jueves, 31 de octubre de 2013

El Señor de Hayadién (parte 1)


Cuentan las antiguas leyendas que después de aquel suceso incluso los dioses huyeron del bosque de Hayadién, abandonando a su suerte a todo aquel que tuviera el infortunio de adentrarse en su espesura maldita. Cuentan que únicamente la diosa Iop, en cuyo corazón anidaba la esperanza perpetua, permaneció algún tiempo rondando las lindes más allá de las cuales se extendían las sombras, pero incluso ella terminó renunciando a toda posibilidad de triunfar más allá de los primeros pasos, y su rastro se perdió como el eco del tiempo remoto.

Muchos siglos después, cuando los relatos de los dioses y los hombres se habían agotado y ya únicamente estos últimos gobernaban las tierras y los mares, arribaron a las costas nuevas tribus venidas del este. Eran gentes más civilizadas, prósperas y ricas que las anteriores, y nada sabían de maldiciones o de encantamientos sino de agricultura, ganadería y comercio. En apenas unas décadas, los valles próximos a la costa fueron poblándose con más y más habitantes, hasta que finalmente las fincas más remotas alcanzaron las fronteras de Hayadién.

Una mañana de finales de octubre, Axel y Áirin estaban reparando la verja más cercana al bosque cuando de pronto escucharon un ruido. Ambos levantaron inmediatamente la cabeza. No se parecía a nada que hubieran oído antes, y aun así había algo humano y animal al mismo tiempo, como un grito ahogado de dolor y desesperación. Los mellizos notaron que su piel se erizaba al instante, como si un escalofrío recorriera todo su cuerpo, y luego se miraron en silencio, a la espera de una nueva señal del bosque que no llegó.

Ambos sabían que no debían adentrarse en aquellas tierras desconocidas. Desde que tenían conocimiento, sus padres les habían insistido una y otra vez en que no debían hacerlo. Nadie conocía los peligros que podrían habitar allí dentro, en esa inmensa espesura que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista y que era coronada por las majestuosas montañas del Septentrión Albo. En una ocasión, un anciano que afirmaba ser el primero en pisar tierra firme de todas aquellas gentes, les había contado al calor de la lumbre una historia de terror, como esas que se cuentan a los niños para asustarlos en la noche de difuntos. Les habló de gárgolas que se convertían en piedra al llegar el día y que decoraban las antiguas catedrales del viejo mundo, y de sabuesos enmascarados que eran capaces de morder con mayor fuerza incluso que las fauces de plata que decoraban sus monstruosos rostros. Sin embargo, la historia que más les llenó de horror fue la de aquella estrella celeste que, una vez cada mil años, descendía del firmamento para atrapar en su red de temor a todo aquel que la pisara, otorgándole el deseo de contemplar su propia muerte en un espejo de cristal al llegar la hora de los muertos.

Todas ellas, decía el anciano, palidecían en comparación a lo que vivía en aquel bosque. Él lo había visto, aseguraba, cuando se internó en uno de los viajes de exploración de los recién llegados, y desde entonces aquella tierra y sus secretos habían permanecido ocultos a los ojos de los hombres. Axel y Áirin seguían contemplando la linde del bosque, sin atreverse a mover un solo músculo. A aquella hora de la tarde, cuando los últimos rayos de sol apuraban sus destellos finales, todas aquellas historias cobraban de pronto una siniestra nueva perspectiva, y ya no resultaban tan aparentemente inofensivas. Antes al contrario, parecían estar conectadas con una milenaria tradición de ocultas verdades disfrazadas de leyenda, sabiduría arcana encerrada en ardides de juglares para entretener al pueblo ocioso.

Los mellizos dejaron los martillos y maderas junto al suelo, y caminaron por el sendero que bordeaba la finca. Había algo en aquel bosque, de eso no cabía duda. Era como si de alguna manera los estuviera llamando, un silbido sordo entremezclado con la brisa de la tarde que expiraba. La belleza del valle palidecía de envidia ante la majestuosidad de aquellos árboles, esos troncos robustos sostenidos por raíces que anclaban en lo más profundo de la tierra. Los haces de luz que penetraban a través de ellos no hacían sino darle un aire aún más misterioso al conjunto, un halo de enigma sin cifra ni esfinge que pudiera plantear un acertijo a su altura.

Y de pronto, lo vieron. Agrib, el hijo del viejo molinero, estaba de pie entre dos sauces al pie de los cuales comenzaba la pradera. Estaba de espaldas a ellos, como hechizado por la magia de Hayadién, la respiración contenida, la mirada perdida en un punto indefinido de la espesura del bosque. No oyó los gritos de Axel y Áirin, las súplicas de que permaneciera justo donde estaba y no diera un paso al frente. No escuchó sus pasos presurosos hacia él porque cuando llegaron a los sauces el muchacho ya había desaparecido.

Sin pensarlo, movidos por el único deseo de salvar la vida del muchacho, los mellizos siguieron sus pasos y se internaron en las tierras del Señor de Hayadién.

(continuará...)

viernes, 25 de octubre de 2013

La caverna educativa


Tuve la oportunidad ayer de charlar con dos profesores de enseñanza secundaria de Holanda, país con el que mi centro está realizando un intercambio estos días. Me preguntaron qué opinaba acerca de la efectividad de la huelga del día 24 convocado por los sindicatos de estudiantes y profesores, asociaciones de padres y demás miembros de la comunidad educativa, y lo cierto es que no supe bien qué responder. Me encantaría haberles podido responder que en este país los políticos escuchan a los ciudadanos, ya sean tres millones o trescientos (según organizadores o Comunidad de Madrid, ya me entienden), y que las protestas ciudadanas tienen su eco en la mejora de ciertas leyes o normativas para el mejor funcionamiento social. Me encantaría haberles dicho que la huelga del pasado jueves fue un éxito rotundo, una bofetada en la cara de todos esos poderosos que quieren cercenar las aspiraciones de crecimiento de toda una nación, pero no creo que sea cierto. No al menos aquí y ahora.

Ellos me contaron que en Holanda se ven sometidos a un abandono casi absoluto por parte de su gobierno, que se gasta millonadas en la educación primaria pero tiene bastante abandonados los estudios secundarios. Allí, no sé si por suerte o por desgracia, la educación pública es la vía principal de estudio para los holandeses, al no existir prácticamente centros privados. Por todo ello, que la comunidad de profesores esté con las aulas a 32 alumnos, con 28 horas lectivas (la pública aquí está a 20 horas de clase y 10 en otro tipo de funciones en el centro), también debería ser motivo suficiente como para que allí salieran día sí y día también para pedir unas mejores condiciones en la calidad de la enseñanza. 

Luego pasaron a preguntarme por la nueva ley de nuestro excelso ministro de educación, cuestión peliaguda donde las haya. Me resulta muy complicado no hablar de esta ley sin hacer referencia a muchos de esos cambios que, por más que me lo repita el señor Wert, no veo que vayan en dirección a mejorar la calidad de nada: antes al contrario, veo que es una ley servil con ciertos poderes fácticos de este país que tienen más presencia y resonancia de lo que muchos quieren reconocer. El peso específico que se otorga a ciertas asignaturas y sus contraprestaciones, como ocurre con la religión, es algo tan sangrante que quien no lo vea me temo que tiene demasiada buena intención o menos dedos de frente de los que debería (incluso puede que ambas cosas a la vez). Veo que esta ley toca, trastoca y desbarajusta tanto como las anteriores, pero con unos tintes ideológicos que el señor Wert se empeña en negar una y otra vez, argumentando además que las de anteriores gobiernos, en especial los socialistas, claro, también hubo tintes ideológicos sobre los que nadie protestó en su momento.

