domingo, 29 de abril de 2012

Cinefórum (18): Los Vengadores






Hace mucho, mucho tiempo, era posible ir a una sala y encontrarse con un determinado tipo de cine, destinado a un público masivo y con el principal interés de recaudar cifras obscenas en taquilla pero que, a cambio de tan poco honestas intenciones, ofrecía un producto de una calidad digna y, sobre todo, de un gigantesco potencial de entretenimiento y diversión. En aquella época, ignorante de megavideos y demás latrocinios informáticos, era posible entrar en una sala y pasarlo en grande mientras escuchabas a la gente disfrutar de cada escena e incluso, en contadas ocasiones, aplaudir a rabiar al término de la película.
Que yo recuerde, la única vez que presencié algo así fue en Parque Jurásico (1993), que personalmente no considero una obra de arte pero, con aquellos ojos infantiles con que la vi en su momento, me pareció lo más de lo más. Aquella sensación de estar literalmente apabullado, de comerme la pantalla y apenas parpadear para no perderme un solo detalle y de salir de la sala más feliz que como entré la he vivido solo en algunas (pocas) ocasiones. Si no me equivoco, sólo me volvió a ocurrir algo semejante con Matrix (1999), Gladiador (2000) y con La Comunidad del Anillo (2001), y pare usted de contar.
No sé si porque me había hecho mayor para esto o porque, efectivamente, mis temores se hacían realidad con cada nueva patochada que iba saliendo, pero el cine comercial de la última década me parece francamente mediocre. Como ya comenté con ocasión del reestreno del infausto Episodio I, es una categoría cinematográfica a la que creo que se le puede, y se le debe, exigir sensaciones y aportaciones como las que en su momento pudieron ofrecer películas como Indiana Jones y el Arca perdida, Star Wars IV-VI, Tiburón, Alien I-II o Terminator I-II. Todos estaremos de acuerdo en que no es la clase de películas que hace grande el cine, en términos de prestigio o calidad interpretativa, pero sí que lo engrandece en términos de espectacularidad, impacto en la cultura popular y, especialmente, en el fomento de la fabulosa tradición del cine de palomitas, que a mí me daría verdadera lástima que se perdiera con la dichosa generación 2.0.
Porque es algo que, nos guste o no, se está perdiendo y lo peor es que con razón. No sé si se debe a la falta de calidad que citaba antes, a los destrozos de la piratería o al cambio de intereses de la sociedad, pero lo cierto es que en los últimos años ha sido casi imposible ir a ver una película de este género y salir medianamente satisfecho. Sí, está la rareza de El caballero oscuro (2008), pero sabe a poco en términos comparativos con décadas como los 80 o los 90, aun con toda su rudimentaria galería de efectos visuales o tendencias horteras de ambas épocas.
Yo desde luego ya no voy a una sala de cine tan a menudo como antes, y cuando lo hago casi voy con un crucifijo por delante por si las moscas. A fin de cuentas, la sombra de sujetos como Roland Emmerich o Michael Bay es tan alargada (¿han visto la parodia de Titanic 3-D? es genial), que uno ya está espantado cuando ve anuncios de cosas como Battleship o la enésima de Transformers (adiós, infancia, adiós).
Quizá por todo ello no tenía demasiadas expectativas con el estreno de Los Vengadores. Viene rodeada de una maquinaria publicitaria imponente y tiene una estrategia de márketing que es para descubrirse, pero yo no puedo olvidarme de que casi todos esos alargados tráilers que son Iron Man I-II (2007, 2009), Hulk (2008), Thor (2010) o El Capitán América (2011) apenas llegan a la categoría de películas. Todas ellas eran un muy flojo aperitivo de esta nueva cinta que, pese a todos mis temores, resulta que no solo es, con diferencia, la mejor de toda la serie (algo que tampoco era especialmente difícil), sino que se ha convertido en una de las sorpresas más agradables de los últimos 12 años.
Es cierto que le cuesta algo arrancar, pero cuando lo hace la maquinaria es imparable. Parece como si todas las piezas encajaran mucho mejor de lo previsto (incluso por sus propios creadores), porque el director ha sabido equilibrar las muchas necesidades de un reparto algo descompensado y una trama flojita y con algún que otro topicazo (ay, esa nave que controla a los malos...), para dar como resultado lo que decíamos al principio de la entrada: una película 100% entretenida, espectacular y con algunos de los momentos más impresionantes del cine comercial de la última década. La batalla sobre Nueva York es sencillamente demoledora, y en todo momento tuve la sensación de que el cine entero estaba levitando de puro gozo, con techos como las intervenciones de un Hulk al que da gusto verlo (por fin), tras sus dos lamentables películas previas. La escena en la que destroza al pobre Loki o golpea a Thor tras un fabuloso plano secuencia de todos los vengadores son algunas de las más divertidas, por inesperadas y al mismo tiempo apropiadas, que recuerdo haber visto en mucho tiempo. Robert Downey Jr. hace un magnífico trabajo como Iron Man (sus burlas a Loki y Thor no tienen desperdicio), igual que Mark Ruffalo como Bruce Banner, al que dota de un enorme carisma, y ya solo faltaba Samuel L. Jackson con un lanzacohetes tumbando aviones nucleares para hacer delirar al personal.
Los vengadores es un ejercicio de comercialidad bien entendida, quizá el mejor de los últimos 10 años, y solo por eso ya se merecería un respeto. Por suerte, la crítica y el público mundial se han rendido a sus muchas bondades, lo cual no me extraña en absoluto, y espero de verdad que este sea el punto de partida para una fructífera saga que, esperemos, no termine como tantas otras, porque devuelve sabores y sensaciones de antaño que yo creía extintas: al término de la película el cine entero ovacionó lo que acababa de ver, entusiasmado, y, especialmente la chavalería y un servidor, salimos dando botes y con ganas de más. Y es que así sí, señores de Marvel y del cine en general. Así da gusto ir al cine.

