miércoles, 25 de agosto de 2010

De altares, dineros y alopecias.




Un profesor solía decir que comenzó a sentir el paso del tiempo al mirarse un buen día en el espejo y comprobar que el pelo comenzaba a caérsele como las hojas en otoño. Yo no tuve que esperar tanto (aunque me temo que lo de mi pelo va en la misma dirección), ya que antes de eso he tenido ocasiones suficientes con motivo de los enlaces matrimoniales de mis primos/amigos.

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Las bodas son un universo en sí mismo, un microcosmos de detalles pequeños y extremadamente caros que puede pasar de lo grave y solemne a lo hortera con tan solo unas copas de más de diferencia. Dos personas deciden consagrar su amor ante Dios, el Estado y las cuentas bancarias de sus familiares y amigos cuando el motivo real es que quieren independizarse y no tienen el dinero, o quieren hacer un viaje a Tombuctú y carecen de posibles, o quieren pagar la letra de su coche (amorosamente compartido, claro) y no disponen de fondos. Y si para eso hace falta plantarnos de nata y chocolate ante quien sea y jurar lo “injurable”, (¿quién sabe con certeza lo que va a sentir no ya cuando la muerte los separe, sino el año que viene?), pues se hace y aquí todos contentos.


Sea como sea, el dinero aparece siempre detrás de estos festejos, como una oscura sombra que amenaza con empañar los nobles propósitos entonados por párrocos en el altar o por el cuñado borracho en los discursos del banquete, que tanto da. Dinero, dinero y dinero que va y viene en forma de regalos o transacciones, y que compromete y justifica la presencia de tal o cual pariente o amigo al que hace milenios que uno no ha visto pero al que se tiene la gentileza de rescatar del olvido para tan señalada fecha.


Decía lo del paso del tiempo porque en estas ocasiones uno suele pararse a pensar que hace nada el novio/a y yo estábamos pasando el verano juntos con el flotador puesto, o estudiando en la facultad o de juerga flamenca en alguna playa ibicenca y míranos ahora, él/ella ya casado/a y yo aquí con estos pelos, él/ella ya puesto/a a disposición de los hados para ir completando el círculo mágico, compuesto, como todo el mundo sabe, de casa-coche-perro-hijo/s, no necesariamente por ese orden, y yo aquí con estos pelos (digo esto último por homenaje al ya citado docente, no se vayan a pensar). Total, que al final el enlace termina siendo fastidioso por ambos motivos, el monetario y el existencial, y uno ya no sabe como zafarse de estos engorros matrimoniales.


Sin embargo, hete aquí que la última boda a la que tuve ocasión de ir fue justo todo lo contrario de la sarta de tópicos que acabo de juntar en los párrafos anteriores. Se trataba de una compañera de facultad, muy querida para mí por lo que su apoyo y confianza supusieron en aquellos momentos en que yo andaba tan perdido, que se casaba con un muchacho más majo que las extintas pesetas. Susana, que así se llama la novia, tuvo como primera manifestación de buenas intenciones una frase que se me quedó grabada: “de regalos y dinero, nada de nada, ¿eh? Yo lo que quiero es que vengas, que es lo único que cuenta para mí”.


Aquello me impactó, no sólo por novedoso, que también, sino porque además era tan honesto que echaba para atrás, y no hizo sino servir de excelente preludio para lo que fue una celebración únicamente empañada por un discurso clerical salido de tono, resentido con el mundo y especialmente con el mundo no creyente (a ver cuándo se percata esta gente de que así no van a recuperar vocaciones, sino más bien lo contrario).


