miércoles, 31 de diciembre de 2008

Lo que nunca se vio (y quizá nunca debió verse)



Como devoto de la narrativa cinematográfica en todas sus variantes de distribución, he visto en estos últimos años bastantes películas en formato DVD. Como todo el mundo sabe, uno de los reclamos publicitarios más importantes de este formato es la inclusión de discos con material extra, que incluye reportajes sobre cómo se hizo la película, entrevistas con el equipo de producción, escenas eliminadas, etc…

En principio, la idea parece buena. Para alguien que tenga especial interés en una determinada cinta, el disponer de ese material le puede permitir ampliar sus conocimientos y profundizar en la gestación y desarrollo de la película. Conocer los entresijos de la producción cinematográfica es interesante, y sobre todo en el caso de las superproducciones, permite comprobar los medios tan impresionantes (actores, extras, vestuario, efectos visuales) con que suelen contar este tipo de películas.

Ahora bien, la lista de posibles ventajas se difumina cuando comprobamos que, en el fondo, estos documentales están elaborados por las propias distribuidoras y no son más que una excusa para dar promoción y autobombo a los “genios” que han creado tal o cual maravilla del séptimo arte. Por delante de los espectadores desfila una interminable galería de personajes, a cual más soso e intrascendente, que se dedica a proclamar a los cuatro vientos lo genial que es trabajar para su estudio, lo majo que es el director y el rato tan genial que pasaron todos, como si más que un trabajo aquello fuera una reunión de amigos.

Pero si estos reportajes son innecesarios y aburridos hasta decir basta, qué decir del apartado de las escenas eliminadas, que en ocasiones las productoras tienen la mala costumbre de añadir incluso al metraje de la película. Por lo general, este tipo de escenas estaban fenomenalmente suprimidas, bien porque entorpecían la trama o porque no añadían nada nuevo o significativo a lo ya dicho por unas películas que, por otra parte, siempre agradecen un lifting en la sala de montaje.

En cuanto a los demás materiales, las compañías piensan que debe resultar fascinante poseer tráilers y anuncios televisivos, fichas del equipo artístico y técnico (sí, los tipos sosos de los documentales, ahora por fascículos), galerías de fotos y una lista interminable de bobadas que probablemente nadie verá o, si lo hace, será una vez y llevado por un aburrimiento y vacío existencial supremos, para ser posteriormente olvidados hasta el fin de los tiempos.

Dejando a un lado todo este batiburrillo pseudo publicitario, yo me conformaría con una buena edición de la película tanto a nivel de imagen como de sonido. Eso es, en definitiva lo que me interesa y me lleva a adquirir el producto, y todo lo demás me sobra olímpicamente. No me apetece escuchar a los actores quejándose por estar tres, seis o diez horas en la sala de maquillaje para parecer un sapo (algo que a fin de cuentas, forma parte de su trabajo), o a los responsables de efectos digitales lloriqueando porque hacer el pelo de una jirafa espacial buceando en coca cola era complicadísimo (ídem de lo anterior). Y si realmente se lo pasaron teta grabando la película, cosa que dudo, me parece estupendo, pero no me interesa.

En suma: larga vida al cine, pero sólo al que cuenta historias interesantes, por favor.


P.d: Y Feliz 2009 a todos, que casi lo olvido.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Sí podíamos, después de todo.


El otro día asistí a una charla en la que un “experto” en agitar conciencias trató ante un público demasiado joven (y por tanto, maleable) temas tan dispares como la globalización, el comercio justo, consumo responsable y hasta el reciclaje. Entre otras lindezas, dijo que encontrar trabajo en Estados Unidos era “imposible”, a pesar de lo cual se trata de la “mayor democracia mundial”, un ejemplo de consenso y derechos civiles que las demás potencias trataban en vano de imitar.

Son demasiados disparates para comentarlos uno por uno (lo del trabajo no merece la pena ni mentarlo), pero quizá la que más me dolió, por lo sangrante, fue aquello de la “mayor democracia mundial”. Un país que vive a la sombra de unos más que dudosos resultados electorales (en 2004, con Bush II a la cabeza), que tiene en su haber unas cuantas guerras recientes por petróleo (por lo visto algunas democracias se miden en barriles, no en votos), y que encima presume de una de las mayores infamias del mundo contemporáneo como es la prisión de Guantánamo, difícilmente podría yo calificarla de “mayor” en nada que no sea la desvergüenza, el descrédito, la miseria moral y la ausencia de valores.

Traté de expresar mi opinión ante nuestro magno orador, pero éste rápidamente tachó mis argumentos de falsos y pasó a otro asunto, llevando su exposición de una forma tan dirigida como manipuladora. Cada pregunta, siempre para ser respondida con un sí o no, era en realidad un pretexto para seguir con su charla, sin entrar en debates o dar cabida a todo aquello que no fuera asentir como un borrego ante asertos tan espectaculares como los ya mencionados. La complicidad de un público aburrido de tanta perorata hizo que renunciase a toda posibilidad de salir de aquel entuerto, y me dediqué a contemplar imágenes que Cicerón había traído sobre Guantánamo.

Acabo de saber que el gabinete de Obama planea cerrar dicha base en un plazo de dos años. Poco después sacará a las tropas de Irak, y ambas empresas van a suponerle un enorme desgaste, en un país tan paranoico como aficionado al rifle y al gatillo fácil. Sin embargo, es un empeño merecedor de todo mi respeto, aquel que aún le regateaba cuando las masas se exaltaban a su alrededor en época electoral. Recuerdo haber tenido debates, tanto en su época de primarias como en su paseo ante McCain, acerca de si en realidad Obama podría llevar a cabo el tan manido cambio, que fue su eslogan durante toda la campaña.