martes, 24 de abril de 2012

Ecos de la memoria




La memoria es uno de los recursos más clásicos de la literatura para tratar cualquier tema que se precie, no solo por el juego que permite al presentar a un personaje que va rememorando su historia, sino porque sus evidentes lagunas, errores, olvidos e incluso malinterpretaciones dan lugar a amplios espacios que, en especial la novela, han sido explorados desde hace ya bastante tiempo con resultados más que satisfactorios.
John Banville, muy consciente de esta realidad, se lanzó a escribir su penúltima novela con la idea de proponer un viaje doble para su protagonista de El mar, por la que ha recibido todo tipo de elogios y galardones. Tras la muerte de su esposa, un historiador de arte llamado Max Morden se retira a un lugar perdido en la costa, un espacio que es al mismo tiempo refugio del dolor ante la pérdida y una ventana a una infancia que creía perdida. Con el paso de los días, la narración de Morden irá rememorando hechos de ambas líneas temporales, que concluyen con un final trágico en ambas que parece indicar un signo fatal en el destino del personaje.
Reconozco que la novela me cautivó en un primer momento por su atípica forma de narrar los sucesos, mezclando tonos solemnes, casí míticos, con otros más prosaicos que lindaban incluso con el humor. Poco a poco, sin embargo, y conforme el plano de la infancia cobraba cada vez un protagonismo descaradamente superior al de la vejez, mi interés fue perdiéndose paulatinamente, hasta el punto que tuve que hacer un esfuerzo por terminar la novela. Y si bien es cierto que su final es satisfactorio y cierra adecuadamente las tramas, el proceso que lleva desde el inicio al desenlace me pareció que fallaba, por paradójico que parezca, allí donde reside su recurso narrativo principal: los mecanismos de funcionamiento de la memoria del narrador.
Es evidente que la novela del siglo XXI tiene, por fuerza, que superar los esquemas narrativos del orden cronológico y de la intensificación de la trama para atrapar al lector. Esto ya no es el siglo XIX y no somos aficionados al folletín, lógicamente. Por otro lado, la memoria y sus resortes escapan a procesos lógicos, y por ello es de esperar que el narrador se deje llevar, casi como mecido por el oleaje, por los vaivenes de una colección de recuerdos aparentemente desordenada. Ahora bien, aunque todo eso sea justificable, no lo es el hecho de que Banville no maneja bien los tiempos de un relato donde el desequilibrio pone en serio peligro el interés del lector en momentos clave del texto. Aunque esto es solo una opinión personal, la trama del fallecimiento de la mujer plantea un dramatismo y una tensión, en los pocos momentos que se dedica el texto a ella, que la historia de los juegos infantiles no alcanza ni de lejos. Puede que al narrador le resulte muy terapéutico refugiarse en su despertar al amor y a la vida (más bien yo diría que la sensualidad femenina, y poco más), pero lo cierto es que el texto se desarrolla de manera anodina en pasajes demasiado extensos. La división en partes no termino de verla del todo clara, aunque seguramente tendrá sus motivos, y cuando al final descubrimos el elemento de enlace entre ambas tramas la sensación de tomadura de pelo es importante.
Qué lástima que esa secuencia final, donde la mujer fallece, se vea eclipsada por tanta divagación y tanta alusión al trágico desenlace de la historia infantil, que no se entiende bien y tampoco permite vislumbrar ecos mayores en la psicología del personaje principal, algo que sí ocurre, y de qué manera, con esa secuencia del hospital que pone los pelos de punta. Me parece una verdadera lástima que con el enorme potencial de la trama y el innegable talento de Banville, el autor haya orientado más la balanza hacia la más pobre de las historias, enredándose él mismo en una prosa que tiende más a la divagación gratuita que a la concreción de unos recuerdos dolorosos como puñales. Puede que la memoria sea un recurso fiable para la construcción de la novela, pero textos como El mar demuestran que no es infalible.

