lunes, 26 de septiembre de 2011

Star People (parte II)




Aun dando la razón a todos los que consideren que los artistas de mayor éxito en la actualidad han oscurecido el brillo de los de antaño, y George Michael es un magnífico ejemplo de ello, cualquiera que estuviera anoche en el concierto de Madrid sabrá que eso no es obstáculo para que este cantante, que roza ya los cincuenta, realizara una actuación soberbia y despejara, de paso, todas las dudas sobre su estado físico o vocal.


Lo primero que a mí me sorprendió es, precisamente, la calidad de una voz que mejora, incluso, muchos de los mejores momentos de sus discos. Es un timbre poderoso y melódico, capaz de hacer levantar con su fuerza a todo el estadio o de sumirlo en una intensa y profunda emoción reflexiva cuando alcanza sus cotas más poéticas. El acompañamiento de una orquesta, aunque extraño en un primer momento, se revela como una magnífica opción que da nuevos bríos a temas clásicos del artista, como A different corner, You have been loved, Cowboys & Angels o Praying for Time.


No obstante, la base del concierto es el disco Songs from the last century, que en su momento no tuvo gira de promoción y que ahora recibe una justa recompensa. Los arreglos orquestales sirven de homenaje a Nina Simone (My baby just cares for me, Feeling good), The Police (Roxanne), Johny Mathis (Wild is the wind) o John Mercer (I remember you). Además, Michael se atreve con versiones de temas contemporáneos como Russian Roulette (Rihanna), Let her down easy (Terence Tren d’Arby) o Love is a losing game, en un sentido y acertado homenaje a la fallecida Amy Winehouse.


Aunque el nivel general del concierto fue magnífico, yo eché en falta algunas canciones: Secret love o Miss Sarajevo, del disco Songs… pero sobre todo Jesus to a child, que en su momento el propio Michael estrenó con orquesta en los MTV awards de 1994 y aquí hubiera tenido un lugar de excepción. Y aunque agradecí la inclusión de dos temas nuevos (True Faith y Where I hope you are), me resultó francamente molesto que en ambos utilizase un distorsionador de voz que le hacía parecer un robot. Si precisamente se trataba de disfrutar de su voz sin una banda o sintetizadores, el incluir este truco digital me pareció, además de erróneo, una incoherencia absoluta con el resto del concierto.


Salvando ese asunto, y con un final cada vez más animado que culminó con una divertida mezcla de temas (Amazing/I’m your man/Freedom’ 90), el concierto se cerró con una interpretación del teman instrumental Free, que cerraba el disco de Older. Me pareció significativo, aquel guiño al magnífico LP que me sirvió para introducirme en la música de un artista complejo, que dota a sus creaciones originales de una enorme calidad, talento y, sobre todo, conexiones con otros artistas y estilos en sus versiones de otros temas. Su música remite a otras músicas, invita a conocerlas y ése es, quizá, uno de sus mayores activos. Puede que George Michael ya no vuelva a ser nunca lo que fue en su momento, pero quizá eso sería, tantos años después, incluso contraproducente para él. A mí, desde luego, lo de anoche me supo a gloria y me sirvió, sobre todo, para quitarme una espina que llevaba más de quince años acumulando: poder disfrutar de esa música, su música, en un directo fantástico y rememorar todos los recuerdos asociados a ella, que no son pocos. Creo que nunca había aplaudido de un modo tan sincero el final de un concierto o deseado tanto los bises, que yo hubiera prolongado gustosamente hasta la madrugada, y me consta que no fui el único.




Star People (parte I)


Ayer tuve el privilegio de asistir al concierto de una gira que está llevando a George Michael de una punta a otra del globo, el Orchestral Symphonica Tour. El Palacio de los Deportes estaba abarrotado, y aunque comenzó con retraso, el cantante supo compensar desde el primer minuto la espera con un repertorio fantástico. Fue una mezcla de sensaciones y recuerdos que hacían que, al tiempo que escuchaba cada canción, estuviera yendo y viniendo constantemente de la memoria al concierto.