No hay duda de que Cicerón no le duraría a Obama ni medio minuto en un debate real (uno que no controlase y pudiese, por tanto, manipular a su antojo), y que sus cualidades retóricas superan con creces a sus adversarios reales. Ahora bien, detrás de todas esas lindas frases, ¿había realmente una voluntad de cambio? ¿Se podía “distribuir la riqueza”, como llegó a afirmar? ¿Iba a tocar siquiera el odioso sistema sanitario americano? ¿Y qué pasaba con Irak o Guantánamo, temas por los que siempre pasaba de puntillas o, a lo sumo, con frases enigmáticas más propias de un oráculo que de un político?

Parece que estaba yo equivocado y que, en efecto, hay en este hombre una verdadera voluntad de cambio. Que sea considerado el personaje del año en medio mundo no es casual, y noticias como éstas animan a que más de uno, como un servidor, recupere algo de fe en el género humano. Es posible que Estados Unidos no sea perfecto, pero qué duda cabe de que si Obama es capaz de cumplir un 10% de sus promesas electorales, estará en condiciones de ser el referente que a muchos nos gustaría que fuera, un modelo de justicia y democracia que le permitiera ser mediador internacional y no un vulgar matón de barrio, que es en lo que lo ha convertido la penosa administración Bush.

Pensaba en todo esto mientras Cicerón recibía una salva de inmerecidos aplausos, ya al final de su monólogo, y sonreí para mis adentros, pensando que aquella insulsa vanidad se estaba reafirmando en la indiferencia de un respetable a punto de fenecer de puro sopor. Todo lo contrario que el “poeta de la tribuna”, que afirmó un analista político sobre Obama, quien ahora mismo está llevando a cabo acciones que hacen aún más bellas sus palabras.

jueves, 18 de diciembre de 2008

La vorágine del tiempo (II)


Leí una vez una novela en la que un alpinista de escasa experiencia y menor autoestima trataba de impresionar a cuantos le rodeaban tratando de escalar una montaña indomable. Conforme iba ascendiendo, su intuición –o su buena suerte-, le iban permitiendo avanzar allí donde otros se quedaban en el camino, atascados o vencidos por los elementos o su propia inseguridad. Y a medida que subía el joven imaginaba ya qué otras montañas ascendería en el futuro, dando por sentado que esa cumbre en la que se encontraba estaba ya conquistada.

Pensando en esa gloria venidera apenas prestaba atención a su camino, de modo que terminaba resbalando y resultaba herido de gravedad en una pierna. La obra terminaba con el joven lamentándose y doliéndose de su pierna, pero sobre todo rabioso por no haber conocido la gloria de las montañas venideras; siendo incapaz, en definitiva, de entender el mérito de haber llegado allí sin experiencia alguna, pero también de no ver su error por creerse victorioso antes de tiempo.

Recordaba esta anécdota por la relación que guarda con el sentido de progresión del que hablaba en la última entrada. Y es que a finales del curso pasado, aún en Chicago, me llegó la noticia de que la universidad de Oxford estaba buscando un lector de español para incorporarlo a su departamento de Filología Hispánica. Mi desconocimiento del sistema académico británico y mis ganas de continuar con mi progresión me llevaron, después de no pocos conflictos internos, a solicitar dicho puesto.

Así, durante las semanas siguientes, que fueron las últimas de mi estancia americana, me levantaba cada mañana acariciando la posibilidad de dar un paso más en lo profesional, mientras me esforzaba como podía por hacerlo más llevadero en lo personal. De alguna manera, todo cuanto había ido construyendo aquel año y los anteriores podía tener una recompensa extraordinaria, o bien quedarse en agua de borrajas, como finalmente fue.

Oxford no estaba interesado en alguien con tan poca experiencia, y sin siquiera la tesis terminada, y así me lo hicieron ver –aunque de una forma muy educada, todo hay que decirlo-. Y a la lógica decepción se unió una serie de hechos en cadena –marcha de Estados Unidos, fracaso relativo en las oposiciones a secundaria, nueva lesión de rodilla-, que me tuvieron postrado durante varios meses y con un regusto algo amargo, tras haber saboreado un año de nuevas experiencias en todos los frentes.

Pensaba en todo esto mientras rellenaba mi informe, en el que por supuesto sólo daba cuenta únicamente de los progresos de una tesis cada día más cerca de ver la luz, así como de las conferencias y los pequeños viajes posteriores a mi regreso. Y me resultó curioso, al releerlo una vez terminado, el hincapié tan insistente por mi parte en esta sección final acerca del “término de la beca”, “la entrega definitiva de la tesis”, “el cumplimiento de los plazos”, etc… Quizá una parte de mí, quién sabe si por el sinsabor antes citado, quiere dar por terminado cuanto antes este período y pasar a lo próximo, aunque no esté claro en qué consiste o qué deparará exactamente.

Tengo claro, eso sí, que no me quedaré en la cueva lamentando las heridas o infortunios ante la montaña resbaladiza, –para eso me sirve este exorcismo de palabra, entre otras cosas-, y que de estos años de experiencias me llevo no pocas lecciones y alguna que otra certeza. Entre ellas, la de la vorágine del tiempo que confunde la memoria, alejando o distorsionando rostros, fechas y lugares, y que sólo es posible combatir cuando nos reunimos aquí o donde sea, para contarnos y escucharnos o escribirnos y leernos, que tanto da.


domingo, 14 de diciembre de 2008

La vorágine del tiempo (I)




Hace unos meses tuve que completar un informe en el que daba cuenta de mis últimos años de beca, concretamente desde mayo de 2005 hasta agosto-septiembre de 2008. En él debían figurar todos mis proyectos, destinos y méritos, con el mayor grado de detalle posible. Y aunque el objetivo del informe era estrictamente académico, no pude evitar dejarme llevar por ese vendaval de recuerdos que he ido acumulando a lo largo de estos tres largos años.

