad fortificada de edificios clónicos, o los trajes y equipos de combate de los soldados resulten de lo más original (es realmente espectacular verlos en acción, como si fueran un ejército de spiderman mecanizados), o que la trama presente los suficientes misterios como para picar mi curiosidad hasta vérmela del tirón para saber un poco más, pero que nadie se engañe: esto es un shonen en toda regla, con sus clichés y sus personajes que siguen, punto por punto, todos y cada uno de los tópicos que caben esperar de semejante género: el héroe rebelde y contestatario que necesita la ayuda de los demás para serlo (Eren), la chica misteriosa y callada que vale un Potosí y que se convierte en el alma de la serie (Mikasa, una flagrante violación del copyright de Rey Ayanami, que imagino que a su vez lo sería de tantas otras), la chica tragona y "marimacho", y así un larguísimo etcétera. 

En cuanto a los titanes, y entiendo que esto es algo muy personal, a mí su diseño no me ha gustado nada. Todos los titanes estándar (dejo para luego los especiales) parecen, con perdón, retrasados mentales, con unas expresiones que no dan tanto miedo como risa, y que prácticamente nunca han conseguido transmitirme esa inquietante y terrorífica sensación que todo el mundo dice haber sentido hasta la pesadilla. Bien distinto es el caso del Titán Colosal, del Acorazado o del Titán Hembra, cuyo diseño está bastante más trabajado y es evidente que en ellos se ha puesto más interés y mimo, por su especial relevancia en la trama. En cualquier caso, para mí este es uno de los aspectos más flojos del diseño de la serie, no me impacta tanto como creo que debería y salvo en contadas excepciones, me ha costado percibir esa épica de la que tanto se ha hablado por culpa de un aspecto visual donde, a mi juicio, esta serie pincha.

Otro de los aspectos cuestionables de la serie es la estrategia para ganar tiempo en cada capítulo, que te mete una recapitulación de entregas anteriores, canciones a la japonesa de turno y créditos y pantallas de inicio por valor de 7:00 de media, lo que deja cada capítulo en 17 minutos escasos. Si a eso se le suma la cantidad de veces que aparecen personajes hablando de espaldas o, en el colmo de los colmos, imágenes estáticas con sonido como si estuvieran animadas (de traca), uno tiene la sensación de que esto o se ha hecho con más prisas de las debidas o es que pensaron que no nos íbamos a dar cuenta. Pero no cuela.

(Atención, spoilers)

En cualquier caso, mi problema mayor con esta serie tiene que ver, cómo no, con los puntos fundamentales de la trama, y ahí ciertos Titanes tienen mucho que decir. Ya solo a nivel visual no creo que nadie me pueda negar que tanto el Titán que da cobijo al protagonista como los que he salvado de la quema anterior son una herencia directísima del "mecha" de turno, llámese Mazinger Z, EVA o como se quiera: en definitiva, el bicho gigante con piloto humano intrépido dentro. El de Eren, en concreto, recuerda, por sus ojos iracundos y sus dientes salvajes, hasta la misma cara que el EVA01 de Shinji (los que han visto Evangelion ya saben a qué me refiero). Y en el colmo de los colmos, también en el modo piloto uno entra en contacto con su subconsciente, despierta su ira máxima en modo "berserker" y descuartiza a sus rivales a golpe de bocado. Sinceramente, para mí son demasiadas similitudes: me resulta todo demasiado trillado en este aspecto, y eso es algo que perjudica a la serie porque le quita buena parte de la gracia, por mucha solera de tradición de cómic japonés que se le quiera dar.

