sábado, 30 de mayo de 2015

Telón

Estimado lector:

Han pasado ya más de ocho años desde que empecé este proyecto con el objetivo de expresar, con mayor o menor acierto, la forma que tengo de ver y de sentir la realidad. Durante este tiempo he dedicado mi atención a muchas de las aficiones que me han acompañado desde la infancia, como el cine, las series de televisión o los videojuegos, así como a ejercicios modestos de escritura en forma de relatos o poemas. He intentado también dar mi opinión sobre temas de actualidad, desde mi -también humilde y pobre- conocimiento de cada uno de esos asuntos. En todos ellos he intentado que la constante fuera mi sello personal y mi particular perspectiva, sin ánimo ni intención de herir los sentimientos o de ofender a nadie. Si ése ha sido el caso en alguna ocasión, mis más sinceras disculpas por adelantado.

Ha habido quien, de forma más o menos velada, más o menos agresiva, me ha ido enviando mensajes con diferente grado de animadversión, mensajes que he tomado siempre con la distancia y la prudencia necesarias. Es evidente que no todo el mundo que por aquí ha pasado ha quedado contento y bien claro me lo ha dejado en muchos mensajes donde, no sin cierta inquina, me "animaba" a dejar de escribir de una vez. Contentas pueden quedar esas voces críticas, pues dar término a La Trastienda es precisamente el motivo de esta carta de despedida a los lectores, tanto a los críticos como a los que han seguido, en silencio y en escaso -pero valioso- número, las entradas de este blog.

Ha sido un año complicado por muchos motivos, y para alguien que no es capaz de escribir sin que de alguna forma sus emociones se trasvasen a la letra, estos últimos meses en el blog han sido algo duros. No quiero que La Trastienda se convierta en un depósito de tristezas porque no fue ése el motivo por el que fue creado, y por ello prefiero poner aquí el punto y final a esta aventura, esperando que el lector se quede con épocas anteriores donde había algo más de alegría en cada palabra que, año a año, ha ido dando forma a este proyecto tan personal.

Gracias a todos los lectores por dar sentido a la escritura, y hasta siempre.

viernes, 29 de mayo de 2015

El sueño de Fidias


Cuentan que un escultor muy joven pensó una vez en esculpir la figura más hermosa que cupiera imaginar en mente humana. Pasó semanas enteras documentándose, examinando los trabajos de todos los grandes escultores que en el mundo habían sido, en todas y cada una de las culturas imaginables, y por sus ojos desfilaron las obras de los mejores talladores en cualquier superficie, desde los ojos de mármol de los clásicos griegos a las estatuas de barro de la antigüedad, pasando por la magia de los renacentistas europeos o el enigma de los egipcios milenarios. No hubo escultura que no anidara en aquellos ojos verdes, no hubo una sola que no estuviera en perfecta sintonía con la mirada de la esfinge en que se convirtieron antes de tallar por primera vez sobre el duro bloque.

Durante los siguientes meses, aquel primer chasquido de la cuña fue seguido de otras decenas, cientos y miles de golpes, algunos más fuertes y toscos para desprender la materia más dura, otros más finos y detallados en las zonas más críticas de la anatomía de la figura, que poco a poco comenzó a surgir de lo más profundo del bloque para descubrir una figura plena de matices y belleza. Al cabo de varios meses los pies destacaron por encima del pedestal, seguidos de unas níveas piernas cubiertas únicamente por una fina tela de pliegues caprichosos. 

Los años pasaron. Y sobre la cintura, el escultor trazó un abdomen firme y unos senos que atraparían la mirada del hombre más contenido, adornados por el rizo de unos brazos que invitaban a bailar a todo aquel que osara mirarla. Pero por encima de todo, aquel seguidor de Fidias dotó al rostro de aquella criatura de una fragilidad indescriptible, de una belleza como nunca nadie conoció en el arte o en la realidad, con aquella mirada capaz de traspasar el acero forjado, la fina comisura de los labios y los pómulos y el cabello entornado sobre la delgada línea de sus orejas. Para cuando terminó de esculpir, cinco años después de haber comenzado, el escultor ya no era el mismo que había comenzado a trazar su obra maestra. El pelo y la barba le habían crecido, la falta de sueño erosionaba su rostro y, a juzgar por la pérdida de brillo de sus ojos, pocos o muy pocos serían capaces ya de reconocerlo.

Por un momento estuvo tentado de dejar que su ansia de celebridad lo dominara y pensó en exponer la obra al mundo entero. "Deja que la vean y la adoren por toda la eternidad -decía su conciencia de artista-, que viva en los ojos de los hombres como todas y cada una de las grandes obras que en el mundo han existido". Sin embargo, y por fuerte que fuera la tentación de la vida de la fama, el joven no se dejó vencer por la tentación. Era suya, y solo suya, era su creación y solo a él correspondía el derecho, el privilegio y el placer de contemplarla día tras día, desde que el sol despuntaba al alba y la hacía brillar ante sus ojos hasta el mismo momento en que la noche se adueñaba del solitario taller en el que había trabajado sin cesar durante tanto tiempo para dar forma a su sueño.

