viernes, 31 de diciembre de 2010

De balances, saldos y cuentas a destiempo



No tenía pensado tratar este asunto, pero tanto anuario, memorando y listado de grandes momentos del año en todos los terrenos habidos y por haber me ha hecho perder la paciencia. Lo diré claramente: no termino de comprender a santo de qué esa manía, ancestral en estos lares y otros tantos que conozco, de hacer balances al término del año, cuando para la mayoría de los mortales el año, entendido como ciclo de 12 meses, empieza en realidad en septiembre, coincidiendo con el inicio del curso académico y se termina allá por junio/julio, antes del verano.


Y como decían aquellos entrañables policías gemelos de Tintín, aún diré más: al margen de que el refresco de memoria se hiciera en el equinocio o en el solsticio, ¿cuál es realmente su función? En esta sociedad donde la información devora constantemente a la información, sólo se me ocurren dos posibles opciones para tanto decálogo de grandes momentos, películas o fotografías para el recuerdo. La primera de ellas es que los medios de comunicación, en estos días de jolgorio y pandereta no tienen otra cosa que llevarse a la boca como no sea precisamente eso, un puñado de recuerdos aislados. La segunda, seguramente más inquietante, es que en un intento más por manipular a las adocenadas masas, intenten que se nos quede grabada en la retina esa última puñalada ideológica en forma de imagen manoseada por un texto maliciosamente perverso.


Sea como fuere, insisto en que todo esto del deportista del año, el libro del año o la memez del año es una tradición tan absurda como los coleccionables que inundan los quioscos (en septiembre, por cierto, no en enero). Para muestra, un botón: hace poco me asaltaron el correo electrónico unos anuncios de una lista de las diez burradas políticas más gordas del año, y no he podido dejar de pensar que el que haya hecho la selección habrá sudado lo suyo, para descartar tantas y tan buenas piezas de museo.


A nivel particular, yo no puedo evitar hacer un balance propio, que empezó en septiembre de 2009 en diversos frentes y trincheras, pero con unas únicas oposiciones en el horizonte que llegaron, puntuales, a su cita de finales de junio. El problema es que ese balance ya lo hice en su momento, que no es diciembre (embarcado como estoy en nuevas empresas desde hace meses), sino en una entrada veraniega con el alivio de fondo y la plaza en el bolsillo. A ella les remito y les deseo lo mejor para el 2011, (curso en curso, bien es cierto).

Cinefórum 15: El discurso del rey


Recuerdo una conversación, hace ahora algunos meses, en la que unos amigos estaban hablando sobre sus actores y actrices favoritos. Constaté que la práctica totalidad de los intérpretes mencionados eran ingleses o americanos (ya saben, la típica lista compuesta por Marlon Brando, Robert de Niro, Meryl Streep, Sean Connery, etc…). Por otra parte, pronto averigüé que, como temía, dichos gustos nacían de películas vistas en su versión doblada al español.

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Y no hubo manera de sacarlos de su error, por más que intenté hacerles ver que, por bueno que sea el doblador de Brando, Connery o quien sea, no son el actor original y, por tanto, los juicios de valor sobre su valía actoral resultan tan adulterados como inservibles. Por mucho que en la pantalla tengamos la presencia física del actor, no podemos sentir la intensidad de su voz, su temblor en los momentos dramáticos o su fuerza en las escenas más tensas, y para mí eso define tanto más su talento que la imagen (que a fin de cuentas no es más que eso, imagen). Constantino Romero, voz habitual de Clint Eastwood o el mismo Connery es un doblador fabuloso, no lo dudo, pero no resiste la comparación con los originales (y, viceversa, puede hacer que un ladrillo afásico como Arnold Schwarzenegger parezca un buen actor, como también hacía Ramón Langa con Bruce Willis).

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Todo esto viene a cuento de la última película que he tenido (al fin) el placer de ver en una sala de cine, El discurso del rey. Protagonizada por Colin Firth y Geofrey Rush, narra las desventuras del padre de la actual reina de Inglaterra, Jorge VI, por superar unos graves trastornos de dicción. La tartamudez, leit-motiv esencial de la cinta, es el caballo de batalla de un duque de York cuyo logopeda, excelentemente interpretado por Rush, combatirá como un síntoma de su problema real: la falta de autoestima, confianza y seguridad del aspirante a monarca.

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La película de Tom Hopper tiene notables virtudes que, aun en su versión doblada, se mantendrían, no lo dudo: su pulso narrativo, la fuerza de sus imágenes y las excelentes partituras que acompañan a cada escena son un gran argumento para pasar por la taquilla. No obstante, y si se quiere apreciar realmente la labor profesional de Firth y Rush es necesario, a mi juicio, ver la cinta en su versión original. La reproducción de la voz de Jorge VI asusta, mucho más que el posible parecido entre el actor y el personaje real, bastante discutible, por su mimetismo hiperrealista. Su tartamudeo, el modo en que reproduce hasta la más ínfima variación en el tono y la fidelidad con el tono y estilo de los discursos reales (el previo a la entrada en la Segunda Guerra Mundial, que coincide con la escena culminante de la cinta, es sublime), son con diferencia los momentos de mayor brillantez de la cinta, y los que permiten aventurar que, esta vez sí, Firth se alzará con la preciada estatuilla después de la decepción que obtuvo en la pasada edición de los Oscar con Un hombre soltero, donde también brillaba con luz propia.

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Es, no obstante, el personaje del logopeda el que mayores logros reúne, tanto a nivel de guión como de precisión por parte de Geofrey Rush a la hora de abordarlo. La recreación de Lionel Logue, con sus manías, bromas y su afición por Shakespeare, es sólo apreciable desde la óptica de la versión original, con todo el énfasis que su acento australiano es capaz de aportar. Evidentemente que Rush aporta, además, todo su repertorio gestual, irónico y mordaz, pero todo ello quedaría cojo, deslucido, incompleto, de no poder contar con ese poderoso recurso que es su profunda y grave voz.

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Y es que como comenté, a modo de epílogo y rendición a mis amigos en aquella desdichada conversión, fue precisamente la voz del propio Brando la que de Niro trató de imitar (y vaya si lo logró) en esa obra maestra que es El Padrino (parte II). Qué más da si se parecían o no físicamente, cuando uno cerraba los ojos y era el mismísimo Vitto Corleone el que estaba hablando. Y a otro nivel, aunque ya muy alejado del séptimo arte, me vino a la memoria unas cintas, que debo tener por algún lugar, en las que los difuntos Fernando Fernán Gómez y Agustín González hacían verdaderas maravillas interpretando a don Quijote y a Sancho, en unos textos adaptados para la radio donde su sola voz evocaba el texto, el arte y toda la magia de aquellas irrepetibles creaciones cervantinas. Claro que este último ejemplo ya no lo cité, por aquello de que no me mandaran al cuerno de los literatos.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Juglares de sí mismos



Hay en la Edad Media una figura, la del juglar, que siempre ha llamado la atención por su importancia dentro de la literatura universal. Estos personajes, artistas de calle, ambulantes y dotados con una especial capacidad de memoria y recitación, recorrían las villas y ciudades sin otro propósito que ganarse la vida cantando las hazañas o gestas de los grandes héroes de los tiempos antiguos (de ahí el término de cantar de gesta, género favorito de aquella época).


