miércoles, 31 de diciembre de 2008

Lo que nunca se vio (y quizá nunca debió verse)



Como devoto de la narrativa cinematográfica en todas sus variantes de distribución, he visto en estos últimos años bastantes películas en formato DVD. Como todo el mundo sabe, uno de los reclamos publicitarios más importantes de este formato es la inclusión de discos con material extra, que incluye reportajes sobre cómo se hizo la película, entrevistas con el equipo de producción, escenas eliminadas, etc…

En principio, la idea parece buena. Para alguien que tenga especial interés en una determinada cinta, el disponer de ese material le puede permitir ampliar sus conocimientos y profundizar en la gestación y desarrollo de la película. Conocer los entresijos de la producción cinematográfica es interesante, y sobre todo en el caso de las superproducciones, permite comprobar los medios tan impresionantes (actores, extras, vestuario, efectos visuales) con que suelen contar este tipo de películas.

Ahora bien, la lista de posibles ventajas se difumina cuando comprobamos que, en el fondo, estos documentales están elaborados por las propias distribuidoras y no son más que una excusa para dar promoción y autobombo a los “genios” que han creado tal o cual maravilla del séptimo arte. Por delante de los espectadores desfila una interminable galería de personajes, a cual más soso e intrascendente, que se dedica a proclamar a los cuatro vientos lo genial que es trabajar para su estudio, lo majo que es el director y el rato tan genial que pasaron todos, como si más que un trabajo aquello fuera una reunión de amigos.

Pero si estos reportajes son innecesarios y aburridos hasta decir basta, qué decir del apartado de las escenas eliminadas, que en ocasiones las productoras tienen la mala costumbre de añadir incluso al metraje de la película. Por lo general, este tipo de escenas estaban fenomenalmente suprimidas, bien porque entorpecían la trama o porque no añadían nada nuevo o significativo a lo ya dicho por unas películas que, por otra parte, siempre agradecen un lifting en la sala de montaje.

En cuanto a los demás materiales, las compañías piensan que debe resultar fascinante poseer tráilers y anuncios televisivos, fichas del equipo artístico y técnico (sí, los tipos sosos de los documentales, ahora por fascículos), galerías de fotos y una lista interminable de bobadas que probablemente nadie verá o, si lo hace, será una vez y llevado por un aburrimiento y vacío existencial supremos, para ser posteriormente olvidados hasta el fin de los tiempos.

Dejando a un lado todo este batiburrillo pseudo publicitario, yo me conformaría con una buena edición de la película tanto a nivel de imagen como de sonido. Eso es, en definitiva lo que me interesa y me lleva a adquirir el producto, y todo lo demás me sobra olímpicamente. No me apetece escuchar a los actores quejándose por estar tres, seis o diez horas en la sala de maquillaje para parecer un sapo (algo que a fin de cuentas, forma parte de su trabajo), o a los responsables de efectos digitales lloriqueando porque hacer el pelo de una jirafa espacial buceando en coca cola era complicadísimo (ídem de lo anterior). Y si realmente se lo pasaron teta grabando la película, cosa que dudo, me parece estupendo, pero no me interesa.

En suma: larga vida al cine, pero sólo al que cuenta historias interesantes, por favor.


P.d: Y Feliz 2009 a todos, que casi lo olvido.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Sí podíamos, después de todo.


El otro día asistí a una charla en la que un “experto” en agitar conciencias trató ante un público demasiado joven (y por tanto, maleable) temas tan dispares como la globalización, el comercio justo, consumo responsable y hasta el reciclaje. Entre otras lindezas, dijo que encontrar trabajo en Estados Unidos era “imposible”, a pesar de lo cual se trata de la “mayor democracia mundial”, un ejemplo de consenso y derechos civiles que las demás potencias trataban en vano de imitar.

