Cuentan las antiguas leyendas que después de aquel suceso incluso los dioses huyeron del bosque de Hayadién, abandonando a su suerte a todo aquel que tuviera el infortunio de adentrarse en su espesura maldita. Cuentan que únicamente la diosa Iop, en cuyo corazón anidaba la esperanza perpetua, permaneció algún tiempo rondando las lindes más allá de las cuales se extendían las sombras, pero incluso ella terminó renunciando a toda posibilidad de triunfar más allá de los primeros pasos, y su rastro se perdió como el eco del tiempo remoto.
Muchos siglos después, cuando los relatos de los dioses y los hombres se habían agotado y ya únicamente estos últimos gobernaban las tierras y los mares, arribaron a las costas nuevas tribus venidas del este. Eran gentes más civilizadas, prósperas y ricas que las anteriores, y nada sabían de maldiciones o de encantamientos sino de agricultura, ganadería y comercio. En apenas unas décadas, los valles próximos a la costa fueron poblándose con más y más habitantes, hasta que finalmente las fincas más remotas alcanzaron las fronteras de Hayadién.
Una mañana de finales de octubre, Axel y Áirin estaban reparando la verja más cercana al bosque cuando de pronto escucharon un ruido. Ambos levantaron inmediatamente la cabeza. No se parecía a nada que hubieran oído antes, y aun así había algo humano y animal al mismo tiempo, como un grito ahogado de dolor y desesperación. Los mellizos notaron que su piel se erizaba al instante, como si un escalofrío recorriera todo su cuerpo, y luego se miraron en silencio, a la espera de una nueva señal del bosque que no llegó.
Ambos sabían que no debían adentrarse en aquellas tierras desconocidas. Desde que tenían conocimiento, sus padres les habían insistido una y otra vez en que no debían hacerlo. Nadie conocía los peligros que podrían habitar allí dentro, en esa inmensa espesura que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista y que era coronada por las majestuosas montañas del Septentrión Albo. En una ocasión, un anciano que afirmaba ser el primero en pisar tierra firme de todas aquellas gentes, les había contado al calor de la lumbre una historia de terror, como esas que se cuentan a los niños para asustarlos en la noche de difuntos. Les habló de gárgolas que se convertían en piedra al llegar el día y que decoraban las antiguas catedrales del viejo mundo, y de sabuesos enmascarados que eran capaces de morder con mayor fuerza incluso que las fauces de plata que decoraban sus monstruosos rostros. Sin embargo, la historia que más les llenó de horror fue la de aquella estrella celeste que, una vez cada mil años, descendía del firmamento para atrapar en su red de temor a todo aquel que la pisara, otorgándole el deseo de contemplar su propia muerte en un espejo de cristal al llegar la hora de los muertos.
Todas ellas, decía el anciano, palidecían en comparación a lo que vivía en aquel bosque. Él lo había visto, aseguraba, cuando se internó en uno de los viajes de exploración de los recién llegados, y desde entonces aquella tierra y sus secretos habían permanecido ocultos a los ojos de los hombres. Axel y Áirin seguían contemplando la linde del bosque, sin atreverse a mover un solo músculo. A aquella hora de la tarde, cuando los últimos rayos de sol apuraban sus destellos finales, todas aquellas historias cobraban de pronto una siniestra nueva perspectiva, y ya no resultaban tan aparentemente inofensivas. Antes al contrario, parecían estar conectadas con una milenaria tradición de ocultas verdades disfrazadas de leyenda, sabiduría arcana encerrada en ardides de juglares para entretener al pueblo ocioso.
Los mellizos dejaron los martillos y maderas junto al suelo, y caminaron por el sendero que bordeaba la finca. Había algo en aquel bosque, de eso no cabía duda. Era como si de alguna manera los estuviera llamando, un silbido sordo entremezclado con la brisa de la tarde que expiraba. La belleza del valle palidecía de envidia ante la majestuosidad de aquellos árboles, esos troncos robustos sostenidos por raíces que anclaban en lo más profundo de la tierra. Los haces de luz que penetraban a través de ellos no hacían sino darle un aire aún más misterioso al conjunto, un halo de enigma sin cifra ni esfinge que pudiera plantear un acertijo a su altura.
Los mellizos dejaron los martillos y maderas junto al suelo, y caminaron por el sendero que bordeaba la finca. Había algo en aquel bosque, de eso no cabía duda. Era como si de alguna manera los estuviera llamando, un silbido sordo entremezclado con la brisa de la tarde que expiraba. La belleza del valle palidecía de envidia ante la majestuosidad de aquellos árboles, esos troncos robustos sostenidos por raíces que anclaban en lo más profundo de la tierra. Los haces de luz que penetraban a través de ellos no hacían sino darle un aire aún más misterioso al conjunto, un halo de enigma sin cifra ni esfinge que pudiera plantear un acertijo a su altura.
Y de pronto, lo vieron. Agrib, el hijo del viejo molinero, estaba de pie entre dos sauces al pie de los cuales comenzaba la pradera. Estaba de espaldas a ellos, como hechizado por la magia de Hayadién, la respiración contenida, la mirada perdida en un punto indefinido de la espesura del bosque. No oyó los gritos de Axel y Áirin, las súplicas de que permaneciera justo donde estaba y no diera un paso al frente. No escuchó sus pasos presurosos hacia él porque cuando llegaron a los sauces el muchacho ya había desaparecido.
Sin pensarlo, movidos por el único deseo de salvar la vida del muchacho, los mellizos siguieron sus pasos y se internaron en las tierras del Señor de Hayadién.
(continuará...)
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