Pues bien, hay en la edad moderna una figura, la del trovador de sí mismo, que siempre me ha llamado la atención por sus insuflados aires de importancia dentro de esta España nuestra. Seguramente los habrá en otros lares, no lo dudo, pero los de aquí son modélicos y pueblan nuestras calles, nuestros barrios y nuestros centros de trabajo, sin otro propósito que pasarse la vida cantando sus propias hazañas o gestas como si hablasen del mismo Rodrigo Díaz de Vivar, alias el Cid.


Los juglares de sí mismos son gente que no sabe que lo son, como aquellos fantasmas de hace años, o si lo saben les da igual porque ello no sería sino una virtud más que añadir a su ya amplia lista. Son todos muy altos, muy guapos y muy listos, y enjabonan sus días y sus noches con dulces caramelos para sus propios oídos, donde no faltan referencias a lo importantes que son para todos aquellos que los rodean, lo necesaria que es su presencia allá por donde van, lo insulsa que sería la vida, en definitiva, si ellos faltaren (suma catástrofe donde las haya).


Estos personajes no conocen la autocrítica ni la reflexión, y el silencio tampoco va demasiado con ellos. Una conversación con un juglar de sí mismo se asemeja más a un monólogo del ombligo, donde los temas se van sucediendo sin que cambie el foco de atención: lo bien que a uno se le da tal o cual deporte, afición o pasatiempo; lo bien que uno realiza su labor diaria, lo mucho que su (des)afortunada pareja disfruta con su destacada e ilustre compañía, la lógica envidia que provoca allá por donde va entre ellos, ellas y cualquiera con dos ojos o dos dedos de frente, que para el caso es lo mismo. Llama la atención que, con tanto récord pulverizado a cada paso que dan, a estos personajes aún les quede capacidad de sorpresa respecto de sí mismos, porque hasta eso es en ellos ilimitiado, y es tal el grado de surrealismo que alcanza la autoalabanza, que el trovador puede llegar incluso a emular al César, no sólo en su gloria épica (eso se da por sentado), sino en su autorreferencia en tercera persona, que ya es decir.


Lo que estos poetas ignoran, o igual no lo ignoran y quizá ahí resida la esencia de su incurable complejo de inferioridad, barnizado con tanta loa a sus personas, es que el resto estamos ya muy cansados con nuestros propios problemas, tratando de resolver los obstáculos que la vida nos va planteando día a día, como para encima tener que aguantar semejantes memeces . Uno ya no tiene tiempo, ni ganas ni aguante, para soportar día tras día, hora tras hora, al pelma de turno repasando sin cesar las múltiples cualidades de ese producto sin par que es uno mismo, con esas constantes y molestas coletillas (o epítetos épicos, retornando a la cita inicial) de la falsa modestia, de lo mucho que la vida lo tiene a uno zarandeado (lo cual arroja, sobra es decirlo, más mérito aún a su incalculable valor personal), o de lo increíble, fascinante y deleitoso que es vivir bajo su piel cada minuto de cada hora de su voceada, cansina y agotadora existencia.


Con todos mis respetos para aquellos que sufren estas discapacidades, más que nada por lo ofensivo de la comparación, nunca he considerado a nadie más limitado, ciego, sordo e insensible que a un trovador de sí mismo. Ojalá llegase el día en que el laúd se les quebrase de tanto trino ceremonioso, y vieran que más allá de su ínfimo universo existe otro llamado realidad. (Claro que tal cosa es imposible, pues a fin de cuentas el laúd, como el juglar, son a la par pluscuamperfectos, ¿o no quedó eso claro al comienzo del cantar?)

sábado, 6 de noviembre de 2010

Top 19 Nueva Generación: Red Dead Redemption


Desde su creación, ha habido una serie de géneros considerados malditos dentro de los videojuegos. Mientras las compañías solían saturar los catálogos con policías, dinosaurios y zombies, había otros ámbitos donde parecía imposible obtener algún título no ya sobresaliente, sino sencillamente digno.


De todos ellos, a mí siempre me llamó la atención la ausencia de títulos destacados en dos marcos tan proclives a ser adaptados a un juego como la Edad Media y, especialmente, el Salvaje Oeste. Me parece asombroso que no haya una adaptación moderna con calidad de los Caballeros de la Tabla Redonda, por poner un solo ejemplo, pero sobre todo me deja perplejo que hayamos tenido que esperar casi treinta años para ver un juego del Oeste que merezca la pena.


Cierto es que cuando un género tiene como referente más ilustre nada menos que el jurásico Sunset Riders, un arcade de Konami de 1991 lineal y sencillo hasta más no poder, nos encontramos ante un grave problema. Intentos posteriores, ya en generaciones siguientes, dejaron perlas tan mediocres como Wild Arms (1996), Red Dead Revolver (2004) o Call of Juarez (2007), certificando la defunción del género casi antes de su nacimiento.


Tuvo que llegar el equipo de programación de mayor éxito de los últimos tiempos, Rockstar (responsables de los aclamados, aunque a mi juicio bastante discutibles, juegos de la franquicia Grand Theft Auto), para lograr lo que hasta ahora nadie había hecho: convertir un género maldito en la sensación del año gracias a un juego soberbio: Red Dead Redemption.


El parecido con uno de los títulos arriba mencionados obedece a que Rockstar recibió el encargo de realizar una secuela de aquel olvidable título, y se dedicó a lo que mejor sabe: aplicar a tan “ilustre” antecesor el género del sandbox (que llama así a las aventuras de acción que permiten la libre exploración de un amplio mundo y el desarrollo no lineal de la trama). El resultado fue que entre la secuela y la precuela sólo hay de parecido eso, el título.


Y es que, lógicamente, la labor de Rockstar fue mucho más allá de aplicar un patrón ya conocido. Durante nada menos que cinco años, el equipo partió literalmente de cero y creó un vasto universo ambientado en la frontera entre Estados Unidos y México a principios del siglo XX (es decir, en pleno ocaso del mundo en que se ambienta), plagado de desiertos, bosques, lagos, ríos, montañas, pueblos y alguna que otra ciudad perdida en mitad de sus vastas llanuras. El motor gráfico empleado para el juego, similar al de GTA IV (2007), fue mejorado con efectos de luz para los cambios de noche y día, así como para recrear todo tipo de fenómenos atmosféricos que van del calor asfixiante a las lluvias torrenciales, la niebla o el frío de las nieves.


La iluminación y la recreación paisajística son algunos de sus aspectos más destacados, junto a la flora y la fauna que el jugador puede cazar o recolectar, según su antojo, a medida que realiza sus misiones principales o secundarias, y que pueblan ese inmenso, inmenso escenario (nunca había visto nada similar, ni en cantidad ni en calidad, y lo más sorprendente es que los tiempos de carga son ínfimos).


Por otro lado, lejos de contratar al típico compositor de partituras de oficio, Rockstar se hizo con un equipo de artistas que compusieron temas para el juego, algunos con letra y voz y con todo tipo de melodías aplicadas a los diferentes ámbitos, con los mismos instrumentos que por entonces eran conocidos. A esto añadió un potente arsenal de sonidos plenamente reconocibles por los amantes del género, que aprovecha las virtudes de las consolas de nueva generación y termina por redondear el apartado sonoro.