El problema no es ese, me temo. El problema es que cada nuevo gobierno lleva consigo una nueva reforma educativa. Cada nuevo impulso electoral trae supuestos aires renovadores que lo único que hacen es entrar aquí como un elefante en una cacharrería, dejándolo todo a los pies de los caballos hasta que lleguen las siguientes elecciones y haya que remover el barro de nuevo. En el fondo aquí a muy poca gente le preocupa la calidad de la enseñanza, y en especial de un sistema público que desde ciertos sectores del poder se está convirtiendo, a golpe de decreto ley, en un gueto para los más desfavorecidos, dejando las aulas nobles de la enseñanza privada y concertada para todos aquellos que tengan posibilidades económicas mayores. Y esto no tiene nada que ver con la calidad de la enseñanza, sino con un filtro social y económico tan lamentable como sonrojante para un país que se precia tanto de su calidad de vida. 

No sé bien qué futuro tiene todo esto. La oposición ya ha anunciado, por si hacía falta la aclaración, que en cuanto vuelva a tener el control del gobierno le faltará tiempo para meterse manos a la obra con una derogación de la actual ley para reemplazarla por otra nueva. Ojalá llegue el día en que se produzca un acuerdo entre todos los partidos (o al menos una mayoría significativa, por lo menos) que, como en otros países de Europa, deje la educación al margen de todas esas batallas políticas de corte nacionalista, ideológico o manipulador que con tanto interés se manejan dentro de estas confusas fronteras ibéricas en que vivimos. Ojalá, ya que estamos, que dejen participar a los miembros de la comunidad educativa en la redacción de ese proyecto amparado por ley de los propios partidos políticos y sus intereses de a cuatro años vista. Mientras tanto podemos protestar, claro que sí, y debemos protestar, pero mucho me temo que no vamos a hacer otra cosa que ser marionetas en ese teatro donde partidos, sindicatos y medios de comunicación gustan tanto de tirarse las cifras a las cabezas de los otros. Mientras el sistema educativo y en especial la enseñanza pública sigan siendo una caverna oscura, un trastero o un mero almacén al que tiramos todo lo que no nos gusta, no nos renta o no nos interesa, no vamos a ir ninguna parte.



lunes, 21 de octubre de 2013

El país de los pícaros



Cuando hace unas semanas el Comité Olímpico Internacional descartó a las primeras de cambio la candidatura de Madrid para ser sede de los Juegos Olímpicos de 2020 (es la tercera vez consecutiva que Madrid pierde esta candidatura, tras los fiascos de 2012 y 2016, que fueron a parar a Londres y Río de Janeiro, respectivamente), toda nuestra ilustre caterva política salió a escena para barruntar en un lenguaje absolutamente incomprensible máximas del calibre de "hemos perdido, pero nunca nos derrotarán". Dijeron, además, que la candidatura era perfecta, que el proyecto era aún más perfecto todavía, y que no había ciudad más deportiva que Madrid ni país más olímpico que España.

Puede que buena parte de las críticas al proyecto español se las haya llevado cierta alcaldesa y su lamentable spanglish, pero a mí lo que me da auténtica pena, auténtica vergüenza, es que no se sostiene la afirmación de que este país es deportivo, limpio y competitivo, de que es merecedor de celebrar juegos olímpicos ni nada parecido. El asunto del dopaje, que otros países se toman tan en serio que llegan a desposeer a sus medallistas olímpicos de títulos y premios, como pasó en Estados Unidos con Marion Jones o Lance Armstrong, aquí en España se trata con una ligereza absoluta. La operación Puerto se saldó con una sentencia totalmente surrealista, plagada de absoluciones y destrucción de pruebas; el pasaporte sanguíneo de Marta Domínguez, campeona del mundo de atletismo en 2009, está pasando de mano en mano por todos los organismos nacionales competentes para juzgar si esta buena señora cometió o no dopaje, y al final parece que terminará en manos de algún tribunal internacional; la unión ciclista española fue incapaz de condenar a Alberto Contador por su positivo por clembuterol y tuvo que actuar la UCI de oficio para que cumpliera su sanción de dos años, al tiempo que lo desposeía de los títulos afectados por el positivo.

Pero no es solo eso. No es solo que este país mire a otro lado de forma descarada en temas de dopaje patrio, sino que se comporta de una manera totalmente desvergonzada en cuanto tiene ocasión para ello. Resulta que en el año 2000 nuestra selección paralímpica de baloncesto ganó una medalla de oro absolutamente fraudulenta: 10 de los 11 jugadores del equipo no tenían ningún tipo de minusvalía o discapacidad, se tenían que controlar para no ganar por paliza a sus rivales y, en el colmo de los colmos, ahora su única defensa es decir que en realidad todas las demás selecciones hacían lo mismo y que allí el único discapacitado era porque se habría colado en el "casting". Bueno, pues resulta que esto se ha sabido porque uno de los jugadores del equipo era un periodista que quería destaparlo todo desde dentro, lo hizo y el Comité Paralímpico ha tardado la friolera de 13 años (¡13 años!) en lograr que la Audiencia Provincial de Madrid haga algo al respecto. ¿Saben lo que ha ocurrido? Pues que 19 personas, entre ellas todos y cada uno de los falsos discapacitados, han sido absueltos, y la única sanción se la ha llevado el presidente de la federación de entonces: la sanción mínima que contempla la ley para estos casos, de apenas 5.400 euros.

Todo esto debería llevarnos a algún tipo de reflexión. Yo no creo que todos los deportistas españoles sean unos tramposos en cualquier sentido, ni mucho menos. Es más, estoy convencido de que la gran mayoría tratan de entrenarse a diario, competir y ganar con la mayor honradez profesional posible. Sin embargo, hay un porcentaje significativo de deportistas, gestores en diferentes áreas y médicos cómplices que van en la dirección contraria, y de un tiempo a esta parte están aniquilando la imagen de nuestro deporte fuera de nuestras fronteras. 

Aquí la prensa tiene un papel fundamental, que a base de casos bochornosos como los que estamos viviendo parece que va tomando una posición algo más crítica. No siempre fue así. Recuerdo perfectamente que en 2011, cuando Contador ganó el Giro de Italia de aquel año, la prensa española (no solo la deportiva, ojo) se congratulaba diciendo que el día anterior al comienzo de la carrera Contador estaba en la playa con su novia, tomándose unas merecidas vacaciones desde hacía no sé cuántos días. Su entrenador lo llamó y le dijo que al día siguiente tenía que comenzar a pedalear porque les había fallado otro corredor, y así, sin ningún tipo de preparación, fue, vio y venció, como el César. Cuando estalló el caso de Contador, me vino inmediatamente a la memoria aquella bravuconada mediática, y muchas piezas me encajaron, pero me chocó la defensa a ultranza de prácticamente todos los medios, que aseguraban de forma machacona, una y otra vez, la inocencia de un deportista que, por más que se quiera pretender lo contrario, fue condenado a cumplir sentencia por haber dado positivo de una sustancia prohibida.

