jueves, 28 de mayo de 2009

Y que cumpla muchos más...


Lo prometido es deuda, así que aquí va el merecido homenaje a un equipo de fútbol que ha logrado batir prácticamente todos los récords, ganando las mejores competiciones nacionales e internacionales y, lo que es mejor, desplegando un fútbol colosal.

El éxito del Barça no es, como muchos pensarán, una cuestión de copas (liga, copa del Rey y copa de Europa). Su triunfo es triple, sí, pero porque aúna una victoria moral, otra de estilo y una última que podría considerarse de justicia poética.

En primer lugar, no hay que olvidar que este mismo equipo que ahora recibe los parabienes del mundo entero era, hace sólo nueve meses, objeto de feroces críticas por parte de sus ahora devotos seguidores y periodistas de corte. Finalizó la liga a 18 puntos del Madrid, después de una recta final desastrosa, sin un solo título para sus vitrinas y con una sensación de juego paupérrima y desoladora. Para todos aquellos que ahora hacen hincapié en las maravillas de la Masía, la filosofía cruyffista y demás zarandajas, no estaría de más echar un vistazo a la hemeroteca de aquellos fatídicos meses de mayo, junio y julio, para hacerse una idea de lo mal que estaba la situación (moción de censura para su ahora ufano presidente, Joan Laporta, incluida). Porque todos esos pilares y espíritus tulipanes estaban ya antes, como lo estaba el 90% de su equipo (titular, aunque no sólo). Del equipo que ha disputado la mayor parte de la temporada, salvo ligeras variantes, sólo hay un par de cambios: Ronaldinho y Deco, dos megaestrellas, por Piqué y Alves, dos defensas.

Ah, pero nos falta el elemento clave, que no es ninguno de los anteriores citados, sino un tal Pep Guardiola. Él es el principal artífice de todo este fenomenal embrollo copero, y lo es no sólo por haber recogido lo mejor de una herencia innegablemente flamenca o por conocer perfectamente la cantera (no en vano él entrenó en categorías inferiores antes de subir al primer equipo), sino por haber imbuido de un nuevo espíritu, humilde, competitivo y campeón, a esos mismos jugadores antaño deprimidos (Xavi, Puyol, Iniesta), de vuelta de todo (Márquez, Eto’o) o sin confianza suficiente para dar un salto definitivo de calidad (Henry y Bojan, pero sobre todo Messi). Guardiola se ha apuntado una enorme victoria moral, porque ha recuperado la de sus jugadores y, con ella, un inmenso talento del que nadie dudaba.

En un segundo plano, el Barça de Guardiola y el de Rijkaard (anterior entrenador) se diferencian esencialmente en una cuestión de estilo. Mientras que el del holandés dependía en exceso del estado de forma de sus estrellas (Ronaldinho, Deco, Eto’o), en el de Guardiola no hay un liderazgo específico claro, sino coral. Los 12 o 14 jugadores habituales han sabido alternar un protagonismo necesariamente compartido, ya fuera el recuperado Eto’o en el primer tramo, Messi en el segundo o Iniesta en el último, con Henry, Puyol, Xavi, Piqué, Alves, Touré y Valdés mostrando una regularidad excepcional durante todo el año. Es un equipo en el mejor sentido de la palabra, unido y comprometido, algo que el de Rijkaard no era ni de lejos, y de esta forma Guardiola ha sumado su segunda victoria.

El tercer y último triunfo tiene que ver con un concepto ambiguo, la justicia poética, que designa desenlaces coherentes con lo ocurrido durante el planteamiento y el nudo de una historia. El Barça de Guardiola ha ganado de una forma tan merecida e inapelable que hasta los más antibarcelonistas se rinden a la evidencia, admiran al equipo y aplauden la precisión, belleza y talento en la conquista de sus triunfos deportivos. Las victorias del Barcelona se han debido a goles, calidad y trabajo en equipo, sí, pero por encima de todo ello ha planeado siempre la sensación general de que dicho triunfo era un acto de plena justicia, que lo contrario no se contemplaba por la simple razón de que nadie más que ellos merecían alzarse con la gloria.