Otro aspecto realmente cuidado por Rockstar fue la historia del juego, que narra las desventuras de un antiguo miembro de una banda de forajidos, que debe capturar a sus compañeros de correrías si quiere ver con vida de nuevo a su mujer e hijo. A lo largo de más de cien horas de juego, el jugador se mete en la piel de John Marston y protagoniza los momentos típicos que cualquiera espera encontrar en toda historia del oeste que se precie. Así, hay miles de tiroteos con todo tipo de armas, asaltos al tren en marcha, la mina de oro, el poblado indio, los mexicanos y sus revoluciones, los duelos al sol junto al saloon, la doma de caballos, cabalgar por los cañones al atardecer o por los desiertos junto a decenas de cactus y peligrosas serpientes… Y lo mejor es que todo ello está hecho con un cuidado, un nivel de detalle y un aprecio por la jugabilidad dignas de los mayores elogios.


Porque por encima de sus indudables logros técnicos, Red Dead Redemption es endiabladamente divertido. Su sistema de juego, de control y de disparos es tan sencillo como intuitivo, y la mecánica, aunque puede llegar a hacerse algo repetitiva, permite un desarrollo libre y abierto.

Conforme avanza el juego, conocemos personajes que nos encargan misiones. Podemos dedicarnos a resolverlas o a recorrer libremente el mundo, encontrando otras tareas o sencillamente haciendo lo que nos dé la gana, eligiendo caminos honrados que nos deportarán fama y dinero o siendo salvajes forajidos que asaltan diligencias y son luego perseguidos por la justicia. Las decisiones del juego afectarán a la forma en que se desarrollarán determinados aspectos, que nos permitirán ser reconocidos y saludados por los vecinos o no tener un momento de respiro ante el constante acoso de los sheriffs.


El juego tiene tantos y tan buenos momentos que resulta complejo quedarse con alguno. A mí me hizo especial ilusión cruzar la frontera a México y cabalgar de noche, a la luz de la luna, acompañado de los acordes del excelente Far Away, tema compuesto expresamente para el juego. Me encantó regresar al rancho familiar, ya terminadas las misiones principales, y dedicarme a la tranquila vida del ganadero o del buen padre y esposo, pero sobre todo me fascinó el giro final del argumento, que no desvelaré aquí por respeto a los que aún no lo hayan jugado, con el carácter solemne de un desenlace digno de las mejores historias.


Red Dead Redemption no es un buen juego del oeste: es el juego definitivo, una obra maestra que a partir de ahora se tomará como referencia ineludible para hablar de un género que, gracias a él, ha dejado al fin de ser maldito.


(P.d: http://www.youtube.com/watch?v=ge3JxWOjqNI Aquí se da una detallada explicación del sistema de armamento, disparos y coberturas del juego, tan complejo como, a la hora de jugar, sencillo. No pierdan detalle de la calidad del juego y, por favor, olvídense del pelma de locutor o bajen el volumen, que para el caso...)

viernes, 5 de noviembre de 2010

Política de empresa



Ayer decidí aceptar, al fin, la llamada de un número desconocido que había estado acosándome los últimos tres días. Cuál no es mi sorpresa al encontrarme al otro lado a un trabajador de la compañía telefónica con la que he decidido finalizar mi contrato, interesado en conocer los motivos de mi marcha y, cómo no, hacerme una estratosférica oferta para que reconsidere la posibilidad de permanecer en ella.


Le explico que los motivos de mi salida son básicamente tres, el menos importante de los cuales es que mi gasto mensual es desproporcionado, algo que no figuraba en la magnífica tarifa que me vendieron. Paso entonces a contarle el segundo motivo, ocurrido en el último año: un largo episodio de carácter surrealista que podría resumirse en que, con intención de obtener un teléfono con mayor duración de batería, acudí a mi oficina más próxima para intercambiar mis numerosos puntos por dicho teléfono.


Tras esperar durante cuarenta y cinco minutos a que el encargado atendiera a dos personas, me asegura que me llegará en unos días y yo, liado como estaba con las oposiciones, lo dejo estar. Dos meses después, acudo a la misma oficina y el mismo encargado me informa de que sigo en lista de espera. Confirma que el pedido está a punto de llegar, pero pasarán otros tres meses sin saber nada.


Decido entonces recorrer las sucursales próximas a mi localidad, con la esperanza de encontrar a alguien más eficiente. Después de dar mil vueltas y escuchar contradicciones como que la compañía no trabaja ya con dicho modelo de móvil y que, en el mismo centro comercial, lo tengan en otro puesto de la misma compañía, lo localizo y decido intercambiarlo por mis puntos, que lógicamente habían ido en aumento desde mi primera visita.


Hete aquí que, sin embargo, debo posponer la operación debido a no sé qué curioso fallo del sistema que me obliga a acudir al mismo sitio al día siguiente. Llegado el día, y tras esperar hora y media a que la encargada regresara de su tercer desayuno, se me informa de que no es posible canjear mis puntos, a pesar de las numerosas llamadas de verificación a teléfonos tipo 902 que, por supuesto, corrían a mi cuenta. Harto de tanta estupidez, decido comprar el móvil a tocateja y olvidarme de los dichosos puntos.


Tras escuchar atentamente mi historia, mi interlocutor me pregunta cuál es el tercer motivo por el que decido abandonar la compañía. Le informo de que, al margen de la irracionalidad de un sistema de puntos que no me está permitido utilizar no se sabe por qué extraña razón, lo que más pesa en mi decisión es que, como es natural, el trato recibido por los numerosos encargados, asistentes y dependientes ha sido defectuoso en todos los sentidos, haciéndome sentir como un tonto en el mejor de los casos, abandonado, ignorado y maltratado, por no decir timado, en el peor.


Una vez finalizada mi exposición, mi amigo pasa a hacerme una oferta que supera, en sus palabras, la que he establecido con mi nueva compañía. Me asegura que mis puntos serán inmediatamente canjeados por el último modelo existente, que se me hará un 40% de descuento durante el próximo año y que los encargados de mi sucursal me harán reverencias nada más verme entrar por la puerta.


Le digo que me parece estupendo, pero que no me interesa. Le digo que no entiendo por qué durante los años que llevo con ellos nadie, jamás, me ha llamado para conocer mi estado de satisfacción con la compañía, pero me abarrotan ahora a llamadas cuando ya he decidido hacer la portabilidad a otra. Le digo que no entiendo por qué narices ahora ya no hay el más mínimo problema en canjear los malditos puntos, cuando hace unos meses parecía misión imposible. Le digo que no me entra en la cabeza que las tarifas solo cumplan lo que prometen haciéndoles un 40% de descuento. Le recomiendo, en suma, que para los clientes que aún continúan siendo de ellos, tengan la deferencia de darles un trato mejor, más humano, considerado y justo, que es en definitiva lo mínimo que se debería pedir.


Y entonces se abren las compuertas y cae la bomba: “esto en definitiva es política de empresa: no esperes recibir un trato mejor en la compañía a la que vas, porque todas vamos a hacer lo mismo”.


