Debían ser más o menos las tres y pico del jueves 11 de septiembre, cuando de repente la transmisión del televisor se interrumpió y aparecieron las imágenes que todos conocemos y que aún hoy, diez años después, me siguen poniendo los pelos de punta. Un avión acababa de estrellarse contra una de las Torres Gemelas de Nueva York. Al cabo de unos minutos vimos en directo el segundo impacto, y entonces salimos de dudas: ya no cabía hablar de accidentes, ni de casualidades. Estados Unidos estaba sufriendo el peor ataque terrorista de toda su historia.
Al principio, imagino que como tantos otros, creí que se trataba de una broma, que aquello en realidad no estaba pasando. Luego pensé que era como una película, como esas en las que los marcianos se ensañan con los monumentos del poder norteamericano, pero conforme se sucedían las explosiones, los derrumbamientos y las noticias de nuevas catástrofes en el Pentágono y en las proximidades de la Casa Blanca me convencí de que era desoladoramente real. Aquello parecía el fin del mundo.
Al margen de las inmensas nubes de humo que se alzaron sobre Nueva York, la imagen que más ha permanecido en mi retina es la de los trabajadores del World Trade Center que, en un acto de desesperación, prefirieron saltar al vacío antes que enfrentarse al fuego que estaba consumiendo las Torres Gemelas. Escuché el otro día al por entonces alcalde de la ciudad, Rudolph Giuliani, que decía que en su vida se habría imaginado que sería testigo de un horror semejante, y que lo que más le impactó era cómo todo el suelo temblaba con cada nuevo choque de los cuerpos contra el suelo, mil veces más terrible que cualquier cascote desprendido de los edificios.
Creo que tampoco soy el único que imaginó que aquello desencadenaría una tormenta de acontecimientos frenética, pero lo cierto es que no fue así. No al menos tan deprisa como pensaba. Hubo que esperar dos años para que finalmente, en marzo de 2003, el presidente Bush lanzara su injustificada y falaz operación militar contra Irak, con apoyos incondicionales como los de Reino Unido o España.
Es de sobra conocido el resultado de todo aquello, de aquellos juramentos y palabras personales en los congresos de las tres naciones por parte de sus respectivos presidentes (los de las Azores, recuerden), que luego quedaron en agua de borrajas cuando, al cabo de los años, se ha comprobado que allí no había las armas de destrucción masiva ni los vínculos con las células terroristas de Al-Qaeda que, en verdad, fueron los únicos argumentos que justificaban el ataque de las fuerzas lideradas por Estados Unidos. Y aún hoy sigue habiendo tropas por Afganistán, sin que yo tenga del todo claro por qué o hasta cuándo.
Debo reconocer que mi pérdida de fe en la política a partir de aquellos días de 2003 fue devastadora. La manera en la que España entró en la guerra, con más del 90% de la población en contra y clamando por un referéndum, y el modo tan chabacano en que se desoyeron a los que, en teoría, gobiernan con sus votos este país, me hicieron bajarme de ese fabuloso carro de la bendita democracia española y olé que nos vendieron en el colegio. Quizá por eso ya no me sorprenden las reformas exprés de la constitución ni todo lo que está pasando en otros tantos campos políticos, sociales y económicos de los últimos años.
Luego llegarían los atentados del 11-M, y aquella conferencia, otro jueves, en la que Aznar salió a afirmar ante todos que el único responsable de la matanza era ETA. Recuerdo su contundencia, su firmeza, que también repetiría en la comisión que investigó sus controvertidas declaraciones, que él seguía reafirmando contra viento y marea. Y también llegó, poco después de que Aznar tratase de convencernos a todos, aquel fatídico fin de semana electoral, del que Zapatero seguramente seguirá acordándose todavía porque ahí fue donde dijo que no nos fallaría, ese mismo fin de semana donde Telemadrid comenzó a granjearse su bien merecida fama de televisión corrompida hasta las cejas.
Políticas nacionales derivadas de las internacionales, órdenes de arriba que cumplimos los de abajo, tanto da que sea Bush o Merkel, y que determinan el rumbo de un país que pasó de televidente a recoger sus propios cadáveres sólo tres años después de aquellas nubes de humo que nos cegaron a todos. Aún viendo el otro día las imágenes podía sentir de nuevo esa sensación apocalíptica, aunque esta vez con una perspectiva algo mejor de todo lo ocurrido, con ese horripilante colofón que fue la muerte de Bin Laden, imagen del mal absoluto durante esta última década. Y sí, podemos consolarnos pensando que Bush ya no está, ni Aznar ni Blair, ni por supuesto Saddam Hussein o el propio Bin Laden. Pero en el fondo, ¿qué ha cambiado?
1 comentario:
Desgraciadamente...tienes razón.
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