Por eso me alegro tanto de este éxito, por lo demás, tan ajeno a mí. Me alegro porque, a diferencia de lo que comenté del Madrid unas semanas atrás, este histórico conjunto vence, convence y enamora. Sencillamente no se le puede pedir más a un equipo de fútbol y a un deporte que, cuando lo juegan estos chicos, adquiere un prestigio y unas cotas de calidad que serán estudiados en el futuro, con la misma admiración y envidia sana que ahora provocan, en este presente de confetis y cánticos de campeones. Enhorabuena, pues, y que sea por muchos años.

martes, 26 de mayo de 2009

Al calor de los aplausos.

Para los legos en esto del flamenco como un servidor, asistir a Carmen, de la compañía de Sara Baras, debe ser algo así como acudir a una final de la copa de Europa para alguien que no sabe lo que es un balón. No obstante, pude disfrutar de ese algo indefinido que los sabios en este tema llaman pasión, duende o como se prefiera, ese embrujo que convierte un tablado, unos tacones y una falda bien volteada en puro ritmo en movimiento.

Lógicamente, la que mandaba en el escenario era la Baras, y bien que se notó desde el principio. Gozaba de los mejores momentos, de las más cuidadas escenografías e iluminaciones, pero sobre todo de momentos de particular intimidad entre ella, sus gráciles movimientos y un público totalmente entregado.

A mí, sin embargo, me conmovieron más los momentos en que se dejaron de músicas en diferido y se pasaron a la guitarra, canto y palmas en directo (una duda razonable: ¿era realmente necesario pasarlo todo por megafonía?). Viendo allí reunida a toda la trouppe flamenca, que incluía una decena de bailarines y otra de músicos más los tres bailarines principales, sentía que la obra se elevaba muy por encima del resto de momentos que, con mayor o menor fortuna, se inspiraban en el clásico de Georges Bizet.

Y al margen de toreros, bailaoras y demás topicazos de la España cañí, salí con un buen sabor de boca, aunque quizá por mi falta de costumbre me sobraron cuatro o cinco canciones (especialmente la última, ya en medio de las fatigosas salvas de aplausos), y no terminé de entender del todo a santo de qué esas imágenes impostadas de mujeres desnutridas o con el burka ocultando su mirada femenina. Sara Baras no necesita de esos recursos fáciles para el aplauso, porque éste lo tiene ganado ya con sólo salir a escena.

lunes, 25 de mayo de 2009

Maestro y aprendiz.


Cuenta una leyenda oriental que un aprendiz de samurái acudió con su maestro a una prueba final en su formación, en la que debía demostrar todo aquello que había ejercitado en los años anteriores. Algunos de los miembros más sabios y experimentados de la orden dedicarían parte de su valioso tiempo a juzgar las habilidades del candidato a caballero, con diversas pruebas de habilidad, fuerza e inteligencia.

Durante el tiempo previo a la prueba, el maestro se había distinguido por poseer un carácter cruel, caprichoso y voluble, que el aprendiz juzgó como parte de su entrenamiento, para fortalecerlo en la paciencia y el autocontrol. No hubo orden que no acatase, por absurda que le pareciera, ni consejo que no siguiera con el mayor de los empeños, convencido como estaba en que de allí habría de salir por fuerza convertido en el más digno de los samuráis.

Llegado el día de la gran prueba, los grandes sabios anunciaron al joven los tres ejercicios. El primero de ellos consistía en permanecer durante diez horas bajo una enorme cascada, sin ropa alguna que lo protegiera. El segundo lo obligaría a vencer en una carrera a un veloz caballo, por un terreno pedregoso y sin más protección que las palmas de sus pies. El tercer y último ejercicio consistía en empujar una enorme roca que obstaculizaba el paso de un puente.

Los sabios se retiraron a meditar mientras el joven realizaba las pruebas, esperando su regreso para poco después del amanecer del día siguiente. El día llegó, y a la pregunta de si había realizado las tareas que le habían sido encomendadas, el joven negó con la cabeza.

Allí, en presencia de su maestro, afirmó haber hecho todo lo posible por resistir bajo el agua, pero el frío le resultó insoportable. El caballo se perdió de vista al poco de iniciar la carrera, y por último la roca no se había movido un solo milímetro, por mucho esfuerzo que hiciera. Por ello se sentó de rodillas, en señal de fracaso, y agachó la cabeza a la espera del reproche de los sabios.

