lunes, 26 de diciembre de 2011

Rosa de los vientos





Déjate llevar, niña de mis ojos,


por este dulce sueño que te embarga;


déjate llevar, niña, que ya el alba


volverá a barnizar de luz tu rostro.




Sea tu sueño calma en conciencia


de quien se sabe amada por todos,


sean tus guías del sueño los nodos


que enlazan la ilusión y la inocencia.




Deja que te mire, ángel claroscuro,


deja que te mezca, ninfa del tiempo,


déjame velar ese sueño tan puro;




déjate llevar, rosa de los vientos,


que ante ti se abre espléndido el futuro


cual arte naciente en un nuevo lienzo.

jueves, 22 de diciembre de 2011

TOP 18 Nueva Generación: Skyward Sword



Como colofón al año de celebraciones por el 25 aniversario del nacimiento de la saga Zelda, Nintendo lanzó al mercado el pasado noviembre su enésima revisión del mítico viaje del héroe en su lucha contra las fuerzas del mal: The legend of Zelda: Skyward Sword. Destinado a batir todos los récords y aclamado por la crítica, pronto se convirtió en uno de los zeldas más vendido de la historia, con un millón de juegos colocados solo en su primera semana.

Dejando a un lado la euforia de los récords y las puntuaciones perfectas en las revistas más exigentes del sector (Famitsu, IGN, etc...), he pasado estas últimas semanas terminando el juego para poder hablar de él con una cierta perspectiva, y he llegado a la conclusión de que sí, puede que sea el título más importante de Wii desde su lanzamiento, y desde luego el que mejor aprovecha su curioso sistema de detección de movimiento; ahora bien, de ahí a decir que es el mejor Zelda de la historia, ni por asomo.


Empezaré por las virtudes, que son muchas y muy importantes. Para empezar, es el primer Zelda desde hace 13 años que me sorprende, para bien, en prácticamente todos sus aspectos, comenzando por un control que literalmente nos pone en la piel del personaje cuando toca batirse el cobre con los enemigos. El mando principal hace de espada, suave y precisa, con un mínimo desfase entre el movimiento y la respuesta del personaje, mientras que el nunchuck es un escudo bastante ingenioso en su sistema de impactos. Este es, con diferencia, el apartado más destacado de un juego que tiene en estos duelos a espada su punto fuerte.

Técnicamente, el juego es una pasada. Para esconder las muchas carencias de Wii, los programadores han optado por crear un sistema gráfico que semeja un lienzo digital, de modo que los elementos que están en segundo o tercer plano se difuminan dando la sensación de brochazos impresionistas, mientras que lo que está más cerca del jugador gana en definición y texturas. Gracias a esto, el juego se puede permitir poner en movimiento los escenarios más grandes y detallados que ha visto jamás la saga, junto con unos personajes expresivos y llenos de vida, y eso, al igual que la excelencia en los combates, es mucho decir.


Por otro lado, el desarrollo del juego resulta original en su mecánica, con una aldea aérea desde la que nos desplazamos a los distintos escenarios del juego. El mar de nubes que sirve de unión permite que no se note la transición entre la geografía de los diferentes lugares (un bosque, un desierto y un volcán), ya que lógicamente están muy alejados unos de otros. La forma de desplazarse en el pájaro es suave y entretenida, aunque quizá algo lenta, y si bien las caídas son emocionantes, la idea del ascenso desde la tierra está resuelto de una forma algo chapucera (Link sale disparado, sin más, como movido por una súbita ráfaga de aire que nace ¿del suelo?).

Respecto al sistema de mazmorras, también ha habido jugosos cambios: para empezar, ya no hay una diferencia tan abrumadora entre los espacios intermedios, de conexión entre mazmorras, y estas; ahora todo el escenario es susceptible de plantear retos, enfrentamientos y puzzles, de modo que las mazmorras reducen tamaño y complejidad, y resultan menos tediosas que en Wind Waker o Twilight Princess. Bien también por los chicos de Aouma, que han dado en el clavo tanto con este aspecto como en el de reducir drásticamente los escenarios: limita más nuestros movimientos, pero permite que todo tenga más vida y detalle que en las infinitas praderas de TP o el soporífero océano de WW.


