domingo, 21 de junio de 2009

Jamás relegado.


Llegué con alma y cuerpo derrotado

a un hogar que en silencio me aguardaba,

y me arrastré con un pesar que ordenaba

entregarse al nocturno postergado.


Volvió en mis sueños, firme, lo pasado.

Y con él la intensa luz que alumbraba

mis esfuerzos y energías dedicadas,

todo ello ya en silencio aletargado.


Era un eco adormecido de olas

que borraba recuerdos del fracaso

y arropaba el cansancio con estolas.


Mas no hubo sueño o amenaza de ocaso

que venciera sin embargo tu aureola,

ni rozase este amor con que me abraso.

domingo, 14 de junio de 2009

Agotamiento


Suele ocurrir, cuando llegan estas fechas, que sobreviene un bajón físico y mental a unos niveles alarmantes. De pronto nos pesa el cuerpo, la cabeza amenaza con doler a la mínima ocasión y nuestras últimas energías están dedicadas a pensar en cómo vamos a recuperar el resto, con la vista puesta en un horizonte estival cada vez más cercano.

Todo esto se podría ver como la lógica factura de un curso agotador en el que las fuerzas han ido dosificándose con mayor o menor fortuna: esfuerzos que en otro momento nos habrían costado poco o muy poco de pronto se antojan hercúleos; tareas antaño habituales en la rutina ahora parecen colapsar nuestro sistema nervioso; personas, por último, con las que antes manteníamos un trato diario, ahora nos irritan y anhelamos, sin malicia, perderlas de vista por una temporada.

El final del curso es como el ocaso de un largo día que nos devuelve a un hogar, a unas sábanas, en las que podremos descansar unas horas y recuperar el ánimo y el aliento. Es casi una necesidad fisiológica, un imperativo categórico que desaparecerá una vez llegue la primera mañana de septiembre, y tengamos tiempo de emprender nuevas aventuras, proyectos y relaciones. Ahora toca descansar y dormir el sueño de los justos, que bien lo merece más de uno.

jueves, 11 de junio de 2009

Top 14: Gran Turismo 4

Salvo honrosas excepciones, los juegos de conducción no se prodigaron demasiado en las primeras generaciones de consolas (algo más en PC, aunque no fueran gran cosa). Fue con la llegada de los gráficos en tres dimensiones, cuando los programadores se sintieron con fuerzas de embarcarse en aventuras: Rallies, F-1, turismos, coches de demolición, carreras futuristas… cualquier excusa era buena para lanzarse al ruedo, dando como resultado juegos tan excelentes como Collin McRae, F-1Championship, el divertidísimo Destruction Derby o Wipe Out, por poner sólo algunos ejemplos significativos.

En 1997 los chicos de Polyphony Digital lanzaron al mercado Gran Turismo, un juego que recibió alabanzas de crítica y público, y que se convirtió en el emblema de la Playstation. Era un buen juego, que trataba de sacar partido de una consola mediocre, pero tanto esta como las siguientes dos entregas se basaban en conceptos de juego algo duros de aceptar: pocos circuitos, imposibilidad de choques o abolladuras, escasa sensación de competición real, etc… Tenían gran solidez técnica, eso sí, y bastantes coches para elegir, pero a la hora de la verdad los jugadores terminaban prefiriendo otros juegos, como los ya citados o la adictiva saga de Need for Speed.

En 2005 Polyphony, tras aprender de sus errores, mantuvo lo bueno de su saga e incorporó una barbaridad de novedades para su cuarta secuela, entre las que no sólo destacaba la mejora gráfica. Ahora el jugador tenía, por el precio de un solo juego, un simulador de rally, otro de F-1 y otro de Turismos, con más de cincuenta circuitos y varios centenares de coches para elegir, y un genial modo de retos de conducción que podían tener al jugador horas tratando de derrapar bajo la lluvia esquivando conos, por ejemplo. Por otra parte, el realismo en la conducción y en la ambientación gráfica resultaban tan sorprendentes que uno creía estar asistiendo a una retransmisión televisiva, algo más meritorio si se tiene en cuenta que la Playstation 2 ya parecía haber dado sus mejores juegos cuando GT-4 fue lanzado al mercado. Todo un logro.