Tras un breve silencio, el maestro dijo que nada de lo ocurrido era responsabilidad suya, que los errores o incompetencia de su alumno eran únicamente culpa del joven, de su inexperiencia e incapacidad. Aseguró que aquel era un joven indigno de su magisterio, y le dio la espalda, sintiéndose deshonrado.

El joven, que apenas podía dar crédito a las palabras de su maestro, prosiguió con el ritual y preguntó a los ancianos si, a pesar de su fracaso, era digno del título de caballero. El sabio más joven dijo que sí, por haber tenido entereza para afrontar tareas titánicas. El segundo afirmó que sí, pues a esa determinación había sumado el saber asumir sus propias limitaciones. El último aseveró que aquel joven era digno por haber demostrado el valor y la humildad de reconocer su fracaso ante sus mayores.

Los tres sabios se volvieron entonces al maestro, y le dijeron lo siguiente:

- Jamás, en nuestra dilatada experiencia, habíamos asistido a un acto tan deshonesto como el tuyo. Un maestro debe estar orgulloso del éxito del pupilo, sí, pero donde muestra su verdadera valía es asumiendo como suyo el fracaso de su alumno. Al haber abandonado a este joven a su suerte únicamente has delatado tu propia infamia, tu mezquindad y villanía. No sólo no eres digno de tu condición de maestro, sino tan siquiera de la de caballero, por lo que de ahora en adelante ya nunca portarás espada ni tendrás honor alguno que defender.

Y dicho esto, los sabios fueron con el joven y le entregaron una espada, dándole las bendiciones para iniciar su travesía vital, mientras el maestro, deshonrado, abandonaba el templo maldiciendo su suerte y a aquel joven que tan valiosa lección le había forzado a aprender.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Bochornos académicos varios (Parte II)


En cualquier caso, el punto más conflictivo del debate literario en Bérgamo llegó cuando la nunca suficientemente alabada Ángela Vallvey soltó frases del tipo “la mujer escritora en literatura es un cero a la izquierda”, “Madame Bovary está bien, pero si la hubiera escrito una mujer en lugar de Flaubert ya veríamos”, “la psicología y el alma femeninas es algo que los hombres no saben, no pueden captar”, y un largo etcétera de argumentos insostenibles, incorrectos, impertinentes y, por encima de todo, falsos.

Vayamos por partes. ¿Qué es eso de que sólo la mujer comprende el alma femenina? A juicio de mrs. Vallvey (y tantos otros, porque Lucía Etxebarría y toda su caterva de acólitas no le va a la zaga), obras del calibre de La Regenta, Fortunata y Jacinta, Ana Karenina o Naná, más la mencionada obra de Flaubert, están simplemente “bien.” Pero, ay amigo, que si hubiera habido una pluma femenina detrás otro gallo aún mejor nos cantaría a todos, y andaríamos aún deslumbrados por semejante milagro hecho novela. Y todo ello porque en el fondo, Leopoldo Alas Clarín, Benito Pérez Galdós, Leon Tolstoi y Émile Zola eran unos pobrecillos zotes, incapaces de ahondar en las profundidades insondables de la psique femenina. Por favor.

Una de las ponentes italianas, Paola Mastrocola, mostró su disconformidad diciendo que si ella mostraba al público dos poemas, uno escrito por un hombre y otro por una mujer, nadie acertaría intentando adivinar si los textos pertenecían a él o a ella. Carmen Covito, la otra escritora italiana (y sensata, por ende) coincidió en que el supuesto elemento diferencial femenino en cuanto a la creación literaria, aun suponiendo que existiera, resultaría del todo irrelevante, pues lo que importa es la obra artística en sí y no tanto el género de quien la escribió, pintó o esculpió. Si ahora se descubriera que el Lazarillo de Tormes fue escrito por una mujer, ¿acaso eso modificaría en algo su importancia dentro de la Historia de la Literatura? ¿Qué más dará el sexo de quien nos ha legado La piedad, Las Meninas, El retrato de Dorian Gray, La capilla Sixtina, Hamlet, el Taj Mahal y un etcétera infinito de obras maestras del arte?