Si a todo esto se le unen algunos jefes de mazmorra soberbios (geniales, el robot hindú y el escorpión), una música excelente (el tema principal, el de Altárea y el del desierto de Lanayru son una verdadera maravilla, y las variaciones de los diferentes escenarios aportan profundidad y variedad) y unas secuencias cinemáticas mucho más elaboradas e interesantes que en juegos anteriores, parecería que estamos ante el Zelda definitivo, ¿no?

Pues noEste juego tiene algunos defectos notables, que no entiendo bien por qué no se han destacado en esas mismas críticas que ensalzan a SS hasta el infinito y más allá. Quizá el más importante es que, salvando la espada y el escudo, el resto de objetos del juego se maneja realmente mal. El sistema de Z-targetting, introducido por primera vez en Ocarina of Time, permitía una precisión total a la hora de alcanzar objetivos, ya fuera con el arco, el tirachinas o el gancho; fijabas el objetivo y a por él. Sin embargo, en SS, el Z-targetting no lo fija completamente por lo que además de mantenerlo activo hay que apuntar con el mando, lo que convierte acabar con los objetivos aéreos y móviles en general en toda una odisea. El látigo es torpe, el embudo que sopla aire (juro que existe) es, cuando menos, confuso, y hasta el gancho doble necesita más paciencia que habilidad para manejarlo. Me parece bien que hayan reducido el número de objetos (yo en TP me perdía, con tanto cahivache), pero mientras que la espada y el escudo son magistrales, todos los demás están varios pasos por detrás, a lo que se suma que hay que estar constantemente recalibrando el punto de mira porque el Wii Motion Plus va un poco a su aire, para qué engañarnos.

Otra supuesta novedad del juego son las mejoras de armas y equipo. Para ello, Link debe recolectar insectos y tesoros que, en combinación con un módico precio, permiten la mejora del inventario. Pues bien, imagínense: como para atrapar a los bichos hace falta un cazamariposas que se maneja igual de mal que el resto, atrapar pájaros o saltamontes puede resultar más frustrante que el templo del agua en OOT. Y en el colmo de los colmos, cuando nos hemos pasado horas para que nuestro escudo de madera o de hierro soporten más de dos golpes seguidos (eso de que los escudos tengan resistencia puede ser muy realista, pero es un tostón quedarte sin defensa en mitad de una mazmorra, no digamos ya ante un jefe final), resulta que salen nuevos modelos (el escudo sagrado o el de Hylia), que convierten en inútiles los anteriores.


En lo referente a los tesoros y a los insectos, la idea no me parecería mala si no fuera porque cada vez que cogemos uno el juego se detiene (aunque estemos en mitad de un combate) para darnos la misma explicación sobre el hallazgo una y otra vez. He llegado a ignorar dichos tesoros solo para no tener que tragarme la dichosa secuencia de explicación, de tan harto ya que estaba de escuchar lo mismo cien veces. Y hablando de eso igualmente cargante me resulta Fay, la sustituta del hada Navy en este juego. Su dialecto gutural es muy cutre, resulta tan cargante como sus constantes interrupciones y da demasiadas pistas sobre asuntos que hubiera preferido averiguar por mí mismo. Y esto es un fallo realmente grave, porque afecta a la práctica totalidad del juego.


En lo que tiene que ver con los escenarios, si bien el bosque de Farone es una delicia y el desierto de Lanayru posee un ambiente fascinante (no tanto el volcán, que es pequeño, lineal y muy soso), resulta muy pesado tener que explorarlos todos tan a fondo y tantas veces. Los visitamos dos veces, una por templo, además de explorarlos en el mundo alternativo de Hypnea (que no deja de ser el mismo escenario con otro objetivo), a lo que hay que sumar las búsquedas de objetos, que nos llevan de nuevo otra vez a los mismos lugares que ya terminamos conociendo de memoria. Me parece bien aprovechar el escenario y sacarle partido pero esto ya es un abuso, especialmente si tenemos en cuenta su reducido tamaño, porque provoca bastante cansancio tener que ir una y otra vez por los mismos lugares sin apenas novedades. Y muy triste, por cierto, es lo de tener que recorrer el primer templo de arriba abajo para encontrar una fuente de agua sagrada, cuando ya lo tenemos más que pasado.