Debía tener más o menos catorce años cuando compré mi primer disco. Se supone que a esa edad uno debería ir buscando ritmos y géneros que lo hagan bailar, o que estén de moda porque le gustan al resto de amigos o porque lo ha escuchado en una discoteca, qué se yo. Sin embargo, mi primera elección fue Older, el primer disco con material nuevo que George Michael lanzaba tras más de cinco años de silencio musical.


Mi primera reacción al escucharlo fue una cierta decepción, porque a excepción de Fastlove, el single más accesible para un oído adolescente como el mío, el resto era una colección de medios tiempos que iban mucho más allá del pop que lo lanzó a la fama mundial en los años 80, donde competía de tú a tú con Michael Jackson, Madonna o U2 cuando estos se encontraban en el punto álgido de sus respectivas carreras. En sus diferentes aproximaciones a cada uno de los géneros, Older se adentraba en los terrenos del R&B, jazz, soul, funk, new age y, por si no quedara claro, jugaba a reírse del pop melódico en clave de parodia en la ya citada Fastlove.


Sólo con el tiempo, y con lo que fui aprendiendo de la vida y milagros del artista, pude comprender y apreciar este disco en toda su magnitud, y así cada canción fue cobrando una dimensión cada vez mayor. Supe que el germen de muchas de estas composiciones fue el profundo dolor por la pérdida de su amante, que inspiró, entre otras, la magnífica balada Jesus to a child. La angustia por la enfermedad de su madre, que finalmente terminaría con ella solo un año después de publicado el disco, deja también su huella en las letras, que confirmaron que George Michael ya no era el compositor de estribillos pop de consumo rápido. Con más de cien millones de discos vendidos a sus espaldas sentía, con razón, que ya no tenía que demostrarle nada a nadie, y por eso retó a sus fans a adentrarse en otros terrenos musicalmente mucho más apetecibles.


Older completaba su colección de singles con la canción que daba título al álbum, un desarrollo explícito de su sentimiento de madurez asociado a la edad y al dolor de las experiencias vitales que lo acompañaban, así como Spinning the wheel, donde hacía un guiño a los crooners clásicos. Star People, una corrosiva visión sobre la celebridad y You have been loved, que reincidía en el concepto de la pérdida emocional y la superación, fueron los últimos bocados de un disco que vendió más de 12 millones de copias en todo el mundo.


A partir de ahí fui siguiendo una carrera marcada, como todo el mundo sabe, por los desencuentros con la prensa, una tendencia irritante a hacer de su vida un circo mediático y, finalmente, a sus escarceos con la droga, la cárcel y el escándalo. A nivel musical fue lanzando, con cuentagotas, discos que confirmaban su nuevo giro hacia una madurez más ambiciosa, como su excelente colección de versiones en clave clásica, Songs from the last century, o Patience, donde volvía a componer tras otros seis años de silencio. Muy poco alimento, a mi juicio, para tanta leyenda.


El declive del artista parecía imparable por su desgaste físico y emocional, que lo llevó en estos últimos años a parecer una sombra de aquel gigante que en los ochenta se convirtió con discos como Faith en una estrella mundial. Quizá por todo ello, y a pesar de mis buenos recuerdos, tampoco albergaba muchas esperanzas cuando anoche se apagaron las luces del Palacio de los Deportes y comenzaron a sonar los primeros acordes.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Y el dragón le dio su poder y su trono...



Debían ser más o menos las tres y pico del jueves 11 de septiembre, cuando de repente la transmisión del televisor se interrumpió y aparecieron las imágenes que todos conocemos y que aún hoy, diez años después, me siguen poniendo los pelos de punta. Un avión acababa de estrellarse contra una de las Torres Gemelas de Nueva York. Al cabo de unos minutos vimos en directo el segundo impacto, y entonces salimos de dudas: ya no cabía hablar de accidentes, ni de casualidades. Estados Unidos estaba sufriendo el peor ataque terrorista de toda su historia.


