lunes, 20 de octubre de 2008

De series, verdades y otros casos sin resolver.




Ahora que se ha extendido la fiebre por las series de televisión, me ha dado por recordar una que en su momento me pareció fuera de lo normal, en todos los sentidos de la expresión.

Me estoy refiriendo a Expediente X, uno de los fenómenos más sorprendentes de los años noventa. Fue una serie que literalmente arrasó durante cinco años para después entrar en una barrena creativa tan alarmante que provocó una espantada de los muchos fans que había acumulado en su primera etapa.

Corría el otoño de 1993, cuando una serie sin apenas presupuesto y que trataba sobre hombrecillos verdes y conspiraciones gubernamentales se colaba en los ránkings televisivos de medio mundo, alcanzando audiencias millonarias. Su creador, un tipo extraño y bastante pagado de sí mismo llamado Chris Carter, apenas se podía creer que aquellos capítulos inconexos y algo deslabazados pudieran atraer tanto la atención. Pero así era, y pronto aquello comenzó a generar millones de dólares.

Desde luego, el mérito de la serie no estaba en sus guiones (dignos de lo más “granado” de la serie B, y que acumulaban tópicos y lugares comunes hasta la saciedad), y mucho menos en unos efectos especiales tan pedestres como aquellos lejanos tiempos digitales y el propio medio televisivo imponían, sino en la gran química entre sus actores protagonistas, David Duchovny y Gillian Anderson, que lograron dar vida y volumen a los acartonados agentes del FBI Mulder (el creyente de mente abierta) y Scully (la científica escéptica).

Durante cinco temporadas, a Carter y compañía les funcionó fenomenal el binomio entre episodios que tenían un hilo común (la pomposamente llamada “mitología”, acerca de alienígenas e invasiones extraterrestres) y los episodios cerrados donde la estrella era el “monstruito de la semana” (sorpréndanse: vampiros, monstruos del lago, hombres lobo, mutantes… La X debieron robarla de la famosa Patrulla, y las ideas, también).

En esos años, quizá fuera la precariedad de medios, la bruma mística de Vancouver, el tono naif de las historias o la dualidad Duchovny-Anderson, pero lo cierto es que Expediente X logró el cariño de la audiencia, y mantuvo en vilo a medio mundo con sus aventuras y desventuras. Además de cobrar sus generosos honorarios, Carter renovaba año tras año con la FOX, y todo parecía prometer décadas de naves espaciales y conspiraciones.

Sin embargo, y como suele ocurrir en estos casos, la realidad se impuso a la ficción. Carter tenía ideas sólo para cinco temporadas (además de una película-colofón más que decente), y él pensaba ya en abandonar el barco cuando la FOX le puso un cheque en blanco por otras dos temporadas más. Carter firmó, a pesar de que Duchovny dijo que o se iba todo el equipo a rodar a Los Ángeles, donde se acababa de trasladar con su nueva esposa, o adiós muy buenas. Y allá que fueron todos, para comenzar una segunda etapa tan mal planteada como innecesaria.

A partir de aquí, fueron todo desvaríos, experimentos extraños (especialmente cuando dirigía Carter, que nunca debió ponerse tras la cámara y ha firmado con diferencia los peores episodios del show) y golpetazos de timón en una historia sin coherencia, que optó por introducir un tono más cómico y romántico (cuando su gracia estaba en la frialdad, el misticismo y la intriga). Expediente X estaba condenado a desaparecer, como así lo evidencia el hecho de que Duchovny abandonó cuando pudo (tras la séptima temporada, aunque hizo fugaces apariciones en las dos siguientes), y que a Anderson la retuvieron a base de más cheques en blanco.

Sin Duchovny, la audiencia cambió de canal y el show evidenció que sin la pareja protagonista en acción aquello no funcionaba. Los nuevos agentes que entraron para sustituir a los antiguos eran apenas un pálido reflejo de los anteriores, a pesar de los esfuerzos de Robert Patrick y Annabeth Gish por evitar el hundimiento. La FOX canceló el show a mediados de la novena temporada, aunque por deferencia permitió a Carter completar 20 episodios, el menor número de capítulos de toda la saga.

Para que la gente no piense que tengo algo personal contra Carter, me limito a recordar los fracasos sonados con que intentó ampliar el universo X-Files o similares: series como Millenium o Los tiradores solitarios, con personajes procedentes de Expediente X, apenas duraron media temporada, y la última intentona por revivir su gallina de los huevos de oro (la “película” Expediente X: creer es la clave), ha pasado sin pena ni gloria por una cartelera que ya tiene demasiado visto este asunto de los hombres de negro.

