jueves, 16 de julio de 2009

El día en que dije adiós.


Me senté a su lado pensando que había un problema, un conflicto que nos había alejado hasta llevarnos a puntos donde era casi imposible reconocerse, y de pronto me di cuenta de que nada de eso sucedía entonces ni sucedería ya jamás, porque yo había dejado de estar en su foco de atención para dejar paso a lo que existe en la cabeza de todo adolescente, que no es otra cosa que sus amigos y sus posibles parejas habidas y por haber, envuelto todo ello en los tormentos ante los cambios físicos y psicológicos de los que ya empezaba a ser consciente.

Me senté a su lado pensando en ello y me sentí aún más torpe conforme avanzaba la conversación y todo eso y más iba surgiendo, conforme él desgranaba unas preocupaciones, unas inquietudes y unos intereses que hasta entonces habían pasado prácticamente desapercibidos para mí, ocupado como estaba en saber qué le pasaba a mi hijo conmigo y no tanto en qué le pasaba a mi hijo con el mundo.

Me habló de ella y de ellos, tembló al pronunciar su nombre y al decir la palabra “cambio”, que en su boca sonaba mucho más trágica que en mi imaginación, y palidecía ante la idea de dejar de ser ese ángel de perfección que había sido durante su esplendorosa infancia. Me habló como quien se despide de su propio ser y da una temerosa bienvenida a quien viene a ocupar el puesto, sin darse cuenta del cambio intrínseco que se estaba produciendo en él, un proceso evolutivo que lo llevaba a abandonar casi inconscientemente actitudes y posturas que en otro tiempo fueron adecuadas y ahora resultaban obsoletas, inservibles, casi vanas.

Sus palabras fueron reduciendo el antiguo “nosotros”, dejando paso a un “yo” que no era otro que “él”, una identidad que comenzaba a ansiar ya su espacio para volar. Y ese antiguo “nosotros” que había dejado paso a ese “yo” vigilante que era yo mismo se fue apartando, respetó la silenciosa petición de espacio y dejó que las lágrimas cayeran sin abrazo consolador, que es como fluye mejor la tristeza que lleva a la comprensión. Por primera vez me limité a escuchar, a tratar de comprender qué pasaba por su cabeza, de qué forma ayudar sin intervenir, qué tipo de consuelo podría encontrar en mí antes de buscar la solución por sus propios medios. Fue ahí cuando dije adiós a mi hijo, tal y como había entendido nuestra relación hasta entonces, y saludé al adulto que comenzaba a cobrar vida ante mis ojos.