Al principio, imagino que como tantos otros, creí que se trataba de una broma, que aquello en realidad no estaba pasando. Luego pensé que era como una película, como esas en las que los marcianos se ensañan con los monumentos del poder norteamericano, pero conforme se sucedían las explosiones, los derrumbamientos y las noticias de nuevas catástrofes en el Pentágono y en las proximidades de la Casa Blanca me convencí de que era desoladoramente real. Aquello parecía el fin del mundo.


Al margen de las inmensas nubes de humo que se alzaron sobre Nueva York, la imagen que más ha permanecido en mi retina es la de los trabajadores del World Trade Center que, en un acto de desesperación, prefirieron saltar al vacío antes que enfrentarse al fuego que estaba consumiendo las Torres Gemelas. Escuché el otro día al por entonces alcalde de la ciudad, Rudolph Giuliani, que decía que en su vida se habría imaginado que sería testigo de un horror semejante, y que lo que más le impactó era cómo todo el suelo temblaba con cada nuevo choque de los cuerpos contra el suelo, mil veces más terrible que cualquier cascote desprendido de los edificios.


Creo que tampoco soy el único que imaginó que aquello desencadenaría una tormenta de acontecimientos frenética, pero lo cierto es que no fue así. No al menos tan deprisa como pensaba. Hubo que esperar dos años para que finalmente, en marzo de 2003, el presidente Bush lanzara su injustificada y falaz operación militar contra Irak, con apoyos incondicionales como los de Reino Unido o España.


Es de sobra conocido el resultado de todo aquello, de aquellos juramentos y palabras personales en los congresos de las tres naciones por parte de sus respectivos presidentes (los de las Azores, recuerden), que luego quedaron en agua de borrajas cuando, al cabo de los años, se ha comprobado que allí no había las armas de destrucción masiva ni los vínculos con las células terroristas de Al-Qaeda que, en verdad, fueron los únicos argumentos que justificaban el ataque de las fuerzas lideradas por Estados Unidos. Y aún hoy sigue habiendo tropas por Afganistán, sin que yo tenga del todo claro por qué o hasta cuándo.


Debo reconocer que mi pérdida de fe en la política a partir de aquellos días de 2003 fue devastadora. La manera en la que España entró en la guerra, con más del 90% de la población en contra y clamando por un referéndum, y el modo tan chabacano en que se desoyeron a los que, en teoría, gobiernan con sus votos este país, me hicieron bajarme de ese fabuloso carro de la bendita democracia española y olé que nos vendieron en el colegio. Quizá por eso ya no me sorprenden las reformas exprés de la constitución ni todo lo que está pasando en otros tantos campos políticos, sociales y económicos de los últimos años.


Luego llegarían los atentados del 11-M, y aquella conferencia, otro jueves, en la que Aznar salió a afirmar ante todos que el único responsable de la matanza era ETA. Recuerdo su contundencia, su firmeza, que también repetiría en la comisión que investigó sus controvertidas declaraciones, que él seguía reafirmando contra viento y marea. Y también llegó, poco después de que Aznar tratase de convencernos a todos, aquel fatídico fin de semana electoral, del que Zapatero seguramente seguirá acordándose todavía porque ahí fue donde dijo que no nos fallaría, ese mismo fin de semana donde Telemadrid comenzó a granjearse su bien merecida fama de televisión corrompida hasta las cejas.


Políticas nacionales derivadas de las internacionales, órdenes de arriba que cumplimos los de abajo, tanto da que sea Bush o Merkel, y que determinan el rumbo de un país que pasó de televidente a recoger sus propios cadáveres sólo tres años después de aquellas nubes de humo que nos cegaron a todos. Aún viendo el otro día las imágenes podía sentir de nuevo esa sensación apocalíptica, aunque esta vez con una perspectiva algo mejor de todo lo ocurrido, con ese horripilante colofón que fue la muerte de Bin Laden, imagen del mal absoluto durante esta última década. Y sí, podemos consolarnos pensando que Bush ya no está, ni Aznar ni Blair, ni por supuesto Saddam Hussein o el propio Bin Laden. Pero en el fondo, ¿qué ha cambiado?