viernes, 20 de abril de 2012

El precio de la ignorancia




Hace unos años tuve la ocasión de escuchar la teoría de un profesor de un prestigioso centro educativo de Birmingham. Dicha teoría venía a decir algo así como que las reformas educativas, aumentos de tasas y demás siniestralidades que se estaban cometiendo en el sistema inglés parecían estar destinadas a crear dos modelos de escuela, uno público y otro privado, con un objetivo claro: estratificar la sociedad en dos bloques, uno desfavorecido y otro privilegiado. Según este hombre existía un plan oculto, muy sutil, que con una serie de retoques aquí y allá había convertido la educación en el Reino Unido en una cuestión de prestigio social, de demostración de poder económico, que como consecuencia de ello proporcionaría llaves para abrir cualquier puerta, en el caso de la educación privada, o se convertiría en una mera ramificación de los servicios sociales, en el caso de la pública. Eso permitiría, en cuestión de años, clasificar socialmente al conductor de un autobús y a un ingeniero o un banquero, que jamás podrían proceder de la misma aula por una simple cuestión de recursos financieros.

Tiempo después tuve ocasión de comprobar, de primera mano, que esto se había llevado a cabo de una forma mucho más explícita en el sistema educativo estadounidense, donde las astronómicas cifras que manejaban las universidades imposibilitaban, en la práctica totalidad, que los alumnos de clases más desfavorecidas pudieran optar a estudios superiores. Las escasas becas se adjudicaban de un modo bastante cuestionable, como ocurría con los manipulados deportistas, y obligaban a esfuerzos brutales a los pocos estudiantes que eran agraciados. El resto, sobra decirlo, pagaba sus más de 10.000 euros por matrícula anual con tanto gusto como entusiasmo. Y ahí no hizo falta que nadie me explicara teorías masónicas de ninguna clase, porque era algo evidente desde el primer barrendero del campus hasta el último pijo al que traían en un lujoso cochazo.

En España, la destrucción del sistema educativo lleva recorrido ya un largo camino, y con esto me refiero a décadas en el tiempo. Sería, por tanto, un error acusar al actual gobierno de ser el responsable de todas las catástrofes y despropósitos que asolan nuestros centros de primaria, secundaria y universidades, ya que las múltiples y sucesivas reformas (LOGSE, LOE, etc…) vienen demoliendo de manera implacable un modelo, el de EGB, BUP y COU, que tampoco era perfecto en sus orígenes, como también he escuchado decir a algún nostálgico descerebrado.