Yo, desde luego, no creo en la literatura de mujeres, como tampoco creo que haya una de hombres. Creo en la literatura, como en las demás artes, y bajo ninguna circunstancia cambia mi valoración de una obra el saber que estuvo hecha por él o por ella, (como tampoco me interesa lo más mínimo su vida y milagros, aunque ese es otro asunto). Que las mujeres se han incorporado más tarde que los hombres es innegable, y soy el primero en reconocer que la literatura ha perdido en el camino del machismo un sinfín de artistas que no pudieron dedicarse a esta u otras artes por el mero hecho de ser mujeres. Ahora bien, de ahí a sostener que lo femenino es un valor per se en cuanto a la autoría, que lo eleva o sitúa en altares cualitativamente superiores por estar dotado de no sé qué diantres sobrenaturales o espirituales es algo que, se ofenda quien se ofenda, me parece que raya en la superficialidad mental más absoluta.

Entrar en estos yermos intelectuales nos aleja de lo verdaderamente importante, que son las obras. Las novelas de autoras como Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Josefina Aldecoa, Carmen Laforet, Carme Riera o Almudena Grandes se bastan por sí solas para defender la necesidad de la mujer escritora en la literatura, pero no por encima ni por debajo del hombre escritor, sino en comunión. Y me parece bien que se reivindique esa necesidad, pero siempre y cuando tengamos presente que estamos hablando de literatura, de novela en este caso.

Porque en ningún momento escuché a Vallvey y a sus dos correligionarios hispánicos hablar ni una sola vez de textos, influencias o modelos literarios, de técnicas o recursos, de preferencias, estilos o intenciones artísticas, y ni siquiera de creación de personajes o tramas. No salió de ellos una sola alusión a sus intereses como creadores, como artistas e intelectuales, ni siquiera el título de una sola de sus novelas o proyectos de futuro, y sí en cambio muchas tonterías ajenas al fenómeno estrictamente literario, como las que mencioné en la entrada anterior y que tienen que ver con censuras de corte paranoico, teorías conspiratorias de editores, académicos y públicos enloquecidos que van en masa a crucificar autoras trasngesoras, por no mencionar el manido y cansino victimismo ancestral del genio incomprendido ante una sociedad plagada de necios lectores. ¿Y saben por qué no hubo referencias literarias de ninguna clase? Simplemente, porque no las había.

Aquellos fantoches que tenía ante mí no merecen consideración alguna, no al menos literaria, porque la literatura no les importa lo más mínimo y sí todo el envoltorio adyacente, superfluo y vano, el mismo que se sirve de cualquier pretexto para hacer bandera del feminismo más trasnochado (o como dijo la Vallvey, fuente inagotable de citas para la historia, “feminazismo”). Si este es el futuro que le espera a las letras españolas en el campo de la novela, yo desde luego me bajo del barco y me dedico a otros menesteres, porque lo que presenciamos ayer en Bérgamo por parte de tan ilustres autores fue simple y llanamente una tomadura de pelo.

Bochornos académicos varios (Parte I)



Bajo el título de “la figura de la mujer en algunos escritores contemporáneos”, la mesa redonda del X congreso CILEC, celebrado en la hermosa ciudad de Bérgamo, reunió a Víctor Andresco, Ángela Vallvey y Jesús Sánchez Adalid, junto a las italianas Carmen Covito y Paola Mastrocola. El público, formado por los miembros del congreso que habíamos intervenido durante los días precedentes, escuchábamos con atención. Debo reconocer que no conocía a uno solo de los allí presentes, (me refiero a sus obras), y a tenor de lo que allí se dijo, temo que en lo que respecta a los españoles seguiré en ese estado de feliz ignorancia. Pero vayamos a los hechos.

