jueves, 17 de octubre de 2013

Historia de un cuadro



Aunque conviví con aquella imagen por lo menos tres veces al día durante los largos veranos de mi infancia, recuerdo que era a mediodía cuando El maizal cobraba luz propia. A esa hora, con el brillo del sol esforzándose por conquistar hasta el último rincón del comedor de la casa de mis abuelos, el cuadro de John Constable veía cómo su cielo, sus árboles y su paisaje adquirían la tonalidad que quizá en su día los ojos del pintor vieron en él, la misma magia que lo llevó a pintarlo y consagrarlo como uno de sus mejores cuadros de madurez, pues lo terminó apenas nueve años antes de morir.

Para entonces, Constable ya era un paisajista consagrado en la Inglaterra romántica, con esa colección de obras maestras como El carro de heno donde el naturalismo convivía con un ambiente sombrío y agradable, donde destacaba el interés por el detalle emocional más que por el realista. Los parajes de Constable habían adquirido hasta entonces un cierto aire decadente, casi mítico, ya que era el recuerdo de la infancia del propio artista lo que el autor proyectaba en esos trazos irregulares, alejados de la acuarela que por entonces era moda y que él ignoraba abiertamente. 

Los veranos en Cuenca no tienen nada que ver con los que debió haber vivido Constable en su infancia, a finales del XVIII; aquí  son calurosos de día, templados de noche y fríos al abrigo del Júcar. Las horas pasan lentas, pausadas, como si transmitieran un saber milenario de paciencia e inmutabilidad. La contemplación del cuadro constituía una de mis mayores distracciones en mis muchos ratos de ocio, aquella imagen que despertaba mi imaginación y me llevaba a preguntarme quién era aquel niño que bebía agua hundiendo en ella su rostro, si acaso sería el pastor de ese rebaño que ahora ya únicamente custodiaba su perro, atento también a las evoluciones del amo. Me preguntaba de dónde vendrían, si también como yo habrían pasado calor y agotamiento, si también allí las horas serían lentas y pausadas, o si los árboles de aquel bosque se elevaban al cielo centenarios y testigos del tiempo tal y como hacían en el margen del río que yo mismo recorría cada tarde con mis padres. Pensaba, en mi ignorancia, que lo que se dibujaba más allá del maizal que daba título a la obra era un castillo y no una iglesia, como en realidad es, y ya me imaginaba todo tipo de aventuras en lo alto del torreón.

El cuadro se convertía así en una ventana más allá del tiempo y el espacio, más allá incluso de la propia realidad del valle de Dedham a partir de la que Constable lo ideó en su momento. Fue con el paso de los años que los detalles comenzaron a aparecer ante mí poco a poco, como ese labrador que asoma al comienzo del maizal y que nos mira con un apero apoyado en el hombro, o el arado que hay justo delante del rebaño. Siempre vi algo viejo, ajado, en aquella puerta desvencijada de la entrada al campo, algo irregular en las figuras de esos troncos cuyas copas se agitaban ante aquellas nubes que amenazaban lluvia en cualquier momento, del mismo modo que había algo mágico, casi místico, en esa luz que irradiaba a través de ellas y se proyectaba sobre el enorme maizal que, sin embargo, apenas se divisa desde la perspectiva del espectador. El primer plano es, sin embargo, para el camino y los árboles, para el perro y ese niño de misteriosa identidad, que nunca supe si lo que dejaba a su lado para beber era un sombrero o una bolsa, (seguramente lo primero). El segundo plano es para el maizal, para ese labrador y otros dos cuyos torsos asoman más allá, y más allá de eso solo hay campo y un árbol solitario, y en último término más árboles, el campanario de la iglesia y la línea última del horizonte. Al mismo tiempo, el cuadro tiene también dos planos, uno inferior para animales y hombres, para el agua y la naturaleza, y uno superior para las copas de los árboles y ese cielo esplendoroso, allí donde brillan luces más allá de la comprensión humana.

Preocupado como estaba en de dónde vendría el muchacho, nunca me llegué a plantear hacia dónde iba. Siempre di por sentado que su rumbo era el fondo del cuadro, que junto a ese castillo o iglesia habría un pueblo que era en realidad el destino del rebaño. No fue hasta mucho después que me percaté de que el camino de las ovejas gira en realidad a la derecha, un recodo que se pierde en un ángulo ya invisible desde mi perspectiva. En realidad, el maizal es un desvío, un lugar de cultivo y no de paso, como yo siempre había juzgado. Cuántas veces deseé conocer el rumbo de aquel camino, el destino de aquel joven que seguramente llegaría a su hogar con la sed calmada y las energías repuestas. Me pregunté quién esperaría paciente su llegada, a quién le contaría lo que le había ocurrido durante su viaje, en qué momento esas luces de la tarde se perderían para siempre, llevadas de la mano de las nubes, y caería la noche sobre el maizal. Esa es, por desgracia, una historia que el cuadro de casa de mis abuelos nunca contó, y que era en realidad una reproducción del original cuya historia sí descansa, completa, en la National Gallery de Londres.

En realidad, el original de Constable solo incluía el paisaje. Nada de ovejas, ni de labrador, ni de perro o de niño misterioso. Él estaba cansado ya de retratos y personas, por lo que desde 1820 solo se dedicaba a paisajes, preocupado únicamente por reflejar los diferentes efectos de luz sobre el paisaje natural. El cuadro atravesó diversas fases en su proceso creativo, entre ellas el llamado "Old master print", una técnica de impresión sobre papel que permitía, a partir de primeros bocetos y versiones, la difusión de las obras con una calidad excepcional (ver imagen inferior). Fue durante este proceso en el que Constable añadió algunos elementos fundamentales, como el perro pastor y el rebaño. Consultó a un botánico para que le ayudara a introducir las plantas adecuadas para la época del año de la siega, y al fin incluyó al muchacho bebiendo, un detalle que le gustó tanto que desde entonces se refirió al cuadro no como El maizal (The cornfield), sino como "The drinking boy". 

Ambientado en Fen Lane, en la región de East Bergholt, el cuadro se convirtió pronto en objeto de debate acerca de su combinación de elementos reales con imaginarios, como la iglesia del fondo, y hay quienes incluso han llegado a ver en él las tres edades del hombre retratadas en cada plano (infancia en el muchacho, edad adulta en el labrador y etapa trascendente en la iglesia). Nada de eso me planteé, sin embargo, al encontrármelo de golpe allí, en una pequeña sala del museo especialmente dedicada a contar el origen de aquel cuadro. Lejos de ideales románticos pictóricos, a mí aquella escena me recordó, siempre me recordará, un lugar muy lejano del East Bergholt: el salón de la casa de mis abuelos, donde a la luz del mediodía aquellos árboles fabulosos se iluminaban, al igual que el sendero y la fuente de mil sabores donde un niño bebía para aliviar la sed del largo y cálido verano.



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