Ahora bien, sí es cierto que en los últimos años este proceso se ha acelerado e intensificado a un ritmo directamente proporcional al descaro de nuestros gobernantes por no ocultar más sus intenciones. Aquí la educación no le importa un pimiento a nadie, o al menos eso se deduce de quienes sostienen que la reducción de miles de profesores en las tres etapas, el aumento salvaje de alumnos por aula en primaria y secundaria, el incremento de tasas universitarias, la eliminación de becas y un sinnúmero de medidas igualmente deplorables solo tienen como objetivo “flexibilizar” y “mejorar la eficiencia” de un sistema educativo que, en sus palabras, “ya necesitaba reformas como éstas”. Y que el ministro de educación salga a la palestra para afirmar que el hecho de que haya casi cuarenta alumnos por aula en secundaria en realidad es una gran noticia porque aumentará la “socialización” de los estudiantes, no sé si tomármelo como una muestra de cinismo o de suprema estulticia, pero en cualquiera de los dos casos me parece sencillamente intolerable.

Puedo entender que un gobernante aparezca y diga que al no haber recursos, se tienen que tomar medidas para que pueda haber oportunidades en un futuro, pero no que salga con sandeces como las que Wert ha soltado a propósito de los temarios de oposiciones, que afectan a tantísimas personas sin trabajo de este país, o a los miles de universitarios a los que les van a aumentar un 50% de sus tasas sin opción alguna a beca porque “ya está bien de vagos”. Qué vergüenza. Lo que no se puede aceptar de ninguna forma es que, como hace este gobierno con la educación, la sanidad o con cualquier tema de esta crisis en general, nos hagan sentir culpable de habernos aprovechado de un sistema educativo que premia a los vagos, o de habernos dado una vida de lujo y derroche que, sinceramente, ni yo ni nadie que conozco se ha dado. Esa estúpida teoría de que hay que pagar los platos rotos de una fiesta a la que no estábamos invitados es inaceptable, y es su coartada constante para abandonar cualquier asomo de maquillaje y emprender la destrucción del sistema educativo, sanitario y del estado de bienestar en general con total impunidad. Ya está bien de mentiras. Y por cierto, si el precio de la educación les parece a todos excesivo, espérense a ver el de la ignorancia que nos espera en los próximos años.

miércoles, 18 de abril de 2012

Héroes de otros tiempos


2012 promete ser un año especial en cuanto al género de los superhéroes se refiere. Solo en los próximos meses se estrenarán Los vengadores, que recoge los frutos de las anteriores Iron Man (1 y 2), Hulk, Thor y Capitán América, así como la nueva versión de Spiderman y, no lo olvidemos, el verdadero plato fuerte: El regreso del Caballero Oscuro. Esto se suma a una larga lista de éxitos (y algún que otro fracaso) de los últimos años, que nos ha devuelto a la Patrulla X, en el lado más positivo, o de forma mucho peor a los 4 Fantásticos y Linterna Verde, entre otros tristes mutantes en mallas.


Creo haber expresado ya en anteriores ocasiones mi rechazo general por este género, al que con honrosísimas excepciones (X-Men 1 y 2, de Bryan Singer, y poco más) considero condenado a esquemas ultra comerciales con escaso margen para hacer algo realmente interesante. Los tópicos y arquetipos, heredados de unas narraciones visuales ya de por sí bastante paupérrimas, se convierten en un festín digital sin mucho más que dos o tres escenas supuestamente espectaculares con que deleitar al público, y con bochornosos diálogos y personajes de cartón piedra para aderezar la fiesta. La trilogía de Batman de Nolan es lo único que no solo no forma parte de esta impresión general sino que, en mi opinión, juega directamente en otras ligas muy superiores.


No obstante, antes de Nolan las películas de Batman eran precisamente ejemplo modélico de lo mucho que se puede llegar a deteriorar una saga (que tampoco empezó tan bien como muchos se empeñan, con aquellas horrendas cintas de Burton a la cabeza), del mismo modo que le ocurrió al héroe que inició todo esto, y que para muchos, incluido el que esto escribe, es quizá el superhéroe por antonomasia.