Pero lo peor es que el aspecto en sí de los titanes, nada más verlos, me hizo suponer que había una conexión directa entre estos y los hombres, algo que no me hubiera ocurrido de haber tenido un diseño más efectivo y mejor. Y esto es un problema de los gordos, porque frente a aquellos que defienden los originales golpes de guión de la serie, yo sinceramente les tengo que decir que no me habré llevado más de una o dos sorpresas, y entre ellas no está la identidad del Titán Hembra, que es clavadísima a su personaje. Todo lo demás, absolutamente todo, desde la no-muerte de Eren, la identidad de su Titán, la existencia de infiltrados, la conspiración de altas esferas humanas en la creación de los titanes, el papá con gafitas de intelectual y miles de secretos, t-o-d-o eso ya estaba en   Evangelion, pero mil veces mejor tratado. La manera que tiene esta serie de administrar la información es muy discutible, con flash-backs que, salvo el del origen de Mikasa, jamás vienen a cuento y únicamente sirven para entorpecer una trama que alarga las batallas hasta nueve capítulos, como la de Trost, con chácharas y más chácharas de personajes que llegan a repetirse tanto en sus temas (la protección de Mikasa a Eren, el deseo de éste de terminar con todos los titanes con los ojos desorbitados, los discursitos del general Pixis) que el argumento llega a hacerse realmente cansino. Es tal la cantidad de personajes insustanciales, de esos que no bien han aparecido mueren de la manera más gratuita a manos de los titanes, que uno ya siente verdadera indiferencia cada vez que aparece una nueva tanda de soldaditos. Y cuando terminan las batallas el ritmo se hace aún más lento hasta que la acción sale de la ciudad y, esta vez sí, la trama gana enteros con el Titán hembra. Ahí sí que la serie alcanza grandes cotas de interés y calidad visual, de intensidad y emoción, y la lástima es que eso no se mantenga a lo largo de toda la serie.

Ya para terminar, diré que me parece narrativamente muy pobre que no solo no se resuelva ningún misterio, sino que, antes al contrario, se respondan a los enigmas con más enigmas. Es de juzgado de guardia que no se resuelva la situación del sótano de Eren y la llave, algo que además se anunció que se haría con un elaborado plan del que luego nunca se vuelve a saber nada. Es criminal que toda la persecución del Titán Hembra, que lleva casi diez capítulos, termine con esta auto-embalsamada y sin capacidad de revelar nada. Que termine así la primera temporada es una guarrada de su creador, porque deja todo abierto y sin solucionar ni una sola de sus tramas. Y esto es algo imperdonable, una falta de respeto al espectador que solo revela el interés de sus responsables por estirar el chicle y el bolsillo del cliente.

-Fin de los spoilers-

En cualquier caso, mi veredicto tiene que quedar en el aire, a la espera de que nuevas temporadas aclaren algo. Temo que la expectación que está generando esta historia quede finalmente en agua de borrajas. Espero que no, de verdad, porque aunque no creo que Ataque a los Titanes llegue, ni de lejos, a la categoría de obra maestra ni por su calidad general, ni por su trama ni por sus personajes, a cual más arquetípico, sí que es cierto que tiene algo, un no sé qué que invita a seguir descubriendo sus innegables encantos. Tiempo al tiempo.


lunes, 13 de enero de 2014

La serie del mes (11): Sherlock


Con el excelente sabor de boca que acaba de dejarnos el final de su tercera temporada, es de justicia dedicar unas líneas a la que es, con diferencia, una de las series de más calidad que ha dado la televisión británica en los últimos años. No se trata únicamente de destacar los ya agotadores calificativos para sus actores principales, unos inmensos y pletóricos Benedict Cumberbatch y Martin Freeman (que gracias al éxito de la serie ahora parece que están en todas partes), así como de sus excelentes personajes secundarios, sino de poner de relieve el resultado tan equilibrado, profundo y completo que arranca de unos poderosos guiones y se ve rematado por un montaje y una posproducción tan inteligente como hipnótica. Decididamente, y por mucho que a Guy Ritchie y su intrascendente Holmes encarnado por Robert Downey Jr. les duela, Sherlock solo hay uno.

La serie arrancó con notable éxito de crítica en 2010, con un curioso formato de temporadas de tres episodios cada una, a razón de 90 minutos por episodio. Esto, que en realidad convierte cada capítulo en una especie de película en sí misma, a un tiempo autoconclusiva y a un tiempo hilvanada hábilmente con la trama central de cada temporada, hace que la serie mantenga frescura, que no pierda el tiempo en capítulos anecdóticos y, muy especialmente, le da a cada trama el tiempo necesario para crecer sin absurdas interrupciones o dilataciones de la acción. Se trata de episodios fuertes, constituidos por los grandes guiones que mano a mano elabora Steven Moffat con Mark Gattis, quien a su vez se reserva el jugoso papel de Mycroft, el pedante y entrañable hermano mayor de Sherlock.