En suma, la superación de todos los defectos anteriores, especialmente en el apartado jugable, hicieron que GT-4 se convirtiera en el mejor juego de conducción de todos los tiempos. Simplemente no hay nada mejor, ni lo ha habido, y que esa condición de campeón absoluto cambie sólo parece estar, ahora mismo, en manos de los mismos que llevan años disfrutando del trono.



(P.D: http://www.youtube.com/watch?v=kzyYxxpvyaw Nótese la apasionada voz del realizador que hace el análisis del juego. Será que no le pagan suficiente, al muchacho.)

Top 15: Donkey Kong Country


En 1994 los videojuegos se basaban todavía en una mecánica de gráficos simples, realizados en dos dimensiones a base de sprites o cuadrículas de colores. Nintendo, que por aquella época todavía no lograba despegarse de Sega como competidora, dio un profundo salto de calidad con el lanzamiento, esas mismas navidades, de Donkey Kong Country. Su novedosa técnica de gráficos renderizados, que daban apariencia de tres dimensiones, provocó admiración y una avalancha de epígonos en todo el mundo.

En realidad, el mono gigante llevaba ya unos cuantos años en esto del negocio informático (de hecho, debutó al mismo tiempo que Mario), pero nunca había tenido demasiado protagonismo. Con este juego, los genios de Rare crearon para él todo un universo renderizado plagado de selvas, montañas nevadas, profundidades oceánicas y barcos piratas, así como una galería de personajes tan carismáticos como su fiel amigo Diddy Kong o King Krool, el reptil que hacía de villano.

Donkey Kong Country era mucho más que un juego bonito. Derrochaba originalidad en un género tan trillado como las plataformas, y era tan profundo como variado (las secuencias en que viajabas subido a otros animales eran desternillantes), contando, además, con áreas ocultas, secretos y mil detalles que animaban a jugarlo una y otra vez. Su dificultad era encomiable, algo compensando, eso sí, por un control prácticamente perfecto. Y por si todo eso fuera poco cada uno de los personajes principales aportaba un estilo de juego diferente, lo que sumado a la belleza de los paisajes y a su gran sentido del humor terminaba por redondear un juego excelente.

Este gran plataformas alcanzó un equilibrio inigualado por las dos secuelas que la saga conoció en Super Nintendo y la de Nintendo 64, esta vez ya en 3-D. Es, posiblemente, el mejor en su género por lo que supuso en su momento, pero también porque ha resistido el paso del tiempo con una salud excelente. Juegos con tanto encanto, simpatía e ingenio no se encuentran ya en el mercado y por eso forma parte, con todo merecimiento, de este Top 20 de juegos históricos.

P.d: http://www.youtube.com/watch?v=kdzAqO1NBik A pesar de la fanfarronada de pasarse el juego en 25 minutos, no se fíen del autor de este link: si se fijan, es un emulador trampeado, que permite al jugador ser, literalmente, invencible. Así cualquiera.

lunes, 8 de junio de 2009

Top 16: Resident Evil 4.

Nunca he sido muy partidario de la saga Resident Evil, quizá porque el “rollo zombi” no me atrae demasiado, o porque encontraba muy molestos ciertos aspectos básicos de la saga, como el exceso de puzzles, sus dichosos sustos o un apartado técnico mucho más pobre de lo que todo el mundo afirmaba (desplazar monigotes de pocos polígonos por escenarios renderizados ya lo hacía, y mucho mejor, Alone in the dark casi diez años atrás. Aquello sí que daba miedo).

El caso es que la salida de su cuarta entrega, en 2005, para Nintendo Gamecube, rompió todos los moldes y resucitó una saga en vías de extinción, entre otras razones porque le dio un aire de acción muchísimo más adecuado a su paupérrima y repetitiva temática de bichos infernales con malas pulgas.