Lo que más me indignó anoche, mientras escuchaba a dos jugadores de aquella fraudulenta selección paralímpica de baloncesto (que por supuesto no se atrevieron a dar sus nombres), fue cómo todos derivaron el debate desde la inmoralidad de todos los implicados en el evento, que es donde debería haberse mantenido, a las acusaciones sin pruebas de ninguna clase acerca de que "todas las demás selecciones hacían lo mismo". Esa estúpida, infantil e inmadura postura del "y tú más", que tanto nos indigna en política, hizo que aquí todo el mundo se fuera a la cama pensando que en el fondo qué más da, si los rusos, los alemanes, los turcos y todos son más tramposos, y tonto el último. Lo mismo dijeron los miembros de la delegación de Madrid, insinuando que Turquía y Japón también tenían casos de dopaje, y el desmedido apoyo incondicional en torno a los casos de Contador, Marta Domínguez y tantos otros, que se ven en la obligación de acusar a todo el mundo para que los suyos, los nuestros, parezcan los más buenos del patio, o al menos tan malos como los demás, pero no peores. Es una auténtica vergüenza que nos hace indignos, bajo cualquier óptica moral, deportiva o como se quiera, de albergar nada más trascendental que un torneo de chapas. Y seguro que hasta ahí nos las apañábamos para saltarnos las reglas.

En suma, mientras siga sin existir una cultura del esfuerzo, trabajo y honradez en buena parte de nuestros deportistas, mientras nuestros organismos y federaciones no sigan una política de tolerancia cero contra el fraude y el dopaje, mientras nuestras instituciones judiciales no actúen de manera contundente con sanciones ejemplares hasta en el más pequeño de los casos demostrados, seguiremos siendo a ojos de todo el mundo un país de pícaros, de tramposos y de chapuceros con el mayor de los merecimientos, y lo de menos será quién se tome o deje de tomar la dichosa relaxing cup de café con leche...

jueves, 17 de octubre de 2013

Historia de un cuadro



Aunque conviví con aquella imagen por lo menos tres veces al día durante los largos veranos de mi infancia, recuerdo que era a mediodía cuando El maizal cobraba luz propia. A esa hora, con el brillo del sol esforzándose por conquistar hasta el último rincón del comedor de la casa de mis abuelos, el cuadro de John Constable veía cómo su cielo, sus árboles y su paisaje adquirían la tonalidad que quizá en su día los ojos del pintor vieron en él, la misma magia que lo llevó a pintarlo y consagrarlo como uno de sus mejores cuadros de madurez, pues lo terminó apenas nueve años antes de morir.

Para entonces, Constable ya era un paisajista consagrado en la Inglaterra romántica, con esa colección de obras maestras como El carro de heno donde el naturalismo convivía con un ambiente sombrío y agradable, donde destacaba el interés por el detalle emocional más que por el realista. Los parajes de Constable habían adquirido hasta entonces un cierto aire decadente, casi mítico, ya que era el recuerdo de la infancia del propio artista lo que el autor proyectaba en esos trazos irregulares, alejados de la acuarela que por entonces era moda y que él ignoraba abiertamente. 

Los veranos en Cuenca no tienen nada que ver con los que debió haber vivido Constable en su infancia, a finales del XVIII; aquí  son calurosos de día, templados de noche y fríos al abrigo del Júcar. Las horas pasan lentas, pausadas, como si transmitieran un saber milenario de paciencia e inmutabilidad. La contemplación del cuadro constituía una de mis mayores distracciones en mis muchos ratos de ocio, aquella imagen que despertaba mi imaginación y me llevaba a preguntarme quién era aquel niño que bebía agua hundiendo en ella su rostro, si acaso sería el pastor de ese rebaño que ahora ya únicamente custodiaba su perro, atento también a las evoluciones del amo. Me preguntaba de dónde vendrían, si también como yo habrían pasado calor y agotamiento, si también allí las horas serían lentas y pausadas, o si los árboles de aquel bosque se elevaban al cielo centenarios y testigos del tiempo tal y como hacían en el margen del río que yo mismo recorría cada tarde con mis padres. Pensaba, en mi ignorancia, que lo que se dibujaba más allá del maizal que daba título a la obra era un castillo y no una iglesia, como en realidad es, y ya me imaginaba todo tipo de aventuras en lo alto del torreón.

El cuadro se convertía así en una ventana más allá del tiempo y el espacio, más allá incluso de la propia realidad del valle de Dedham a partir de la que Constable lo ideó en su momento. Fue con el paso de los años que los detalles comenzaron a aparecer ante mí poco a poco, como ese labrador que asoma al comienzo del maizal y que nos mira con un apero apoyado en el hombro, o el arado que hay justo delante del rebaño. Siempre vi algo viejo, ajado, en aquella puerta desvencijada de la entrada al campo, algo irregular en las figuras de esos troncos cuyas copas se agitaban ante aquellas nubes que amenazaban lluvia en cualquier momento, del mismo modo que había algo mágico, casi místico, en esa luz que irradiaba a través de ellas y se proyectaba sobre el enorme maizal que, sin embargo, apenas se divisa desde la perspectiva del espectador. El primer plano es, sin embargo, para el camino y los árboles, para el perro y ese niño de misteriosa identidad, que nunca supe si lo que dejaba a su lado para beber era un sombrero o una bolsa, (seguramente lo primero). El segundo plano es para el maizal, para ese labrador y otros dos cuyos torsos asoman más allá, y más allá de eso solo hay campo y un árbol solitario, y en último término más árboles, el campanario de la iglesia y la línea última del horizonte. Al mismo tiempo, el cuadro tiene también dos planos, uno inferior para animales y hombres, para el agua y la naturaleza, y uno superior para las copas de los árboles y ese cielo esplendoroso, allí donde brillan luces más allá de la comprensión humana.

Preocupado como estaba en de dónde vendría el muchacho, nunca me llegué a plantear hacia dónde iba. Siempre di por sentado que su rumbo era el fondo del cuadro, que junto a ese castillo o iglesia habría un pueblo que era en realidad el destino del rebaño. No fue hasta mucho después que me percaté de que el camino de las ovejas gira en realidad a la derecha, un recodo que se pierde en un ángulo ya invisible desde mi perspectiva. En realidad, el maizal es un desvío, un lugar de cultivo y no de paso, como yo siempre había juzgado. Cuántas veces deseé conocer el rumbo de aquel camino, el destino de aquel joven que seguramente llegaría a su hogar con la sed calmada y las energías repuestas. Me pregunté quién esperaría paciente su llegada, a quién le contaría lo que le había ocurrido durante su viaje, en qué momento esas luces de la tarde se perderían para siempre, llevadas de la mano de las nubes, y caería la noche sobre el maizal. Esa es, por desgracia, una historia que el cuadro de casa de mis abuelos nunca contó, y que era en realidad una reproducción del original cuya historia sí descansa, completa, en la National Gallery de Londres.

En realidad, el original de Constable solo incluía el paisaje. Nada de ovejas, ni de labrador, ni de perro o de niño misterioso. Él estaba cansado ya de retratos y personas, por lo que desde 1820 solo se dedicaba a paisajes, preocupado únicamente por reflejar los diferentes efectos de luz sobre el paisaje natural. El cuadro atravesó diversas fases en su proceso creativo, entre ellas el llamado "Old master print", una técnica de impresión sobre papel que permitía, a partir de primeros bocetos y versiones, la difusión de las obras con una calidad excepcional (ver imagen inferior). Fue durante este proceso en el que Constable añadió algunos elementos fundamentales, como el perro pastor y el rebaño. Consultó a un botánico para que le ayudara a introducir las plantas adecuadas para la época del año de la siega, y al fin incluyó al muchacho bebiendo, un detalle que le gustó tanto que desde entonces se refirió al cuadro no como El maizal (The cornfield), sino como "The drinking boy". 

