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lunes, 3 de marzo de 2014

El crimen de la abadía


Como ya comenté días atrás, la adaptación teatral de una novela tan compleja como El nombre de la rosa me parecía una tarea muy, muy difícil, un obstáculo que fue solo un grano de arena en el desierto que debieron atravesar José Antonio Vitoria y Garbi Losada, que pasaron años hasta obtener los derechos y que han necesitado fondos de hasta cuatro comunidades autónomas (País Vasco, Navarra, La Rioja y Extremadura) para poner en pie la que es primera adaptación a escena de la obra de Umberto Eco.

La obra se estrenó en el festival de teatro clásico de Cáceres de 2013, con Karra Elejalde como cabeza de cartel. Obtuvo unas críticas moderadas y, en el caso del actor principal, buenas. Ahora llega a Madrid con el cambio de Elejalde por el veterano Juan Fernández, actor curtido en teatro, cine, televisión y doblaje, un sustituto de garantías y, con diferencia, lo mejor de toda la obra.

La producción, que pone en escena a 12 actores principales y a 30 figurantes, cuenta con una escenografía curiosa (una especie de libro antiguo que se abre en diferentes secciones, dando lugar a distintas estructuras que permiten reconstruir los escenarios de la abadía con bastante ingenio). La luz, el vestuario y la ambientación dan pie a que uno se sienta trasladado a la época en que está basada la obra, y con ello y el buen papel de Fernández, podríamos pensar que se trata de una obra digna y merecedora de aplauso. Nada más lejos de la realidad.

El primer problema que encuentro a esta adaptación es la falta de talento a nivel de dirección y, muy especialmente, a nivel actoral. Respecto a lo primero, y con todos mis respetos para los implicados, creo que el enfoque que se le ha dado a la historia, fusilando literalmente el prólogo y epílogo de la película de Annaud y decenas de diálogos tal cual, pero introduciendo cambios inexplicables o solo explicables a falta de recursos mejores, convierte la apasionante intriga monacal de la novela y la película en un completo despropósito, una especie de vodevil demasiado evidente en sus aspectos más obscenos, nada sutil en sus implicaciones y forzado hasta la saciedad, donde nada nunca está contado o interpretado como debiera.

A este desastre narrativo no ayuda, desde luego, el ir y venir constante de escenas y el cambio de decorado a cada instante, que te saca constantemente de la historia, así como el confuso atropello de situaciones que llega a mezclar en una misma escena momentos tan distintos como el debate papal y el juicio de la inquisición, un totum revolutum donde la historia es maltratada hasta el extremo de que a la hora escasa hasta el espectador más inocente sabe en qué ha consistido el crimen y quién es el autor. Está todo realmente mal contado, con personajes diciendo frases que en la novela jamás habrían dicho pero que aquí toca porque no hay otro para decirlas.

Pero si la dirección de la obra es nefasta, lo que no se puede tolerar es la pobreza interpretativa de buena parte del plantel. Con la excepción de Juan Fernández, sólido en todo momento y el único que realmente eleva el interés con sus intervenciones, y Pedro Antonio Penco, resulta imposible creer que el resto pertenece a orden monacal alguna. No hay un solo monje, delegado papal o incluso soldado que te haga creer que estás en un monasterio del siglo XIV, ni por su paupérrima caracterización ni por su nula adaptación a papeles que, como en el caso del abad, Salvatore o Jorge de Burgos, quedan claramente grandes a sus intérpretes. Y especialmente doloroso resulta Juan José Ballesta como Adso de Melk. Me resultó insoportable cada vez que intervenía con esas voces a destiempo de gallito de barrio, sin dramatización de ninguna clase, esos saltos extemporáneos y esa forma de pisar a sus compañeros y ese artificio permanente, de nivel de mala obra de colegio, hasta el punto de llegar a preguntarme qué demonios hacía un chaval tan poco dotado para la interpretación ahí de pie, tratando de disimular con tan poca habilidad teatral no ya una falta de experiencia que doy por supuesta (eso de dar la espalda al público o hablar entre susurros, ay...), sino de calidad como actor, lo cual es todavía más grave.