Fue escribiendo aquel informe cuando me di cuenta de que a una larga etapa centrada sólo en estudios, notas y resultados, le siguió a partir de 2005 una nueva, donde a mi doctorado le acompañó siempre un elemento de viajes y emociones que, sin duda, es lo que ha convertido esta etapa en la más fértil de mi vida.

Que viajar a determinadas edades y sin determinados compromisos sea muy recomendable no creo que muchos lo discutan. Que en esos trayectos uno pueda ampliar horizontes culturales y humanos, conocer marcos incomparables y otras formas de concebir la vida, creo que tampoco. Así, el viajar sería sinónimo de crecimiento, y no tanto desplazarse simplemente de un lugar a otro.


Con todo, esos viajes que en mi caso me han llevado a distintas partes de España y el extranjero han ido dejando en mí dos sensaciones similares a las que uno experimenta al bajar de una montaña rusa. De un lado, vértigo; de otro, cansancio.

Entiéndanme bien: lejos de mi intención pontificar sobre los viajes de “mi juventud”, como aquéllos del déja vu generacional que mencioné hace un par de entradas. Todavía tengo recientes estos viajes y me quedan muchos por hacer, soy consciente de ello; pero como decía al principio, ya no se harán en determinadas edades y sin determinados compromisos.

Una vez me comentó un ser muy querido que ser joven es como estrenar una libreta nueva, llena de páginas en blanco que están esperando a que se escriba en ellas. Así es, más o menos, como yo comencé aquel periplo hace algunos años: eufórico, entusiasmado, con el único objetivo de ver y aprender, de experimentar todo aquello que se me antojara allí y entonces.

Rellenando algunos datos tuve, además, la sensación de que de algún modo todo aquello iba confluyendo en el destino más importante de todos, que los veranos en Inglaterra, las conferencias, los cursos de inglés y de doctorado, la tesina e incluso los scout confluían en Chicago. Esa fue la ciudad americana que me albergó el año pasado, la que me puso a prueba con los idiomas adquiridos hasta entonces, con mis –escasos– recursos para manejarme en público y la -aún más escasa- desinhibición que me aportaron los scout, y hasta mi capacidad de trabajo para darle el empujón definitivo a mi tesis.

En realidad, todo había ido cobrando una nueva dimensión conforme pasaba al papel en orden cronológico aquella trayectoria, un sentido de progresión constante donde cada etapa era siempre mejor que la anterior, más completa, compleja y desafiante, pero al mismo tiempo más satisfactoria y enriquecedora al finalizar.

Quizá por ello me detuve cuando llegué a junio de 2008. De pronto, aquel sentido de progresión se vio truncado, y me quedé bloqueado, sin saber cómo seguir.




miércoles, 3 de diciembre de 2008

Cinefórum (1)


Sam Mendes es un director reconocido y premiado, a quien no hace falta descubrir ni alabar ahora que le han llovido tantos elogios como, sin duda, merece. Ahí están algunos momentos históricos del cine reciente, como esa cama de rosas invertida con la que soñaba el genial Kevin Spacey, en American Beauty, para atestiguarlo.

De todos modos, y aunque las preferencias tienden a inclinarse por esta, su primera obra como director, para mí no hay nada comparable a esa clase magistral de cinematografía que es Road to Perdition, su segundo largometraje.

Dejando a un lado el impresionante elenco de actores (Tom Hanks, Paul Newman, Jude Law, Daniel Craig…), lo que más me llamó la atención fue el excelente trabajo visual del filme, una traslación maravillosa del cómic de Max Allan Collins. Es verdad que la ciudad de Chicago aún conserva gran parte del sabor añejo de los años 30 en buena parte de su arquitectura y alrededores, pero el trabajo de Conrad L. Hall en fotografía es sencillamente prodigioso. El modo en que el equipo de la película ha logrado recrear la inmensidad y belleza de aquella América de la depresión es tan fiel que uno cree realmente encontrarse en el medio oeste.

El realismo de la película es una virtud sólo equiparable a un guión sobrio y depurado hasta el límite. En los últimos veinte minutos de película apenas hay seis líneas de diálogo, y sin embargo transmite prácticamente todos los grandes temas del cine de todos los tiempos de una forma tan sencilla como efectiva: la soledad del individuo, la imposibilidad de la inocencia, la violencia como elemento vertebrador de la sociedad, la sacralidad en la relación entre padres e hijos…

Repleta de personajes turbios y profundos, Road to perdition es una rara avis del cine contemporáneo, una película que a pesar de tener la violencia como trasfondo no abusa de ella, no la convierte en un circo gratuito y morboso, sino que la emplea de forma necesaria, casi poética, como en la escena sublime en que el personaje que interpreta Tom Hanks acribilla a un capo mafioso y a su séquito. Uno parece poder tocar las gotas de lluvia, casi detenidas, mientras se deleita en la soberbia partitura de Thomas Newman y se pregunta por qué no podrá haber más películas como ésta.


martes, 2 de diciembre de 2008

Juventud, divino tesoro.



De un tiempo a esta parte vengo escuchando comentarios que me suenan a algo ya oído antes, ese típico déja vu que nos acomete cuando menos lo esperamos y que nos deja pensativos o, como me decía un antiguo profesor, meditabundos. En esta ocasión, ese algo ya oído tiene relación con la juventud y sus hábitos de ocio, que muchos de mis contemporáneos califican de indigna, indecente e inapropiada, cuando no de desorbitada, caótica, lujuriosa o autodestructiva.