Como siempre en estos juegos, el guión es de una riqueza prodigiosa: un muchacho de flequillo yeyé luce palmito por un punto indeterminado de España, descuartizando aldeanos hispanos que le gritan cosas terribles con acento mexicano (como lo oyen), mientras salva a la hija del presidente de los EEUU (madre mía, qué ingenio, qué alarde de inventiva) de una secta misteriosísima que se dedica a “zombificar” a todo español-chicano que se le acerca por aldeas, castillos medievales y parajes satánicos tan del gusto de nuestra tierra.

Al margen de eso, lo cierto es que el juego es una joya técnica, un verdadero juego de sexta generación que dejó en pañales a toda la sarta de mediocridades de Playstation 2, y demostró que era posible poner en pantalla un universo plagado de efectos de luz y movimientos de una suavidad apabullante, una cámara fluida y sin pantallazos, un sonido atronador, voces de doblaje de buena calidad y una música adecuada, a lo que hay que sumar un auténtico arsenal de armas y adversarios monstruosos (y, a ratos, hasta originales). Y además era larguísimo, horas y horas de juego y diversión sin más complicaciones que apretar el gatillo, algo tan sencillo como efectivo que revitalizó la franquicia y le dio un lavado de cara muy, muy necesario. (Resident Evil 5, directa continuación del anterior en desarrollo y espíritu, no ha hecho sino ahondar en sus virtudes). Eso sí, de rigor étnico-sociológico de sus localizaciones, mejor ni hablamos.

(P.d: http://www.youtube.com/watch?v=294yNFVGzL8 En este caso, por ser más actual, los gráficos han envejecido mejor que otros juegos del top 20. No obstante, y como siempre digo, aquí lo que importa es el caramelo, no el envoltorio.)

Cinefórum (5)

Ya que comentábamos las excelencias de la película que dio origen a la saga en la entrada anterior, es también justo reconocer que precisamente del magnífico flash-forward del futuro de la primera Terminator surgió la idea principal para Terminator Salvation, un aparatoso y vacío artefacto visual creado por McG, el director del (esperemos) último episodio de la saga.

Es cierto que esta entrega rompe el esquema argumental de las anteriores, algo muy de agradecer (si bien lo contrario habría sido insostenible, en realidad), y que acierta al dejarse de viajes en el tiempo para contar la contienda entre máquinas y humanos.

Ahora bien, dicho esto, el resultado final dista mucho de lo esperado porque por mucho que a sus artífices se les llene la boca hablando de la guerra, aquí a lo sumo hay guerrilla, la trama da más tumbos que la cámara, que ya es decir, y apenas hay sorpresas en un desarrollo tan previsible como sonrojante en su tramo final (ay, ese transplante de corazón...) Y no se engañen: por mucho que aparezca Christian Bale en el poster y se llame John Connor, el verdadero protagonista de la película es Sam Worthington, un actor que está claramente muy por encima de una historia que, por paradójico que parezca, se ha quedado a todas luces obsoleta.

Terminator 2 provocó un enorme revuelo, en buena medida, por el buen hacer de sus efectos visuales y el poderío de sus escenas de acción. Pero ahora eso ya no basta, porque, entre otras cosas, por culpa de o gracias a T2, ahora las exigencias son mucho más altas. Y es verdad que las máquinas lucen mejor que nunca en esta cuarta entrega, y que el diseño de robots, naves y ciudades es excelente, pero McG no es Cameron, se ponga como se ponga, y a diferencia del relato original aquí la trama sólo se carga de profundidad en las escenas del submarino.

Por lo demás, el argumento plantea conflictos tan graves que casi ni mencionarlos, pero que ahí están: la máquina humana que interpreta Worthington, sin ir más lejos, una combinación que resulta inverosímil hasta en un relato de ciencia ficción de este tipo; el romance bio-orgánico entre el robot/Worthington y una luchadora de la resistencia, que no se creen ni ellos, ni los guionistas, ni nadie en su sano juicio; los personajes femeninos en general, tan desdibujados como, en ocasiones innecesarios (con la irritante Bonham Carter al frente, como casi siempre), o esas casualidades casualísimas, por último, que llevan a los personajes centrales a cruzarse en el momento justo y a salvarse, faltaría más, por los pelos.