Ambientado en Fen Lane, en la región de East Bergholt, el cuadro se convirtió pronto en objeto de debate acerca de su combinación de elementos reales con imaginarios, como la iglesia del fondo, y hay quienes incluso han llegado a ver en él las tres edades del hombre retratadas en cada plano (infancia en el muchacho, edad adulta en el labrador y etapa trascendente en la iglesia). Nada de eso me planteé, sin embargo, al encontrármelo de golpe allí, en una pequeña sala del museo especialmente dedicada a contar el origen de aquel cuadro. Lejos de ideales románticos pictóricos, a mí aquella escena me recordó, siempre me recordará, un lugar muy lejano del East Bergholt: el salón de la casa de mis abuelos, donde a la luz del mediodía aquellos árboles fabulosos se iluminaban, al igual que el sendero y la fuente de mil sabores donde un niño bebía para aliviar la sed del largo y cálido verano.



viernes, 11 de octubre de 2013

La consola del mes (10): Nintendo Wii


Para hacerse una idea del éxito que representa este sistema dentro de la historia de Nintendo, es necesario comprender el contexto que vivía la compañía allá por 2006, acuciada por el mayor fracaso de su historia con la fallida Gamecube. Aquel fue un prodigio técnico con un catálogo más que digno que, pese a todo, no logró posicionarse en cabeza de la quinta generación ante la imbatible Playstation 2 y el empuje de la entonces recién llegada Microsoft, que también superó a Nnintendo en ventas. Por todo ello, Miyamoto, el nuevo presidente Satoru Iwata y compañía se las vieron más que tiesas con su  siguiente intento, que bien podía haber sido el último, de llevarse una vez más el gato al agua. Y vaya si lo consiguieron.

El concepto sobre el que se fundamenta Wii es tan sencillo como efectivo en sus tres vértices: juego en acción, control por movimiento, diversión en grupo. Tras el descalabro del reclamo hardcore con aquellas exclusivas con Capcom o Konami, los directivos de Nintendo decidieron orientar su consola a nuevos mercados, a nuevos públicos que pudieran ampliar el concepto tradicional del jugador. Era algo que en realidad ya estaban logrando con su más que exitosa Nintendo DS en el terreno portátil, por lo que Wii (que juega con el sonido de la palabra "we" inglesa, "nosotros", para darle una idea de entretenimiento familiar, de ocio en grupo, etc.) fue concebida desde el principio más como una plataforma de nuevas experiencias de juego y diversión en familia que como un portento técnico. Wii arrasó en ventas, sobre todo en el primer tramo de la generación, cuando a la altura de 2010 sus consolas doblaban a cualquiera de la competencia (80 millones vendidas a 40 de sus seguidores). No obstante, y aunque finalmente quedara "solo" en 100 millones de consolas frente a las 80 de Ps3 y Xbox 360 en 2013, algo bastante más igualado de lo que pensamos todos en un principio, se puede decir que aquella decisión de que primase el concepto de juego sobre el apartado técnico del sistema tuvo un claro componente de éxito, y otro menos claro de relativa decepción sobre el que ya volveremos.

El hardware

Desde el principio, quedó claro que la batalla tecnológica estaría en manos de consolas más potentes, Xbox 360 y PS3, ya que en el fondo Wii no dejaba de ser una Gamecube ligeramente potenciada. De hecho, debido a ello la consola era retrocompatible con todo el catálogo de la anterior, algo que puede parecer inocente pero que, para alguien que hubiera invertido su dinero en juegos, resultaba de lo más atractivo. El salto cualitativo no podía medirse, en cualquier caso, en parámetros clásicos de número de polígonos o velocidad de procesador porque, al fin y al cabo, ambos sistemas venían a ser realmente parecidos. Lo que cambiaba, y mucho, era el sistema de control.

La mayor novedad de Wii consistía en una cámara que incluía la consola, que detectaba nuestros movimientos ante la pantalla y los trasladaba a los juegos. Cualquier movimiento que hiciéramos con las manos era detectado por los sensores que los conectaban a la cámara, reproduciendo esos gestos en nuestros personajes virtuales. Una idea realmente impactante en su momento que, cuando fue presentada en el E3 de aquel año con Miyamoto, Iwata y compañía jugando al tenis a dobles, causó una honda impresión en todos los asistentes. Aquello parecía que iba a cambiar el rumbo de la historia.

Pero, ¿cómo funcionaba el invento? Pues en realidad, y para ser la compañía que prácticamente se inventó el mando de control tal y como lo conocemos hoy, introduciendo cambios tan importantes como la cruceta digital (NES), los botones r y l (SNES) o los joysticks analógicos y el gatillo (N64), tuvo que ser Nintendo la que se cargó por completo su propio concepto para inventarse el wiimote y el nunchuck, un más que ingenioso sistema que consistía en un mando principal en forma de prisma con botones, gatillo y cruceta, que podía sujetarse en posición verticual u horizontal, según el juego. Con el añadido del nunchuck se incorporaba el joystick y dos gatillos secundarios.

La prueba evidente de que el sistema de control por movimientos fue un éxito no está solo avalado por las impresionantes ventas de Wii, sino también por el hecho de que fue literalmente copiado años más tarde tanto por Sony (en una versión descaradísima, el Move) como por Microsoft (que al menos introdujo mejoras con ausencia de controles en su tristemente célebre Kinect). Sin embargo, hay una mota considerable que empaña el legado de Wii, que la prensa especializada ha bautizado como "casualización" de la industria. El sistema de juego de Wii potenció un tipo de usuario no experto en videojuegos, que tenía una Wii igual que tenía otros electrodomésticos en el salón de su casa. Era un tipo de usuario que jugaba muy de vez en cuando, en fiestas de amigos o familia, y que determinó que un porcentaje altísimo de juegos estuviera destinado a dicho perfil. Y este hecho terminó convirtiéndose, paradójicamente, en su mayor fortaleza y en su peor debilidad. Hay muchos jugones que perdieron su fidelidad a Nintendo por considerar que había traicionado las esencias de la industria para venderse al mejor postor, y desde entonces la compañía se ha creado fama de crear consolas menores para niños pequeños, con juegos pobres y limitados (algo a lo que la ausencia de alta definición no ayudó, desde luego). Y esta es una espina que aún hoy arrastra, y de qué manera tan lastimosa, una Wii U que muchos consideran la última consola de una compañía que ha perdido el norte.

El Software

El catálogo de Wii se fue llenando, año a año, de auténticas mediocridades ideadas para jugar un rato y pasar al más absoluto olvido. Si a eso se le suma que la mayor parte de las third parties de renombre no se planteó llevar sus grandes sagas a esta consola (tipo Skyrim, Bioshock o Assassin's Creed), y que las que sí lo hacían era con versiones muy inferiores a las de xbox 360 y PS3 (como FIFA o Call of Duty), pronto quedó claro que el catálogo de Wii sobreviviría únicamente con los esfuerzos de Nintendo y algún que otro juego aislado. Tan es así que yo, que me considero más cercano al modelo de jugador "hardcore" que "casual", nunca me planteé de hecho comprarla, y si finalmente he probado juegos de ella ha sido por una herencia indirecta.