jueves, 1 de septiembre de 2011

La destrucción del sistema educativo



Me había prometido no escribir sobre este asunto para no enrabietarme aún más con todo lo que está sucediendo en los prolegómenos del curso escolar 2011-2012, pero ya no lo soporto. Después de varios días de cartas perversas, declaraciones falsas y una calculadísima y orquestada campaña de desprestigio a la profesión que vengo desarrollando desde hace unos años, la docencia, no soporto más un silencio que hace más fuertes a los denostadores.

El procedimiento en realidad no es nuevo, ni es exclusivo del Partido Popular. Ocurrió hace un tiempo con los médicos y, no hace mucho, con los controladores aéreos, y se reduce básicamente a que en lugar de entrar en el debate de ideas y llegar a acuerdos, aparece el político de turno y suelta lo siguiente:

1) El colectivo X (póngase aquí el que esté de moda) posee unos privilegios indecentes (sueldo desorbitado, vacaciones monárquicas, trabajo de por vida, etc…), acompañado de la siempre hiriente coletilla de “más aún en tiempos en que cinco millones de españoles están en el paro”. Sus quejas, por tanto, no proceden.

2) Por lo tanto, este nuestro gobierno (nacional, autonómico, qué más da), en profunda solidaridad con el pueblo español, que al igual que los políticos se deja el sudor de su frente día a día en su trabajo (en el Congreso o los parlamentos autonómicos, qué más da), y que al igual que la clase política goza de su mismo sistema de pensiones y de retribuciones mensuales, va a tomar profundas medidas de cambio.

3) Estas medidas son para el bien cósmico y universal, y sólo perjudican a esas clases privilegiadas que ya era hora de que recibieran su merecido, porque esto era un clamor popular. No se me preocupen las familias, que en ellas, y solo en ellas y sus bolsillos, estamos pensando.


Apliquémoslo ahora al caso de la educación. Los medios de comunicación conservadores han desatado una ola de titulares entre los que destaca ese prodigio que ha llevado a cabo hoy El Mundo: “Amenazan con la huelga por tener que trabajar 20 horas”.


La perversidad de este argumento es sencillamente deliciosa. Viene a decir algo así como que es de público conocimiento que los profesores son unos vagos redomados, que apenas llegaban a 18 horas de trabajo semanales (y eso los que llegaban, con suerte, a las 18), y que en cuanto toca el timbre salen corriendo antes que los alumnos para llegar a sus casas a rascarse los respetables. Los profesores, siguiendo con esta fabulosa línea de “pensamiento”, son los culpables directos de todos los males del mundo (con perdón y permiso del actual presidente del gobierno): por culpa de ellos nuestros alumnos no tienen ni idea de nada y estamos en las antípodas del conocimiento general; por culpa de los profesores hay un 30% de abandono escolar (o más, según las áreas), por culpa de ellos, en definitiva, las promociones de estudiantes van llegando cada vez peor preparadas a un mercado laboral que luego tiene que hacer encaje de bolillos para sacar algo de petróleo de semejante solar de sabiduría. Todo esto, en un país, recordemos, de más de cinco millones de parados y donde el resto trabaja de sol a sol, (con la clase política a la cabeza, no faltaba más), es sangrante y hay que cortarlo de raíz lo antes posible, porque ahorramos la friolera de 80 millones de euros, ahí es nada.

Lucía Figar, paladín de semejante retórica, remata casi todas sus intervenciones, a cual más delirante, con otras dos coletillas magníficas: la primera es que los profesores tienen el puesto de trabajo asegurado y están, (ojo al dato), al margen de crisis y quiebras nacionales o internacionales; la segunda es que, por si todo esto fuera poco, llegan de disfrutar de dos meses de tranquilas y relajantes vacaciones a costa del sufrimiento del resto de la población. Ahí queda eso.