Y ya que estamos, hemos mencionado antes las mazmorras, cuya reducción nos parecía positiva. Sin embargo, su diseño general, con honrosas excepciones, me resultó bastante flojo. Las referencias a la India o a China son muy evidentes, y uno tiene más la sensación de estar en la cola del Dragon Khan que en un templo de Zelda. En general, las referencias a la cultura asiática y especialmente oriental son mucho más marcadas en personajes y espacios que en otros juegos, algo que en mi opinión le resta puntos: Zelda ganó su fama precisamente por su universalidad, por su capacidad para absorber a todo tipo de jugadores al margen de su nacionalidad. Y hablando del Dragon Khan, ¿a qué viene ese escenario de las vagonetas, al que tanto tiempo lleva acceder en un momento del juego, para que luego no aporte nada en absoluto? Misterio sublime.


Respecto a los jefes, hay que decir que salvo los ya citados, el resto son bastante pobres: Grahim, al que nos tenemos que enfrentar hasta 3 veces, resulta pesado, aburrido y extremadamente complicado en su última aparición, al margen de su más que cuestionable "personalidad"; hay otro que es algo así como un pulpo que guarda un sospechoso parecido con Whoopi Goldberg, que resulta una versión cartoon y pobre de la Hydra de God of War, muy lamentable; pero lo peor es el dichoso Durmiente, una especie de boca gigante con patas muy mal hecho a la que tenemos que vencer otras tres interminables veces. Este jefe en especial es particularmente irritante, por lo lento, largo y aburrido que se hace vencerlo, y no aporta realmente nada significativo (no nos dan premios por vencerlo, sino que aparece de pronto, casi sin venir a cuento en mitad de los trayectos entre templo y templo).

He dejado para el final el jefe definitivo porque me pareció particularmente decepcionante. Yo solo encuentro atractivo su diseño (aunque es un clon del Akouma de Street Fighter IV), pero creo que solo dos asaltos, y bastante breves, no son suficientes para un malo final de Zelda. Solo de recordar las múltiples transformaciones de Ganon en OOT o en TP (quizá el mejor momento de aquel triste juego), el Dios maligno de Skyward Sword termina resultando, paradójicamente, más sencillo que su siervo Grahim, cuya última transformación es para desesperarse.

Hay otros dos aspectos, ya para terminar, que me han dejado algo extrañado, y para mal: el juego se lanzó al mercado con un bug por el que, si haces las últimas mazmorras en un determinado orden, la partida se bloquea y te impide avanzar. No fue mi caso, por suerte, pero conozco a gente que tras más de 40 horas de juego tuvo que empezar de nuevo (yo antes me corto las venas, la verdad). Muy mal por Nintendo, que debería tener ese tipo de casos imperdonables más que contemplados.


Sin embargo a todo lo dicho anteriormente, el gran fallo esencial para mí, (y ya con esto termino, palabra), es que la historia de Skyward Sword es MUY, MUY FLOJA. Apenas hay personajes secundarios y subtramas que enriquezcan la trama principal (solo hay una aldea en todo el juego, la central sobre las nubes), y todo queda reducido a los enfrentamientos entre el petardo de Grahim, Zelda, Link e Impa, a lo que se suma el insoportable Malton (que para lo que aporta, yo personalmente no lo habría incluido). No puede ser que la historia resulte tan, tan, tan lineal (solo hay un camino, y encima cuando se podría elegir resulta que aparece el dichoso bug y te bloquea el juego, toma ya). Uno va cumpliendo las tareítas con la sensación de recorrer un pasillo, no un mundo abierto por explorar, y por mucha cinemática que se nos quiera vender, en realidad no hay nada que contar: Zelda se cae, Zelda se esconde, Zelda se duerme, Zelda despierta, Zelda es raptada, Zelda es salvada: fin del juego.