La boda de Susana fue un éxito porque además de tener lo bueno que uno espera de una celebración de este tipo (buen ambiente, una finca sencilla y nada pomposa para el banquete, sentido común a la hora del menú, excelente gusto en todos los detalles y gran atención a los asistentes), tenía todo lo que uno no espera de una celebración de este tipo. Los novios se saltaron el guión en todo momento (sacando pancartas de “no se oye” cuando la gente les gritaba para que se besaran, posando de forma cómica en cada foto, estando más pendientes de los invitados que de ellos mismos, etc…), pero su mejor decisión fue hacer suyo el evento, llevarlo a su terreno y convertirlo en una auténtica fiesta personal. El delirio llegó cuando el baile nupcial se quebró a ritmo de break-dance y los novios fueron bailando según el ritmo de los cortes que se iban sucediendo, a cual más irreverente: un falso baile improvisado tan divertido como entrañable.


Cuando ya al final de la noche me despedí de ellos y me dieron las gracias (por enésima vez) por haber ido a la boda, les di la vuelta al argumento y, más o menos, vine a decirles lo que en esta entrada: gracias a vosotros por lograr que no me preocupase de otro menester que no fuera pasarlo en grande, y constatar, por suerte, que aún queda gente que merece la pena (antes, durante y después de su boda).

jueves, 19 de agosto de 2010

Cinefórum 14: Origen



En un hipotético futuro cercano, Dom Cobb es capaz de hacer algo que nadie podría imaginar: puede introducirse en los sueños de los demás para acceder a todo tipo de información. En sus manos, el resto de la humanidad es un manso rebaño de ovejas esperando a que el señor Cobb acceda al más recóndito de sus secretos, aquello que en la vida diaria nadie se atrevería a confesar. Y después del robo, esas ovejas despertarán como si nada hubiera sucedido, ya sea en sus camas o en algún vagón de tren en el que viajaban antes de caer en un profundo sueño. Sin embargo, todo esto cambia cuando, tras un fallido robo a un empresario, éste les revela que en realidad estaba poniendo a prueba al equipo de Cobb para rizar el rizo y hacer el más difícil todavía: implantar una idea nueva en la mente de otra persona.


Con esta prometedora premisa de partida, se presenta una de las películas más inesperadas, sorprendentes y (por suerte) buenas de lo que llevamos de año. Es posible que la euforia que ha recibido el filme desde su estreno, hace ahora aproximadamente un mes, sea desmedida, exagerada o inmerecida. Es posible que no se trate de ninguna obra maestra, que el puzzle de universos paralelos y la imaginería postmoderna de ciudades y hombres siniestros con corbata la tengamos ya algo vista desde los tiempos de Matrix, Nivel 13 o Dark City, e incluso de otras menos conocidas como la infravalorada Más allá de los sueños.


Pero también es cierto que la película arriesga, y mucho, al tratar el tema de la realidad, los sueños y la confusión de sus límites. Arriesga, y mucho, con una estructura de prólogo, interludio explicativo y clímax de (atención) más de hora y media de duración. Arriesga, por último, con un reparto donde sólo destaca como valor seguro en taquilla un sólido Leonardo Dicaprio, resucitado ya definitivamente de su infierno post-titánico que tanto estragó a todos. Sería injusto, por otra parte, no reconocer el mérito de un elenco bien acoplado, con Marion Cotillard haciendo un papel durísimo y los solventes Ken Watanabe y Michael Caine arropando a un reparto joven donde destaca Joseph Gordon Levit como mano derecha de Dicaprio.


A pesar de todos estos riesgos, la jugada le ha salido redonda a Christopher Nolan. Aupado a la cima de Hollywood tras el exitazo de El Caballero Oscuro, es evidente que ha empleado con sabiduría y oficio el cheque en blanco que recibió para realizar su viejo sueño de juventud, Inception (imposible de traducirla al español, aunque vendría a significar algo así como "inicio"). La película es, a pesar de su complejidad, entretenida hasta decir basta. No da un respiro en sus más de dos horas de duración (uno sale exhausto del cine, y no solo porque la excelente partitura de Hans Zimmer suene a todo trapo), y a pesar de que necesita en numerosas ocasiones recurrir a la temida explicación de lo que está ocurriendo (de lo contrario el público se perdería), sale airosa gracias a la sabia decisión de incorporar una poderosa trama emocional y una fuerte carga de intriga a una historia más proclive, en principio, a los tiros y las explosiones.