Aclaremos antes de nada que muchos de estos críticos apenas han alcanzado, a lo sumo, el cuarto de siglo, pero ya es cotidiano escucharles frases lapidarias del tipo “esas cosas en mi época no se hacían”, “nuestra generación sí que veía una televisión de calidad”, “cuando yo era joven (sic) jamás se me habría ocurrido vestirme así”, “yo jamás le habría hablado así a mis padres”, “yo bebía sólo de forma ocasional y controlando”, etc.

Digo que me asombra todo esto por varios motivos. Dejando a un lado ese afán de envejecernos cuando nos interesa (para poder pontificar, en este caso), me llama la atención lo absurdo de cada uno de estos dogmas de fe, que la barbilampiña madurez se dedica a proclamar como el que siembra. Seamos serios, ¿qué cosas no se hacían en “nuestra época”?

¿Acaso la televisión de nuestra infancia y adolescencia era el colmo de la intelectualidad infantil? ¿Eran realmente la Bola de cristal o Barrio sésamo un producto de calidad? (y eso por no mencionar las interminables bobadas futboleras de Oliver y Benji, o la violencia injustificable y desatada de Goku y compañía) Y yendo a la etapa más hormonal, ¿acaso no se bebía ya entonces de forma desmesurada y se salía hasta altas horas de la noche? (¿Es el botellón un invento del siglo XXI?) ¿Acaso no se ligaba todo lo que se podía (quien podía) y más? Y de las prendas, qué decir. ¿Acaso las vestimentas de la década pasada eran un dechado de recato y austeridad?

Parece que la respuesta a todas estas preguntas viene a ser la misma, es decir, que antes la juventud de España era otra cosa, plagada de paladines de la decencia, los valores y el respeto, no como ahora, donde todo se reduce a una interminable orgía bacanal que terminará con más de uno en urgencias.

Quizá sería recomendable hacer un verdadero ejercicio de memoria, y preguntarse dónde y haciendo qué estaba cada uno de esos pontífices baratos de la moralidad cuando estábamos todavía en época de estirones.

Pero claro, sin duda es más cómodo ponerse el hábito de inquisidor cuando se es consciente, y ahí está el verdadero problema, de que el trasfondo de esta nueva generación es el mismo que en la anterior, es decir, una sociedad permisiva que ha glorificado la juventud y le ha dado carta blanca para hacer lo que le dé la realísima gana. Y de ahí los vestires, los botellones y ese “vete a la mierda” que esgrimen ahora ellos como un canto no aprendido y que nosotros también entonamos entonces, por mucho que a algunos les cueste admitirlo.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Leyenda y realidad.




Vi el otro día el reportaje que hizo el programa “Informe Robinson” sobre el futbolista Ronaldo, uno de los mejores delanteros que ha dado Brasil en las últimas décadas. Y viéndolo ahí, rechoncho y envejecido, peleando por enésima vez contra sus lesiones de rodilla para apurar sus últimos días como deportista profesional, me acordaba de cuando fichó por el Fútbol Club Barcelona, en el año 1996. Recordé su gol al Compostela, una verdadera barbaridad de gol, y tantos otros con que literalmente asombró al mundo entero y conquistó balones de oro, copas del mundo y ligas en los países más competitivos, como España o Italia.

En la entrevista, Ronaldo confiesa que aún sueña con que esta lesión no sea definitiva, aunque reconoce que la retirada es una opción que lo libraría de muchos quebraderos de cabeza, y el de pasar por quirófano otra vez o el de quedar cojo de por vida son sólo algunos de ellos.

Escuchándolo, con la serenidad que dan sus 32 años, no dejaba de pensar en mi caso particular, también jalonado por dos lesiones graves de ligamento y que han supuesto un cambio drástico en mis hábitos deportivos. Yo no soy profesional del fútbol, nunca tuve aptitudes ni ganas de serlo, pero sí es verdad que mi vida giraba en torno a los libros y al deporte. Desde que empecé a jugar al fútbol, con ocho o nueve años, sentí un placer enorme, una libertad incomparable, y esa sensación de volar se prolongó durante casi quince años.

Fue en agosto de 2005 cuando mi rodilla izquierda se rompió. Una malformación en mi rodilla predisponía al ligamento a romperse, y tras tantos años de esfuerzo éste ya no aguantó más. Luego vino la operación, un año y medio entero de rehabilitación, y la vuelta a los terrenos de juego, ya en 2007. Unos meses después, en diciembre de ese mismo año, me produje la misma lesión, esta vez en la otra rodilla. Resultado: nueva operación, rehabilitación, y otro año de natación y paciencia por delante.

A Ronaldo se lo plantea el entrevistador de una forma clara: ¿realmente merece la pena tanto sufrimiento? Está claro que para él, sí. El fútbol es su vida, y su forma de vida. Sus patrocinadores, el equipo de médicos y representantes que lo rodea dependen de ese tendón roto, pero por encima de eso, Ronaldo se lo debe todo al fútbol: su fama, su leyenda, su controversia… nada de eso habría sido posible sin un balón y una cámara.

En mi caso, la ecuación es mucho más simple. Por mucho que me duela renunciar a un deporte divertido y exigente como pocos, mi vida no depende de ello. He aprendido a valorar la importancia de una vida normal, sin molestas cojeras o dolores, y ahora mi único objetivo es conservar esa normalidad. Así pues, lucha por tu sueño, leyenda, que yo me quedo con mi realidad.

martes, 4 de noviembre de 2008

Mil palabras valen más que una imagen.



Hace tiempo me encontraba en casa de una amiga, y mientras esperaba a que terminara de arreglarse me dediqué a ojear un álbum de fotos que tenía en su cuarto. Aquel álbum contenía imágenes sueltas de más de dos décadas de viajes, experiencias, reuniones familiares y de amigos. En todas ellas aparecían maravillosas sonrisas, paisajes de ensueño y monumentos exóticos, y en todas se respiraba felicidad absoluta, salvo, curiosamente, en una.