- Qué vergüenza –le digo entonces, ya sin contener mi mala leche–, que tu último recurso para retenerme sea lanzar ese conjuro gitano del maltrato generalizado. Qué lamentable que no entiendas que mi marcha no obedece a un tema estrictamente económico, que parece que es lo único que sabéis comprender, sino a unos principios y unos valores que, es evidente, ni tenéis ni os interesan lo más mínimo. Me marcho porque estoy cansado de que me toméis el pelo, algo que habéis decidido hacer hasta el último momento con esta llamada tuya, tan impertinente como inoportuna. Y ahora, tanto si te molesta como si no, te voy a colgar el teléfono, porque tú y yo ya no tenemos nada más que hablar.


sábado, 9 de octubre de 2010

Cifras y letras




El otro día tuve un interesante debate acerca de las artes y las ciencias, del que me quedé con algunas frases lapidarias que no logro borrarme de la cabeza, epifanías del tipo “yo me dediqué a las ciencias porque, total, a las letras es muy fácil acceder: no hay más que coger un libro, poner un CD o irse a un museo, y ya está”.

Miles de años de florecimiento de las letras y resulta, qué diantres, que no había más que agarrar un libro para que, ipso facto, todo el pensamiento relacionado con la filosofía, la historia o la literatura fuesen trasvasados directamente a nuestras mentes pensantes. O qué me dicen del CD, que nada más reproducirse nos traslada toda la hondura y complejidad de las arias, sonatas u óperas cual si las hubiéramos compuesto nosotros mismos. (De lo del museo casi prefiero no ironizar, tal es la dentera que me da).

Por aquello de encontrarme entre amigos traté de diluir con amistosas sonrisas de indiferencia cada nuevo advenimiento: “estudiar letras no sirve para nada, es una pérdida de tiempo”, “lo de las asignaturas de letras es un lastre del pasado que, por suerte, ya nos estamos quitando de encima: ¿alguien echa de menos el latín o el griego?”, y así un largo y horripilante etcétera.

Qué lástima, pensé en aquel momento, que el sistema educativo por el que estos sujetos dicen haber pasado con provecho y fortuna haya hecho semejante mella en sus conciencias. Qué profundo pesar produce la incapacidad del personal de darse cuenta de la artificiosa separación entre ambos campos del saber, que no son ambos sino un único espacio donde todas y cada una de ellas entra en profunda armonía e interrelación. ¿Qué sería de la arquitectura sin el arte? ¿Cómo construimos una Capilla Sixtina sin saber sumar, o peor aún, sin tener el talento artístico para dibujarla? ¿Cómo se crea la poesía, y por extensión la música, sin el sentido del ritmo, sin la profunda relación matemática de sus secuencias? (y démosle la vuelta al argumento, que resulta igual de desolador: ¿qué sería de las matemáticas si no pudieran aplicarse a tales ámbitos y provocar tales sensaciones estéticas?).

Resulta demoledor que a estas alturas haya gente cercana a la treintena que piense, y encima te trate de convencer de ello, que cualquier persona que coja el Lazarillo de Tormes es capaz de desentrañar hasta el más profundo de sus niveles de lectura; que alguien, sin la formación ni la sensibilidad adecuada para tal empresa, se plante frente a la novena sinfonía de Beethoven y capte las esencias últimas de su maestría; que cualquier ciudadano de a pie se cuele por casualidad en un museo y, de un simple vistazo, despache gustosa y tranquilamente los misterios de Monet, Dalí o Bacon como si estuviera haciendo un crucigrama en el metro.

Resulta molesto que uno sí sepa, desde el respeto, dejar en su sitio la crucial labor de Einstein, Bohr, Copérnico o Newton, que entienda la importancia de las aportaciones de Arquímedes, Averroes, Darwin o Mendel, y ni se le ocurra pensar que leyendo un simple panfleto está ya a la altura de un científico o un investigador. Los avances de la ciencia han traído consigo mucho más que una revolución técnica o tecnológica, han supuesto el salto de un universo (el medieval, con su mentalidad y sus atrasos) a otro plagado de posibilidades, que crece a un ritmo exponencial. ¿Por qué esa conciencia y ese respeto no puede aplicarse, por igual, a disciplinas que jamás se han distinguido ni distinguirán por su aplicación práctica, sino precisamente por completar las lagunas que las cifras y las ecuaciones no pueden alcanzar, aun con toda su milimétrica precisión?

Y sobre el griego y el latín, qué decir. Yo me siento afortunado por haber podido leer relatos de César, discursos de Cicerón o lamentos de Ovidio, por haber admirado a Virgilio en su propia lengua poética y por haberme acercado a los textos de Eurípides o Sófocles de la mejor forma posible, que no es otra que desde las voces originales de sus personajes. Me siento orgulloso, en lo que ello implica de enriquecimiento cultural, por haber viajado, de la mano de Homero, con Ulises a los océanos y con Aquiles al campo de batalla. Y todas esas puertas y otras que dejo en el tintero, las del mundo que explica el que es nuestro ahora, en lengua, cultura y pensamiento, son las que la necedad de lo útil y lo práctico cierran con estrépito ignorante. Es el sentido común el que extraña con nostalgia esas disciplinas, ya que este presente dedicado a las economías, tecnologías y psicologías ha olvidado ya de dónde viene, y por tanto seguirá dando bandazos, como ha hecho ejemplarmente hasta ahora, hacia el dónde va.

Siempre pensé que toda persona que no cultivara su propio espíritu con las necesarias dosis de lecturas y formación estaría condenada a ser como los campos yermos esperando una lluvia que nunca llegaba. Y de ahí mi tristeza de ayer, rodeado de esas gentes que, en el colmo de los colmos, no leen ni el prospecto de las medicinas que se toman, se duermen escuchando todo lo que suene a música clásica (o se sienten en un ascensor, y aquí estoy citando literalmente) y el último museo que recuerdan es con visita guiada para colegios, pero se permiten el lujo de presumir de una capacidad que ni tienen, ni quieren ni han querido jamás. Lo dicho: campos yermos presumiendo de humedad.

Luis Panero

miércoles, 25 de agosto de 2010

De altares, dineros y alopecias.




Un profesor solía decir que comenzó a sentir el paso del tiempo al mirarse un buen día en el espejo y comprobar que el pelo comenzaba a caérsele como las hojas en otoño. Yo no tuve que esperar tanto (aunque me temo que lo de mi pelo va en la misma dirección), ya que antes de eso he tenido ocasiones suficientes con motivo de los enlaces matrimoniales de mis primos/amigos.

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Las bodas son un universo en sí mismo, un microcosmos de detalles pequeños y extremadamente caros que puede pasar de lo grave y solemne a lo hortera con tan solo unas copas de más de diferencia. Dos personas deciden consagrar su amor ante Dios, el Estado y las cuentas bancarias de sus familiares y amigos cuando el motivo real es que quieren independizarse y no tienen el dinero, o quieren hacer un viaje a Tombuctú y carecen de posibles, o quieren pagar la letra de su coche (amorosamente compartido, claro) y no disponen de fondos. Y si para eso hace falta plantarnos de nata y chocolate ante quien sea y jurar lo “injurable”, (¿quién sabe con certeza lo que va a sentir no ya cuando la muerte los separe, sino el año que viene?), pues se hace y aquí todos contentos.


Sea como sea, el dinero aparece siempre detrás de estos festejos, como una oscura sombra que amenaza con empañar los nobles propósitos entonados por párrocos en el altar o por el cuñado borracho en los discursos del banquete, que tanto da. Dinero, dinero y dinero que va y viene en forma de regalos o transacciones, y que compromete y justifica la presencia de tal o cual pariente o amigo al que hace milenios que uno no ha visto pero al que se tiene la gentileza de rescatar del olvido para tan señalada fecha.