Era cuestión de tiempo que alguien se diera cuenta del enorme potencial de Superman como personaje cinematográfico, así que cuando la familia Salkind se arriesgó a producir no una, sino dos películas que se rodarían al mismo tiempo, no todos pensaron que estaban locos. Y poco a poco, conforme convencían a las megaestrellas del momento para los papeles secundarios (Marlon Brando como Kar-El, o Gene Hackman como Lex Luhtor), así como a Mario Puzo para el guión o a Richard Donner para dirigirla, el proyecto de Superman cobró dimensiones de superproducción, como no podía ser menos. Superman (1978) fue un éxito de proporciones descomunales en todo el mundo, galardonado con un merecidísimo Oscar a los mejores efectos visuales, y lanzó al estrellato a Christopher Reeve, además de confirmar que existía un público masivo para los héroes de cómic.


Marlon Brando aportaba todo su carisma en el primer tercio de la película, ambientado en un planeta Krypton soberbiamente diseñado. La tragedia se precipita con la destrucción del planeta, dando únicamente tiempo a Kar-El para poner a salvo a su hijo, Jor-El, al que enviará en una nave hasta la tierra. Allí será recogido por una familia adoptiva hasta que, poco a poco, su condición de héroe le lleve a Metrópolis para perseguir las injusticias del mundo. Gene Hackman ponía la chispa y Reeve su cara de póker para un duelo final de tintes mesiánicos emocionante y entretenido, adornado con la siempre magnífica partitura de John Williams.


Todo lo que ha venido después depende, en buena medida, de aquel proyecto tan extraño. Poco tiempo después del estreno de la primera cinta, y sin más explicación que una simple nota de despido, Donner fue apartado de la dirección cuando tenía ya rodado, según él, más del 75% de la fotografía de la secuela. Su lugar lo ocupó Richard Lester, más proclive a escuchar a los Salkind a la hora de aligerar la carga dramática de la primera parte y a incluir más humor. Fruto de todo ello, y tras la adición de bastantes escenas nuevas, se produjo el estreno de Superman II (1981), a mi juicio bastante peor que la primera parte y plagada de momentos frustrantes.


Los Salkind demostraron ser unos productores corrompidos por la avaricia y la usura. Por culpa de no haber pagado sus honorarios a Marlon Brando, este les demandó e impidió que salieran sus escenas de la segunda parte, en las que jugaba un papel fundamental. El apaño hecho por Lester, con la madre de Superman dando la nota, es tan patético como, por otra parte, inevitable en ausencia de Brando. Por su parte, Gene Hackman se negó a rodar una sola escena más sin Donner, por lo que tuvo que ser reemplazado por un doble que aparecía de espaldas, lo que resultó casi tan penoso como lo de Brando. Para redondearlo todo, el desfase entre las escenas de Lester y las de Donner se notaba en un Reeve más musculado y en una Margott Kidder (Lois Lane) que físicamente estaba muy cambiada.


A pesar de todo la cinta recibió buenas críticas y animó a los productores a seguir explotando la gallina de los huevos de oro, con las lamentables Superman III y IV. Los créditos iniciales de la tercera parte, de nuevo con Lester en la dirección, son tan absurdos que dan vergüenza ajena, y lo peor es que son la clave de sol del resto de una canción sencillamente olvidable, con el bobo de Richard Prior intentando hacer reír sin gracia alguna. De la cuarta parte casi mejor no hablar, para no deprimirnos más.


Tal es así que cuando Bryan Singer fue contratado para hacer un relanzamiento de la franquicia en 2006, ambientó su historia tras los acontecimientos de la segunda entrega, como si las dos siguientes nunca hubieran existido. Y no es que a él le fuera mucho mejor que a Lester (más bien al contrario), pero al menos devolvió al personaje una cierta dignididad que sin duda había perdido apenas diez años después del éxito de su primera entrega.


Hace poco ha aparecido una edición en Blu-Ray que contiene todas las películas de Superman, con dos adiciones bastante interesantes para los mitómanos. En primer lugar hay una versión extendida de la primera película (ojo, que se va casi a las dos horas y media), pero que resulta una versión muy completa de la historia ideada originalmente por Donner. En segundo lugar, y casi más importante aún, está el montaje de Donner de la segunda parte, con muchísimo material inédito que permaneció en las catacumbas de Hollywood hasta que, también en torno a 2006, fue reeditado tras un movimiento masivo en Internet, que ansiaba ver el montaje del director original.