Pero lo peor de todo no es eso, que no creo que sorprenda a nadie, sino que en TS no hay batallas por ningún lado, no hay guerra como tal salvo alguna que otra escaramuza esporádica y, en el colmo de los colmos, los robots aparecen con cuentagotas y de uno en uno (a pesar de que en el futuro se supone que hay millones). Y eso es lo que más decepciona, que McG y compañía no hayan sabido responder a las enormes expectativas que ellos mismos habían creado.

Qué lástima, en definitiva, que una historia con tanto potencial haya sido malograda por productores carroñeros, derechos de autor, adaptaciones televisivas horrorosas (Las crónicas de Sarah Connor, virgen santa) y una secuela, esta última que, aunque tiene algún que otro momento digno, se ve con esa sensación de estar ante algo totalmente innecesario que, al igual que la tercera entrega, podían habérsela ahorrado (y, ya de paso, habernos ahorrado el mal rato a los demás).


Cine a través del tiempo (parte 2)

Hay un caso particular en esa desmitificación cinematográfica que mencionaba en la anterior entrada, y que tiene que ver con una saga muy en boga últimamente por el estreno de su última entrega. Me estoy refiriendo, claro, a las máquinas apocalípticas de Terminator (James Cameron, 1984) y sus secuelas.

Por si hay algún marciano en la sala, diremos que la trama gira en torno a un futuro en el que la humanidad se enfrenta a unos robots asesinos e implacables, creados por el propio hombre y que escaparon a su control. Esta trama, ambientada en el 2029, sirve de marco para la verdadera historia de las películas, situadas, respectivamente en 1983, 1990, 2003 y 2018, con un lío de viajes temporales que ahora comentaremos.

Mi primer acercamiento a dicha saga se produjo con su segunda entrega, estrenada en 1991 y también dirigida por Cameron. Quizá por sus fastuosos efectos visuales, su excelente factura técnica o su arrollador ritmo, pronto se convirtió en una de mis favoritas y su protagonista, Arnold Schwarzenegger, en un actor merecedor de todas mis simpatías (sí, ya les dije que esto del cine a tiernas edades luego provoca sus vergüenzas posteriores).

Movido por la curiosidad, me hice inmediatamente con una copia de la primera parte esperando más de lo mismo, y quizá por eso me chocó tanto enfrentarme al relato original. La película cuenta el viaje en el tiempo de un hombre y una máquina asesina para encontrar a Sarah Connor, madre del futuro líder de la resistencia humana, aunque uno con intención de protegerla y el otro, como indica el título, de acabar con su vida.

A diferencia de la luminosidad, a ratos ingenua e infantil, de T2, de sus diálogos bienintencionados y de su afán por suavizar la violencia, Terminator me pareció una película oscura, cruel y agobiante, con una fotografía sobrecogedora y unos actores que luchaban por sobrevivir sin que se les ocurriera una sola de esas frases lapidarias que tanto lastran el segundo largometraje (tipo “Sayonara, baby”, y demás).

En su momento, Terminator me desagradó y defraudó, aunque quedé impactado por determinados momentos (como el sueño futurista del personaje principal, o la escena en que Arnie se quita el ojo y deja ver parte de su esqueleto metálico). No fue hasta muchos años después, que volví a verlas seguidas, cuando advertí que todo lo bueno que hay en T2 está en la anterior, pero muy mejorado. El argumento de T2 es prácticamente idéntico, no aporta nada nuevo a la historia y simplemente se limita a repetir su estructura (viaje, encuentro, persecución, clímax final). Es un epígono en toda regla, por impresionantes que sean el villano de metal o las escenas de acción, y en esa misma senda se inscribe la tercera parte (Jonathan Mostow, 2003), pero con unos resultados mucho peores: el caso es que siempre anda alguien en peligro a quien hay que salvar del robot de turno, lo que termina convirtiendo a la saga en un tostón salpicado de tiros y explosiones.

Lo mejor de Terminator era su falta absoluta de pretensiones y la habilidad de sus creadores para sacar petróleo de un simple diálogo debajo de un puente, una escena romántica o un sueño, el flash-forward del que hablaba antes, por no hablar de la tensión de la escena de la comisaría de policía o el fabuloso desenlace. Sus secuelas intentaron copiar el modelo original, (la segunda con más fortuna que la tercera, sin duda), pero a mi juicio no lograron superarlo, y por ello me parece de justicia reconocérselo, aunque dicho reconocimiento le llegue tan tarde como su última secuela (25 años después, ni más ni menos).