Decía lo del paso del tiempo porque en estas ocasiones uno suele pararse a pensar que hace nada el novio/a y yo estábamos pasando el verano juntos con el flotador puesto, o estudiando en la facultad o de juerga flamenca en alguna playa ibicenca y míranos ahora, él/ella ya casado/a y yo aquí con estos pelos, él/ella ya puesto/a a disposición de los hados para ir completando el círculo mágico, compuesto, como todo el mundo sabe, de casa-coche-perro-hijo/s, no necesariamente por ese orden, y yo aquí con estos pelos (digo esto último por homenaje al ya citado docente, no se vayan a pensar). Total, que al final el enlace termina siendo fastidioso por ambos motivos, el monetario y el existencial, y uno ya no sabe como zafarse de estos engorros matrimoniales.


Sin embargo, hete aquí que la última boda a la que tuve ocasión de ir fue justo todo lo contrario de la sarta de tópicos que acabo de juntar en los párrafos anteriores. Se trataba de una compañera de facultad, muy querida para mí por lo que su apoyo y confianza supusieron en aquellos momentos en que yo andaba tan perdido, que se casaba con un muchacho más majo que las extintas pesetas. Susana, que así se llama la novia, tuvo como primera manifestación de buenas intenciones una frase que se me quedó grabada: “de regalos y dinero, nada de nada, ¿eh? Yo lo que quiero es que vengas, que es lo único que cuenta para mí”.


Aquello me impactó, no sólo por novedoso, que también, sino porque además era tan honesto que echaba para atrás, y no hizo sino servir de excelente preludio para lo que fue una celebración únicamente empañada por un discurso clerical salido de tono, resentido con el mundo y especialmente con el mundo no creyente (a ver cuándo se percata esta gente de que así no van a recuperar vocaciones, sino más bien lo contrario).


La boda de Susana fue un éxito porque además de tener lo bueno que uno espera de una celebración de este tipo (buen ambiente, una finca sencilla y nada pomposa para el banquete, sentido común a la hora del menú, excelente gusto en todos los detalles y gran atención a los asistentes), tenía todo lo que uno no espera de una celebración de este tipo. Los novios se saltaron el guión en todo momento (sacando pancartas de “no se oye” cuando la gente les gritaba para que se besaran, posando de forma cómica en cada foto, estando más pendientes de los invitados que de ellos mismos, etc…), pero su mejor decisión fue hacer suyo el evento, llevarlo a su terreno y convertirlo en una auténtica fiesta personal. El delirio llegó cuando el baile nupcial se quebró a ritmo de break-dance y los novios fueron bailando según el ritmo de los cortes que se iban sucediendo, a cual más irreverente: un falso baile improvisado tan divertido como entrañable.


Cuando ya al final de la noche me despedí de ellos y me dieron las gracias (por enésima vez) por haber ido a la boda, les di la vuelta al argumento y, más o menos, vine a decirles lo que en esta entrada: gracias a vosotros por lograr que no me preocupase de otro menester que no fuera pasarlo en grande, y constatar, por suerte, que aún queda gente que merece la pena (antes, durante y después de su boda).

jueves, 19 de agosto de 2010

Cinefórum 14: Origen



En un hipotético futuro cercano, Dom Cobb es capaz de hacer algo que nadie podría imaginar: puede introducirse en los sueños de los demás para acceder a todo tipo de información. En sus manos, el resto de la humanidad es un manso rebaño de ovejas esperando a que el señor Cobb acceda al más recóndito de sus secretos, aquello que en la vida diaria nadie se atrevería a confesar. Y después del robo, esas ovejas despertarán como si nada hubiera sucedido, ya sea en sus camas o en algún vagón de tren en el que viajaban antes de caer en un profundo sueño. Sin embargo, todo esto cambia cuando, tras un fallido robo a un empresario, éste les revela que en realidad estaba poniendo a prueba al equipo de Cobb para rizar el rizo y hacer el más difícil todavía: implantar una idea nueva en la mente de otra persona.


Con esta prometedora premisa de partida, se presenta una de las películas más inesperadas, sorprendentes y (por suerte) buenas de lo que llevamos de año. Es posible que la euforia que ha recibido el filme desde su estreno, hace ahora aproximadamente un mes, sea desmedida, exagerada o inmerecida. Es posible que no se trate de ninguna obra maestra, que el puzzle de universos paralelos y la imaginería postmoderna de ciudades y hombres siniestros con corbata la tengamos ya algo vista desde los tiempos de Matrix, Nivel 13 o Dark City, e incluso de otras menos conocidas como la infravalorada Más allá de los sueños.


Pero también es cierto que la película arriesga, y mucho, al tratar el tema de la realidad, los sueños y la confusión de sus límites. Arriesga, y mucho, con una estructura de prólogo, interludio explicativo y clímax de (atención) más de hora y media de duración. Arriesga, por último, con un reparto donde sólo destaca como valor seguro en taquilla un sólido Leonardo Dicaprio, resucitado ya definitivamente de su infierno post-titánico que tanto estragó a todos. Sería injusto, por otra parte, no reconocer el mérito de un elenco bien acoplado, con Marion Cotillard haciendo un papel durísimo y los solventes Ken Watanabe y Michael Caine arropando a un reparto joven donde destaca Joseph Gordon Levit como mano derecha de Dicaprio.


A pesar de todos estos riesgos, la jugada le ha salido redonda a Christopher Nolan. Aupado a la cima de Hollywood tras el exitazo de El Caballero Oscuro, es evidente que ha empleado con sabiduría y oficio el cheque en blanco que recibió para realizar su viejo sueño de juventud, Inception (imposible de traducirla al español, aunque vendría a significar algo así como "inicio"). La película es, a pesar de su complejidad, entretenida hasta decir basta. No da un respiro en sus más de dos horas de duración (uno sale exhausto del cine, y no solo porque la excelente partitura de Hans Zimmer suene a todo trapo), y a pesar de que necesita en numerosas ocasiones recurrir a la temida explicación de lo que está ocurriendo (de lo contrario el público se perdería), sale airosa gracias a la sabia decisión de incorporar una poderosa trama emocional y una fuerte carga de intriga a una historia más proclive, en principio, a los tiros y las explosiones.


La historia de amor entre Dicaprio y Cotillard se convierte en el hilo conductor, en el bálsamo que permite a las neuronas del espectador descansar de tanto sueño dentro de otro sueño, y proporciona los momentos más destacados de la cinta (como la escena de los niveles del ascensor de la memoria, las intensas miradas de ella y sus apariciones, capaces de ponerle los pelos de punta a cualquiera).


A eso se suma un inteligente uso de efectos visuales, que han reducido al mínimo para que no copen excesivo protagonismo y estén siempre puestos al servicio de la historia (aun así la escena de París es magnífica, como la pelea sin gravedad o el limbo de los sueños, todo un despliegue de poderío), una fotografía soberbia y un montaje que refuerza los elementos más destacados del guión. Inception es una película absorbente y evocadora, intensa y con una dosificación acertada de la información necesaria para seguir la trama.