A la salida de la obra, que duró dos horas que pasaron como cuarenta, comentó una mujer que esta obra merecía más talento. No se me ocurre mejor frase para resumir una dolorosa indigestión que me hizo santiguarme, y mira que yo no suelo, y rezar a todos los santos que conozco para que nadie más tenga que pasar por semejante vicaría en mucho tiempo. Menos mal que pude llegar a casa a tiempo y tomarme una ración de película para quitarme este mal sabor de boca. Posiblemente, y me perdone Juan Fernández, a quien tengo en gran estima, esta es la peor obra de teatro que he tenido la desgracia de ver en toda mi vida. Y mira que las he visto malas.


martes, 17 de septiembre de 2013

Errante lejos de su tierra



De todas las historias que nos ha legado la mitología clásica, de todas las aventuras que sus grandes héroes hubieron de superar para alcanzar su particular olimpo de la fama, ninguna hay como la del viajero errante lejos de su tierra, Odiseo o Ulises, el mismo capitán Nadie que renunció a su identidad para ver la luz de un nuevo día y surcar de nuevo el horizonte de sal para ver de nuevo su amada tierra y a su amada esposa.

Consciente de ello, y de la importancia de La Odisea como canto a la libertad, a la fraternidad y a la idea del viaje como búsqueda de uno mismo, ese magnífico actor llamado el Brujo ha organizado un espectacular monólogo que combina con gran acierto el humor, la poesía, la reflexión sobre los clásicos y su vigencia contemporánea, sin olvidar señas de identidad marca de la casa como es su peculiar histrionismo, su tendencia a la parodia descarnada y esa magnífica, sensacional, vinculación mágica que establece con el público y que es la que justifica, en último término, ese apodo que le viene como anillo al dedo.

Evidentemente, todo aquel que se sitúa frente a este monstruo de la interpretación debe saber muy bien a lo que va, o de lo contrario puede llevarse alguna que otra sorpresa. La primera vez que tuve la suerte de verlo actuar fue en un montaje excelente de El avaro, donde interpretaba con una soltura y un desparpajo que no había visto jamás a un personaje tan repugnante como entrañable en sus manos. Luego, ya convertido en un auténtico fan, he podido verlo interpretar a Lázaro de Tormes, a un gaditano fracasado en El Testigo y a todo el repertorio barroco en Pícaros y Místicos. En todas ellas disfruté como un auténtico enano con la calidad de su voz, con su presencia escénica, con su excelente puesta en escena y su maravillosa forma de envolver al espectador con su retórica, siempre precisa, siempre tan espontánea al oído como trabajada y aprendida al milímetro en el ensayo.

En La Odisea, el Brujo se pone en la piel de un aedo, un equivalente del juglar medieval que se dedicaba a reproducir los versos homéricos. El problema es que, en manos de este hombre, su aedo es capaz de imitar al rey Juan Carlos, a Rajoy o a quien se ponga por delante con tal de llevarse a su terreno a un público entregado y cómplice desde el primer al último minuto. La habilidad con la que el Brujo va hilando los temas esenciales de la obra clásica con aspectos de la actualidad más rabiosa, con una crítica al teatro de vanguardia, a la crítica y a los torpes manejos del poder por controlar el teatro es algo absolutamente genial. Su magisterio se prolonga, apoyado en mínimos elementos escénicos y musicales, cada vez que retoma el hilo homérico y recita versos del gran poeta o revive escenas claves y pasajes a los que él ha encontrado una especial significación.

El hechizo del Brujo es poderoso, intenso en sus miradas, hilarante con sus bromas e impactante cuando el drama se apodera de la escena. Nunca se olvida el humor, desde la más sutil de las ironías a la escatología más evidente, y sin embargo siempre bien traída, siempre pertinente. Todo parece formar parte de una charla improvisada entre amigos, desde la subida del IVA a los chakras que nos revela el deporte rey, todo se desarrolla con una naturalidad aplastante, y sin embargo, los que le hemos visto más de una vez representar la misma obra sabemos de sobra que de improvisación nada, que a lo sumo alguna morcilla olímpica aquí y otra de relaxing cup of café con leche allá que se habrán añadido a última hora, pero el resto forma parte de una estrategia milimétrica, calculada con tanto mimo como oficio, y que en los tiempos que corren constituye un oasis en la escena teatral de este país. Háganme el favor y no se la pierdan, porque actores como estos quedan ya muy pocos.