Son demasiados disparates para comentarlos uno por uno (lo del trabajo no merece la pena ni mentarlo), pero quizá la que más me dolió, por lo sangrante, fue aquello de la “mayor democracia mundial”. Un país que vive a la sombra de unos más que dudosos resultados electorales (en 2004, con Bush II a la cabeza), que tiene en su haber unas cuantas guerras recientes por petróleo (por lo visto algunas democracias se miden en barriles, no en votos), y que encima presume de una de las mayores infamias del mundo contemporáneo como es la prisión de Guantánamo, difícilmente podría yo calificarla de “mayor” en nada que no sea la desvergüenza, el descrédito, la miseria moral y la ausencia de valores.

Traté de expresar mi opinión ante nuestro magno orador, pero éste rápidamente tachó mis argumentos de falsos y pasó a otro asunto, llevando su exposición de una forma tan dirigida como manipuladora. Cada pregunta, siempre para ser respondida con un sí o no, era en realidad un pretexto para seguir con su charla, sin entrar en debates o dar cabida a todo aquello que no fuera asentir como un borrego ante asertos tan espectaculares como los ya mencionados. La complicidad de un público aburrido de tanta perorata hizo que renunciase a toda posibilidad de salir de aquel entuerto, y me dediqué a contemplar imágenes que Cicerón había traído sobre Guantánamo.

Acabo de saber que el gabinete de Obama planea cerrar dicha base en un plazo de dos años. Poco después sacará a las tropas de Irak, y ambas empresas van a suponerle un enorme desgaste, en un país tan paranoico como aficionado al rifle y al gatillo fácil. Sin embargo, es un empeño merecedor de todo mi respeto, aquel que aún le regateaba cuando las masas se exaltaban a su alrededor en época electoral. Recuerdo haber tenido debates, tanto en su época de primarias como en su paseo ante McCain, acerca de si en realidad Obama podría llevar a cabo el tan manido cambio, que fue su eslogan durante toda la campaña.

No hay duda de que Cicerón no le duraría a Obama ni medio minuto en un debate real (uno que no controlase y pudiese, por tanto, manipular a su antojo), y que sus cualidades retóricas superan con creces a sus adversarios reales. Ahora bien, detrás de todas esas lindas frases, ¿había realmente una voluntad de cambio? ¿Se podía “distribuir la riqueza”, como llegó a afirmar? ¿Iba a tocar siquiera el odioso sistema sanitario americano? ¿Y qué pasaba con Irak o Guantánamo, temas por los que siempre pasaba de puntillas o, a lo sumo, con frases enigmáticas más propias de un oráculo que de un político?

Parece que estaba yo equivocado y que, en efecto, hay en este hombre una verdadera voluntad de cambio. Que sea considerado el personaje del año en medio mundo no es casual, y noticias como éstas animan a que más de uno, como un servidor, recupere algo de fe en el género humano. Es posible que Estados Unidos no sea perfecto, pero qué duda cabe de que si Obama es capaz de cumplir un 10% de sus promesas electorales, estará en condiciones de ser el referente que a muchos nos gustaría que fuera, un modelo de justicia y democracia que le permitiera ser mediador internacional y no un vulgar matón de barrio, que es en lo que lo ha convertido la penosa administración Bush.

Pensaba en todo esto mientras Cicerón recibía una salva de inmerecidos aplausos, ya al final de su monólogo, y sonreí para mis adentros, pensando que aquella insulsa vanidad se estaba reafirmando en la indiferencia de un respetable a punto de fenecer de puro sopor. Todo lo contrario que el “poeta de la tribuna”, que afirmó un analista político sobre Obama, quien ahora mismo está llevando a cabo acciones que hacen aún más bellas sus palabras.

jueves, 18 de diciembre de 2008

La vorágine del tiempo (II)


Leí una vez una novela en la que un alpinista de escasa experiencia y menor autoestima trataba de impresionar a cuantos le rodeaban tratando de escalar una montaña indomable. Conforme iba ascendiendo, su intuición –o su buena suerte-, le iban permitiendo avanzar allí donde otros se quedaban en el camino, atascados o vencidos por los elementos o su propia inseguridad. Y a medida que subía el joven imaginaba ya qué otras montañas ascendería en el futuro, dando por sentado que esa cumbre en la que se encontraba estaba ya conquistada.