La historia de amor entre Dicaprio y Cotillard se convierte en el hilo conductor, en el bálsamo que permite a las neuronas del espectador descansar de tanto sueño dentro de otro sueño, y proporciona los momentos más destacados de la cinta (como la escena de los niveles del ascensor de la memoria, las intensas miradas de ella y sus apariciones, capaces de ponerle los pelos de punta a cualquiera).


A eso se suma un inteligente uso de efectos visuales, que han reducido al mínimo para que no copen excesivo protagonismo y estén siempre puestos al servicio de la historia (aun así la escena de París es magnífica, como la pelea sin gravedad o el limbo de los sueños, todo un despliegue de poderío), una fotografía soberbia y un montaje que refuerza los elementos más destacados del guión. Inception es una película absorbente y evocadora, intensa y con una dosificación acertada de la información necesaria para seguir la trama.


Puestos a poner peros, me temo que las historias sobre culpa y redención, limbos, valles de lágrimas y paraísos ya las tenemos algo oídas desde el Antiguo Testamento, pero el oficio de los guionistas hace que la historia sea solvente como para llegar a disimular esas aristas (no tanto para disimular sus deudas cinematográficas, quizá tan importantes como la anterior). Eso, y el amago final con el terrorífico “y todo fue un sueño”, es lo único que me incomodó de una película, en definitiva, altamente recomendable para soportar los rigores estivales.


martes, 17 de agosto de 2010

Tauromaquia y Cultura



- Me resulta extraño, profesor. Espero que no le moleste, pero a veces parece como si se sintiera avergonzado de ser español.


Es posible que no fueran las palabras exactas de aquel alumno, pero la idea que representan es fiel a lo que quiso decir hace ahora aproximadamente dos años un estudiante americano cuando se debatía, en aquellas intensas mañanas de viernes dedicadas a la cultura española, el delicado tema de la tauromaquia.


Para un extranjero debía resultar extraño, hay que reconocerlo, que un español no estuviera orgulloso de su fiesta nacional, que no fuera fanático del cine de Almodóvar o que no se le revolvieran las entrañas de puro placer al escuchar flamenco. No he sentido jamás atracción alguna por esas señas de identidad tan castizas, qué le vamos a hacer, pero tampoco considero que ello me defina necesariamente como anti-español o enemigo de la cultura española, un concepto que no se reduce, me temo, a una fiesta, unas películas o un estilo musical por muy milenarios, tradicionales o representativos que se pretendan.


Aquella mañana la chispa había saltado cuando, ya al término de la exposición y el debate sobre los orígenes de la tauromaquia, se me había preguntado mi opinión al respecto. No era mi costumbre, pero me molestó el nivel de exaltación y alegría con que se trataron ciertos temas relacionados con un espectáculo que era evidente que ninguno de los asistentes a aquel debate había presenciado jamás.


No creo que llegase a los diez años cuando mis padres me llevaron a una corrida de toros, en un pueblo al oeste de Madrid. Yo por aquel entonces vivía la realidad con los ojos de la fascinación de quien la va descubriendo a cada paso, y por ello el boato y la pompa taurina me parecieron, en principio, una maravilla. Fue aparecer el primer picador y yo comencé a gritar que allí estaba nada menos que don Quijote, tal era mi ignorancia e ingenuidad.


Pero aquel buen señor, que nada de hidalgo tenía por sus venas, pronto comenzó a clavarle una pica descomunal al toro que allí había, al que después siguieron ensartando con todo tipo de objetos punzantes. Recuerdo la mezcla de frustración, rabia, impotencia y compasión que sentía hacia aquel animal cuya única bravura consistía en un instinto tan básico como el de la supervivencia. Y a cada nuevo corte que recibía, a cada nuevo envite que intentaba en vano, confuso y desorientado, perdía poco a poco sus energías hasta quedar a merced de aquel ejército de navajeros sin escrúpulos.