Y los hechos son que, una vez dichas las respectivas palabras de agradecimiento, los ponentes comenzaron a desgranar su supuesta trastienda artístico-intelectual, demostrando una vacuidad de ideas enorme y una tendencia a la justificación autoexculpativa alarmante, ya fuera acusando a las editoriales, la censura implícita de lo políticamente correcto o a la alineación de los planetas el que sus obras no llegasen a un público mayoritario. Ella (lo digo por el producto nacional, las italianas estuvieron perfectas), además, se quejó amargamente de que ser mujer la perjudicaba una barbaridad, que nadie la respetaba o tenía en cuenta, y que si a ella se le hubiera ocurrido escribir una novela titulada “Las travesuras de la niña mala” (obra de Mario Vargas Llosa), público y crítica la habrían crucificado en la plaza Mayor sin contemplaciones. Por supuesto, no faltaron las alusiones al maltrato de la academia y los críticos, a los que tacharon de voraces e insaciables carroñeros literarios.

Tal delirio llevó al profesor Paulino Matas, de la universidad de Salamanca, a intervenir para preguntar qué es lo que se planteaban ellos ante el desafío de la página en blanco. No había veneno de ninguna clase en su cuestión, sino la simple intención de reconducir un debate que, recordemos, tenía que ver con cómo esos autores reflejaban el papel de la mujer en sus novelas. Pues bien, la señora Ángela Vallvey, haciendo gala de una estulticia suprema, se sintió atacada por una pregunta que consideró "cargada de prejuicios”, pues estaba cansada de que los académicos se burlasen de la mediocre producción literaria presente, que nada tiene que hacer frente a los grandes clásicos de la Historia literaria. ("En este país hay que morirse para que lo valoren a uno, como les pasó a Góngora, Clarín o a tantos otros", dijo otro de los ponentes, atrevido hasta con las comparaciones).

A partir de ahí se inició una conversación absurda, llena de reproches y acusaciones por parte de unos y otros. Los escritores nos tacharon de inquisidores, cansados de que los etiquetemos como autores de literatura menor (¿nos pueden explicar en qué se diferencia la literatura de consumo de lo que ustedes llaman gran o alta literatura?, se preguntaban, indignados). Y por más que intentamos explicarles, no nos dejaron, interpelándonos constantemente en un estilo soez, burdo y por completo fuera de lugar en un evento de semejantes características (“A mí lo que digan ustedes me la repampinfla”, llegó a decir la Vallvey, exquisita como pocas).

Miren ustedes, señores escritores, el que está aquí cansado de leer novelas horrorosamente escritas, sin ningún tipo de pensamiento detrás de su más que discutible forma, es un servidor. Basta ya de inundar las librerías con mediocridades que se caen por su propio peso, de adularse entre ustedes hasta el infinito y más allá y de patalear como niños pequeños cuando les decimos claramente lo que pensamos, como académicos, sí, pero también como lectores apasionados que aman profundamente la literatura, y que lo que desearían realmente es hablar solo de eso.

Y tengan claro, porque parece mentira que haya aún que explicarlo, que la literatura de consumo no es un desprecio para nadie, sino la simple constatación de que existen escritores cuyo interés no es alcanzar altas cotas de lenguaje poético o elaborar artefactos literarios de gran envergadura, sino vender libros empleando fórmulas preestablecidas, ya sean detectives, romances delirantes o misteriosos templarios. Y esa opción es tan respetable como cualquier otra, siempre y cuando sus autores no nos intenten dar gato por liebre y hacernos creer que estas obras han de ser consideradas la culminación del canon literario de todos los tiempos. Hasta ahí podíamos llegar.

Pensarte.


Pensarte.

No quiero otra cosa que pensarte.

Pensarte como refugio,

pensarte como sedante,

pensarte para olvidar

que no hago otra cosa que pensarte.


Pensar tu rostro, tu figura

pensar tus labios, pensar besarlos,

vaciar la mente con tu recuerdo,

tu mirada en el envés de lo pensado,

albor de oro celeste, fervor alado

que impele a soñarte, a deslizar

la idea de ti como una fiebre

que sólo se alivia con pensarte,

pensarte, y después pensarte.

No puedo otra cosa que pensarte.


Pensar tu imagen en movimiento,

tu voz silbando junto a un naufragio

de velas desgarradas por el viento,

de instantes compartidos en el sueño

que es hacer contigo este sendero.

Pensar, pensar, pensarte,

única forma de sobrellevar

que no quiero otra cosa que pensarte.

martes, 5 de mayo de 2009

De villanos y doctores.