Pensando en esa gloria venidera apenas prestaba atención a su camino, de modo que terminaba resbalando y resultaba herido de gravedad en una pierna. La obra terminaba con el joven lamentándose y doliéndose de su pierna, pero sobre todo rabioso por no haber conocido la gloria de las montañas venideras; siendo incapaz, en definitiva, de entender el mérito de haber llegado allí sin experiencia alguna, pero también de no ver su error por creerse victorioso antes de tiempo.

Recordaba esta anécdota por la relación que guarda con el sentido de progresión del que hablaba en la última entrada. Y es que a finales del curso pasado, aún en Chicago, me llegó la noticia de que la universidad de Oxford estaba buscando un lector de español para incorporarlo a su departamento de Filología Hispánica. Mi desconocimiento del sistema académico británico y mis ganas de continuar con mi progresión me llevaron, después de no pocos conflictos internos, a solicitar dicho puesto.

Así, durante las semanas siguientes, que fueron las últimas de mi estancia americana, me levantaba cada mañana acariciando la posibilidad de dar un paso más en lo profesional, mientras me esforzaba como podía por hacerlo más llevadero en lo personal. De alguna manera, todo cuanto había ido construyendo aquel año y los anteriores podía tener una recompensa extraordinaria, o bien quedarse en agua de borrajas, como finalmente fue.

Oxford no estaba interesado en alguien con tan poca experiencia, y sin siquiera la tesis terminada, y así me lo hicieron ver –aunque de una forma muy educada, todo hay que decirlo-. Y a la lógica decepción se unió una serie de hechos en cadena –marcha de Estados Unidos, fracaso relativo en las oposiciones a secundaria, nueva lesión de rodilla-, que me tuvieron postrado durante varios meses y con un regusto algo amargo, tras haber saboreado un año de nuevas experiencias en todos los frentes.

Pensaba en todo esto mientras rellenaba mi informe, en el que por supuesto sólo daba cuenta únicamente de los progresos de una tesis cada día más cerca de ver la luz, así como de las conferencias y los pequeños viajes posteriores a mi regreso. Y me resultó curioso, al releerlo una vez terminado, el hincapié tan insistente por mi parte en esta sección final acerca del “término de la beca”, “la entrega definitiva de la tesis”, “el cumplimiento de los plazos”, etc… Quizá una parte de mí, quién sabe si por el sinsabor antes citado, quiere dar por terminado cuanto antes este período y pasar a lo próximo, aunque no esté claro en qué consiste o qué deparará exactamente.

Tengo claro, eso sí, que no me quedaré en la cueva lamentando las heridas o infortunios ante la montaña resbaladiza, –para eso me sirve este exorcismo de palabra, entre otras cosas-, y que de estos años de experiencias me llevo no pocas lecciones y alguna que otra certeza. Entre ellas, la de la vorágine del tiempo que confunde la memoria, alejando o distorsionando rostros, fechas y lugares, y que sólo es posible combatir cuando nos reunimos aquí o donde sea, para contarnos y escucharnos o escribirnos y leernos, que tanto da.


domingo, 14 de diciembre de 2008

La vorágine del tiempo (I)




Hace unos meses tuve que completar un informe en el que daba cuenta de mis últimos años de beca, concretamente desde mayo de 2005 hasta agosto-septiembre de 2008. En él debían figurar todos mis proyectos, destinos y méritos, con el mayor grado de detalle posible. Y aunque el objetivo del informe era estrictamente académico, no pude evitar dejarme llevar por ese vendaval de recuerdos que he ido acumulando a lo largo de estos tres largos años.

Fue escribiendo aquel informe cuando me di cuenta de que a una larga etapa centrada sólo en estudios, notas y resultados, le siguió a partir de 2005 una nueva, donde a mi doctorado le acompañó siempre un elemento de viajes y emociones que, sin duda, es lo que ha convertido esta etapa en la más fértil de mi vida.