Evidentemente, la clave del éxito de la serie está en la química de sus dos extraordinarios actores principales. El papel de Cumberbatch como Sherlock es de antología, dándole a su personaje toda la excentricidad, clase y carisma que necesita, y al que secunda perfectamente Freeman con una interpretación llena de calor, humanidad y talento con el que tanto necesita identificarse el espectador. Los diálogos entre ambos son, con diferencia, lo mejor de una serie que temporada a temporada fue creciendo al tiempo que incorporaba una versión moderna, actual y coherente de los elementos clásicos de las obras de Conan Doyle, donde siempre destaca la inteligencia de Holmes y su extraordinaria habilidad intelectual para salir del aprieto más irresoluble.

Cada capítulo toma una novela de Conan Doyle y propone su particular versión, algunas veces con más acierto que en otras. A mí, por ejemplo, me dejó algo frío la versión de El perro de los Baskerville, mi novela favorita de Holmes, pero debo reconocer que me encanta la versión que se hace de otras obras, así como de muchos personajes claves de la historia, como esa impagable Irene Adler que interpreta Lara Pulver. Y en cualquier caso, la serie sabe siempre mantener una tensión efectiva incluso para quienes conocemos el desarrollo general de la historia, que siempre se mantiene fiel al espíritu de las obras originales por mucho que ciertos trucos efectivos, como el de los teléfonos móviles, parezcan alejar las historias en direcciones postmodernas menos adecuadas. Como tantas otras cosas, se trata solo de una ilusión en la que conviene no caer.

Curiosamente, el propio éxito de las dos primeras temporadas, que culminaban con esa caída de Reichenbach y el desenlace del particularísimo y genial Moriarty, fue casi el causante de la desaparición de la serie. Una mezcla de bloqueo por parte de Moffat y el descomunal éxito de sus dos actores principales fueron la fórmula de la tormenta perfecta que a punto estuvo de trastocarlo todo, llevando a las estrellas a protagonizar grandes proyectos de Hollywood, como El Hobbit o Star Trek, mientras Moffat sentía toda la presión de una audiencia que ha tenido que esperar más de dos años para poder contemplar las excelencias de una, nuevamente, soberbia temporada. Los tres capítulos de esta última hornada son absolutamente apasionantes, con un nivel actoral delirante y una forma de enganchar en cada uno de ellos que se ve aderezado, además, por un sentido del humor fabuloso. La entrada en escena de Holmes en el primer capítulo, haciéndose pasar por un maitre francés, es únicamente comparable a la secuencia del discurso nupcial del segundo capítulo o a la búsqueda de respuestas desesperadas del palacio mental de una tercera entrega que, en el colmo de los colmos, anuncia una línea temática apasionante para la cuarta temporada con el retorno de cierto personaje. Sencillamente, no se puede pedir nada más.

Aun a pesar de que en ocasiones puede pecar de cierta pretenciosidad en el tono, no puedo sino recomendar encarecidamente a cualquier escéptico que le dé una oportunidad de las buenas. El talento y carisma de todo el mundo involucrado en esta producción harán el resto. 


martes, 7 de enero de 2014

El reino de los hielos


Acaba de publicarse, a raíz de la ola de frío que se está extendiendo estos días por Estados Unidos, y en especial por su costa Este, una colección de escalofriantes imágenes procedentes de la ciudad de Chicago. En ellas puede verse el lago helado a las puertas de la ciudad, así como una serie de instantáneas que reflejan la dureza de una vida muy por debajo de lo humanamente soportable. Quizá por ello, y en un alarde de ingenio sin límites ni precedentes, las redes sociales ya han rebautizado la ciudad como "Chiberia", ante la evidencia de que se están sufriendo las mismas temperaturas que en las zonas más frías de todo el planeta. 

En realidad, el asunto no es ni mucho menos tema de risa. El gobernador de Illinois ha declarado el  estado de alerta ante las bajísimas temperaturas que está recogiendo la ciudad del viento, que sobrepasan con creces los 30ºC bajo cero. Escuelas y aeropuertos han cerrado, ante la imposibilidad de poder dar un servicio en condiciones a los ciudadanos, mientras proliferan los mensajes por parte de las autoridades con los consejos básicos para sobrevivir a esta ola de frío polar que asola toda la región.