Acabo de leer rumores acerca de la posibilidad de que FOX esté negociando su contrato con J. J. Abrams, cerebro de esa maravilla llamada LOST (Perdidos, en España), para que prolongue durante una temporada más la serie de la isla más misteriosa de la historia de la televisión.

Lo preocupante no es eso, sino el hecho de que dicha prolongación se deba a motivos económicos y no argumentales o de necesidad del guión. La cadena teme que el cierre de LOST provoque un efecto dominó que arrastre otras muchas series a su final o cancelación. Prison break, una de las veteranas, ya anunciado su cese debido a las pobres audiencias de su quinta temporada, y lo mismo ocurre con grandes estrenos de años recientes en prácticamente todas las cadenas (Las crónicas de Sarah Connor, Eli Stone, etc…).

Ya sé que los fans de dichos programas me crucificarán por decir esto, pero en el fondo me alegro. Las series que se perpetúan temporada tras temporada suelen perder todo su encanto, como le ocurrió a Expediente X en su momento o a Los Simpson, que ya llevan más de veinte años dando el coñazo (ambas series con recientes películas de estreno, a cual más lamentable, por cierto).

Debe ser complicado decidirse a dar por cerrada una fuente de ingresos tan rentable como suele ser un programa de éxito, pero ya digo que para mí, como espectador, no supone el más mínimo problema ver cómo se caen de la parrilla series que, como la mayoría de las anteriormente citadas, partían de ideas pobres que apenas daban para sostenerse un año o dos en antena.

La buena noticia es que siempre nos quedará HBO, una cadena de pago que tiene algo así como carta blanca para hacer lo que le dé la realísima gana. Series como Los soprano, A dos metros bajo tierra o la más reciente En terapia son una muestra de una independencia creativa tan estimulante como necesaria en el panorama actual, y ahora mismo puede decirse que es una pionera en calidad televisiva.

En terapia, liderada por el siempre excelente Gabriel Byrne, se ha convertido en una de las sensaciones de las últimas temporadas. La historia de un terapeuta que atiende a una serie de pacientes de lunes a jueves, para pasar a ser él mismo paciente los viernes se ha ganado por méritos propios el beneplácito del público y la crítica, que la adoran como al nuevo Mesías televisivo.

Es una serie atípica (sólo hay conversaciones, nada de acción ni efectos visuales), y en ella suelen tratarse temas tan espinosos como abortos, divorcios, suicidios, cáncer o traumas infantiles. No obstante, una dirección que nunca molesta ni copa protagonismo alguno, a lo que hay que sumar una elección de actores tan sabia como compensada (con la gran Dianne Weist como terapeuta de Byrne, y unos excelentes secundarios para los roles de los pacientes), y una música que aparece sólo en el momento oportuno logran, en suma, otorgar una dimensión adulta, madura, compleja y fascinante a un medio acostumbrado de ver vulgares villanías con demasiada frecuencia.

Top 17: Dune 2

Los juegos de estrategia han experimentado un auge importante con el paso de los años. Da igual que la ambientación sea histórica (Age of Empires, Civilizations) o ficcional (World of Warcraft), el caso es que tienen un público incondicional y deseoso de nuevas entregas. Por haber, hasta existe uno ambientado en la Guerra Civil española, y todo ello por no mencionar un clasicazo como Comandos, un juego excelente con denominación de origen.

Ahora bien, no conviene olvidar que existe un antecedente que sentó las bases del género, allá por 1991, cuando Westwood Studios publicó Dune 2: The building of a Dinasty. El juego continuaba la novela clásica de Frank Herbert, con un espíritu visual heredero de la adaptación cinematográfica de David Lynch. Algo sencillo (sprites en 2-D, colores chillones, perspectiva cenital única) pero efectivo.

La mecánica consistía en escoger una de las tres casas que se disputaban la riqueza del planeta Dune (Atreides, Harkonnen y Ordos), y a partir de ahí comenzar a conquistar uno a uno los territorios principales del sistema. La especia, algo así como el petróleo de Dune, es lo que permitía ingresar dinero con el que emprender construcciones militares, defensivas o estratégicas. La producción de soldados, naves de combate y máquinas recolectoras de especia se convertía en toda una obsesión, al tiempo que la exploración de las áreas permitía descubrir los secretos de cada nivel. Atención especial recibían los monstruosos gusanos de arena, una verdadera pesadilla con una presencia progresiva a lo largo de las fases del juego.