Yo, particularmente, me quedo con esas cinco primeras temporadas, que tienen algunos momentos soberbios y un tono general excelente, y que deberían formar parte del catálogo de todo aspirante a gurú televisivo. Al lado de Mulder y Scully (en sus tiempos de gloria, ojo), palidecen por riguroso turno el doctor House, las mujeres desesperadas o los perdidos de esa isla incomprensible (algún día hablaremos de la serie isleña y sus guiones surrealistas, no faltaba más).

Frases icónicas como “La verdad está ahí fuera”, “Quiero creer” o “No confíes en nadie” han quedado en la retina de más de uno. Y si el Tiburón de Spielberg logró que todos mirásemos bajo nuestros pies hasta en la piscina, Expediente X nos llevó la mirada a las estrellas para preguntarnos, medio en serio medio en broma, si no será cierto eso de que no estamos solos.


Opiniones disparatadas.




“Tienes que respetar las opiniones de los demás”, solía decirle siempre Celia a su hijo Manuel, que por entonces tenía siete años. Y él no lo entendía.
- ¿Qué pasa si esa opinión es una tontería, mamá? ¿Tengo que respetarla también?
- Así es, hijo. Todo el mundo merece que se respete su opinión, por disparatada que te pueda parecer a ti.
Manuel no lo tenía nada claro, así que se fue a consultar en el diccionario la palabra “respeto”, y encontró esto:
Respeto: 1. m. Veneración, acatamiento que se hace a alguien.
Al día siguiente, Manuel fue a la escuela y oyó que uno de sus compañeros decía que el Madrid había jugado de pena contra el Atlético. Él no estaba de acuerdo, pero como tenía que respetar la opinión, se puso de rodillas y comenzó a alzar y a bajar los brazos en señal de veneración.
- Pero, ¿se puede saber qué estás haciendo? –le preguntó el otro niño, asombrado.
- Pues qué va a ser: respeto tus tonterías.


Al otro niño le sentó tan mal aquello que se lo tomó como una ofensa, y esa misma tarde Manuel regresó a su casa con un moratón en el ojo. Cuando le explicó lo ocurrido a su madre, ella le dijo:
- Es que te has equivocado de significado, hijo. Anda, ve y busca otro mejor.
Y allá que se fue Manuel, que esta vez leyó lo siguiente:
Respeto: 2. m. Miramiento, consideración, deferencia.
Y por si acaso, miró otro de los significados para asegurarse, y leyó:
Respeto: 3.
m. miedo (recelo).
Esa misma noche, aprovechó la cena que tenían con sus abuelos para poner en práctica su nueva información. Cuando el abuelo dijo que la vida estaba cada día más cara, Manuel comenzó a mirarlo con mucho detenimiento, de una forma tan intensa que la familia entera se quedó callada. Después Manuel se escondió debajo de la mesa, y comenzó a temblar y a dar unos gritos horribles:
- ¡Dios mío, lo que dice el abuelo! –gritaba, como loco- ¡Es para morirse de terror!
Al cabo de unos segundos, y sin entender nada, Celia se agachó y le preguntó:
- Pero hijo, ¿tú te encuentras bien?
- Claro que sí, mamá. Estaba respetando al abuelo, nada más.
Esa misma noche Manuel tuvo otra conversación con su madre, porque el abuelo había propuesto, antes de irse, que internasen al niño en un manicomio durante una buena temporada. Manuel enseñó a Celia el diccionario, para que su madre viera que él sólo intentaba respetar a la gente. Al verlo ella lo comprendió todo. Cerró el libro, lo miró fijamente y dijo:
- Cada palabra tiene muchos significados, Manuel. En el caso del respeto, es así de sencillo: tú respetas a otra persona cuando aceptas cómo es y sabes convivir con ella. Es lo que hacemos con las opiniones o con otras culturas, por ejemplo. También respetas a alguien cuando admiras lo que hace. Por eso se puede decir que los niños tienen mucho respeto por Rafa Nadal. Y, por otro lado, decimos que algo nos infunde respeto cuando nos preocupa lo que pueda pasar, por miedo o por desconocimiento. A mí me da mucho respeto conducir, porque ya sabes que se me da fatal y lo hago con mucho miedo. ¿Qué, te convence lo que te he dicho?

