viernes, 20 de abril de 2012

El precio de la ignorancia




Hace unos años tuve la ocasión de escuchar la teoría de un profesor de un prestigioso centro educativo de Birmingham. Dicha teoría venía a decir algo así como que las reformas educativas, aumentos de tasas y demás siniestralidades que se estaban cometiendo en el sistema inglés parecían estar destinadas a crear dos modelos de escuela, uno público y otro privado, con un objetivo claro: estratificar la sociedad en dos bloques, uno desfavorecido y otro privilegiado. Según este hombre existía un plan oculto, muy sutil, que con una serie de retoques aquí y allá había convertido la educación en el Reino Unido en una cuestión de prestigio social, de demostración de poder económico, que como consecuencia de ello proporcionaría llaves para abrir cualquier puerta, en el caso de la educación privada, o se convertiría en una mera ramificación de los servicios sociales, en el caso de la pública. Eso permitiría, en cuestión de años, clasificar socialmente al conductor de un autobús y a un ingeniero o un banquero, que jamás podrían proceder de la misma aula por una simple cuestión de recursos financieros.

Tiempo después tuve ocasión de comprobar, de primera mano, que esto se había llevado a cabo de una forma mucho más explícita en el sistema educativo estadounidense, donde las astronómicas cifras que manejaban las universidades imposibilitaban, en la práctica totalidad, que los alumnos de clases más desfavorecidas pudieran optar a estudios superiores. Las escasas becas se adjudicaban de un modo bastante cuestionable, como ocurría con los manipulados deportistas, y obligaban a esfuerzos brutales a los pocos estudiantes que eran agraciados. El resto, sobra decirlo, pagaba sus más de 10.000 euros por matrícula anual con tanto gusto como entusiasmo. Y ahí no hizo falta que nadie me explicara teorías masónicas de ninguna clase, porque era algo evidente desde el primer barrendero del campus hasta el último pijo al que traían en un lujoso cochazo.

En España, la destrucción del sistema educativo lleva recorrido ya un largo camino, y con esto me refiero a décadas en el tiempo. Sería, por tanto, un error acusar al actual gobierno de ser el responsable de todas las catástrofes y despropósitos que asolan nuestros centros de primaria, secundaria y universidades, ya que las múltiples y sucesivas reformas (LOGSE, LOE, etc…) vienen demoliendo de manera implacable un modelo, el de EGB, BUP y COU, que tampoco era perfecto en sus orígenes, como también he escuchado decir a algún nostálgico descerebrado.

Ahora bien, sí es cierto que en los últimos años este proceso se ha acelerado e intensificado a un ritmo directamente proporcional al descaro de nuestros gobernantes por no ocultar más sus intenciones. Aquí la educación no le importa un pimiento a nadie, o al menos eso se deduce de quienes sostienen que la reducción de miles de profesores en las tres etapas, el aumento salvaje de alumnos por aula en primaria y secundaria, el incremento de tasas universitarias, la eliminación de becas y un sinnúmero de medidas igualmente deplorables solo tienen como objetivo “flexibilizar” y “mejorar la eficiencia” de un sistema educativo que, en sus palabras, “ya necesitaba reformas como éstas”. Y que el ministro de educación salga a la palestra para afirmar que el hecho de que haya casi cuarenta alumnos por aula en secundaria en realidad es una gran noticia porque aumentará la “socialización” de los estudiantes, no sé si tomármelo como una muestra de cinismo o de suprema estulticia, pero en cualquiera de los dos casos me parece sencillamente intolerable.

Puedo entender que un gobernante aparezca y diga que al no haber recursos, se tienen que tomar medidas para que pueda haber oportunidades en un futuro, pero no que salga con sandeces como las que Wert ha soltado a propósito de los temarios de oposiciones, que afectan a tantísimas personas sin trabajo de este país, o a los miles de universitarios a los que les van a aumentar un 50% de sus tasas sin opción alguna a beca porque “ya está bien de vagos”. Qué vergüenza. Lo que no se puede aceptar de ninguna forma es que, como hace este gobierno con la educación, la sanidad o con cualquier tema de esta crisis en general, nos hagan sentir culpable de habernos aprovechado de un sistema educativo que premia a los vagos, o de habernos dado una vida de lujo y derroche que, sinceramente, ni yo ni nadie que conozco se ha dado. Esa estúpida teoría de que hay que pagar los platos rotos de una fiesta a la que no estábamos invitados es inaceptable, y es su coartada constante para abandonar cualquier asomo de maquillaje y emprender la destrucción del sistema educativo, sanitario y del estado de bienestar en general con total impunidad. Ya está bien de mentiras. Y por cierto, si el precio de la educación les parece a todos excesivo, espérense a ver el de la ignorancia que nos espera en los próximos años.

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