Puestos a poner peros, me temo que las historias sobre culpa y redención, limbos, valles de lágrimas y paraísos ya las tenemos algo oídas desde el Antiguo Testamento, pero el oficio de los guionistas hace que la historia sea solvente como para llegar a disimular esas aristas (no tanto para disimular sus deudas cinematográficas, quizá tan importantes como la anterior). Eso, y el amago final con el terrorífico “y todo fue un sueño”, es lo único que me incomodó de una película, en definitiva, altamente recomendable para soportar los rigores estivales.


martes, 17 de agosto de 2010

Tauromaquia y Cultura



- Me resulta extraño, profesor. Espero que no le moleste, pero a veces parece como si se sintiera avergonzado de ser español.


Es posible que no fueran las palabras exactas de aquel alumno, pero la idea que representan es fiel a lo que quiso decir hace ahora aproximadamente dos años un estudiante americano cuando se debatía, en aquellas intensas mañanas de viernes dedicadas a la cultura española, el delicado tema de la tauromaquia.


Para un extranjero debía resultar extraño, hay que reconocerlo, que un español no estuviera orgulloso de su fiesta nacional, que no fuera fanático del cine de Almodóvar o que no se le revolvieran las entrañas de puro placer al escuchar flamenco. No he sentido jamás atracción alguna por esas señas de identidad tan castizas, qué le vamos a hacer, pero tampoco considero que ello me defina necesariamente como anti-español o enemigo de la cultura española, un concepto que no se reduce, me temo, a una fiesta, unas películas o un estilo musical por muy milenarios, tradicionales o representativos que se pretendan.


Aquella mañana la chispa había saltado cuando, ya al término de la exposición y el debate sobre los orígenes de la tauromaquia, se me había preguntado mi opinión al respecto. No era mi costumbre, pero me molestó el nivel de exaltación y alegría con que se trataron ciertos temas relacionados con un espectáculo que era evidente que ninguno de los asistentes a aquel debate había presenciado jamás.


No creo que llegase a los diez años cuando mis padres me llevaron a una corrida de toros, en un pueblo al oeste de Madrid. Yo por aquel entonces vivía la realidad con los ojos de la fascinación de quien la va descubriendo a cada paso, y por ello el boato y la pompa taurina me parecieron, en principio, una maravilla. Fue aparecer el primer picador y yo comencé a gritar que allí estaba nada menos que don Quijote, tal era mi ignorancia e ingenuidad.


Pero aquel buen señor, que nada de hidalgo tenía por sus venas, pronto comenzó a clavarle una pica descomunal al toro que allí había, al que después siguieron ensartando con todo tipo de objetos punzantes. Recuerdo la mezcla de frustración, rabia, impotencia y compasión que sentía hacia aquel animal cuya única bravura consistía en un instinto tan básico como el de la supervivencia. Y a cada nuevo corte que recibía, a cada nuevo envite que intentaba en vano, confuso y desorientado, perdía poco a poco sus energías hasta quedar a merced de aquel ejército de navajeros sin escrúpulos.


No olvidaré jamás los ojos brillantes del toro sobre la arena, tras horas de desangrarse sobre el ruedo por sus numerosos adversarios, cuando el matador remató la faena y lo dejó tendido para recibir un aplauso que jamás llegué a comprender. Acababa de presenciar un espectáculo horripilante, sangriento, cruel y despiadado contra un animal cuyo cadáver fue posteriormente mutilado, y cada nueva atrocidad era recibida con más y más aplausos, mientras yo me iba de allí, tan confuso y desorientado como el toro cuando salió al ruedo.


Es complicado describir la repugnancia que experimenté aquel día, desde el que guardo un profundo resentimiento hacia todo lo que representa esa salvajada que hoy está en boca de todos por su prohibición en Cataluña, y a la que se acusa de estar manipulada por el nacionalismo catalán no por razones de derechos animales, sino porque al prohibirla se da un paso más hacia la “desespañolización” de los países catalanes.


Recuerdo la cara de mis estudiantes cuando les conté la anécdota de mi infancia. Recuerdo sus expresiones, nada fanáticas ni exaltadas, cuando describí el horror que me produjo todo aquello. Recuerdo las cabezas gachas de los ponentes cuando rebatí, de manera casi inconsciente, argumentos como el de que la salvación del toro de lidia está precisamente en su exterminio controlado (valiente majadería), o cuando me atreví a cuestionar al incuestionable Ortega y Gasset, que en uno de sus muchos momentos de lucidez llegó a decir que el espectáculo taurino y la esencia de lo español estaban indisolublemente unidos, como bien demuestra nuestra historia. Con tales aberraciones intelectuales encalladas en el imaginario colectivo así nos va, no hay más que verlo.


Mi opinión, y así se lo dije a aquellos estudiantes, es que para mí Las Ventas, La Monumental y demás recintos sagrados del trapío deberían seguir el ejemplo del Coliseo romano. Nadie discute su valor arquitectónico, histórico y cultural, todo un símbolo no ya de la ciudad de Roma, sino del poder de un glorioso imperio. Hoy puede que el cine o la televisión se regodeen en aquella época, en su violencia desatada y en el salvajismo de un tiempo que nada simboliza mejor que la cabeza decapitada de Cicerón paseando por el foro sobre una lanza, pero no creo que nadie, en su sano juicio, pretenda que se celebre en la actualidad una batalla de gladiadores, ya sea entre ellos o con animales.


Desensáñense los engañados: nada hay de épico, y mucho menos de cultural, en la muerte de un ser vivo, y el que no lo comprenda o quiera comprender debería plantearse mucho sus principios, su moral y su ética, si es que luego pretende ir por ahí dando lecciones al personal.


La muerte es un hecho de la naturaleza, cierto, pero ahí deberíamos dejarlo, sin acelerar su ritmo ni adelantar su llegada con picas, banderillas, bombas, rifles o espadas. Son demasiados años donde muchas voces se han alzado en contra de la violencia como forma de vida, muchas guerras donde se ha derramado demasiada sangre y unas pocas batallas ganadas contra la locura y el ansia de destrucción del hombre como para que a estas alturas tengamos que seguir soportando que se ampare algo tan irracional como la tortura de un animal bajo la etiqueta de cultura, de patrimonio nacional, de la humanidad o de toda la galaxia, como prefieran.


Cuanto antes se asuma que lo ocurrido en Cataluña es un éxito social, mejor, pero en cualquier caso da lo mismo: la retórica de la espada y la jerga del toreo son al lenguaje lo que las mentiras de los políticos a la realidad: ya nadie con dos dedos de frente se las cree. Aunque de frentes y creencias, si les parece bien, hablamos otro día.

sábado, 31 de julio de 2010

El alivio y la mirada



Uno de los recuerdos más poderosos que guardo del verano de 2005 pertenece a las mañanas, cuando a primera hora abandonaba el comedor del campo de voluntarios y me dirigía a los servicios por la entrada principal. Desde ahí dominaba toda la playa de Corrubedo, buena parte del parque natural del mismo nombre y la gigantesca duna que se alzaba solemne en el horizonte de sal.


Recuerdo que, al salir, la luz siempre me obligaba a cerrar los ojos y, cuando poco a poco me acostumbraba y ya podía abrirlos de nuevo, sentía como si el paisaje hubiera sido creado en ese mismo instante por mi mirada. Y contemplarlo en silencio, sin más ruido que el eco del mar allá en la lejanía, transmitía una paz tan intensa, una quietud, que nunca imaginé que volvería a sentir algo semejante.