No me ha resultado fácil elaborar un top 10 que realmente responda a lo que yo entiendo como un catálogo en condiciones. Wii carece de grandes títulos multiplataforma, pero lo compensa sobradamente con unos exclusivos de una calidad incontestable. Seguramente me he dejado títulos que tuvieron gran éxito, como New Super Mario BrosDonkey Kong Country Returns, pero en honor a la verdad no creo que, ni por control ni por aportación al sector, tengan la menor relevancia. Al margen de estos dos casos notables, creo que están todos los que son y es de justicia señalar que, a diferencia del anterior sistema, aquí tenemos megatones de los buenos, en especial de las tres sagas icónicas de Nintendo, como son Mario, Zelda y Metroid en sus mejores versiones. A eso se suma que, curiosamente, para tratarse de una generación donde el rol clásico japonés ha brillado por su ausencia, en Wii han aparecido auténticas joyas de coleccionista, que también he intentado reflejar en la lista junto con algún título inevitable y que seguro que los fans más "hardcore" repudiarán, pero que considero necesario y justo incluir.

1.- Super Mario Galaxy

Once años sin un juego en condiciones de Mario no es nada normal en este mundillo. Es demasiado tiempo en el banquillo para una franquicia acostumbrada a sentar cátedra en cada década desde los inicios del sector, ya sea Super Mario Bros, Super Mario World o Super Mario 64, para mí la mayor innovación que ha conocido el sector en toda su historia. Sin embargo, la etapa de Gamecube se saldó con un sonoro patinazo con el extraño Mario Sunshine (2002), y por ello el éxito de Mario Galaxy resultaba determinante, porque estaba en juego el prestigio de toda la franquicia. El equipo de Yoshiaki Koizumi se empleó a fondo para quitarse la espina anterior y creó un universo plagado de planetas por los que deambula la célebre mascota de Nintendo para rescatar, una vez más, a la princesa Peach. El juego se divide en una serie de mundos conectados por una nave central, un poco al modo del castillo de la princesa de Mario 64 pero con menos detalles y exploración. Dentro de cada mundo, como en Mario 64, se selecciona la misión en forma de estrella, y a jugar con la gravedad se ha dicho. 
Al margen de que tiene un control perfecto y que recupera sensaciones perdidas, es forzoso reconocer que este juego no utiliza las funciones de Wii de una manera excesiva, ni de lejos. El control es prácticamente idéntico al de Mario 64, de manera que toda la detección se limita a agitar el mando de cuando en cuando para hacer un movimiento de ataque y dirigir el controlador principal, a modo de puntero, para recoger una especie de meteoritos que nos dan puntos. Nada estrictamente revolucionario en sí. Lo que cambia, y mucho, es el diseño de unos niveles que alcanzan cotas de ingenio absolutamente maravillosas, que devuelven a la franquicia al puesto de honor que le corresponde y que se erige, sin ninguna dificultad y con la única oposición digna de su propia secuela, como el mejor plataformas de la séptima generación y uno de los mejores de todos los tiempos. Tanto la variedad de niveles como el excelente trabajo técnico, que saca el máximo partido de Wii, sienta las bases de una franquicia por cuya tercera entrega seguimos rogando sin éxito. Por alcance, capacidad de diversión, valores de producción e influencia en juegos posteriores, Mario Galaxy es al fin el digno heredero de Mario 64 y su tradición ancestral de éxito; con diferencia, el mejor juego de todo el catálogo de la consola, y un clásico en la historia de los videojuegos.


P.d: En este lugar podría haber aparecido perfectamente Super Mario Galaxy 2, lanzado tres años más tarde, y al que hay que hacer justa mención. A pesar de lo que muchos dicen, y aunque a mí me parece una auténtica maravilla, no lo considero como un juego con una entidad propia y definida (algo que sí ocurría con Yoshi's Island respecto a Super Mario World, en tiempos de Super Nintendo). No es que piense que es una ampliación de fases, que conste, pero creo que todo el mérito debe recaer en la primera entrega, ya que Mario Galaxy 2 basa su éxito en los hombros de un auténtico gigante y se limita a ampliar algunos conceptos y a incluir al siempre simpático Yoshi, con unos diseños de niveles y retos plataformeros sencillamente fabulosos, eso sí.


2.- The Legend of Zelda: Skyward Sword


No es buena señal, la verdad, que hubiera que esperar la friolera de cinco años desde la salida de Wii al mercado para que, al fin, un juego hiciera justicia de verdad al control de detección de movimientos. Tampoco lo es que necesitara de una versión 2.0 del mando, el llamado Motion Plus, que aun así planteaba algunos ajustes que hacían necesaria una recalibración constante. Sin embargo, Skyward Sword no solo logró romper definitivamente ese mito de una detección defectuosa, algo que arrastró el catálogo entero de Wii desde su salida, sino que además lo hizo proporcionando el que seguramente sea el mejor juego de toda la franquicia desde Ocarina of Time, no tanto por su diseño o su historia, algo en lo que seguramente Wind Waker lo supere, sino por un sistema de control que es una auténtica maravilla y que nos permite combatir como si realmente fuéramos Link, armados con espada y escudo. Las batallas contra los jefes finales son sencillamente demoledoras, la mejor experiencia que se puede tener en Wii y todo un hito dentro de la propia franquicia Zelda, donde jamás nos habíamos sentido tan inmersos en la acción. A todo ello se suma un excelente apartado artístico, que huye de realismos gráficos o de estéticas cartoon (los extremos representados por Twilight Princess y Wind Waker, respectivamente) para encontrar un excelente término medio que, al modo impresionista, juega con las limitaciones técnicas de la consola para aparentar que vivimos una aventura dentro de un cuadro. Skyward Sword es un juego inteligente donde vivimos aventuras por tierra, mar y especialmente por aire, a lomos de un ave fabulosa llamada pelícaro a través de la cual accedemos a las áreas principales de juego. Aunque está lastrado por algunas decisiones cuestionables, en especial en lo referente a determinados jefes de área o finales, lo cierto es que yo no pude resistirme a jugarlo dos veces seguidas, la última en el excelso modo Héroe, y esto es algo que no vivía desde los tiempos de Majora's Mask, hace más de una década. No hay juego que aproveche mejor la potencia y cualidades de Wii, y de no ser porque su salida se produjo en los estertores de la consola, cuando ya estaba claro que Nintendo estaba pensando ya en su siguiente sistema, habría superado a Mario por el número uno. Un imprescindible para cualquier fan, que además acompañó su lanzamiento con una edición especial que incluía banda sonora de la saga orquestada y un mando que, además de incorporar el motion plus, estaba decorado con motivos de la franquicia. Todo un lujo.