En ella, mi amiga no sonreía de forma profidén, sino que tenía la mirada perdida, sentada junto a un muelle, en lo que parecía el puerto de alguna ciudad del norte de España. Recuerdo que me quedé contemplando aquella imagen, porque ésa, más que ninguna otra del álbum, estaba anunciando algo que no terminaba de contar, una historia acerca de la tristeza en medio de tanta blancura artificial. Sin embargo, por más que miraba sólo podía ver la fachada de esa tristeza.

No fui capaz de ir más allá hasta que ella regresó para contarme que se la hizo un primo pequeño suyo, justo a la mañana siguiente de romper una relación de seis años con su antiguo novio. Por lo visto, él había recibido una oferta de trabajo en el extranjero y la había aceptado, y ella no podía ni quería seguirle en ese viaje. Aún no había terminado sus estudios, y tampoco se veía ante ese futuro laboral incierto, alejada de su familia de forma indefinida y sin conocer más idioma que el suyo.

Aquella fue una separación artificial y traumática para ambos, que se vieron en una situación que eran incapaces de manejar como adultos, y todo terminó, por desgracia, de una forma tan abrupta como dolorosa. Él se fue y ella se quedó ahí, junto a ese muelle, quizá arrepintiéndose de la decisión que había tomado, y contemplando un horizonte que sólo le devolvía el vacío de su mirada.

Siempre recuerdo esta anécdota cuando alguien me habla de palabras e imágenes, y de la preponderancia de las primeras sobre las segundas, o viceversa. Supongo que lo más aristotélico sería decir que la combinación de ambas sería lo más efectivo, pero por mucho que me haya criado en una cultura plenamente audiovisual no puedo sostener semejante afirmación. Sin negar la capacidad de contar historias de las imágenes en movimiento, como el cine o la televisión, e incluso la poderosa potencia narrativa que se encuentra en algunas imágenes estáticas, para mí una historia se cuenta básicamente con palabras. Son palabras los diálogos de los personajes de esas imágenes en movimiento, como eran palabras lo que me permitió entender el significado de aquella triste fotografía junto al muelle. Sin ellas, habría sido literalmente incapaz de llegar a la profundidad de aquella mirada, a la enorme tristeza que reflejaban esos ojos que tan bien conocía.

Aquel álbum anunciaba muchas historias pero no contaba ninguna, se limitaba a recoger instantes fugaces, momentos sueltos e inconexos que además habían sido alterados por aquellas ridículas poses de modelo y sonrisas inmaculadas. No había verdad en ellas, como no la suele haber en la mitad de la fotografía profesional, donde todo se reduce a encajes, encuadres, iluminación y demás preparativos.

Por supuesto, las palabras pueden mentir de una forma tan efectiva como las imágenes. La literatura se basa precisamente en el artificio de la ficción, de lo no real, como base para crear miles de historias. Sin embargo, detrás de los molinos de viento del Quijote y más allá de la magdalena de Proust hay verdades tan humanas que a veces impresiona. Uno lee y se lee a sí mismo, se ve reflejado en esas páginas como ante un espejo del alma, y cuando escribe no hace otra cosa que escribirse a sí mismo, que proyectarse en ese mismo espejo para que otros lo contemplen. Escribir bien, aunque se trate conscientemente de ficcionalizar, no es otra cosa que desnudarse de una forma sincera y honesta, y lo mismo sucede al hablar, que por mucho que intentemos no podremos evitar delatarnos a cada nueva palabra que digamos.

Mil palabras son suficientes para hacernos una buena idea del sufrimiento de mi amiga, de las causas y su alcance, pero aquella imagen que encontré, por sí sola, no podía. Las palabras pueden dar claves, explicaciones, información y puntos de vista incapaces de adoptar por lo visual, que siempre tendrá que jugar con la complicidad del espectador. Cuántas novelas han sido llevadas de forma catastrófica al cine, y cuántas otras, a pesar de sus buenos resultados, quedaban en agua de borrajas en cuanto uno abría el libro en que estaban basadas.

En este caso concreto, no se trata simplemente de la cantidad de información que ofrecen unos y otros, sino de que son códigos completamente distintos. Vladimir Nabokov realizó el guión de Lolita, de Stanley Kubrick, basándose en la novela que él mismo había escrito, y su fracaso fue estrepitoso. No pudo plasmar la impresionante voz narrativa que antes creó para Humbert Humbert, su ironía y mordacidad, simplemente porque la película era una colección de postales vacías, donde el actor Dirk Bogarde se dedicaba a reflexionar para sí ante un espectador incapaz de llegar a su alma y que se tenía que conformar con la superficie, con los hechos puntuales, con las imágenes.

Y aún en el cine habría que decir que estas imágenes cuentan con música y sonido, lo que les otorga una clara ventaja. Cuántas veces nos emocionamos al escuchar tal o cual banda sonora, mientras que si hubiéramos visto la misma escena sin música habríamos llorado lo mismo que una piedra.

Sólo quiero imágenes, en suma, acompañadas de palabras que me den auténticos referentes con los que entenderlas, que me expliquen y me hablen de almas como la mía donde pueda verme reflejado, donde pueda aprender. Wittgenstein afirmó hace tiempo que “los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro conocimiento”, porque es con el lenguaje, con las palabras, como realmente nos construimos a nosotros mismos.

lunes, 20 de octubre de 2008

De series, verdades y otros casos sin resolver.




Ahora que se ha extendido la fiebre por las series de televisión, me ha dado por recordar una que en su momento me pareció fuera de lo normal, en todos los sentidos de la expresión.

Me estoy refiriendo a Expediente X, uno de los fenómenos más sorprendentes de los años noventa. Fue una serie que literalmente arrasó durante cinco años para después entrar en una barrena creativa tan alarmante que provocó una espantada de los muchos fans que había acumulado en su primera etapa.