Se me dirá que la esencia es la misma en todos los Zeldas: pues no. No lo es en Majora’s Mask, ni lo fue en Ocarina of Time, donde allí había mundos enteros que salvar de la destrucción con ciudades, multitud de personajes a los que ayudar y una riqueza de escenarios y situaciones que aquí, señores míos de Famitsu o IGN, yo no he visto por ningún lado. La trama de los viajes temporales de OOT, el origen trágico del personaje, el ascenso de niño a adulto y el crescendo narrativo de las últimas mazmorras convertía el juego de 1998 en un clásico inmortal que, cada día lo tengo más claro, a este paso no lo supera ni Dios (y perdón por la blasfemia). Podrán poner a Zelda y a Link a tirarse los tejos y hacerse todas las carantoñas que quieran, pero la ternura que despertaba Saria en el bosque Kokiri con la partida de Link yo no la he visto aquí por ningún lado, por poner solo un ejemplo significativo (y en OOT los hay a patadas).

En definitiva, Skyward Sword es un juego sobresaliente y un grandísimo representante de la franquicia Zelda, (el mejor en muchos años), así como una más que poderosa razón para comprar una Wii, si es que todavía no se tiene. Su control es maravilloso y sus gráficos son una pasada, pero no es el juego perfecto que se anuncia desde muchos medios, en mi opinión, y desde luego dista mucho de los logros del que sigue siendo el juego de referencia de la saga y que, al parecer, lo va a seguir siendo durante mucho tiempo. Cuando finalicé Ocarina of Time, hace ahora más de diez años, tuve una sensación de pérdida, de tristeza, porque no quería que aquello terminara, y eso me llevó a rejugarlo una y otra vez en todas sus versiones y remasterizaciones hasta el día de hoy. Con Skyward Sword, con decirles que al terminar el juego mi única satisfacción fue el alivio de no tener que enfrentarme (nunca más) ni con Grahim ni con el puñetero durmiente, se lo digo todo...

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Una aventura fantástica


Acabo de ver el tráiler del que se prevé como uno de los lanzamientos más potentes de 2012, El Hobbit: un viaje inesperado, que además de levantar una gigantesca expectativa acerca de la película (tiene una pinta fabulosa), me ha traído recuerdos memorables de la trilogía de El Señor de los Anillos, que hasta hoy tenía algo olvidada.
Ya en su momento, cuando tuve la suerte de poder ver los estrenos en cine, comentaba a mis menos entusiastas amigos que aquello lo recordaríamos muchos años después como el primer gran evento cinematográfico de nuestras vidas, algo así como lo que dicen los forofos del fútbol respecto al Barcelona de estos últimos años, que será recordado por los siglos de los siglos como referente de calidad.


Al margen de la aclamación popular o los premios que cosechara en su tiempo (17 oscars en 3 años, entre otras baratijas), la importancia de estas películas en el género de las aventuras y la fantasía es, a mi juicio, capital. Jamás se había hecho un cine de tanta calidad con un material, en principio, tan minoritario. No nos engañemos: las peleas entre orcos, elfos y dragones parecen más bien destinadas a un sector menor del público y habían tenido, hasta entonces, una consideración marginal.
Todo cambió con el estreno de La comunidad del Anillo, para mí la mejor de las tres y el verdadero referente. Mira que yo me había leido los libros (con bastante sopor, debo admitir), y sin embargo cada nueva imagen me transportaba a un mundo que parecía tan nuevo y sorprendente como para todos aquellos, que fueron muchos, que poblaron las salas sin haber leído una palabra de Tolkien en sus vidas.

Todo era colosal: los paisajes de la Tierra Media, los diseños de armas, vestuario y criaturas, la inolvidable música de Howard Shore para los Hobbits y su tranquila vida en la comarca, unos actores maravillosos y un ritmo que dejaba en pañales el plomizo desarrollo de la novela (lo siento, fans de la literatura tolkiense o como se diga: un texto que dedica sus primeras 80 páginas a describir lo que fuman los Hobbits y tarda 400 más en mandar a la Comunidad a sus primeras aventuras no puede ser entretenido, se mire por donde se mire).
La película obviaba, además, dos capítulos que a mí siempre me parecieron bastante inconvenientes: el del laberíntico bosque viejo y los tumularios, que nada aportaba a la historia central, y especialmente el de Tom Bombadil, un estrafalario personaje más propio de Alicia en el País de las Maravillas que de la Tierra Media.

