Ahora que se ha extendido la fiebre por las series de televisión, me ha dado por recordar una que en su momento me pareció fuera de lo normal, en todos los sentidos de la expresión.
Me estoy refiriendo a Expediente X, uno de los fenómenos más sorprendentes de los años noventa. Fue una serie que literalmente arrasó durante cinco años para después entrar en una barrena creativa tan alarmante que provocó una espantada de los muchos fans que había acumulado en su primera etapa.
Corría el otoño de 1993, cuando una serie sin apenas presupuesto y que trataba sobre hombrecillos verdes y conspiraciones gubernamentales se colaba en los ránkings televisivos de medio mundo, alcanzando audiencias millonarias. Su creador, un tipo extraño y bastante pagado de sí mismo llamado Chris Carter, apenas se podía creer que aquellos capítulos inconexos y algo deslabazados pudieran atraer tanto la atención. Pero así era, y pronto aquello comenzó a generar millones de dólares.
Desde luego, el mérito de la serie no estaba en sus guiones (dignos de lo más “granado” de la serie B, y que acumulaban tópicos y lugares comunes hasta la saciedad), y mucho menos en unos efectos especiales tan pedestres como aquellos lejanos tiempos digitales y el propio medio televisivo imponían, sino en la gran química entre sus actores protagonistas, David Duchovny y Gillian Anderson, que lograron dar vida y volumen a los acartonados agentes del FBI Mulder (el creyente de mente abierta) y Scully (la científica escéptica).
Durante cinco temporadas, a Carter y compañía les funcionó fenomenal el binomio entre episodios que tenían un hilo común (la pomposamente llamada “mitología”, acerca de alienígenas e invasiones extraterrestres) y los episodios cerrados donde la estrella era el “monstruito de la semana” (sorpréndanse: vampiros, monstruos del lago, hombres lobo, mutantes… La X debieron robarla de la famosa Patrulla, y las ideas, también).
En esos años, quizá fuera la precariedad de medios, la bruma mística de Vancouver, el tono naif de las historias o la dualidad Duchovny-Anderson, pero lo cierto es que Expediente X logró el cariño de la audiencia, y mantuvo en vilo a medio mundo con sus aventuras y desventuras. Además de cobrar sus generosos honorarios, Carter renovaba año tras año con la FOX, y todo parecía prometer décadas de naves espaciales y conspiraciones.
Sin embargo, y como suele ocurrir en estos casos, la realidad se impuso a la ficción. Carter tenía ideas sólo para cinco temporadas (además de una película-colofón más que decente), y él pensaba ya en abandonar el barco cuando la FOX le puso un cheque en blanco por otras dos temporadas más. Carter firmó, a pesar de que Duchovny dijo que o se iba todo el equipo a rodar a Los Ángeles, donde se acababa de trasladar con su nueva esposa, o adiós muy buenas. Y allá que fueron todos, para comenzar una segunda etapa tan mal planteada como innecesaria.
A partir de aquí, fueron todo desvaríos, experimentos extraños (especialmente cuando dirigía Carter, que nunca debió ponerse tras la cámara y ha firmado con diferencia los peores episodios del show) y golpetazos de timón en una historia sin coherencia, que optó por introducir un tono más cómico y romántico (cuando su gracia estaba en la frialdad, el misticismo y la intriga). Expediente X estaba condenado a desaparecer, como así lo evidencia el hecho de que Duchovny abandonó cuando pudo (tras la séptima temporada, aunque hizo fugaces apariciones en las dos siguientes), y que a Anderson la retuvieron a base de más cheques en blanco.
Sin Duchovny, la audiencia cambió de canal y el show evidenció que sin la pareja protagonista en acción aquello no funcionaba. Los nuevos agentes que entraron para sustituir a los antiguos eran apenas un pálido reflejo de los anteriores, a pesar de los esfuerzos de Robert Patrick y Annabeth Gish por evitar el hundimiento. La FOX canceló el show a mediados de la novena temporada, aunque por deferencia permitió a Carter completar 20 episodios, el menor número de capítulos de toda la saga.
Para que la gente no piense que tengo algo personal contra Carter, me limito a recordar los fracasos sonados con que intentó ampliar el universo X-Files o similares: series como Millenium o Los tiradores solitarios, con personajes procedentes de Expediente X, apenas duraron media temporada, y la última intentona por revivir su gallina de los huevos de oro (la “película” Expediente X: creer es la clave), ha pasado sin pena ni gloria por una cartelera que ya tiene demasiado visto este asunto de los hombres de negro.
Yo, particularmente, me quedo con esas cinco primeras temporadas, que tienen algunos momentos soberbios y un tono general excelente, y que deberían formar parte del catálogo de todo aspirante a gurú televisivo. Al lado de Mulder y Scully (en sus tiempos de gloria, ojo), palidecen por riguroso turno el doctor House, las mujeres desesperadas o los perdidos de esa isla incomprensible (algún día hablaremos de la serie isleña y sus guiones surrealistas, no faltaba más).
Frases icónicas como “La verdad está ahí fuera”, “Quiero creer” o “No confíes en nadie” han quedado en la retina de más de uno. Y si el Tiburón de Spielberg logró que todos mirásemos bajo nuestros pies hasta en la piscina, Expediente X nos llevó la mirada a las estrellas para preguntarnos, medio en serio medio en broma, si no será cierto eso de que no estamos solos.
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