- Vale –dijo Manuel, echándose a reír-, te lo respetaré, pero sólo porque eres tú, ¿eh?

jueves, 16 de octubre de 2008

El polemista impasible.


“Enseñar es repetir”, nos decía incansable aquel hombre tranquilo y paciente, que se desenvolvía en clase con la misma naturalidad con la que compartía un café para hablar de la lengua, su gran pasión: “Os podéis pasar años y años investigando y avanzando en vuestro conocimiento, pero al final entráis en el aula y os tocará repetir lo más básico una y otra vez para que otros puedan aprender. No hay otra forma, o al menos a nadie se le ha ocurrido una mejor.”

Juan Ramón Lodares (Madrid, 1959-2005) falleció a una edad demasiado temprana como para valorar en su justa medida su obra, que quedó reducida a una serie de ensayos sobre la difusión del español y el futuro de las lenguas (entre las que destaca El paraíso políglota, finalista del premio Nacional de Ensayo 2000). Podía dedicar horas enteras a plantear hipótesis acerca del potencial del español, y lo hacía además en una época en que muchos consideraban ese tema una simple quimera. Pues bien, hace poco salió un estudio que anunciaba que en unos años el español sería la lengua más hablada de EEUU, y con ello su alcance aumentaría de forma considerable.

Discípulo de Gregorio Salvador, que lo definió como el más inteligente alumno que había tenido, Lodares impartía clases en la Universidad Autónoma de Madrid. La noticia de su fallecimiento dejó conmocionados a todos los que seguíamos atentamente sus clases y escritos. Javier Elvira, profesor también de la Universidad Autónoma, destacó en un artículo publicado a su muerte la que seguramente fuese una de sus mayores virtudes: hacer del discurso académico un lenguaje accesible para cualquier tipo de lector: “Es precisamente esa función desmitificadora de su trabajo la que justifica el tono divulgativo y ensayístico de la mayoría de sus escritos, muy diferente del estilo cerebral y denso de los trabajos universitarios. Una de las claves de la eficacia argumentativa del discurso de Lodares radica precisamente en ese estilo ameno, relajado y algo distante, combinado con una cierta ironía burlona, que constituye a veces el mejor antídoto contra el tono vehemente y acalorado que adquiere a menudo la discusión sobre naciones, lenguas y culturas.”[1]

Se publica ahora una compilación de artículos sobre lenguas e identidades, con motivo de un homenaje a Lodares.[2] Es señal de que el discurso de este excelente ensayista y buen profesor no ha caído en el olvido, pero quizá también se deba a que, tanto dentro como fuera del aula, él insistió siempre en esa máxima de enseñar repitiendo, de hacer hincapié una y otra vez en unas ideas en las que creyó siempre.



[1] “El polemista impasible”, Javier Elvira, El País, 07/04/2005.

[2] Lenguas, reinos y dialectos en la Edad Media ibérica. La construcción de la identidad. Homenaje a Juan Ramón Lodares. Madrid / Frankfurt, 2008, Iberoamericana

martes, 14 de octubre de 2008

La trastienda.


Ya el día en que se conocieron supo que sería complicado llegar hasta ella. No era una chica extrovertida con la que se pudiera hablar de cualquier tema, o que gustara de llevar la iniciativa, al menos en apariencia. Joaquín supo enseguida de esa dificultad, pero quizá espoleado por eso mismo se esforzó aún más en su empeño: iba todos los días al establecimiento donde trabajaba, pero con tanta vergüenza que se quedaba fuera para observarla sin que ella se diera cuenta, tras ese mismo escaparate que era ventana y muralla al mismo tiempo.

Desde allí, la imagen que tenía de ella se agrandaba por momentos. Su apariencia se convertía en el primer y último referente, lo único a lo que agarrarse para tratar de discernir si era paciente o curiosa, si se dejaba llevar por las emociones o era fría como el hielo. Cada gesto valía su peso en oro porque era tan escaso como lleno de posibilidades para interpretarlo.

Un día ella descubrió que Joaquín la observaba, y al instante le sonrió. Joaquín interpretó que con tal gesto lo estaba invitando a pasar dentro de la tienda, y así lo hizo. Aquel fue un gran día. Pudo pasear por todas partes, ojeando aquí y allá los distintos productos, comparando precios y, por supuesto, sin hacer el menor caso de unos y otros. Toda su atención estaba en aquella muchacha que por fin cobraba voz y volumen, y que al hablar con los clientes dejaba ver facetas de sí misma que Joaquín hasta entonces sólo podía imaginar.