Esta segunda secuela solventa todos los problemas de la versión de Lester al restaurar a Brando en su papel, y elimina todas las escenas de humor absurdo que Lester metió con calzador. Todo resulta mucho más lógico y auténtico, encaja mejor y es más coherente con la primera parte. Lástima que, sin embargo, se note algún que otro corte de montaje aquí y allá, y que ese 25% no rodado tenga que ser reemplazado por alguna que otra escena de Lester, porque entonces estaríamos hablando de una secuela casi tan buena, si no mejor, que la primera parte.


Y es que, en definitiva, la dilogía de Donner de Superman es un ejemplo de cómo hacer buen cine de super héroes, con un tono adecuado, un equilibrio narrativo bueno y unos actores estupendos. Fue una lástima, como señala el propio director en un documental, que estas dos películas no sentaran el debido precedente, porque puede que de aquellos desmanes de los Salkind llegaran, años más tarde, los despropósitos actuales de un género devaluado que, esperemos, coja cierto aire en 2012 más allá de El regreso de el Caballero Oscuro, para mí la más esperada de todas y de la que ya tendremos tiempo de hablar largo y tendido en futuras entradas.




P.d: Me confirman mis fuentes que se está preparando otra nueva película de Superman, titulada algo así como El hombre de acero, que tiene prevista su salida para el año que viene y que cuenta con Christopher Nolan y David Goyer, máximos artífices del resurgimiento del hombre murciélago, en labores de producción. Veremos.

martes, 10 de abril de 2012

Vini, vidi, vinci


Soy vecino de una localidad que aparece en todos los folletos y webs como un ejemplo de urbanismo y diseño de exteriores, plagado de parques, lagos y espacios amplios y luminosos; un lugar que, en palabras de un amigo mío, parece esa ciudad-decorado que Peter Weir imaginó para la genial El show de Truman (1997). Es una ciudad con una de las poblaciones más jóvenes de este país, un lugar de empresas y emprendedores que hace las delicias de todos esos juglares de la austeridad, que para mayor inri gobiernan desde hace ya tiempo con una de las mayorías absolutas más absolutas de la comunidad de Madrid.


En mi ciudad había un alcalde que ahora ya no lo es. Se trata de un señor que, a lo Julio César, llegó, vio y venció, obteniendo colosales victorias electorales que luego pagaba con favores aquí y allá, mientras dedicaba los fondos a hacer aún más verde y luminoso su feudo, y con cada nueva fuente y cada nuevo parque construido una salva de aplausos lo seguía, fervorosa y entusiasta. Aquello parecía un idilio condenado a la eternidad.


Sin embargo, este buen señor, que ya no es alcalde, tiene algunos puntos oscuros en su verde y luminoso reinado. Primero mandó construir unas viviendas de protección oficial en un espacio que luego resultó no ser tan amplio, y tuvo que soportar las lógicas protestas de los agraciados ciudadanos, obligados ahora a alquilar por sumas desorbitadas viviendas muy pequeñitas. Poco después se vio inmerso en una agria polémica acerca de una subida de sueldos que pactó con el principal grupo de la oposición, tan contento como él de que sus concejales (y el propio señor alcalde que ya no lo es) vieran cómo sus emolumentos aumentaban entre un 18 y un 36% en plena crisis del zapaterismo universal. Por último pero no menos importante, una última polémica vino a enturbiarlo todo aún más por culpa de un terreno llamado el Tagarral, por el que en 1992 fueron condenados la Comunidad de Madrid, el ayuntamiento de Colmenar y el de mi hermosa localidad a pagar por una nefasta recalificación, multa que ha ido en aumento desde 1992 hasta llegar a 2012 con unos intereses que se elevaban a 60 millones de euros. Tal cual.