Cine a través del tiempo (parte 1)


El problema de ver ciertas películas a una determinada edad es que se fijan en nuestra memoria de una forma casi mágica, y cuando uno vuelve a esas obras, años después, se da cuenta de que, en el fondo, no sólo no eran para tanto sino que incluso pueden parecerle espantosas.

Así me pasa a mí con películas como El vuelo del navegante (Randal Kleiser, 1986) un viaje fantástico de un niño en una nave alienígena a través del tiempo, que de pequeño me entusiasmaba y ahora me da casi hasta vergüenza decirlo, de lo forzado que me resulta su argumento y lo pobre de sus interpretaciones. Algo similar me sucedió con la archiconocida Parque Jurásico (Steven Spielberg, 1993), de la que salí levitando del cine con once añitos y que ahora me provoca ardor de estómago, así como con El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999) o Gladiador (Ridley Scott, 2000) que de adolescente me parecían obras maestras del séptimo arte y ahora, viéndolas a la luz de sus predecesoras en los géneros del terror o el peplum, me parecen, como poco, cintas menores.

Lógicamente, en este ámbito jugamos con el factor de la perspectiva cambiante del espectador, y con el visionado de películas dirigidas a un determinado sector en una fase muy concreta de la madurez. Sin embargo, existen algunos ejemplos que se resisten a esta tónica general, y uno puede en la actualidad deleitarse, literalmente, con películas que también en otro tiempo le entusiasmaron. Me ocurre así con la excelente La princesa prometida (Rob Reiner, 1989), que debería ser estudiada con lupa por esa horda contemporánea de infames magos, leones, armarios y brújulas doradas, y qué decir de clásicos como Pesadilla antes de Navidad (Tim Burton, 1993) o ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Robert Zemeckis, 1989).

Lo interesante de todo esto es que, en el fondo, la consideración adulta no es exactamente mejor o peor que la anterior, sino diferente. El mismo espectador demanda cierto tipo de historias cuando es niño, adolescente, joven o maduro, incluso de anciano, y lo único que no cambia en esa ecuación es el relato propiamente dicho. En literatura sucede algo diferente, porque no creo que nadie en su sano juicio pueda decir que La isla del tesoro, El Hobbit, Robinson Crusoe, Moby Dick o La historia interminable son bobadas infantiles. Esto se debe, sin duda, al prestigio del que goza la literatura juvenil, algo que en el caso del cine aún no se ha producido.

En cualquier caso, tanto si hablamos de libros como de películas, la calidad de los relatos en cuestión es lo que permite que se hagan sitio en el imaginario colectivo y perduren con mayor o menor fortuna. De ahí que las mejores historias posean diferentes niveles de lectura, carezcan de un público determinado y se puedan disfrutar desde numerosos puntos de vista. Una novela como el Lazarillo de Tormes puede ser leída con igual pasión por un chaval de la edad de Lázaro o por un estudiante universitario que trata de datar históricamente el texto, y entre esos extremos hay una escala de matices que invita una y otra vez a saborear a todo tipo de público el encanto de una gran historia que venció, por méritos propios, el paso del tiempo.

jueves, 4 de junio de 2009

La tormenta de Oradour

Era una tarde soleada en Oradour-sur-Glane. Después de una primavera más fría de lo esperado, la llegada del verano animaba a la gente a salir un poco y dar algún que otro paseo, amparado en esos inmensos bosques de cedros, chopos y abedules que dibujó Corot en siglos pasados.

Aquel domingo, además, los habitantes de Oradour se preparaban para recibir la visita del médico del distrito de Rochechouart, y por ello no era raro ver corriendo de acá para allá niños de todas las edades, que habían venido de las localidades vecinas. Ya se podía escuchar el claxon del coche, aparcando en medio del bullicio de la plaza, cuando de pronto un estruendo se impuso a cualquier otro.