Estas supresiones agilizaron el ritmo de una pelicula fantástica en todos los sentidos, que no daba respiro y que acertaba en la dosificación de sus personajes, mucho mejor caracterizados que en un libro demasiado digresivo y autocomplaciente. Saruman tenían una entidad apabullante, con un Christopher Lee que se resarcía así de su fracaso para conseguir el papel de Gandalf. El mago gris, por su parte, adquiría un peso específico que yo personalmente no le había dado en las novelas, y que agradecí (enorme, Ian McKellen). Más problemas me dieron los hobbits, y especialmente Elijah Wood como Frodo, no porque no encaje en el papel (que lo hace, y mucho), sino porque su cara de pánfilo durante toda la cinta terminó por resultarme cargante.
Y si el primer tramo de la película es fantástico, con los jinetes negros dando un miedo como nunca dieron en la novela, qué decir de episodios como el de Rivendel y su magnífica arquitectura natural, o de las siniestras minas de Moria, con ese combate a brazo partido con el troll (apabullante en la película, resuelto en dos miserables páginas en la novela), el aliento del Balrog, la increíble vista de los Argonath dominando el Río Grande o el enfrentamiento final en el bosque de Amon Hen... Tantas virtudes lograron que todo el mundo se rindiera ante las bondades de una película que finalizaba con una Enya desatada, cantando el tema central con tanto sentimiento como si, más que una cantante irlandesa, fuera en realidad una elfa renacida. Y lo mejor de todo es que aquello no había hecho más que comenzar.

Cada diciembre a partir de 2001 se convirtió en una fiesta global porque tocaba una nueva entrega de El Señor de los Anillos. Las dos torres, segunda parte de la trilogía, tenía como mayor virtud la aportación del personaje “tapado” de la primera entrega, Gollum. El avance de los efectos visuales alcanzó un techo hasta entonces desconocido con la expresividad y ternura de aquel bichejo, especialmente en esa escena en que dialoga consigo mismo, de una calidad demoledora.

El resto de la película navega con cierta incomodidad en su desarrollo, quizá por saberse en medio de todo y, por tanto, sin planteamiento o desenlace reales. No obstante, introduce personajes clave, nos lleva a paisajes tan sugerentes como Rohan y, sobre todo, le da a Aragorn el peso que realmente se merece el personaje. Aquí sí creo que el libro tiene cierta ventaja, ya que todo el episodio de Ella-Laraña aportaba una intensidad que la película no tiene, al haber trasladado dicha escena a la tercera parte. La batalla del abismo de Helm, impresionante en la película, se termina por convertir en un clímax que, a pesar de su grandilocuencia, no llega a convencer del todo con ese Gandalf salvador que parece sacado de un anuncio de detergente.
Todo esto lo resolvería El Retorno del Rey de un plumazo. Es una película aún más ambiciosa que las anteriores, que tiene el gran inconveniente de que debe cerrar demasiadas tramas, y eso hace que su tramo final resulte bastante pesado (hay como tres o cuatro veces en que piensas que por fin va a terminar, y no). Sin embargo, todo lo referente a Minas Tirith y el gigantesco John Noble como senescal de Gondor compensan sobradamente cualquier problema. Su papel es tremendo, resultando una aportación esencial para el último acto de una obra con tintes trágicos, y consigue dar aún más entidad a la trama de Faramir, algo desangelada en la segunda parte. Respecto a la batalla final, sólo puedo decir que ya en su momento me pareció increíble, la mayor escala que recuerdo haber visto jamás en cine, con ese ariete monumental y la tremenda entrada de los orcos en una ciudad atenaza por el miedo. Soberbia.
Después de eso llegarían las versiones extendidas y, por último, el silencio. Peter Jackson entró en litigios con New Line Cinema por un problema de derechos y beneficios, y el proyecto de trasladar El Hobbit se retrasó hasta el infinito y más allá, con baile de directores incluido (Guillermo del Toro y sus bichitos faunianos, entre otros). Todo ello ha terminado finalmente con el propio Jackson retomando las riendas del proyecto -su proyecto, al fin y al cabo-, que ha decidido dividir en dos partes -puro marketing, nadie se engañe: el libro no daba para tanto-, que llegarán, respectivamente, en diciembre de 2012 y 2013.
Y esto nos lleva de nuevo al tráiler con el que comencé el artículo, del que destacaré solo dos aspectos: el primero, lo acertado que resulta que el mismo equipo se encargue de trasladar esta obra al cine (y no me refiero solo a los actores, que también: Ian Holm como el viejo Bilbo, Ian McKellen, Cate Blanchett, etc...). El segundo, y no menos importante: la canción que cantan los enanos, una especie de canto gregoriano en versión Hobbit que hace que se me pongan los pelos de punta (yo, que siempre he abominado de las dichosas cancioncitas de los libros de Tolkien), que culmina con el que parece que será el tema central de la película, igualmente grandioso. Bueno, todo eso y el magnífico Gollum, claro, cuyo lugar natural siempre fue El Hobbit y la escena de los acertijos en la oscuridad de su cueva tenebrosa.



