Leí una vez una novela en la que un alpinista de escasa experiencia y menor autoestima trataba de impresionar a cuantos le rodeaban tratando de escalar una montaña indomable. Conforme iba ascendiendo, su intuición –o su buena suerte-, le iban permitiendo avanzar allí donde otros se quedaban en el camino, atascados o vencidos por los elementos o su propia inseguridad. Y a medida que subía el joven imaginaba ya qué otras montañas ascendería en el futuro, dando por sentado que esa cumbre en la que se encontraba estaba ya conquistada.
Pensando en esa gloria venidera apenas prestaba atención a su camino, de modo que terminaba resbalando y resultaba herido de gravedad en una pierna. La obra terminaba con el joven lamentándose y doliéndose de su pierna, pero sobre todo rabioso por no haber conocido la gloria de las montañas venideras; siendo incapaz, en definitiva, de entender el mérito de haber llegado allí sin experiencia alguna, pero también de no ver su error por creerse victorioso antes de tiempo.
Recordaba esta anécdota por la relación que guarda con el sentido de progresión del que hablaba en la última entrada. Y es que a finales del curso pasado, aún en Chicago, me llegó la noticia de que la universidad de Oxford estaba buscando un lector de español para incorporarlo a su departamento de Filología Hispánica. Mi desconocimiento del sistema académico británico y mis ganas de continuar con mi progresión me llevaron, después de no pocos conflictos internos, a solicitar dicho puesto.
Así, durante las semanas siguientes, que fueron las últimas de mi estancia americana, me levantaba cada mañana acariciando la posibilidad de dar un paso más en lo profesional, mientras me esforzaba como podía por hacerlo más llevadero en lo personal. De alguna manera, todo cuanto había ido construyendo aquel año y los anteriores podía tener una recompensa extraordinaria, o bien quedarse en agua de borrajas, como finalmente fue.
Oxford no estaba interesado en alguien con tan poca experiencia, y sin siquiera la tesis terminada, y así me lo hicieron ver –aunque de una forma muy educada, todo hay que decirlo-. Y a la lógica decepción se unió una serie de hechos en cadena –marcha de Estados Unidos, fracaso relativo en las oposiciones a secundaria, nueva lesión de rodilla-, que me tuvieron postrado durante varios meses y con un regusto algo amargo, tras haber saboreado un año de nuevas experiencias en todos los frentes.
Pensaba en todo esto mientras rellenaba mi informe, en el que por supuesto sólo daba cuenta únicamente de los progresos de una tesis cada día más cerca de ver la luz, así como de las conferencias y los pequeños viajes posteriores a mi regreso. Y me resultó curioso, al releerlo una vez terminado, el hincapié tan insistente por mi parte en esta sección final acerca del “término de la beca”, “la entrega definitiva de la tesis”, “el cumplimiento de los plazos”, etc… Quizá una parte de mí, quién sabe si por el sinsabor antes citado, quiere dar por terminado cuanto antes este período y pasar a lo próximo, aunque no esté claro en qué consiste o qué deparará exactamente.
Tengo claro, eso sí, que no me quedaré en la cueva lamentando las heridas o infortunios ante la montaña resbaladiza, –para eso me sirve este exorcismo de palabra, entre otras cosas-, y que de estos años de experiencias me llevo no pocas lecciones y alguna que otra certeza. Entre ellas, la de la vorágine del tiempo que confunde la memoria, alejando o distorsionando rostros, fechas y lugares, y que sólo es posible combatir cuando nos reunimos aquí o donde sea, para contarnos y escucharnos o escribirnos y leernos, que tanto da.
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