Corría el otoño de 1993, cuando una serie sin apenas presupuesto y que trataba sobre hombrecillos verdes y conspiraciones gubernamentales se colaba en los ránkings televisivos de medio mundo, alcanzando audiencias millonarias. Su creador, un tipo extraño y bastante pagado de sí mismo llamado Chris Carter, apenas se podía creer que aquellos capítulos inconexos y algo deslabazados pudieran atraer tanto la atención. Pero así era, y pronto aquello comenzó a generar millones de dólares.

Desde luego, el mérito de la serie no estaba en sus guiones (dignos de lo más “granado” de la serie B, y que acumulaban tópicos y lugares comunes hasta la saciedad), y mucho menos en unos efectos especiales tan pedestres como aquellos lejanos tiempos digitales y el propio medio televisivo imponían, sino en la gran química entre sus actores protagonistas, David Duchovny y Gillian Anderson, que lograron dar vida y volumen a los acartonados agentes del FBI Mulder (el creyente de mente abierta) y Scully (la científica escéptica).

Durante cinco temporadas, a Carter y compañía les funcionó fenomenal el binomio entre episodios que tenían un hilo común (la pomposamente llamada “mitología”, acerca de alienígenas e invasiones extraterrestres) y los episodios cerrados donde la estrella era el “monstruito de la semana” (sorpréndanse: vampiros, monstruos del lago, hombres lobo, mutantes… La X debieron robarla de la famosa Patrulla, y las ideas, también).

En esos años, quizá fuera la precariedad de medios, la bruma mística de Vancouver, el tono naif de las historias o la dualidad Duchovny-Anderson, pero lo cierto es que Expediente X logró el cariño de la audiencia, y mantuvo en vilo a medio mundo con sus aventuras y desventuras. Además de cobrar sus generosos honorarios, Carter renovaba año tras año con la FOX, y todo parecía prometer décadas de naves espaciales y conspiraciones.

Sin embargo, y como suele ocurrir en estos casos, la realidad se impuso a la ficción. Carter tenía ideas sólo para cinco temporadas (además de una película-colofón más que decente), y él pensaba ya en abandonar el barco cuando la FOX le puso un cheque en blanco por otras dos temporadas más. Carter firmó, a pesar de que Duchovny dijo que o se iba todo el equipo a rodar a Los Ángeles, donde se acababa de trasladar con su nueva esposa, o adiós muy buenas. Y allá que fueron todos, para comenzar una segunda etapa tan mal planteada como innecesaria.

A partir de aquí, fueron todo desvaríos, experimentos extraños (especialmente cuando dirigía Carter, que nunca debió ponerse tras la cámara y ha firmado con diferencia los peores episodios del show) y golpetazos de timón en una historia sin coherencia, que optó por introducir un tono más cómico y romántico (cuando su gracia estaba en la frialdad, el misticismo y la intriga). Expediente X estaba condenado a desaparecer, como así lo evidencia el hecho de que Duchovny abandonó cuando pudo (tras la séptima temporada, aunque hizo fugaces apariciones en las dos siguientes), y que a Anderson la retuvieron a base de más cheques en blanco.

Sin Duchovny, la audiencia cambió de canal y el show evidenció que sin la pareja protagonista en acción aquello no funcionaba. Los nuevos agentes que entraron para sustituir a los antiguos eran apenas un pálido reflejo de los anteriores, a pesar de los esfuerzos de Robert Patrick y Annabeth Gish por evitar el hundimiento. La FOX canceló el show a mediados de la novena temporada, aunque por deferencia permitió a Carter completar 20 episodios, el menor número de capítulos de toda la saga.

Para que la gente no piense que tengo algo personal contra Carter, me limito a recordar los fracasos sonados con que intentó ampliar el universo X-Files o similares: series como Millenium o Los tiradores solitarios, con personajes procedentes de Expediente X, apenas duraron media temporada, y la última intentona por revivir su gallina de los huevos de oro (la “película” Expediente X: creer es la clave), ha pasado sin pena ni gloria por una cartelera que ya tiene demasiado visto este asunto de los hombres de negro.

Yo, particularmente, me quedo con esas cinco primeras temporadas, que tienen algunos momentos soberbios y un tono general excelente, y que deberían formar parte del catálogo de todo aspirante a gurú televisivo. Al lado de Mulder y Scully (en sus tiempos de gloria, ojo), palidecen por riguroso turno el doctor House, las mujeres desesperadas o los perdidos de esa isla incomprensible (algún día hablaremos de la serie isleña y sus guiones surrealistas, no faltaba más).

Frases icónicas como “La verdad está ahí fuera”, “Quiero creer” o “No confíes en nadie” han quedado en la retina de más de uno. Y si el Tiburón de Spielberg logró que todos mirásemos bajo nuestros pies hasta en la piscina, Expediente X nos llevó la mirada a las estrellas para preguntarnos, medio en serio medio en broma, si no será cierto eso de que no estamos solos.


Opiniones disparatadas.




“Tienes que respetar las opiniones de los demás”, solía decirle siempre Celia a su hijo Manuel, que por entonces tenía siete años. Y él no lo entendía.
- ¿Qué pasa si esa opinión es una tontería, mamá? ¿Tengo que respetarla también?
- Así es, hijo. Todo el mundo merece que se respete su opinión, por disparatada que te pueda parecer a ti.
Manuel no lo tenía nada claro, así que se fue a consultar en el diccionario la palabra “respeto”, y encontró esto:
Respeto: 1. m. Veneración, acatamiento que se hace a alguien.
Al día siguiente, Manuel fue a la escuela y oyó que uno de sus compañeros decía que el Madrid había jugado de pena contra el Atlético. Él no estaba de acuerdo, pero como tenía que respetar la opinión, se puso de rodillas y comenzó a alzar y a bajar los brazos en señal de veneración.
- Pero, ¿se puede saber qué estás haciendo? –le preguntó el otro niño, asombrado.
- Pues qué va a ser: respeto tus tonterías.