Los artículos publicados sobre el tema no aclaran, en cualquier caso, los motivos por los que las temperaturas de este año están batiendo todos los récords, aunque imagino que será por un problema del tiempo que está durando la ola de frío. Para alguien que, como el que esto escribe, pasó un año entero en dicha ciudad soportando los rigores de su clima, la noticia de los 30 bajo cero no es que sea precisamente una novedad, ya que durante el invierno que pasé allí alcanzamos dicha cifra en numerosas ocasiones. El problema es que dicha temperatura límite se mantenga, inalterable, durante mucho más de las dos semanas que duró en mi caso (el resto del invierno se mantenía entre los 10/15 bajo cero, casi nada), y que condicionó por completo mi vida allí, como imagino que estará ocurriendo ahora con los que lo estén sufriendo en sus propias carnes.

Por si acaso hace falta la aclaración, Chicago es una ciudad que se encuentra en la frontera con Canadá, situada en la orilla sur del lago Michigan. Este inmenso lago, que ya en tiempos de Al Capone se empleaba para trasladar el alcohol desde el país vecino durante la vigencia de la "ley seca" (en camiones que iban sobre el hielo formado en el lago, ojo), es la puerta de entrada para todos los vientos procedentes del polo norte, que previamente dejan su huella en Alaska y Canadá. Esto, así como las amplias avenidas de una ciudad hecha a lo grande, provocan que transitar por sus calles en las épocas más frías resulte sencillamente imposible. Y da igual lo bien preparada que esté la ciudad, que lo está, tanto a nivel de infraestructuras como de vehículos para despejar carreteras o cubrir con sal sus aceras, el hecho cierto es que la vida de sus ciudadanos está completamente sometida a la voluntad de los hielos, que asoman en noviembre y, al menos en mi experiencia, se alargan mucho más allá de la primavera de muchos países.

Tanto es así que compañeros míos de la universidad en la que trabajaba llegaron a desarrollar el llamado "síndrome afectivo estacional", una especie de enfermedad de ánimo que induce a un estado semi depresivo, motivado por las constantes bajas temperaturas que en su etapa más cruda llevaron a las autoridades a enviarnos mensajes donde se recomendaba no pasar más de treinta minutos seguidos en la calle. Puede sonar a exageración, pero para todo aquel que haya tenido la desgracia de tener que ir a hacer la compra o ir a trabajar en semejantes condiciones, y especialmente de ver cómo día tras día la imagen de la nieve perpetua se mantiene inalterable, es muy posible que termine desarrollando cierta inquina al símbolo navideño.

Uno de los aspectos que más me llamó la atención de Chicago, al margen de que la universidad contara con laberintos subterráneos para no tener que ver la luz del sol, era que la gente de allí no notaba que hubiera nada raro. Que el día 3 de mayo una nevada hubiera congelado las ruedas del avión que nos tenía que llevar al Gran Cañón les debía parecer de lo más normal, así como salir literalmente forrados de abrigos, gorros, bufandas y guantes durante casi ocho meses consecutivos. Yo solo recuerdo pensar constantemente, como hacía Obélix a propósito de los romanos, que aquellos chicagoanos estaban como regaderas, y no veía la hora de volver a ver el sol de mi tierra. Si alguna vez he sentido esta España mía, esta España nuestra, como algo propio e íntimo de mi ser, fue sin duda en pleno síndrome afectivo estacional, algo que se curó nada más salir del avión en Barajas a comienzos de aquel verano y sentir cómo un sol de justicia me abrasaba la vista. Creo que muy pocas veces me sentí tan feliz como entonces.

Por todo ello, no puedo sino desear a todos mis amigos que allí siguen, y al resto de habitantes de ese desdichado reino de los hielos, que se armen de paciencia y piensen que dentro de solo seis o siete meses llegará el bochorno veraniego propio, irónicamente, de la misma ciudad que ahora mismo los congela bajo un manto inacabable de nieve. Y que pase pronto.