Que viajar a determinadas edades y sin determinados compromisos sea muy recomendable no creo que muchos lo discutan. Que en esos trayectos uno pueda ampliar horizontes culturales y humanos, conocer marcos incomparables y otras formas de concebir la vida, creo que tampoco. Así, el viajar sería sinónimo de crecimiento, y no tanto desplazarse simplemente de un lugar a otro.


Con todo, esos viajes que en mi caso me han llevado a distintas partes de España y el extranjero han ido dejando en mí dos sensaciones similares a las que uno experimenta al bajar de una montaña rusa. De un lado, vértigo; de otro, cansancio.

Entiéndanme bien: lejos de mi intención pontificar sobre los viajes de “mi juventud”, como aquéllos del déja vu generacional que mencioné hace un par de entradas. Todavía tengo recientes estos viajes y me quedan muchos por hacer, soy consciente de ello; pero como decía al principio, ya no se harán en determinadas edades y sin determinados compromisos.

Una vez me comentó un ser muy querido que ser joven es como estrenar una libreta nueva, llena de páginas en blanco que están esperando a que se escriba en ellas. Así es, más o menos, como yo comencé aquel periplo hace algunos años: eufórico, entusiasmado, con el único objetivo de ver y aprender, de experimentar todo aquello que se me antojara allí y entonces.

Rellenando algunos datos tuve, además, la sensación de que de algún modo todo aquello iba confluyendo en el destino más importante de todos, que los veranos en Inglaterra, las conferencias, los cursos de inglés y de doctorado, la tesina e incluso los scout confluían en Chicago. Esa fue la ciudad americana que me albergó el año pasado, la que me puso a prueba con los idiomas adquiridos hasta entonces, con mis –escasos– recursos para manejarme en público y la -aún más escasa- desinhibición que me aportaron los scout, y hasta mi capacidad de trabajo para darle el empujón definitivo a mi tesis.

En realidad, todo había ido cobrando una nueva dimensión conforme pasaba al papel en orden cronológico aquella trayectoria, un sentido de progresión constante donde cada etapa era siempre mejor que la anterior, más completa, compleja y desafiante, pero al mismo tiempo más satisfactoria y enriquecedora al finalizar.

Quizá por ello me detuve cuando llegué a junio de 2008. De pronto, aquel sentido de progresión se vio truncado, y me quedé bloqueado, sin saber cómo seguir.




miércoles, 3 de diciembre de 2008

Cinefórum (1)


Sam Mendes es un director reconocido y premiado, a quien no hace falta descubrir ni alabar ahora que le han llovido tantos elogios como, sin duda, merece. Ahí están algunos momentos históricos del cine reciente, como esa cama de rosas invertida con la que soñaba el genial Kevin Spacey, en American Beauty, para atestiguarlo.

De todos modos, y aunque las preferencias tienden a inclinarse por esta, su primera obra como director, para mí no hay nada comparable a esa clase magistral de cinematografía que es Road to Perdition, su segundo largometraje.

Dejando a un lado el impresionante elenco de actores (Tom Hanks, Paul Newman, Jude Law, Daniel Craig…), lo que más me llamó la atención fue el excelente trabajo visual del filme, una traslación maravillosa del cómic de Max Allan Collins. Es verdad que la ciudad de Chicago aún conserva gran parte del sabor añejo de los años 30 en buena parte de su arquitectura y alrededores, pero el trabajo de Conrad L. Hall en fotografía es sencillamente prodigioso. El modo en que el equipo de la película ha logrado recrear la inmensidad y belleza de aquella América de la depresión es tan fiel que uno cree realmente encontrarse en el medio oeste.

