El problema de ver ciertas películas a una determinada edad es que se fijan en nuestra memoria de una forma casi mágica, y cuando uno vuelve a esas obras, años después, se da cuenta de que, en el fondo, no sólo no eran para tanto sino que incluso pueden parecerle espantosas.
Así me pasa a mí con películas como El vuelo del navegante (Randal Kleiser, 1986) un viaje fantástico de un niño en una nave alienígena a través del tiempo, que de pequeño me entusiasmaba y ahora me da casi hasta vergüenza decirlo, de lo forzado que me resulta su argumento y lo pobre de sus interpretaciones. Algo similar me sucedió con la archiconocida Parque Jurásico (Steven Spielberg, 1993), de la que salí levitando del cine con once añitos y que ahora me provoca ardor de estómago, así como con El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999) o Gladiador (Ridley Scott, 2000) que de adolescente me parecían obras maestras del séptimo arte y ahora, viéndolas a la luz de sus predecesoras en los géneros del terror o el peplum, me parecen, como poco, cintas menores.
Lógicamente, en este ámbito jugamos con el factor de la perspectiva cambiante del espectador, y con el visionado de películas dirigidas a un determinado sector en una fase muy concreta de la madurez. Sin embargo, existen algunos ejemplos que se resisten a esta tónica general, y uno puede en la actualidad deleitarse, literalmente, con películas que también en otro tiempo le entusiasmaron. Me ocurre así con la excelente La princesa prometida (Rob Reiner, 1989), que debería ser estudiada con lupa por esa horda contemporánea de infames magos, leones, armarios y brújulas doradas, y qué decir de clásicos como Pesadilla antes de Navidad (Tim Burton, 1993) o ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Robert Zemeckis, 1989).
Lo interesante de todo esto es que, en el fondo, la consideración adulta no es exactamente mejor o peor que la anterior, sino diferente. El mismo espectador demanda cierto tipo de historias cuando es niño, adolescente, joven o maduro, incluso de anciano, y lo único que no cambia en esa ecuación es el relato propiamente dicho. En literatura sucede algo diferente, porque no creo que nadie en su sano juicio pueda decir que La isla del tesoro, El Hobbit, Robinson Crusoe, Moby Dick o La historia interminable son bobadas infantiles. Esto se debe, sin duda, al prestigio del que goza la literatura juvenil, algo que en el caso del cine aún no se ha producido.
En cualquier caso, tanto si hablamos de libros como de películas, la calidad de los relatos en cuestión es lo que permite que se hagan sitio en el imaginario colectivo y perduren con mayor o menor fortuna. De ahí que las mejores historias posean diferentes niveles de lectura, carezcan de un público determinado y se puedan disfrutar desde numerosos puntos de vista. Una novela como el Lazarillo de Tormes puede ser leída con igual pasión por un chaval de la edad de Lázaro o por un estudiante universitario que trata de datar históricamente el texto, y entre esos extremos hay una escala de matices que invita una y otra vez a saborear a todo tipo de público el encanto de una gran historia que venció, por méritos propios, el paso del tiempo.
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