Nació entonces otro rito, según el cual él acudía a la tienda a la menor ocasión y esperaba lo que hiciera falta para que fuera ella, y no su madre, la que lo atendiera. Desde esa nueva perspectiva podía acceder a un universo de matices y detalles, donde la voz era el hilo conductor de nuevas fantasías que, sin embargo, quedaban empañadas por el hecho de que era una máscara de ella la que lo atendía a él y al resto de clientes, la que envolvía los regalos y los entregaba con servicial amabilidad.

Durante semanas, la única recompensa que obtuvo por tantas horas frente al mostrador fue una mirada fugaz o una tímida sonrisa a alguna de las bromas con las que él jalonaba sus breves diálogos. En algún momento estuvo tentado de arrojar la toalla, de darlo todo por perdido y buscar fortuna en otra parte, porque tenía la sensación de estar sembrando ilusiones en campo yermo.

Pero no lo hizo. No cedió y no se rindió, sino que, al contrario, trató por todos los medios a su alcance de convertir en sonrisa cada amarga salida de la tienda. Buscó consejo en sus amigos, leyó libros y practicó deporte para desahogar sus nervios, y en ese proceso no se dio cuenta de su propio cambio, de que desde hacía meses operaba lentamente en él el germen de una evolución que, sin que Joaquín se diera cuenta, ella seguía muy de cerca.

Fue una tarde de verano, cuando todos preferían el olor del río y la frescura de los álamos, el que ella eligió para tomar su mano y conducirlo a la trastienda. Y allí, en un lugar que él jamás había imaginado que pisarían sus pies, fue donde le dio un beso tan cálido como el mismo sol que doraba la avena de los campos. Fue en la trastienda donde él comenzó realmente a conocerla, a comprenderla y a amarla como ni siquiera él pensó que podría hacerlo, sin cristales ni murallas, sin máscaras serviciales, sin nada más que ella, ahí de pie frente a él y con la sonrisa iluminada por la emoción y por los nervios.

Vivir sin enchufes.



Dicen los entendidos en esto de las nuevas tecnologías que estamos a punto de vivir una revolución de proporciones estratosféricas. Nada de lo visto hasta ahora en este campo podrá igualarse con los nuevos súper ordenadores que están por llegar, acompañados de teléfonos móviles de quinta generación, televisores de plasma o de cámaras con una resolución suficiente como para captar hasta el más mínimo detalle que pase ante nuestros atónitos ojos.

Ahora mismo, una persona que no tenga Internet en casa y correo electrónico, móvil con una agenda repleta de contactos, televisor y cámara vive, literalmente, en el Mesozoico. Pobre de aquel que no pueda gozar de la revolución tecnológica porque entonces no pertenecerá al futuro, sino a una especie, cada vez más rara y minoritaria, de personas desenchufadas de la realidad que tienen los días contados.

Y, sin embargo, yo recuerdo que hubo una época en que el teléfono sólo servía para acordar el lugar y la hora de la cita, que era donde se llevaba a cabo la charla, el café o el paseo. Había parques, bares, merenderos y jardines donde la gente se reunía para despedir el día mientras hablaban de lo humano y lo divino. Nadie sabía lo que era el Messenger, el chat, las videoconferencias o los megas. Y maldita la falta que les hacía.

Es cierto que la red de comunicaciones de este siglo XXI permite logros que antes eran sólo cosa de ciencia ficción. Una persona que vive en Singapur puede mantener una conversación con alguien de California y de Bruselas a la vez, y probablemente de no existir esa tecnología dichas personas jamás llegarían a conocerse. Las tecnologías permiten el acercamiento cultural, social y económico, y con ello el avance de las sociedades modernas. Eso nadie lo duda.

Ahora bien, el problema viene cuando esas mismas tecnologías se vuelven contra nosotros y nos aíslan de nuestro entorno más cercano, desde la familia a los amigos, a quienes reemplazamos por pantallas en blanco y negro donde alguien que dice ser Laura16 nos manda un beso.com mientras nos sonríe desde una fotografía estática.

Si nos conformamos con eso, si dejamos que la tecnología se convierta en un fin, y no en el medio que es, mucho me temo que nos estemos conectando a un mundo artificial donde nada es nunca lo que parece, mientras allá afuera esperan, vacíos, esos parques y paseos donde antaño la gente encontraba cariño, amistad y, con un poco de suerte, algo de amor.