Al otro niño le sentó tan mal aquello que se lo tomó como una ofensa, y esa misma tarde Manuel regresó a su casa con un moratón en el ojo. Cuando le explicó lo ocurrido a su madre, ella le dijo:
- Es que te has equivocado de significado, hijo. Anda, ve y busca otro mejor.
Y allá que se fue Manuel, que esta vez leyó lo siguiente:
Respeto: 2. m. Miramiento, consideración, deferencia.
Y por si acaso, miró otro de los significados para asegurarse, y leyó:
Respeto: 3.
m. miedo (recelo).
Esa misma noche, aprovechó la cena que tenían con sus abuelos para poner en práctica su nueva información. Cuando el abuelo dijo que la vida estaba cada día más cara, Manuel comenzó a mirarlo con mucho detenimiento, de una forma tan intensa que la familia entera se quedó callada. Después Manuel se escondió debajo de la mesa, y comenzó a temblar y a dar unos gritos horribles:
- ¡Dios mío, lo que dice el abuelo! –gritaba, como loco- ¡Es para morirse de terror!
Al cabo de unos segundos, y sin entender nada, Celia se agachó y le preguntó:
- Pero hijo, ¿tú te encuentras bien?
- Claro que sí, mamá. Estaba respetando al abuelo, nada más.
Esa misma noche Manuel tuvo otra conversación con su madre, porque el abuelo había propuesto, antes de irse, que internasen al niño en un manicomio durante una buena temporada. Manuel enseñó a Celia el diccionario, para que su madre viera que él sólo intentaba respetar a la gente. Al verlo ella lo comprendió todo. Cerró el libro, lo miró fijamente y dijo:
- Cada palabra tiene muchos significados, Manuel. En el caso del respeto, es así de sencillo: tú respetas a otra persona cuando aceptas cómo es y sabes convivir con ella. Es lo que hacemos con las opiniones o con otras culturas, por ejemplo. También respetas a alguien cuando admiras lo que hace. Por eso se puede decir que los niños tienen mucho respeto por Rafa Nadal. Y, por otro lado, decimos que algo nos infunde respeto cuando nos preocupa lo que pueda pasar, por miedo o por desconocimiento. A mí me da mucho respeto conducir, porque ya sabes que se me da fatal y lo hago con mucho miedo. ¿Qué, te convence lo que te he dicho?

- Vale –dijo Manuel, echándose a reír-, te lo respetaré, pero sólo porque eres tú, ¿eh?

jueves, 16 de octubre de 2008

El polemista impasible.


“Enseñar es repetir”, nos decía incansable aquel hombre tranquilo y paciente, que se desenvolvía en clase con la misma naturalidad con la que compartía un café para hablar de la lengua, su gran pasión: “Os podéis pasar años y años investigando y avanzando en vuestro conocimiento, pero al final entráis en el aula y os tocará repetir lo más básico una y otra vez para que otros puedan aprender. No hay otra forma, o al menos a nadie se le ha ocurrido una mejor.”

Juan Ramón Lodares (Madrid, 1959-2005) falleció a una edad demasiado temprana como para valorar en su justa medida su obra, que quedó reducida a una serie de ensayos sobre la difusión del español y el futuro de las lenguas (entre las que destaca El paraíso políglota, finalista del premio Nacional de Ensayo 2000). Podía dedicar horas enteras a plantear hipótesis acerca del potencial del español, y lo hacía además en una época en que muchos consideraban ese tema una simple quimera. Pues bien, hace poco salió un estudio que anunciaba que en unos años el español sería la lengua más hablada de EEUU, y con ello su alcance aumentaría de forma considerable.

Discípulo de Gregorio Salvador, que lo definió como el más inteligente alumno que había tenido, Lodares impartía clases en la Universidad Autónoma de Madrid. La noticia de su fallecimiento dejó conmocionados a todos los que seguíamos atentamente sus clases y escritos. Javier Elvira, profesor también de la Universidad Autónoma, destacó en un artículo publicado a su muerte la que seguramente fuese una de sus mayores virtudes: hacer del discurso académico un lenguaje accesible para cualquier tipo de lector: “Es precisamente esa función desmitificadora de su trabajo la que justifica el tono divulgativo y ensayístico de la mayoría de sus escritos, muy diferente del estilo cerebral y denso de los trabajos universitarios. Una de las claves de la eficacia argumentativa del discurso de Lodares radica precisamente en ese estilo ameno, relajado y algo distante, combinado con una cierta ironía burlona, que constituye a veces el mejor antídoto contra el tono vehemente y acalorado que adquiere a menudo la discusión sobre naciones, lenguas y culturas.”[1]

Se publica ahora una compilación de artículos sobre lenguas e identidades, con motivo de un homenaje a Lodares.[2] Es señal de que el discurso de este excelente ensayista y buen profesor no ha caído en el olvido, pero quizá también se deba a que, tanto dentro como fuera del aula, él insistió siempre en esa máxima de enseñar repitiendo, de hacer hincapié una y otra vez en unas ideas en las que creyó siempre.



[1] “El polemista impasible”, Javier Elvira, El País, 07/04/2005.

[2] Lenguas, reinos y dialectos en la Edad Media ibérica. La construcción de la identidad. Homenaje a Juan Ramón Lodares. Madrid / Frankfurt, 2008, Iberoamericana

martes, 14 de octubre de 2008

La trastienda.