 3.- Metroid Prime Trilogy

La saga Metroid Prime, una de las traslaciones de 2D a 3D más importantes de todos los tiempos, tuvo su colofón perfecto con esta edición que recogía los dos juegos originales de Gamecube, retocados en formato panorámico, con la dificultad reajustada y con el excelente sistema de control implementado por Retro Studios para Prime 3: Corruption (2007), que por supuesto también estaba incluido en el pack. Metroid Prime Trilogy es un monumento al género de la aventura y acción en primera persona, una colección absolutamente imprescindible para cualquier fan de la saga Metroid y una compra obligada para cualquier poseedor de Wii. Acompañado de un excelente libreto que recoge los argumentos de todos los juegos y un envoltorio de lujo, el juego plantea la posibilidad de jugar cualquiera de los juegos en el orden que queramos. Evidentemente, la estrella es una tercera entrega que sirvió a Retro para ayudar a Nintendo a desarrollar el mando de control y el nunchuck de la consola, y que nos sirve para abrir puertas de golpe, despojar de barreras o escudos a los enemigos y para activar mecanismos lejanos. Además de eso, el sistema de apuntado es sencillamente fenomenal, haciendo que nos metamos en la acción mucho mejor que con el mando de control tradicional, ya que consigue transmitir la sensación de que somos Samus Aran ante todo un ejército de piratas espaciales. El juego, además, introduce por primera vez en la saga elementos conversacionales, que lógicamente se quedan muy cortos en comparación con sagas tipo Mass Effect, pero que en cualquier caso son un añadido de lo más saludable. Y al margen de los logros jugables y técnicos de un juego prácticamente sin tacha, no hay que olvidar que esta colección nos permite jugar a la mejor versión hasta la fecha de uno de los mejores títulos de todos los tiempos, Metroid Prime 1. Es una maravilla que no me canso de jugar una y otra vez, con su perfecta combinación de exploración, saltos y acción, pero que sale ganando con cada pequeña adición que se hizo para esta versión, con el control a la cabeza. Toda una joya de coleccionista, en suma, que debería haber sido un ejemplo hasta para el propio Mario Galaxy (solo de pensar en una edición similar en hd para Wii U tiemblo de la emoción). El relativo fracaso del reboot de la franquicia en 2010, Metroid: Other M, a cargo de Ninja Theory, únicamente demostró la vigencia de un modelo que si bien necesitaría muchos cambios y novedades para una posible cuarta entrega, no resiste comparación con nada anterior ni posterior, por mucho que se pongan estupendos los puristas de Super Metroid.

4.- Wii Sports.

Sé que esta elección levantará ampollas, como cada vez que ha aparecido en un listado de Wii. Sin embargo, este juego tiene un par de méritos que considero indiscutibles. En primer lugar, y en contra de lo que muchos piensan, no se trata de una demo técnica para ver de qué es capaz la consola. Durante meses, se convirtió en el principal referente de la consola, un auténtico pelotazo para reuniones de amigos o familiares y que con minijuegos como el de tenis, golf, baloncesto, boxeo o bolos mantuvo enganchados a un número escandaloso de jugadores durante mucho tiempo. Además de eso, y evidentemente ayudado por el hecho de que venía de serie con la consola, este juego goza de unas ventas que lo colocan, simple y llanamente, como el videojuego más vendido en la historia: 83 millones de unidades a día de hoy, y subiendo. No creo que sea casualidad, o que solo obedezca a maléficas estrategias de márketing. Y sí, soy consciente de que eso no le aporta un ápice de calidad, pero es un dato muy a tener en cuenta a la hora de valorar las tendencias y los resultados de la generación. El éxito de Wii no se entiende sin esta colección de minijuegos que puso patas arriba el mercado: no hay nada más fácil ni más directo para comprender el funcionamiento de Wii que echar una simple partida a este título para apreciar todas y cada una de las bondades del sistema. Y esto, que parece fácil decirlo, no lo es tanto si tenemos en cuenta los resultados, mucho más discretos, de Nintendoland para Wii U, que más o menos ocuparía un lugar equivalente al de Wii Sports. En cualquier caso, y secuelas excelentes al margen (Wii U Resort), este título demostró que jugar con el sistema de control de movimientos podía ser un entretenimiento global, sin restricciones de edad, sin violencia de ninguna clase y sin dichosos zombies. Y eso es algo que el 99% de los juegos de la séptima generación no pueden decir, se ponga como se ponga el personal "hardcore"

5.- Mario Kart Wii

Es posible que fuera en la época de Nintendo 64, con motivo de la segunda entrega, cuando el público y hasta quizá la propia Nintendo se diera cuenta del filón que tenía entre manos, el enorme potencial de esta franquicia de carreras locas con los personajes clásicos de la compañía. Lo cierto es que desde entonces cada nueva entrega de la saga se dosifica sabiamente, a razón de título por consola, lo que evita la saturación y, al mismo tiempo, permite que cada nuevo juego aporte ligeros matices a una fórmula prácticamente infalible. Mario Kart es sinónimo de diversión y de calidad, de extraordinaria calidad, como demuestran las entregas de N64 o de DS, que a nuestro juicio es la mejor de todas. La de Wii no se podía hacer esperar demasiado, aunque aquí debemos reconocer que el sistema de control por movimientos no es tan satisfactorio como nos hubiera gustado. La gracia de esta edición en este aspecto estaba en que el mando de control se colocaba sobre un volante de plástico que detectaba los giros del volante. Al principio podía resultar gracioso, y seguramente con amigos sea como más se puede llegar a disfrutar. El problema es que si uno quiere conquistar los diferentes trofeos o hacer tiempos realmente buenos, ya se puede hacer con un mando clásico o bien olvidarse del asunto. En cualquier caso, y centrándonos en el juego en sí, seguramente Mario Kart Wii sea uno de los juegos más completos, profundos y divertidos de la serie. La gran novedad jugable es la inclusión de motos, que hay quien no termina de entender o ver bien dentro de la serie, pero que a mí me parece fenomenal. A eso se añaden nuevos circuitos, algunos de ellos tan fabulosos en su diseño como la mina de Wario o el árbol otoñal. Los rediseños de los circuitos clásicos, tipo castillo de Bowser, son tan estupendos que hacen parecer versiones beta a los de anteriores juegos. Y respecto a los circuitos retro, hay que decir que todos están bien elegidos y mejor remasterizados, destacando los cuatro recuperados de Gamecube que, en el fondo, siguen corriendo sobre el mismo hardware y lucen igual de bien. A todo ello se suma la friolera de 24 personajes más nuestro propio mii, el mayor número hasta ahora en la saga, y un excelente modo online para 12 jugadores en los modos carrera, batalla de globos o recogida de monedas, que terminan por redondear un juego que, a la espera de lo que diga la próxima (y ansiada) versión de Wii U, es la versión definitiva de Mario Kart en sobremesa. No es casualidad que este sea uno de los juegos más vendidos de toda la generación, con 30 millones (ahí es nada).

6.- Xenoblade Chronicles

Monolith Software puede que no suene demasiado, pero estoy convencido de que en pocos años va a tener el renombre que se merece, a la altura de las mejores desarrolladoras. Estos muchachos son los responsables del que quizá sea el mejor juego de rol clásico japonés de toda la generación, con permiso de esa obra maestra que también es Ni no Kuni para PS3. Lo primero que hay que decir es que en esta odisea no hay un camino prefijado, lo cual ya lo hace destacar por encima de la media: podemos ir donde queramos y hacer lo que queramos en el orden que queramos. Esto puede parecer poca cosa, pero supone la noche y el día si lo comparamos con cualquier entrega (y especialmente la 13) de la saga Final Fantasy. Las aventuras de Shulk y compañía se desarrollan en un mundo fastuoso (dentro de los límites de Wii, se entiende), que exprime la consola como pocos juegos han hecho y muestra una gran variedad de colores y una arquitectura envidiable en el escenario más insospechado. Al margen de eso, cuenta con un sistema de combate que combina con enorme sabiduría y acierto los movimientos automáticos de nuestros compañeros de pelotón y las decisiones estratégicas que queramos adoptar según el enemigo en cuestión. Hay que estar atento a la barra de vida y a los hechizos curativos porque no hay pociones que valgan (otra gran diferencia con otros jrpg), y cuanto más y mejor ataquemos, más se ampliará nuestro círculo de poder, que viene a ser algo así como nuestro radio de alcance. Con paciencia y habilidad, podemos convertirnos en auténticas máquinas de eliminar demonios y avanzar a pasos agigantados por un juego que busca en todo momento sumergir al jugador en un mundo plagado de detalles de buen gusto. Por otro lado, la historia es un compendio de los tópicos clásicos del género que ha sido reelaborado con bastante habilidad, con una cosmología de dos titanes enfrentados que colisionan con sus respectivas naturalezas biológica y mecánica, respectivamente. Sobre esa base biomecánica se asientan los fundamentos narrativos de un juego bien hilvanado, con personajes carismáticos y una banda sonora de auténtico lujo. Nintendo supo cuidar bien el lanzamiento del juego con una edición especial, con banda sonora y un mando de control de color rojo especial para la ocasión, a juego con la espada que da título a Xenoblade. Una maravilla, en definitiva, que únicamente vio lastrado su impacto por su tardía salida en algunos mercados, como el americano.