Sin embargo, cinco años después me sorprendí a mí mismo en una situación casi idéntica. Un fogonazo de luz, ojos cerrados y, de repente, el surgimiento de un paraje fabuloso, esta vez en unos valles de León plagados de ciervos y de una fauna sobrecogedora pero, sobre todo, impregnada de la misma paz, de la misma sensación de tranquilidad absoluta a mi alrededor.


Tardé un tiempo en entender que la visión del parque de Galicia me transmitía la paz que llevaba entonces conmigo, una que acababa de surgir tras años de incertidumbre. Por eso, en esta ocasión, la visión del valle inmediatamente me remitió a la causa última de mi alivio, pues ésa y no otra era la emoción que me embargaba. Era el alivio de saber que había saltado una valla que aún me costaba aceptar como real, y que me garantiza un futuro digno, estable, en paz; el alivio de saber que la expectativa de todos mis seres queridos estaba cumplida, que era historia esa presión constante acumulada durante todo el año, las dudas, los temores, la crisis… Alivio, también, de dejar de sentir que vivo instalado en la provisionalidad, en la duda de lo que me esperará el mes que viene, o dónde estaré el año que viene, o qué comeré dentro de dos…


Hace cinco años, el alivio era existencial. Tras una larga noche del alma, mis ojos eran capaces de ver al fin una realidad real, una en la que quería vivir plenamente conociendo, amando y disfrutando de los pequeños placeres de la vida. Fue la época en que alcé la mirada del libro y dejé de ver los objetos desde la tinta y el papel para hacerlo con mis propios ojos, desde mi experiencia, mi filtro, mi enfoque.


Este alivio es diferente. Es un alivio más práctico que, de algún modo, permite sostener el circo de las ilusiones, de los sueños aún por cumplir, de esos proyectos que uno va almacenando con la edad a la espera de que se presente la oportunidad para llevarlos a cabo. Sigo siendo un equilibrista, como todos, pero con la confianza, con el alivio, de saber que hay una poderosa red ahí abajo esperando, por si acaso.

domingo, 30 de mayo de 2010

La isla del Tesoro



Hace unos años, las películas, y en especial las producciones de carácter más comercial, poseían una predominancia abrumadora sobre otras formas de ocio. Los videojuegos eran poco menos que un juguete para niños, mientras que la televisión era caldo de cultivo de, con muy honrosas excepciones, productos de mala calidad interpretados por actores de tercera, cuarta o quinta fila.

2004 marcó un momento clave en la historia de estos tres gigantes de fabricar dinero por dos motivos: el primero de ellos es el pistoletazo de salida de la séptima generación de consolas de videojuegos, una industria que ha llegado a barrer al cine como rey de los beneficios económicos del ocio (de todas las edades y sexos). El segundo, y no menos importante, es la aparición de una serie que iba a modificar totalmente el panorama televisivo-cinematográfico: LOST.

Hace sólo unos días que la serie ha puesto punto y final a su andadura, tras seis años en los que su repercusión ha ido en aumento exponencialmente. Después de un comienzo algo titubeante que pronto adquirió categoría de culto gracias a las infinitas posibilidades de Internet y a numerosas reposiciones por televisión. No obstante, fue en los foros de la red, en los chats y en las miles de páginas de aficionados donde Perdidos cobró una dimensión que ni el más optimista de sus creadores había soñado. La serie era seguida en más de 60 países de todo el mundo con una expectación sin precedentes, con millones de descargas semanales, audiencias televisivas que rondaban los quince millones de espectadores (sólo en EEUU) y una auténtica fiebre que tuvo su clímax el pasado 23/24 de mayo, momento en que se emitió en todo el mundo y a la misma hora para evitar filtraciones el último capítulo, titulado, para desgracia de muchos fans, The End.

Como siempre, ante un final tan esperado hubo reacciones de todos los tipos: algunos se dejaron llevar por la decepción, incluso el enfado, sintiéndose defraudados ante lo que consideraban un desenlace demasiado abierto, incluso beato. Una minoría se quedó más bien fría, como si no supieran bien cómo interpretar aquello. Y unos pocos, muy pocos, que nos sentimos satisfechos y pusimos fin, con una sonrisa en la boca, a una experiencia (de ocio: no se vayan a pensar que hablo de nada trascendental) simplemente inolvidable.

Hay muchas razones para sentirse así, y creo que incluso los fans más acérrimos de la serie (en general, los más defraudados) podrán entenderlo. Perdidos tiene una repercusión que excede con creces a los de su propia condición de serie. Es la serie de las series de la época moderna, un verdadero fenómeno al amparo del cual muchos guionistas han visto luz verde para proyectos de lo más dispar. El crecimiento del sector televisivo de los últimos cinco-seis años es algo que no tiene precedentes, y que ha dado frutos de toda clase y condición, algunos soberbios (Breaking Bad, Dexter o En terapia) y otros no tanto, especialmente en sus infumables segundas, terceras o cuartas temporadas (Prison Break, 24, Fringe o House, por citar sólo algunos ejemplos ilustres). Perdidos abrió la veda de ese conejo televisivo que ahora campa a sus anchas con aire triunfal, y ese mérito es tan innegable como, paradójicamente, peligroso (la pregunta que muchos se hacen ahora es: ¿Y ahora, qué?)

Es cierto que la televisión siempre ha gozado de buena salud general, y que hay series que han tenido un reconocimiento generalizado de crítica y público (pienso en Twin Peaks, Expediente X o Los Soprano, tirando de archivo reciente), pero aquello eran excepciones frente a un panorama actual donde la televisión es, claramente, un caballo ganador. Los mejores actores se rifan por tener su serie (Glenn Close, Gabriel Byrne, Tim Roth, Lawrence Fishburne y un larguísimo etcétera), las productoras invierten mucho dinero en medios, decorados, actores y hasta efectos visuales, por no mencionar la cantidad de remakes de series antiguas de los 80 y los 90 (casi todas ellas innecesarias, por cierto. Vean si no la lista: El coche fantástico, 90210, V…)

Toda esa eclosión es mérito de Perdidos, de ese genio llamado J. J. Abrams y de unos guionistas que han manejado con una habilidad soberbia la tensión narrativa necesaria para mantener a millones de seguidores enganchados a las seis temporadas de la serie. Es cierto que hubo altibajos, e incluso serias dudas de que supieran hacia dónde iba todo aquello (la serie es complicada hasta decir basta, e imposible de resumir en unas pocas líneas). Sin embargo, parece que al final todo encaja, o al menos la mayor parte y lo fundamental, que podríamos resumir en tres preguntas básicas (hay muchas más, lo sé): ¿Qué misterio se esconde en la no menos misteriosa isla que sirve de escenario a la serie? ¿Por qué los pasajeros del Oceanic 815 se estrellan ahí? Y, sobre todo, ¿por qué precisamente ellos, que parecen tan unidos por una serie de caprichos del destino, y no otros?