Es posible, leyendo todo esto, que yo haya soñado mi curso pasado. Es posible que haya soñado que, además de mis 18 horas semanales lectivas yo sumaba otras 12 en forma de guardias, horas de atención a padres, tutorías, reuniones de departamento, reuniones de tutores por niveles y claustros. Es posible que haya soñado que cuando llegaba a casa, con la cabeza bien despejada tras tratar con las hormonas revueltas en sus pupitres, las clases que yo daba las preparaba previamente, lo cual incluye material de trabajo, lecturas y una extensa documentación sobre los asuntos que trato y en los que procuro, quizá soñando también, mantenerme actualizado y profundizar en aquello que aún desconozco y deseo que otros conozcan. Es posible que fuera fruto de mi imaginación las incontables horas que he pasado corrigiendo, todas y cada una de las semanas del curso, los comentarios de texto de mis alumnos, sus trabajos de evaluación y sus exámenes. Es posible que aquellos cientos y cientos de correcciones hayan llegado a mi memoria por ciencia infusa, y que alguna que otra noche de no pegar ojo para llegar a tiempo de meter todas las notas a su hora también la haya imaginado, como implícitamente señala Figar. También habré soñado los cursos de formación y los de la fase de prácticas, que me tuvieron embelesado semana tras semana para poder completar los créditos que me permiten mejorar mi retribución, y lo que es indudable es que he soñado esos días que necesité para reponerme, más mental que físicamente, de unos finales de curso sencillamente extenuantes.

Puede, sin embargo, que tenga la conciencia clara y limpia de que todo esto fue, es y será verdad en este y los cursos que vengan por delante. Puede que además de todo esto, haya un problema aún mayor que el que, en efecto, supone que dé dos clases más por semana. Porque puede que el colectivo de profesores esté protestando por un sistema de recortes que afecta, principalmente, a los alumnos, algo que (oh, casualidades de la vida) sólo algún que otro medio de comunicación se ha atrevido a mencionar.

Porque el curso que empieza ahora contará con aulas masificadas, de treinta y tantos alumnos para arriba (el tope es 40, cuidado) donde antes había cursos de entre 18 y 20 alumnos, en el mejor de los casos. El curso que viene empezará sin desdobles en asignaturas tan esenciales como matemáticas y los idiomas (español, francés, inglés…), y desde luego lo hará sin horario para clases de refuerzo, sin aulas de atención individual y, en el colmo de los colmos, lo habría hecho también sin horario de tutorías de no haber rectificado Figar a última hora, y de un modo bastante retorcido, todo hay que decirlo. Es decir, el recorte de plantilla supone un recorte en los recursos y estrategias educativos, y eso nadie lo dice.

Y aquí no pierdo yo por trabajar dos horas más, señoras Aguirre y Figar, aquí perdemos todos. Perdemos los profesionales que aún creemos que este sistema merece la pena el esfuerzo, sí, pero sobre todo pierden todos y cada uno de los españoles, y no sólo me refiero a los alumnos, familias y empresas, sino a todos los ciudadanos de un país que año tras año verán desfilar promoción tras promoción de estudiantes almacenados, literalmente, en aulas donde a lo último que se va es a aprender nada porque va a ser imposible que ahí se pueda realizar labor educativa alguna. Pero eso sí, las lideresas educativas nos conceden la gracia de dos pizarras digitales por curso, porque la tijera la metemos no en los detalles, que es lo que luce mejor, sino en lo esencial, en donde más nos duele a todos y parece que sólo unos cuantos son capaces de ver.

Si el ahorro supone dinamitar los cimientos del sistema educativo, pilar fundamental de toda sociedad que se precie de serlo, dejando en la calle a miles de profesores interinos gracias a los cuales este barco a la deriva aún flotaba y al resto de los que allí seguimos contando las horas para su total degradación, entonces reciban mi más sincera enhorabuena: lo han conseguido y encima están recibiendo por todo ello un aplauso unánime y, faltaba más, bien merecido.