Ante aquellos tres desafíos, nuestro buen señor que ya no es alcalde respondió con tres soluciones que ríanse ustedes de Salomón. A los encolerizados ciudadanos les amenazó con anular el sorteo en el que habían sido bendecidos si no callaban sus encolerizadas boquitas; ante las quejas por las astronómicas subidas de sueldo, se limitó a decir que lo que tenían que hacer los ciudadanos era dejarse de demagogias; ante el caso del Tagarral, primero envió una carta a los ciudadanos diciéndoles que había tres posibilidades: que cada ciudadano pagara cerca de 1000 euros de su bolsillo, sufrir un embargo de dicho terreno o, en un arranque de supremo cinismo, recalificar nuevamente los terrenos como suelo urbanizable y, ya de paso, darle un nuevo impulso al ladrillazo que tanto daño ha hecho a este país.


Sobra decir que esta tercera opción es la que salió adelante en un pleno, celebrado en marzo de 2011, en el que este buen señor que ya no es alcalde tuvo a los ciudadanos que fueron a protestar por estos motivos más de 6 horas de pleno para después abandonar la sala sin antender a una sola pregunta. Añádase que a este pleno había prohibido la entrada de la plataforma 15-M por un vídeo, que él considera difamatorio e injusto, acerca del tema de las subidas de sueldo, algo inédito en una supuesta democracia como la que este buen señor, que ya no es alcalde, supuestamente representaba.


Y digo que este señor ya no es alcalde porque la misma gente que lo mandó a conquistar las Galias ahora le ha llamado de nuevo a las glorias de la capital, a comandar una legión-empresa donde cobrará cientos de miles de euros, solo ocho meses después de ser reelegido en las urnas. Pero a este señor, que ya no es alcalde, le da todo igual porque todo lo deja atado y bien atado: le ha sucedido su mano derecha, el encargado de la parcela de urbanismo que, dicho sea de paso, es la llave del poder en esta magnífica, hermosa, amplia y verde localidad plagada de austeros emprendedores en la que tengo el orgullo, placer y privilegio de vivir, y que sea por muchos y felices años.



P.d: Lección de democracia: http://www.youtube.com/watch?v=9cRHQmW0ax8&feature=shareb)

El Tagarral: http://www.youtube.com/watch?v=bJ2892CLEq0

miércoles, 4 de abril de 2012

La cultura del esfuerzo



Hace un par de semanas, uno de los pocos empresarios de éxito que debe haber en este país tuvo la feliz ocurrencia de establecer un paralelismo entre la marcha de la economías china y española. Vino a decir algo así como que la primera de ellas está en la cresta de la ola porque está impulsada por una legión de infatigables trabajadores, mientras que la segunda se hunde sin remedio porque está formada por un atajo de vagos y perezosos. El comentario habría quedado en poco más que eso, un simple comentario, de no haber coincidido con una serie de artículos en la prensa (a mi juicio nada casuales) acerca de la cultura del esfuerzo del gigante asiático, por todos esgrimido como el motivo principal del ascenso imparable de este país como superpotencia mundial en los últimos años.


De los trabajadores chinos los empresarios alaban prácticamente todo: una ética laboral intachable, un sentido del deber que raya en lo obsesivo, una constancia a prueba de bombas, una cultura del aprecio por la diligencia y de desprecio por la pereza, etc. Hablan, con los ojos empañados en lágrimas, de que esta gente no coge bajas ni aunque tenga que venir a trabajar con fiebre o coja perdida, que no necesita vacaciones porque lo considera una pérdida de tiempo y dinero y alarga gustosamente sus horarios laborales más allá de cualquier convenio conocido hasta la fecha. Vamos, que si hubiera más trabajadores como ellos en este país, no sería descabellado pensar que seríamos nosotros, y no Merkozy, quien regiría los destinos de la vieja Europa con mano firme y decidida.


Por el contacto que he podido tener con ciudadanos de nacionalidad china, de todos ellos he obtenido una imagen de su propia cultura entre resignada y orgullosa: orgullosa porque se sienten cada vez más fuertes, con más peso internacional, pero resignada por una mentalidad férrea e inflexible que va en contra de una serie de principios que, me temo, tanto ellos como yo consideramos básicos.