A todo ello se da su debida respuesta (debida a mi juicio, entiéndase), que no es una respuesta necesariamente científica. Ahí está, creo yo, la clave de la decepción de muchos losties (término que designa al fan-talibán de Perdidos): esta serie no se puede explicar racionalmente, por mucho electromagnetismo que se nos quiera meter en alguna que otra temporada. Esta serie, lejos de teorías científicas, ancla sus raíces más profundas en las mitologías cristiana, griega, egipcia, budista… la lista es interminable, como lo es la multitud de interrelaciones entre unas y otras. ¿Ejemplos? A granel: unos hermanos fundacionales que se pelean por un territorio, un ángel caído convertido en el aterrador demonio de la isla, un navegante que naufraga en su vuelta a casa para desposarse con Penélope (nombre literal de personaje), un protagonista con dotes de líder cuyo apellido es Shepherd (pastor), resurrecciones, viajes al más allá… Podría seguir todo el día.
Y a eso une unos personajes complejos y llenos de matices, que evolucionan como pocas veces se ha visto en una serie, acompañados siempre por la acertada partitura de Michael Giaccino y el ojo clínico de Abrams en los momentos más complicados, que los hubo (ay, esos viajes en el tiempo…). En realidad, la clave de la serie no está tanto en saber qué va a pasar como qué les va a pasar, ya que es imposible no entablar vínculos con la mayoría de personajes inolvidables (Locke, Benjamín, Hugo…) y otros algo más tópicos, pero en cualquier caso muy bien interpretados por un elenco acoplado y comprometido con su propósito de hacer un producto de ocio de primer nivel.

Con la marcha de Perdidos se pierde el referente principal del surgimiento televisivo de los últimos años. Ahora mismo se abre un vacío marcado por el clamoroso fracaso de sus supuestos sucesores (como la horripilante Flash-forward y demás memeces pretenciosas). La gran ironía de esta serie no es habernos mantenido en vilo todos estos años en busca de respuestas (o de entretenimiento, que es lo mismo), sino que, precisamente ahora que termina, es cuando más perdidos nos sentimos.

Qué bueno, en cualquier caso, haber sido partícipe de un acontecimiento global, quizás el primero a esta escala, que con toda certeza cambiará los modos y maneras de una industria que, necesariamente, evolucionará para mejor. Y eso, como tantas otras cosas, también es mérito de los locos de la isla del tesoro.

domingo, 23 de mayo de 2010

Campeón de los charlatanes

Hace unos días asistí al Masters de tenis de Madrid, en la jornada de semifinales que enfrentó a Rafael Nadal contra Nicolás Almagro (victoria para Nadal por 4-6, 6-2 y 6-2). Fueron más de dos horas de tenis del más alto nivel, con unos tenistas entregados que en ningún momento perdieron la templanza y demostraron por qué se encuentran en lo más alto del tenis mundial.

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Hace tiempo que Nadal ha traspasado las barreras del deporte de elite para convertirse en un icono mundial a la altura de Messi o el tristemente célebre Tiger Woods. Y esto es así porque, al margen de su palmarés o su impresionante talento, Nadal tiene algo que a muchos les falta: carisma, personalidad, pasión y, sobre todo, las ideas muy claras y un entorno muy favorable que mantiene sus pies en el suelo. Como atleta, es un coloso: verlo en la Caja Mágica defendiéndose como podía ante un Almagro pletórico en el primer set y bravo en los siguientes era toda una gozada. Nadal corría, subía y bajaba, y devolvía los golpes de su adversario con una determinación inquebrantable. Tardó más de lo previsto en ganar pero ganó, y bien. Y al final del partido, agotado tras más de dos horas de gran tenis, atendió a no menos de seis medios de comunicación en la misma pista, regaló pelotas firmadas a los aficionados y se fue ovacionado con una mezcla de admiración, respeto y entrega por parte de un público que lo adora vaya donde vaya.

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Semejante laudatoria viene a cuento no sólo como crónica a deshora del evento deportivo (en la final Nadal arrasó a Federer por 6-4 y 7-6 (t)), sino a propósito de dos sucesos que han tenido lugar en este deporte cuya corona aspira a recuperar el de Manacor. Primero aparece Federer, el gran campeón del tenis contemporáneo, y se descuelga diciendo que “en tierra sólo se necesitan piernas, una derecha y un revés increíbles y aguantar cosas. No quiero decir que en tierra baste con mantener la bola en juego y esperar un error, pero a veces es demasiado fácil” (pero recalcando, eso sí, que no lo dice por quitarle mérito a Nadal, el mayor experto del mundo en dicha superficie). Federer viene a decir que con tener dos piernas fuertes y arrear muletazos con la raqueta, cualquier puede ganar en tierra. Ya. Eso explica por qué ha estado a punto de jubilarse sin ganar Roland Garros, después de perder hasta cuatro finales contra Rafa (la que ganó fue el año pasado, sin Nadal en el camino). Luego concluye afirmando que el manacorí es “su heredero”, para rematar el inútil desprestigio a un jugador que, recordemos, le ha ganado 12 de las 17 finales que han disputado juntos.

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Pero lo peor ha llegado hoy, cuando nuestro segundo top ten español, Fernando Verdasco, ha perdido totalmente los papeles en la final del torneo de Suiza ante el francés Gasquet, al que ha insultado de todas las formas posibles (cito sus amables palabras, tras fallar el 10º revés paralelo seguido de Gasquet: "¡Su puta madre, puto francés de mierda, puto francés de los cojones!"), para después dirigirse con igual cortesía al público, también francés, que estaba cansado de las constantes salidas de tono del español cuando perdía (“Es el peor público del mundo, los putos franceses de los cojones") y cuando ganaba algún que otro punto (Joderos, joderos. A ver quien tiene más cojones"). Luego va y dice, el bueno de “Fer”, que en realidad no se dirigía al público francés, que asegura adorar con locura, sino sólo a un par de energúmenos. Ah, y que lo siente mucho. Qué vergüenza.

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Todo esto, en suma, debería servirnos para no perder la perspectiva cuando se hable de grandes campeones de este deporte. Federer podrá ganar 2.000.000 de grand slam de aquí a que se retire, y Verdasco otros tantos (o no, seguramente), pero mucho me temo que su arrogancia, presunción y divismo les hace perder demasiados enteros. Es posible que, por su especial naturaleza, no haya deporte donde el ego saque a relucir lo peor de un profesional como el tenis, plagado de divos como el inefable letón Gulbis (otro que tal baila). Cuando uno gana, el mérito es 100% suyo. Y lo mismo debería ocurrir cuando uno pierde, pero aquí vemos que, ya sea el número 1 del mundo o el 200, el orgullo lleva a muchos tenistas a perder más fuerza por la boca que por la raqueta.

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Esto explica mi gran admiración hacia Rafael Nadal, un deportista de una honestidad, discreción y humildad hasta ahora intachables, alguien capaz de ganar un Open de Australia a un Federer envuelto en lágrimas y decir que es el más afortunado del mundo por poder disputar encuentros con el mejor tenista de todos los tiempos. Nadal no es grande por su probada calidad como tenista, sino porque a ello suma una educación exquisita, un saber estar y una conciencia clarísima de lo que es y lo que tiene entre manos.

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Y, precisamente por eso, da igual si vuelve a ser número uno o no, o si no levanta ya nunca más trofeos: Rafa es y será siempre el más grande porque con cada golpe de raqueta, cada gesto al vencer un punto o cada atención que tiene con la gente transmite toda su calidad humana. Y los demás que hablen, que así les va