7.- Monster Hunter Tri

Seguramente Capcom fue una de las mejores aliadas en las épocas de gloria de Nintendo, cuando con SNES arrasaba literalmente en todos los mercados. Esta relación fue evolucionando con el tiempo, ya que la desarrolladora japonesa fue poco a poco identificando sus lanzamientos con otras consolas, como fue Resident Evil con la primera Playstation, Devil May Cry y Onimusha para PS2 o, más recientemente, Street Fighter IV y sus múltiples secuelas, que aparecieron solo para PS3 y Xbox 360. No obstante, hay una franquicia que, con la notable excepción de su lanzamiento en PSP, solo han conocido las consolas de Nintendo de las últimas generaciones: Monster Hunter. Se trata de todo un fenómeno de masas en Japón, donde la gente comete locuras como quedar en números indecentes para intercambiar datos de sus partidas, y que básicamente consiste en partidas online, cooperativas o individuales donde hay que recorrer inmensos escenarios y acabar  con criaturas del tamaño de una montaña, de lo más diverso y variado: dragones, reptiles gigantes, lagartos marinos, etc... Las posiblidades de caracterización son inmensas, así como las estrategias para hacer frente común contra las criaturas, que pueden llegar a desesperar de pura dificultad. En el fondo, este juego recoge la herencia de Shadow of the Colossus y la acerca más a un modelo comercial y accesible para todos los públicos, con una narrativa plana hasta decir basta pero con un interfaz mucho más directo, efectivo y con una indudable capacidad de adicción. La tercera entrega, aparecida en Wii en 2009, fue un auténtico pelotazo con cientos de enemigos a los que abatir, un modo online bastante decente (algo que en Wii no es tan común como puede ser en otros sistemas, recordemos) y unos resultados económicos fenomenales, que invitaron a Capcom a reeditar el juego en una versión ampliada y mejorada para 3DS y Wii U hace pocos meses.

8.- Super Smash Bros Brawl

Debo reconocer que jamás me he sentido atraído lo más mínimo por esta franquicia, que al igual que Mario Kart se estrenó también en la época de Nintendo 64. Aquí la idea consiste en tomar a los personajes de Nintendo para que se repartan mamporros en escenarios en 2-D, con cuatro jugadores al mismo tiempo y un sistema de combos accesible y demoledor. La vida de cada jugador se mide en porcentajes, que van descendiendo conforme uno recibe estopa. El objetivo consiste en quedar en pie al final del tiempo establecido y su mayor mérito está en las partidas multijugador, donde hasta 32 jugadores podían competir en torneos bastante entretenidos y equilibrados. Pero lo mejor de este juego es que cuenta con 39 personajes sacados de la historia viva del videojuego, entre los que destacan Mario, Sonic, Solid Snake, Link, Donkey Kong, Pikachu o Samus Aran en un elenco tan variado como impresionante. Para alguien que aprecie este universo resulta complicado no dejarse llevar por la emoción de ver en pantalla a semejante casting de estrellas, máxime con el cariño y dedicación con que Nintendo recreó sus escenarios más característicos. Los meses previos al lanzamiento estuvieron llenos de sorpresas, ya que cada semana se iban desvelando personajes y escenarios y se alimentaba la expectación de un público que lo acogió con los brazos abiertos. Más de 11 millones de unidades vendidas confirman a este juego como el más pulido, fluido en combate y trabajado gráficamente de toda la saga, dejando en paños (muy) menores a las entregas anteriores. Solo de comparar este juego con el lamentable, risible y vergonzoso Playstation All Stars Battle Royale, el intento de Sony por emular el éxito de la saga Smash Bros, me entra risa de la buena, pero demuestra la vigencia de la fórmula que con su siguiente entrega, con Mega Man y a saber cuántos más nuevos invitados a la fiesta, promete seguir manteniendo el listón bien alto.

9.- The Last Story

Los nombres de Hironobu Sakaguchi y Nobuo Uematsu están unidos, como director y compositor respectivamente, a la historia de la saga Final Fantasy. Sin embargo, ambos se permitieron el lujo de aparcar por un momento su relación con dicha saga para crear esta auténtica maravilla exclusiva para Wii, que recoge las mejores esencias del action-rpg clásico y las traslada a un mundo absolutamente fantástico en diseño, personajes y producción. La isla de Lázulis es el escenario donde transcurre una trama de amores imposibles y enfrentamientos épicos donde el jugador controla en todo momento el desarrollo de los acontecimientos. Con un sistema de interfaces sencillos y un tutorial ejemplar, el juego nos pone en la piel del joven Zael y su alegre grupo de mercenarios, para recorrer a lo largo y ancho de la isla en busca de aventuras, tesoros y recompensas con una trama más compleja que va ganando peso conforme se avanza en sus correctas 20 horas de juego. Evidentemente este juego no puede compararse con un Zelda, e incluso al lado del enorme Xenoblade palidece, pero es de justicia destacarlo como una joya oculta del catálogo del sistema, no solo por el talento que desprenden sus creadores o su fabulosa edición de coleccionista, con libro de arte y banda sonora incluida, sino porque desmiente la teoría de la falta de fondo de catálogo de Wii y confirma a este sistema como el único en el que se ha apoyado de verdad un género defenestrado en estos tiempos de disparos gratuitos, pasillos inacabables y zombis a granel. The Last Story es una auténtica gozada visual y sonora, un juego largo, profundo y absorbente que, eso sí, nos encantaría jugar en alta definición en futuras versiones para Wii U.  

10.- Wii Fit

Ya dediqué una entrada a ensalzar las virtudes de este título, toda una rareza y algo impensable de jugar en ninguna otra plataforma que no sea Wii en la séptima generación. Esta colección de pruebas y minijuegos de equilibrio, salud y ejercicio físico estaba acompañada de una tabla, la Wii balance board, que permitía al usuario establecer de inicio un peso y un estado físico de partida para, a partir de ahí, ir fijando objetivos de mejora en función de una serie de criterios. Los minijuegos hacían que la tabla funcionara como un step clásico de un gimnasio, o bien como báscula, mientras que con los mandos de control clásico hacíamos ejercicio tipo footing, boxeo o fitness, por poner solo algunos ejemplos. A este juego se le acompañó de una ampliación aún mejor, Wii Fit Plus, con más pruebas y una mayor variedad de retos. Es posible que Wii Fit no sea la solución para la obesidad, pero me parece un punto y aparte a todo lo visto anteriormente en el sector, un intento loable por parte de Nintendo de ampliar los mercados más allá del clásico público infantil y juvenil y todo un acierto, tanto en el diseño como en la ejecución, que espero que siga teniendo el éxito que merece con las futuras entregas que seguro saldrán para Wii U (ya hay una confirmada para estas navidades, si no me equivoco).

domingo, 6 de octubre de 2013

Cinefórum (32): Gravity


Con el tiempo, voy notando que ciertos directores me provocan cierto tipo de vibraciones antes de ver su última película, vibraciones buenas o malas dependiendo de las experiencias previas que haya acumulado con sus anteriores cintas. Hay determinados temores fundados que espero ver refrendados en películas de Spielberg o Tarantino, ya sea por la vía del bostezo o de la sangre fácil, inevitables dejes o manías que por suerte llevo años sin ver en Shyamalan (porque no veo sus películas, no por otra cosa), e incluso un cierto tono de lugar común en las últimas creaciones de Martin Scorsese o del Peter Jackson posterior a su trilogía de los anillos. Sin embargo, con Alfonso Cuarón tengo el problema de que nunca sé qué esperar porque este buen hombre se las apaña siempre para sorprenderme. 