No olvidaré jamás los ojos brillantes del toro sobre la arena, tras horas de desangrarse sobre el ruedo por sus numerosos adversarios, cuando el matador remató la faena y lo dejó tendido para recibir un aplauso que jamás llegué a comprender. Acababa de presenciar un espectáculo horripilante, sangriento, cruel y despiadado contra un animal cuyo cadáver fue posteriormente mutilado, y cada nueva atrocidad era recibida con más y más aplausos, mientras yo me iba de allí, tan confuso y desorientado como el toro cuando salió al ruedo.


Es complicado describir la repugnancia que experimenté aquel día, desde el que guardo un profundo resentimiento hacia todo lo que representa esa salvajada que hoy está en boca de todos por su prohibición en Cataluña, y a la que se acusa de estar manipulada por el nacionalismo catalán no por razones de derechos animales, sino porque al prohibirla se da un paso más hacia la “desespañolización” de los países catalanes.


Recuerdo la cara de mis estudiantes cuando les conté la anécdota de mi infancia. Recuerdo sus expresiones, nada fanáticas ni exaltadas, cuando describí el horror que me produjo todo aquello. Recuerdo las cabezas gachas de los ponentes cuando rebatí, de manera casi inconsciente, argumentos como el de que la salvación del toro de lidia está precisamente en su exterminio controlado (valiente majadería), o cuando me atreví a cuestionar al incuestionable Ortega y Gasset, que en uno de sus muchos momentos de lucidez llegó a decir que el espectáculo taurino y la esencia de lo español estaban indisolublemente unidos, como bien demuestra nuestra historia. Con tales aberraciones intelectuales encalladas en el imaginario colectivo así nos va, no hay más que verlo.


Mi opinión, y así se lo dije a aquellos estudiantes, es que para mí Las Ventas, La Monumental y demás recintos sagrados del trapío deberían seguir el ejemplo del Coliseo romano. Nadie discute su valor arquitectónico, histórico y cultural, todo un símbolo no ya de la ciudad de Roma, sino del poder de un glorioso imperio. Hoy puede que el cine o la televisión se regodeen en aquella época, en su violencia desatada y en el salvajismo de un tiempo que nada simboliza mejor que la cabeza decapitada de Cicerón paseando por el foro sobre una lanza, pero no creo que nadie, en su sano juicio, pretenda que se celebre en la actualidad una batalla de gladiadores, ya sea entre ellos o con animales.


Desensáñense los engañados: nada hay de épico, y mucho menos de cultural, en la muerte de un ser vivo, y el que no lo comprenda o quiera comprender debería plantearse mucho sus principios, su moral y su ética, si es que luego pretende ir por ahí dando lecciones al personal.


La muerte es un hecho de la naturaleza, cierto, pero ahí deberíamos dejarlo, sin acelerar su ritmo ni adelantar su llegada con picas, banderillas, bombas, rifles o espadas. Son demasiados años donde muchas voces se han alzado en contra de la violencia como forma de vida, muchas guerras donde se ha derramado demasiada sangre y unas pocas batallas ganadas contra la locura y el ansia de destrucción del hombre como para que a estas alturas tengamos que seguir soportando que se ampare algo tan irracional como la tortura de un animal bajo la etiqueta de cultura, de patrimonio nacional, de la humanidad o de toda la galaxia, como prefieran.


Cuanto antes se asuma que lo ocurrido en Cataluña es un éxito social, mejor, pero en cualquier caso da lo mismo: la retórica de la espada y la jerga del toreo son al lenguaje lo que las mentiras de los políticos a la realidad: ya nadie con dos dedos de frente se las cree. Aunque de frentes y creencias, si les parece bien, hablamos otro día.