Dune 2 era lo que los ingleses llaman una killing time machine, una devoradora de tiempo que tenía a los jugadores enganchados durante horas y horas. Particularmente satisfactorio era el momento en que finalmente lanzabas al grueso de tu ejército contra la base enemiga, e ibas destruyendo sus defensas e instalaciones hasta obtener la victoria. Lástima que la inteligencia artificial de los enemigos no fuera nada del otro jueves (establecían rutas predeterminadas e inamovibles, aunque pusieras un muro, y lo de resolver puzzles no era precisamente lo suyo), porque de lo contrario estaríamos hablando de un juego aún mejor.

Es significativo, no obstante, que de todos los juegos de estrategia aparecidos hasta la fecha (y ya van casi veinte años), todavía no haya surgido ni uno solo que cambie de forma significativa lo dicho por Dune 2. Esos fueron los cimientos de un edificio que, de momento, se conforma con sentirse bien asentado en la arena de las dunas.

P.d: http://www.youtube.com/watch?v=1jDZ4bLaoUc&feature=related

lunes, 4 de mayo de 2009

Pues yo más y mejor...


Sólo unas breves líneas para reflexionar sobre el lamentable comentario de Germán Vega García-Luengos, a la sazón catedrático de la universidad de Valladolid. El incidente ha tenido lugar a propósito de la presentación de un portal de la Biblioteca Nacional, que recoge la reproducción digital de más de cien manuscritos autógrafos de los autores más importantes del Siglo de Oro, como Lope de Vega o Tirso de Molina.

Ha recalcado hoy Germán Vega, que ha presentado este trabajo a los medios de comunicación, el poderío de estos siglos cruciales en el Teatro Clásico español. Para ello recuerda las cifras de comedias escritas en verso en aquella época, con Lope a la cabeza con más de trescientas obras atribuidas a él, frente a las (míseras, se entiende) treinta y siete de Shakespeare.

Sin lugar a dudas, la ocasión era espléndida para hacer elogio del excelente trabajo de digitalización, que permitirá la consulta de unos valiosísimos documentos a cualquier investigador o curioso de la época y que, hasta hace bien poco, sólo estaban al alcance de unos pocos afortunados. También podía haberse destacado el gran esfuerzo del equipo que ha estado empleando su tiempo en ese inmenso archivo que es la Biblioteca Nacional pero, en vez de ello, el señor Vega se ha lanzado alegremente al ruedo del chovinismo barato para comparar nada menos que al autor más influyente e importante de la Historia de la Literatura con un escritor de comedias que, aunque digno en un porcentaje pequeño de su producción, no resiste una comparación seria y razonada con el genio inglés.

¿Cómo es posible que un catedrático de Literatura se preste a semejante despropósito? ¿En qué cabeza cabe menospreciar al autor más leído, interpretado, estudiado y de mayor influencia en la cultura contemporánea, alguien capaz de escribir obras del calibre de Hamlet, Othelo, Macbeth, Julio César o El mercader de Venecia, por el mero hecho de haber compuesto “sólo” treinta y siete obras de arte? ¿Es que hemos perdido el juicio? ¿Tan bajo ha caído la academia española que se permite el lujo de sacar pecho con Lope de Vega por el número de sus obras, como si la calidad literaria pudiera medirse al peso? (Porque ojo, que ya se ha apresurado el señor Vega en su flamante parlamento de decir “y eso sin entrar en la calidad de dichas obras”; menos mal).

Insisto, me parece una memez mayúscula. Celebremos la buena cosecha del Siglo de Oro español, no faltaba más, y seamos conscientes de la importancia de este trabajo de digitalización de manuscritos, pero por lo que más quieran, déjenme tranquilo a William Shakespeare. Porque mientras los autores españoles escribían un sinfín de comedias con una plantilla tan comercial como repetitiva, él se dedicaba a revolucionar la Historia de la Literatura desde la más absoluta genialidad y talento. Y eso se merece, cuando menos, un respeto.