El realismo de la película es una virtud sólo equiparable a un guión sobrio y depurado hasta el límite. En los últimos veinte minutos de película apenas hay seis líneas de diálogo, y sin embargo transmite prácticamente todos los grandes temas del cine de todos los tiempos de una forma tan sencilla como efectiva: la soledad del individuo, la imposibilidad de la inocencia, la violencia como elemento vertebrador de la sociedad, la sacralidad en la relación entre padres e hijos…

Repleta de personajes turbios y profundos, Road to perdition es una rara avis del cine contemporáneo, una película que a pesar de tener la violencia como trasfondo no abusa de ella, no la convierte en un circo gratuito y morboso, sino que la emplea de forma necesaria, casi poética, como en la escena sublime en que el personaje que interpreta Tom Hanks acribilla a un capo mafioso y a su séquito. Uno parece poder tocar las gotas de lluvia, casi detenidas, mientras se deleita en la soberbia partitura de Thomas Newman y se pregunta por qué no podrá haber más películas como ésta.


martes, 2 de diciembre de 2008

Juventud, divino tesoro.



De un tiempo a esta parte vengo escuchando comentarios que me suenan a algo ya oído antes, ese típico déja vu que nos acomete cuando menos lo esperamos y que nos deja pensativos o, como me decía un antiguo profesor, meditabundos. En esta ocasión, ese algo ya oído tiene relación con la juventud y sus hábitos de ocio, que muchos de mis contemporáneos califican de indigna, indecente e inapropiada, cuando no de desorbitada, caótica, lujuriosa o autodestructiva.

Aclaremos antes de nada que muchos de estos críticos apenas han alcanzado, a lo sumo, el cuarto de siglo, pero ya es cotidiano escucharles frases lapidarias del tipo “esas cosas en mi época no se hacían”, “nuestra generación sí que veía una televisión de calidad”, “cuando yo era joven (sic) jamás se me habría ocurrido vestirme así”, “yo jamás le habría hablado así a mis padres”, “yo bebía sólo de forma ocasional y controlando”, etc.

Digo que me asombra todo esto por varios motivos. Dejando a un lado ese afán de envejecernos cuando nos interesa (para poder pontificar, en este caso), me llama la atención lo absurdo de cada uno de estos dogmas de fe, que la barbilampiña madurez se dedica a proclamar como el que siembra. Seamos serios, ¿qué cosas no se hacían en “nuestra época”?

¿Acaso la televisión de nuestra infancia y adolescencia era el colmo de la intelectualidad infantil? ¿Eran realmente la Bola de cristal o Barrio sésamo un producto de calidad? (y eso por no mencionar las interminables bobadas futboleras de Oliver y Benji, o la violencia injustificable y desatada de Goku y compañía) Y yendo a la etapa más hormonal, ¿acaso no se bebía ya entonces de forma desmesurada y se salía hasta altas horas de la noche? (¿Es el botellón un invento del siglo XXI?) ¿Acaso no se ligaba todo lo que se podía (quien podía) y más? Y de las prendas, qué decir. ¿Acaso las vestimentas de la década pasada eran un dechado de recato y austeridad?

Parece que la respuesta a todas estas preguntas viene a ser la misma, es decir, que antes la juventud de España era otra cosa, plagada de paladines de la decencia, los valores y el respeto, no como ahora, donde todo se reduce a una interminable orgía bacanal que terminará con más de uno en urgencias.

Quizá sería recomendable hacer un verdadero ejercicio de memoria, y preguntarse dónde y haciendo qué estaba cada uno de esos pontífices baratos de la moralidad cuando estábamos todavía en época de estirones.

Pero claro, sin duda es más cómodo ponerse el hábito de inquisidor cuando se es consciente, y ahí está el verdadero problema, de que el trasfondo de esta nueva generación es el mismo que en la anterior, es decir, una sociedad permisiva que ha glorificado la juventud y le ha dado carta blanca para hacer lo que le dé la realísima gana. Y de ahí los vestires, los botellones y ese “vete a la mierda” que esgrimen ahora ellos como un canto no aprendido y que nosotros también entonamos entonces, por mucho que a algunos les cueste admitirlo.