Y es que de hacer una película tan cruda y con sabor a realidad como Y tu mamá también (2001) Cuarón pasó a dirigir la tercera (y la mejor) de las entregas de Harry Potter, El prisionero de Azkabán (2004), toda una lección de cine de aventuras y fantasía juvenil; de ahí dio un salto cualitativo aún mayor para contar la magnífica, magistral historia de Cliwe Owen en el apocalíptico Hijos de los hombres (2006), hora y media de planos secuencias que son auténticas lecciones de cómo rodar cine de tensión, acción de la buena y con profundo sentido existencial, todo ello aderezado por unas interpretaciones asombrosas de todos y cada uno de sus protagonistas. Bueno, pues tras varios años de silencio, Gravity supone un salto (y perdón por el chiste fácil) estratosférico. Tanto es así que no solo me parece su mejor película sino la mejor de 2013 y, de largo, una de las mejores que he tenido la oportunidad de ver en una sala de cine en toda mi vida.

La historia nos sitúa a bordo de un transbordador espacial que realiza obras de mantenimiento en el telescopio espacial Hubble, donde la doctora Ryan Stone (interpretada por Sandra Bullock) y el piloto Matt Kowalski (George Clooney) se verán sometidos a todo tipo de perrerías espaciales, a cual más asombrosa y terrorífica. Del argumento es mejor que no diga absolutamente nada más, de modo que me dedicaré a otros aspectos, más técnicos o interpretativos, que es donde en realidad Gravity se desmarca de todos y cada uno de sus competidores en una carrera a los Oscar que, desde luego para mí, ya tiene dueño absoluto.

Lo primero que hay que señalar es que, al fin, estamos ante una producción en 3-D totalmente recomendable en el formato para el que fue pensada. Nada de imposturas ni de recursos fáciles de objetos yendo a la cara del espectador (salvo algún que otro tornillo perdido): todo lo que ocurre en pantalla, todos los giros y vueltas de cámara son realzados por una puesta en escena que en la esfera tridimensional alcanza un punto de belleza, espectacularidad y tensión como nunca antes había visto. Es un elemento que realza un apartado audiovisual sencillamente fabuloso, con unos efectos visuales y una sensación de gravedad cero que nos transmiten perfectamente la sensación de estar flotando en el espacio junto a los protagonistas desde el primer minuto de la película. El detalle, el celo y el mimo con el que está recreada cada imagen, cada sensación, cada minuto de silencio en el espacio, las preciosas imágenes de la Tierra vista desde su órbita... todo en Gravity está pensado para llevar al espectador por la misma galería de emociones que sus protagonistas, de la emoción al miedo, del llanto a la risa, del asombro al pavor. 

Resulta complicado destacar un elemento de la cinta por encima del resto: la labor de los actores, con ese Clooney que llena la pantalla en cada plano y esa Bullock que al fin calla la boca a sus muchos detractores con su contenida y espléndida interpretación, es algo que viene reforzado por la fuerza, la inmensa fuerza evocadora, de muchas de las imágenes de la cinta. Gravity está llena de momentos memorables, de secuencias de acción que dejan sin aliento a personajes y espectadores, pero también posee una notable belleza poética en sus (escasos) momentos de respiro, en esas amplias panorámicas espaciales tan sobrecogedoras o, muy especialmente, esa maravillosa secuencia en la que la doctora puede descansar tras un enorme esfuerzo y se queda dormida nada más quitarse el traje, flotando en gravedad cero y evocando esa figura primigenia del ser humano en el estado previo al nacimiento. Toda una declaración de intenciones para una cinta que rehuye de la explosión fácil, del recurso traicionero de guión y de la concesión al público de palomitas para ofrecer un relato apasionante, complejo y profundo, que es el perfecto trasfondo para su aún más excelso envoltorio.

En cualquier caso, la fuerza de la película reside también en la labor de un director que maneja como nadie el lenguaje cinematográfico, con un uso espléndido de la cámara, de la primera persona, de esos planos en los que literalmente nos ponemos en la piel del personaje y sufrimos su mismo terror y su mismo sufrimiento, con un vaivén que se desplaza justo donde corresponde, ya sea en ese torbellino macabro de impactos que destruye naves como una montaña rusa de la muerte en medio del atronador silencio espacial, o para detenerse cuando la ocasión lo requiere en la mirada perdida de unos protagonistas que luchan con sus demonios interiores mientras se debaten entre la vida y la muerte. El plano que abre la película, de 12 minutos de duración, y todas las grandes secuencias de la cinta están rodadas con una maestría que ahora mismo no veo al alcance de muchos directores, un mérito por el que creo que Cuarón debería comenzar a recibir ya algún reconocimiento de mayor alcance.

Gravity tiene, en suma, demasiadas virtudes como para poder enumerarlas con garantías en este análisis. Hay que enfrentarse a ella, hay que vivirla y dejarse arrastrar por su enorme poderío para poder comprender el alcance de un cine que ya no se hace hoy en día, esa clase de películas que nos llevan a las salas a disfrutar como auténticos descosidos y que parecían cosa de un pasado mítico. Y lo mejor de  todo es que lo logra en apenas hora y media, sin excesos ni concesiones de ninguna clase, sin lamentables cameos ni dejes, manías o tendencias de ninguna clase y condición.

La experiencia que propone esta cinta, desde su impecable fotografía a su excelente banda sonora, pasando por un reparto tan ajustado como acertado, son solo la punta de un iceberg fastuoso, que justifica plenamente el año de retraso que sufrió para pulir todos los detalles visuales de una joya que nadie debería perderse, porque nos devuelve al fin toda la magia de ese cine capaz de hacernos olvidar quiénes somos y qué hacíamos antes de iniciar un viaje a otros mundos más hermosos, más impactantes, mejores.



Nota de marzo de 2014: Desde que escribí la crítica al momento de escribir estas líneas, Gravity se ha llevado una auténtica barbaridad de premios: fue la gran triunfadora de la noche de los Oscars, con nada menos que 7 premios (mejor director, fotografía, efectos visuales, banda sonora, montaje, montaje de sonido y mezcla de sonido), 6 BAFTA (mejor película inglesa, mejor director, fotografía, banda sonora, sonido y efectos visuales) y así hasta un total de más de 300 reconocimientos internacionales. Y además ha sido un éxito de taquilla monumental, con más de 710 millones de recaudación en todo el mundo. Mi más sincera enhorabuena a todo el equipo de la película, con Alfonso Cuarón al frente.