martes, 4 de noviembre de 2008

Mil palabras valen más que una imagen.



Hace tiempo me encontraba en casa de una amiga, y mientras esperaba a que terminara de arreglarse me dediqué a ojear un álbum de fotos que tenía en su cuarto. Aquel álbum contenía imágenes sueltas de más de dos décadas de viajes, experiencias, reuniones familiares y de amigos. En todas ellas aparecían maravillosas sonrisas, paisajes de ensueño y monumentos exóticos, y en todas se respiraba felicidad absoluta, salvo, curiosamente, en una.

En ella, mi amiga no sonreía de forma profidén, sino que tenía la mirada perdida, sentada junto a un muelle, en lo que parecía el puerto de alguna ciudad del norte de España. Recuerdo que me quedé contemplando aquella imagen, porque ésa, más que ninguna otra del álbum, estaba anunciando algo que no terminaba de contar, una historia acerca de la tristeza en medio de tanta blancura artificial. Sin embargo, por más que miraba sólo podía ver la fachada de esa tristeza.

No fui capaz de ir más allá hasta que ella regresó para contarme que se la hizo un primo pequeño suyo, justo a la mañana siguiente de romper una relación de seis años con su antiguo novio. Por lo visto, él había recibido una oferta de trabajo en el extranjero y la había aceptado, y ella no podía ni quería seguirle en ese viaje. Aún no había terminado sus estudios, y tampoco se veía ante ese futuro laboral incierto, alejada de su familia de forma indefinida y sin conocer más idioma que el suyo.

Aquella fue una separación artificial y traumática para ambos, que se vieron en una situación que eran incapaces de manejar como adultos, y todo terminó, por desgracia, de una forma tan abrupta como dolorosa. Él se fue y ella se quedó ahí, junto a ese muelle, quizá arrepintiéndose de la decisión que había tomado, y contemplando un horizonte que sólo le devolvía el vacío de su mirada.

Siempre recuerdo esta anécdota cuando alguien me habla de palabras e imágenes, y de la preponderancia de las primeras sobre las segundas, o viceversa. Supongo que lo más aristotélico sería decir que la combinación de ambas sería lo más efectivo, pero por mucho que me haya criado en una cultura plenamente audiovisual no puedo sostener semejante afirmación. Sin negar la capacidad de contar historias de las imágenes en movimiento, como el cine o la televisión, e incluso la poderosa potencia narrativa que se encuentra en algunas imágenes estáticas, para mí una historia se cuenta básicamente con palabras. Son palabras los diálogos de los personajes de esas imágenes en movimiento, como eran palabras lo que me permitió entender el significado de aquella triste fotografía junto al muelle. Sin ellas, habría sido literalmente incapaz de llegar a la profundidad de aquella mirada, a la enorme tristeza que reflejaban esos ojos que tan bien conocía.

Aquel álbum anunciaba muchas historias pero no contaba ninguna, se limitaba a recoger instantes fugaces, momentos sueltos e inconexos que además habían sido alterados por aquellas ridículas poses de modelo y sonrisas inmaculadas. No había verdad en ellas, como no la suele haber en la mitad de la fotografía profesional, donde todo se reduce a encajes, encuadres, iluminación y demás preparativos.

Por supuesto, las palabras pueden mentir de una forma tan efectiva como las imágenes. La literatura se basa precisamente en el artificio de la ficción, de lo no real, como base para crear miles de historias. Sin embargo, detrás de los molinos de viento del Quijote y más allá de la magdalena de Proust hay verdades tan humanas que a veces impresiona. Uno lee y se lee a sí mismo, se ve reflejado en esas páginas como ante un espejo del alma, y cuando escribe no hace otra cosa que escribirse a sí mismo, que proyectarse en ese mismo espejo para que otros lo contemplen. Escribir bien, aunque se trate conscientemente de ficcionalizar, no es otra cosa que desnudarse de una forma sincera y honesta, y lo mismo sucede al hablar, que por mucho que intentemos no podremos evitar delatarnos a cada nueva palabra que digamos.

Mil palabras son suficientes para hacernos una buena idea del sufrimiento de mi amiga, de las causas y su alcance, pero aquella imagen que encontré, por sí sola, no podía. Las palabras pueden dar claves, explicaciones, información y puntos de vista incapaces de adoptar por lo visual, que siempre tendrá que jugar con la complicidad del espectador. Cuántas novelas han sido llevadas de forma catastrófica al cine, y cuántas otras, a pesar de sus buenos resultados, quedaban en agua de borrajas en cuanto uno abría el libro en que estaban basadas.

En este caso concreto, no se trata simplemente de la cantidad de información que ofrecen unos y otros, sino de que son códigos completamente distintos. Vladimir Nabokov realizó el guión de Lolita, de Stanley Kubrick, basándose en la novela que él mismo había escrito, y su fracaso fue estrepitoso. No pudo plasmar la impresionante voz narrativa que antes creó para Humbert Humbert, su ironía y mordacidad, simplemente porque la película era una colección de postales vacías, donde el actor Dirk Bogarde se dedicaba a reflexionar para sí ante un espectador incapaz de llegar a su alma y que se tenía que conformar con la superficie, con los hechos puntuales, con las imágenes.

Y aún en el cine habría que decir que estas imágenes cuentan con música y sonido, lo que les otorga una clara ventaja. Cuántas veces nos emocionamos al escuchar tal o cual banda sonora, mientras que si hubiéramos visto la misma escena sin música habríamos llorado lo mismo que una piedra.

Sólo quiero imágenes, en suma, acompañadas de palabras que me den auténticos referentes con los que entenderlas, que me expliquen y me hablen de almas como la mía donde pueda verme reflejado, donde pueda aprender. Wittgenstein afirmó hace tiempo que “los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro conocimiento”, porque es con el lenguaje, con las palabras, como realmente nos construimos a nosotros mismos.

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