Partiendo de la base del respeto más absoluto a la mentalidad del trabajo y el esfuerzo, contra la que no tengo absolutamente nada, tengo la impresión de que detrás de eso hay también otros aspectos que pocos, o muy pocos, dicen. Las jornadas de trabajo de 8:30 de la mañana a 0:30 de la noche a mí no me parecen normales, se mire por donde se mire. No me parece razonable, tampoco, que muchos hijos de estos trabajadores deban, por ley implícita, atender una serie de labores que van mucho más allá de echar una mano en la tienda, y que lindan peligrosamente con la explotación de menores de edad. Y esto es un asunto muy serio, especialmente cuando obstaculiza, por no decir que impide, su progresión académica, algo que he podido comprobar de primera mano en mi trabajo.


Puedo entender las razones por las que los empresarios se froten las manos pensando en los beneficios que dan las fábricas chinas, con una mano de obra barata y eficaz, que no molesta con ruidosas huelgas ni pancartas que valgan. Ahí están Apple y tantas otras empresas para dar fe de ello, fabricando buena parte de sus productos a precios ridículos que luego recuperan con creces mientras lidian con desgana con las polémicas en torno a las lamentables condiciones laborales de sus empleados, con decenas de suicidios incluidos para sazonar aún más semejante ensalada.


Ahora bien, antes de trasladar alegremente éticas laborales a un país que, en eso tengo que darle la razón al empresario, no se ha caracterizado nunca por su decidido ánimo emprendededor y su denodado esfuerzo, habría que pararse a considerar por qué eso es así. Si de España algo se alaba a nivel internacional es precisamente una concepción de la vida donde el trabajo es una parte de ella, no la única ni, en ocasiones, la más importante. Por lo general, este país goza de buen clima, de buena gastronomía y de una serie de costumbres que invitan a la reunión informal (y con ello no me refiero solo, aunque también, a nuestros miles de fiestas locales, regionales o nacionales). En buena parte de este país la dedicación al trabajo no está reñida ni con el tiempo que se dedica a la familia ni a la realización personal, a ese ocio cada vez más denostado en estos tiempos de crisis. Ahora bien, de ahí a considerar que aquí todo el mundo se dedica a tumbarse tranquilamente a ver la vida pasar, hay una gran diferencia. En España hay millones de personas que trabajan duramente cada día para sacar adelante a sus familias, y si hay más de cinco millones de parados no es precisamente por propia voluntad. Generalizar en este asunto es tan desafortunado como injusto con demasiadas personas, por lo que yo recomendaría más respeto y reflexión antes de hacer semejantes comentarios.


Yo desde luego tengo claro el lugar que quiero que el trabajo ocupe en mi vida, y a cuál de los dos elementos doy prioridad. El trabajo para mí no es aquello a lo que todo lo demás se supedita, sino que es la llave que abre una serie de puertas, tanto de realización personal como de obtención de recursos para llevar una vida digna. Y eso no significa que no me esfuerce en hacer mi trabajo de la mejor forma posible, que no cumpla mis horarios escrupulosamente o que no atienda a todas las obligaciones derivadas de mi profesión. Ahora, de ahí a convertir el trabajo en la razón última de la existencia, donde no se contempla la noción del tiempo libre, de la lectura o de un simple paseo, hay una diferencia tan abismal como enfermiza. Creo que entre el extremo del trabajador chino con ganas de suicidarse y el del trabajador español que hace lo posible por trabajar poco, y a ser posible mal, ha de haber un término medio. No dudo que lo primero impulse económicamente a un país, pero si eso se hace a costa de la felicidad de sus individuos entonces no sé hasta qué punto se crea un problema incluso mayor.


Es indudable que España tiene que modificar una mentalidad demasiado acomodaticia y, sobre todo, tiene que desterrar los comportamientos tan bochornosos de corrupción, fraude y latrocinio que protagonizan desde el más miserable de los rateros hasta el más insigne de nuestros “políticos”. Tampoco nos vendría mal aumentar varios puntos nuestra cultura del esfuerzo, porque de todos estos factores y algunos más que me dejo en el tintero se deriva nuestra actual situación económica. No obstante, y esto es un ruego directo a todos los voceros de las maravillas asiáticas, déjenme a China en paz, que ni sus trabajadores son una masa felizmente realizada ni toda su cultura un gigantesco ejemplo que España tenga que seguir porque un buen señor, ebrio sin duda de tanto superávit, nos diga que tenga que ser así.