Ya el día en que se conocieron supo que sería complicado llegar hasta ella. No era una chica extrovertida con la que se pudiera hablar de cualquier tema, o que gustara de llevar la iniciativa, al menos en apariencia. Joaquín supo enseguida de esa dificultad, pero quizá espoleado por eso mismo se esforzó aún más en su empeño: iba todos los días al establecimiento donde trabajaba, pero con tanta vergüenza que se quedaba fuera para observarla sin que ella se diera cuenta, tras ese mismo escaparate que era ventana y muralla al mismo tiempo.

Desde allí, la imagen que tenía de ella se agrandaba por momentos. Su apariencia se convertía en el primer y último referente, lo único a lo que agarrarse para tratar de discernir si era paciente o curiosa, si se dejaba llevar por las emociones o era fría como el hielo. Cada gesto valía su peso en oro porque era tan escaso como lleno de posibilidades para interpretarlo.

Un día ella descubrió que Joaquín la observaba, y al instante le sonrió. Joaquín interpretó que con tal gesto lo estaba invitando a pasar dentro de la tienda, y así lo hizo. Aquel fue un gran día. Pudo pasear por todas partes, ojeando aquí y allá los distintos productos, comparando precios y, por supuesto, sin hacer el menor caso de unos y otros. Toda su atención estaba en aquella muchacha que por fin cobraba voz y volumen, y que al hablar con los clientes dejaba ver facetas de sí misma que Joaquín hasta entonces sólo podía imaginar.

Nació entonces otro rito, según el cual él acudía a la tienda a la menor ocasión y esperaba lo que hiciera falta para que fuera ella, y no su madre, la que lo atendiera. Desde esa nueva perspectiva podía acceder a un universo de matices y detalles, donde la voz era el hilo conductor de nuevas fantasías que, sin embargo, quedaban empañadas por el hecho de que era una máscara de ella la que lo atendía a él y al resto de clientes, la que envolvía los regalos y los entregaba con servicial amabilidad.

Durante semanas, la única recompensa que obtuvo por tantas horas frente al mostrador fue una mirada fugaz o una tímida sonrisa a alguna de las bromas con las que él jalonaba sus breves diálogos. En algún momento estuvo tentado de arrojar la toalla, de darlo todo por perdido y buscar fortuna en otra parte, porque tenía la sensación de estar sembrando ilusiones en campo yermo.

Pero no lo hizo. No cedió y no se rindió, sino que, al contrario, trató por todos los medios a su alcance de convertir en sonrisa cada amarga salida de la tienda. Buscó consejo en sus amigos, leyó libros y practicó deporte para desahogar sus nervios, y en ese proceso no se dio cuenta de su propio cambio, de que desde hacía meses operaba lentamente en él el germen de una evolución que, sin que Joaquín se diera cuenta, ella seguía muy de cerca.

Fue una tarde de verano, cuando todos preferían el olor del río y la frescura de los álamos, el que ella eligió para tomar su mano y conducirlo a la trastienda. Y allí, en un lugar que él jamás había imaginado que pisarían sus pies, fue donde le dio un beso tan cálido como el mismo sol que doraba la avena de los campos. Fue en la trastienda donde él comenzó realmente a conocerla, a comprenderla y a amarla como ni siquiera él pensó que podría hacerlo, sin cristales ni murallas, sin máscaras serviciales, sin nada más que ella, ahí de pie frente a él y con la sonrisa iluminada por la emoción y por los nervios.

Vivir sin enchufes.



Dicen los entendidos en esto de las nuevas tecnologías que estamos a punto de vivir una revolución de proporciones estratosféricas. Nada de lo visto hasta ahora en este campo podrá igualarse con los nuevos súper ordenadores que están por llegar, acompañados de teléfonos móviles de quinta generación, televisores de plasma o de cámaras con una resolución suficiente como para captar hasta el más mínimo detalle que pase ante nuestros atónitos ojos.

Ahora mismo, una persona que no tenga Internet en casa y correo electrónico, móvil con una agenda repleta de contactos, televisor y cámara vive, literalmente, en el Mesozoico. Pobre de aquel que no pueda gozar de la revolución tecnológica porque entonces no pertenecerá al futuro, sino a una especie, cada vez más rara y minoritaria, de personas desenchufadas de la realidad que tienen los días contados.

Y, sin embargo, yo recuerdo que hubo una época en que el teléfono sólo servía para acordar el lugar y la hora de la cita, que era donde se llevaba a cabo la charla, el café o el paseo. Había parques, bares, merenderos y jardines donde la gente se reunía para despedir el día mientras hablaban de lo humano y lo divino. Nadie sabía lo que era el Messenger, el chat, las videoconferencias o los megas. Y maldita la falta que les hacía.

Es cierto que la red de comunicaciones de este siglo XXI permite logros que antes eran sólo cosa de ciencia ficción. Una persona que vive en Singapur puede mantener una conversación con alguien de California y de Bruselas a la vez, y probablemente de no existir esa tecnología dichas personas jamás llegarían a conocerse. Las tecnologías permiten el acercamiento cultural, social y económico, y con ello el avance de las sociedades modernas. Eso nadie lo duda.

Ahora bien, el problema viene cuando esas mismas tecnologías se vuelven contra nosotros y nos aíslan de nuestro entorno más cercano, desde la familia a los amigos, a quienes reemplazamos por pantallas en blanco y negro donde alguien que dice ser Laura16 nos manda un beso.com mientras nos sonríe desde una fotografía estática.

Si nos conformamos con eso, si dejamos que la tecnología se convierta en un fin, y no en el medio que es, mucho me temo que nos estemos conectando a un mundo artificial donde nada es nunca lo que parece, mientras allá afuera esperan, vacíos, esos parques y paseos donde antaño la gente encontraba cariño, amistad y, con un poco de suerte, algo de amor.