Varios carros blindados, camiones y vehículos asomaron por las esquinas de las calles periféricas, escoltados por más de un centenar y medio de soldados alemanes. A los primeros gritos sucedieron las carreras enloquecidas, que pronto fueron silenciadas por varios disparos al aire.

Adolf Diekmann estaba al mando de aquella 3ª Compañía del primer Batallón del Regimiento Der Führer, que tomó posiciones en todo Oradour a una velocidad de vértigo. Tras haber reunido a los habitantes en la plaza del pueblo, el oficial los acusó de albergar en sus casas armas para la Resistencia y de alta traición al Reich. Posteriormente, mandó encerrar a las mujeres y a los niños en la iglesia, mientras conducía a los hombres a unos graneros cercanos.

Al llegar allí, los aldeanos vieron que los nazis habían colocado varios nidos de ametralladora delimitando un semicírculo. No les hicieron una sola pregunta. A una orden dispararon a las piernas de los prisioneros y, una vez abatidos, los rociaron con gasolina y prendieron fuego a sus cuerpos.

Entretanto, y haciendo caso omiso de los horribles gritos procedentes del granero, otro grupo de soldados se dirigía a la iglesia, a cuyo interior arrojaron un artefacto explosivo. Al estar defectuoso no hizo explosión, pero comenzó a expulsar un gas letal que obligó a las mujeres y a los niños a buscar salidas de emergencia en medio del caos y la desesperación. Sin embargo, todos aquellos que trataron de escapar por las puertas laterales fueron recibidos por más nidos de ametralladora, mientras el resto moría asfixiado en el interior del templo. Tras los gritos de los últimos supervivientes, se hizo un silencio espectral en todo el lugar.

En aquella soleada tarde del 10 de junio de 1944, los soldados alemanes se retiraron de la población de Oradour-sur-Glene con 642 muertes a sus espaldas, de las cuales 190 correspondieron a hombres, 245 a mujeres y 207 a niños, algunos de los cuales apenas habían cumplido una semana de vida. Entre los restos calcinados de la aldea, que bombardearon hasta su destrucción, los nazis no encontraron ni una sola arma.

Semanas más tarde, gran parte de la Compañía fue abatida en su inútil intento de frenar el avance de los aliados. Entre los muertos de aquellos enfrentamientos se encontraba el oficial al mando Diekmann, que a diferencia de algunos supervivientes de su división, no pudo dar cuenta de sus actos en los juicios que se celebraron entre 1953 y 1983 a propósito de la matanza de Oradour.

Dichos procesos fueron insuficientes en su misión de hacer justicia a las víctimas y sus familiares, pero dieron notoriedad a un suceso que Charles de Gaulle consideró merecedor de perdurar en la memoria de los franceses. Por ello, el general ordenó que no se moviera una sola piedra de las ruinas de Oradour, y mandó construir una nueva población a poca distancia de allí, mientras el tiempo, la maleza y el óxido se adueñaban de la localidad original.

Aún hoy se pueden visitar las ruinas y ver restos de edificios, vehículos y objetos de la vida cotidiana de un pueblo arrasado por la barbarie. Y quizá no por casualidad, se puede comprobar que el cartel de la estación sólo conserva algunas letras: o-r-a-g-e, que en francés significa "tormenta".

El resto es sólo polvo y aire, el eco desgastado de los truenos del horror y la desesperanza que, por fortuna, ya cada vez suena más lejano.


(P.d: http://en.wikipedia.org/wiki/Oradour-sur-Glane, para más detalles. Agradezco a mi amigo Pey las imágenes, que tomó él mismo en el lugar de los hechos, pero sobre todo que me pusiera en contacto con esta historia, de la que tanto se debiera aprender por estos lares.)

lunes, 1 de junio de 2009

Son sólo palabras (o no).


Algunos de los tópicos más frecuentes (y molestos) que tenemos que escuchar aquellos que nos dedicamos a enseñar lengua castellana a hablantes españoles son los ya famosos “yo ya sé español”, “esas palabras no las usa nadie”, “lo que importa es que se me entienda, y no tanto lo que diga”, “son sólo palabras”, etc…

Algo de cierto hay en estos tópicos, aunque en un porcentaje mínimo. Es verdad que un idioma es un vehículo de comunicación, y que por ejemplo un turista japonés puede hacerse entender a pesar de que cometa decenas de fallos gramaticales o sintácticos. Lógicamente, nadie lo va a detener o encarcelar por ello, porque ahí la comunicación se antepone a la corrección gramatical.

