jueves, 30 de junio de 2011

Cuento de la luna y su reflejo






Cuentan que una vez la luna se preguntó, con miedo, qué pasaría si el sol dejara de brillar. Si aquello llegara a suceder, entonces estaba segura de que perdería su resplandor de plata, ese que tantas canciones ha inspirado y que tantos romances ha contemplado, cómplice y confidente. Le aterraba, en definitiva, convertirse en una sombra destinada al olvido.




Cuentan que una vez, cuando el hombre logró mandar al espacio naves del tamaño de un coloso, una de ellas se cruzó en la distancia que separa al sol de la luna. No era como las demás que estaba acostumbrada a ver, sino que tenía dos grandes ojos rectangulares. Con pánico, pudo comprobar que al cabo de unos instantes aquellos paneles se interpondrían totalmente, impidiendo el paso de los rayos del sol.




Inmediatamente, la luna se puso a gritar. Chilló con fuerza “¡No quiero!”, exclamó llena de tormento “¡me perderé para siempre!”, lanzó hasta el último astro de la galaxia su agonía, y fue justo entonces, perdida ya toda esperanza, cuando la luna se contempló a sí misma por primera vez.



No sentía el calor de los rayos de sol, pero eso ya parecía no importar. La luna descubrió, reflejada en aquellos paneles, que tenía luz de sobra para brillar con fuerza propia. Y qué hermosa era. Qué pálido, qué dulce era aquel rostro redondeado que sonreía al otro lado del espejo astral. Cuanto más se miraba, mayor era su asombro y su alegría, pues aunque sabía que en cuestión de segundos la luz del sol volvería a abrazarla con su calor, ya no tenía miedo de nada ni de nadie.




Cuentan que, una vez que la nave siguió rumbo a los astros de los confines del universo, la luna y el sol se miraron, en esa tranquila distancia que se respira en el espacio profundo. Por primera vez, el sol descubrió que la mirada de la luna no era ya de necesidad, sino de firmeza. Por primera vez, el sol descubrió que la luna tenía ya tanta confianza y seguridad en sí misma que su amor no tendría límites ni fronteras, y que hasta el fin de los tiempos seguirían contemplándose, amándose al calor de los rayos de él, buscándose en la pálida mirada de ella, rigiendo un universo donde no importaba nada más que su amor, eterno e inquebrantable.