lunes, 12 de diciembre de 2011

Extranjeros a la fuerza



Conozco a alguien desde hace mucho tiempo, lo suficiente como para hablar de su trayectoria con una cierta perspectiva. Tiene ahora mismo 29 años y dos licenciaturas, una en Física y otra en Matemáticas, además de una tesis doctoral y una larga lista de méritos académicos que la sitúan, con facilidad, entre las primeras de su promoción.


En cualquier país del primer mundo, esta persona brillante y trabajadora no solo no tendría dificultades para encontrar un puesto adecuado a su cualificación, sino que prácticamente tendría que elegir entre diferentes ofertas porque las empresas se la estarían rifando.


No es el caso. No vivimos en cualquier país del primer mundo, sino en uno en el que, por desgracia, es cada vez más frecuente que escuchemos a la gente decir que sus hijos están trabajando en otros países porque aquí no encuentran nada. España ha dejado ser para muchos la primera opción no únicamente laboral, sino de proyección de vida.


Porque ahí está el verdadero problema. Trabajar de forma temporal es un fenómeno que no es desconocido para muchos españoles ya con una cierta edad, pero de ahí a plantearse vivir de forma definitiva en otro país supone un cambio al que muchos no están, ni tienen por qué estarlo, dispuestos a asumir.


No se trata de una cuestión de amor a la patria, ni mucho menos. Formar parte de una cultura, compartir rasgos básicos de una determinada mentalidad y cosmovisión y participar de una serie de tradiciones y ritos, por atávicos o modernos que se nos quieran pintar, no tiene nada que ver con la ceguera mental ante una bandera de colores. Esta gente de la que hablo, y en particular esta persona, se siente frustrada ante el hecho de tener que renunciar, de alguna forma, a todo ello en aras de un futuro laboral que ha terminado por determinar también su proyecto de vida, su pareja, su estabilidad, y quién sabe si también los de sus hijos que están por venir.


La experiencia que tengo en este asunto no llega, ni de lejos, a la de esta persona de la que les hablo. No obstante, también a mí se me planteó la opción, trabajando en el extranjero, de prolongar mi trabajo allí con perspectivas, quién sabe, de que el futuro a medio y largo plazo pudiera estar condicionado por esa decisión. Y no dudé. Rechacé aquella opción porque podía, porque tuve la suerte de poder escoger entre un futuro allí y otro aquí, donde están los míos, mis amigos y familia, mis conocidos y los que no lo son tanto pero con los que comparto más de lo que a veces me gustaría.


Es evidente que cualquier persona puede alcanzar una felicidad razonable viva donde viva y trabaje donde trabaje, siempre que tenga los recursos y la voluntad para adaptarse a la situación que se dé, según el caso, pero considero que la situación actual de este país es de una injusticia absoluta. No se reconoce ni se premia en absoluto el talento, no se dan suficientes oportunidades y así no es de extrañar que gente tan capacitada termine refugiándose aquí y allá, mirando en muchas ocasiones lo que ocurre en su país, ese que dejaron lejos y atrás en el tiempo, con tanta nostalgia como tristeza, mientras sus hijos crecen en otra cultura y hablan otro idioma. Sentirse extranjero a la fuerza es una penalidad por la que nadie debería atravesar, al margen de sus estudios o de la sociedad, país o mundo en el que viva.