Ahora bien, importa el cómo decimos aquello que queremos decir. Es más, a veces la forma es tan determinante que condiciona por completo la intención del mensaje emitido. El caso del turista japonés es justificable, pero un hablante nativo no se puede permitir el lujo de ir hablando o escribiendo como le dé la gana, porque de continuar esa dinámica cada uno terminaría practicando su particular idiolecto y al final esto sería Babel a la española.

Los medios de comunicación no contribuyen, precisamente, a erradicar este tipo de actitudes ante el lenguaje. El otro día escuché a un comentarista decir que Rafael Nadal debía “minimizar” sus errores si quería ganar un partido, y a otro decir que el árbitro de la final de la copa de Europa estaba “señalizando” de una forma ejemplar las faltas cometidas por los equipos contendientes. Imagino que el primer periodista desconoce que minimizar no es reducir el número, sino el tamaño o la importancia de algo, y dudo mucho que Nadal se plantee semejante cosa (los fallos en tenis son fallos o no lo son; no hay posibilidad de reducir nada). Por su parte, estoy convencido de que el árbitro del partido de fútbol sabrá conducir y estará al tanto de las pertinentes señales de tráfico, pero se me antoja extraño que vaya por el campo de fútbol “colocando señales que indican bifurcaciones, cruces, pasos a nivel y otras para que sirvan de guía a los usuarios del tráfico”, ya que ése es precisamente el significado de la palabra “señalizar”.

Seguramente me dirán ustedes: “qué exagerado, es evidente que esos periodistas no se referían a eso, y que lo que querían decir es que Nadal debía cometer menos errores, y que el árbitro estaba señalando las faltas pertinentes”. Bien, y entonces, ¿por qué no emplearon los periodistas tales vocablos, en vez de inventarse semejantes giros que, además de pedantes, resultan del todo incorrectos?

No obstante, no crean que mi crítica va dirigida sólo contra la prensa, diana tradicional de los lingüistas, sino contra nosotros mismos: en una conferencia reciente escuché de boca de insignes ponentes aberraciones tales como “epocalmente”, “cosico” o “protagonización” (imagino que en vez de “temporalmente”, “cosificado” o “protagonismo”), y me parecieron pedanterías horrendas otros vocablos como “concretizar” y “hombredad” que, aunque correctos, podían haberse sustituido sin ningún problema por “concretar” u “hombría”.

Pero todos estos ejemplos, más o menos graves en su importancia, quedan empañados por esa actitud ignorante, atrevida y chulesca del hablante medio que comentaba al inicio, y que lleva a muchos a hablar tranquilamente de catástrofes “humanitarias” o de comenzar mensajes escritos u orales con el fastidioso infinitivo sin venir a cuento, del tipo “Comenzar diciendo que / Sólo señalar que…”, o de meter con calzador palabras literales del inglés cuando existen equivalentes castellanos (“voy a jugar al basket(ball)” en lugar de baloncesto, o “por mi condición de mujer, tengo ya un hándicap de partida” en vez de desventaja). Y así un largo etcétera.

Claro que luego me llegarán los “progres” de la lengua, y volverán a ponerme la cabeza como un bombo con el argumento de que los idiomas son seres orgánicos en permanente evolución, que la lengua es del pueblo y que no se le pueden poner cortes ni barreras académicas, y claro, así estamos ahora, que somos leístas de forma impune y decimos “toballa” y demás barbaridades con la complicidad de una Real Academia tan complaciente como inoperante. (Por cierto, no sé quién se habrá inventado el bulo de que la RAE admite también la variante vulgar “cocreta” en vez de croqueta, pero no es verdad, aunque sea un fruto lógico del caos idiomático reinante).

No quiero ser agorero, pero sinceramente creo que de seguir así podríamos hablar más bien de una involución lingüística, consciente, consentida (y humanitaria, por supuesto).