No fue hasta que la escultura estuvo totalmente terminada cuando el escultor comenzó a tener las más extrañas fantasías. En ocasiones soñaba que volvía al taller y allí no estaba la figura, que había escapado para conocer el mundo exterior que él le negaba día tras día. Otras veces caminaba por una calle repleta de gente desconocida y allí estaba ella, andando en medio de la multitud cubierta únicamente su fina tela de pliegues caprichosos. A veces el sueño adquiría tintes de pesadilla cuando se encontraba recorriendo callejones oscuros en su busca, siempre perdida, siempre ausente, siempre fuera de su alcance. Por ello cada mañana, nada más levantarse, corría como un loco hasta el estudio para comprobar que allí seguía, hermosa y radiante como la primera vez que la contempló terminada. Pasaba horas abrazado a ella, temiendo la llegada de la noche y la segura marcha de aquella fugitiva de los sueños.

Cuentan que un día el escultor se despertó y cuando fue a contemplar a la estatua esta ya no estaba allí. El vacío de pronto se hizo insoportable. Desesperado, el artista creyó que había sido robada y lo denunció a la policía, y llamó a todo el mundo conocido, amigos, profesores y familiares, y a todos ellos les contó la historia de una escultura que nadie había visto jamás, y a todos ellos dijo que era una obra maestra que algún ladrón o rival habría sin duda robado de allí para poder contemplarla en el silencio de algún otro lugar parecido a aquel, vista y adorada por toda la eternidad, viva en los ojos de aquellos malvados hombres como ninguna de las grandes obras que en el mundo habían existido, pues solo existían para ellos y para nadie más.

Lo tomaron por loco. Pasaron los días y quedó solo de nuevo en su estudio. Entonces se arrepintió de no haber tomado fotografías del proceso o del resultado, de no haber dejado nada más que a sus ojos la contemplación de la estatua cuyo rostro, conforme pasaban los meses, se iba volviendo cada vez más y más difuso. Solo acudía a él su recuerdo, vago y cubierto por la niebla de la memoria, en esos sueños, en los mismos en los que él anticipó su marcha.

Fuera como fuese siempre al final de todos ellos, ya fueran sueño o pesadilla, ella alzaba la mirada al cielo y el viento ondeaba sus cabellos. Y él podía sentir cómo el aire entraba a través de sus pulmones y era exhalado, libre y puro como aquella silueta dibujada a contraluz, en perfecta sintonía con la mirada de esfinge de aquellos ojos verdes que, igual que la había visto nacer, la veía ahora caminar en libertad por un mundo nunca antes visto, oído o imaginado, pero que hacía suyo a cada paso, a cada nueva brizna de aire que recorría aquella figura esculpida en el sueño de un dios de mármol.



martes, 26 de mayo de 2015

El otoño sin cimiento...




No he dejado de sentirme solo
desde el día en que te eché de mi lado,
desde aquel infausto día grabado
en el eco del cántico de Eolo.

Tu imagen vuelve a mí sobrecargada
de recuerdos que no puedo evitar,
desde aquel primer brillo del mirar
al primer beso en la noche estrellada,

el verano cálido de oro en la era,
la distancia en las nieves del viento
y al fin tu abrazo dulce en primavera.

Ahora vivo un otoño sin cimiento,
con la conciencia hundida en la frontera
de la culpa y el peor remordimiento. 

lunes, 25 de mayo de 2015

2001: Una odisea de contrastes



Hace un par de semanas tuve ocasión de leer, con fruición y como hacía tiempo que no me pasaba, la versión literaria de 2001: Una odisea en el espacio. Sí, me he expresado correctamente: la versión literaria. Sé de sobra que el relato de Arthur R. Clarke es el original, y que sobre él adaptó Kubrick su inmortal clásico de 1968, pero a diferencia de lo que me ha ocurrido en muchas otras ocasiones, en este el referente de verdad es el cinematográfico.

Son tantos los casos donde la literatura ha demostrado ser claramente superior al cine que no sabría ni por dónde empezar. Dando por sentado que son dos lenguajes muy diferentes y que cada uno de ellos puede aportar valores distintos, siempre he preferido el ambiente creado por las novelas, su magia para transportamos de manera profunda al ambiente creado por el narrador, algo que muy pocas películas consiguen por evidentes razones de limitación de tiempo, y que muchas veces no puede sino quedarse en esa superficie que la novela puede penetrar con todo lujo de detalles. 


Bueno, pues en este caso y para mi gran sorpresa, me ha sucedido todo lo contrario. Desde el momento de comenzar a leer 2001, tenía la sombra de la película demasiado presente. Por mucho que intentara abstraerme de ella, el eco de sus poderosas imágenes, su capacidad de evocación y la fuerza de sus diálogos resonaba aquí, sobre el papel, pero sin el mismo brillo, la misma intensidad o la misma capacidad de seducción. Lo que en la pantalla era siempre un hipnótico conjunto de elementos a cual más fascinante, aquí en el texto me resultaba una narrativa demasiado plana, técnica y neutral como para dejarse seducir lo más mínimo. Sí, la historia es la misma, como lo son sus personajes y buena parte de sus diálogos, pero ni la tensión narrativa es comparable, ni el exceso de detalles ayuda en absoluto a crear esa atmósfera de misterio que rodea cada uno de los planos de la versión en celuloide.

Considero que fue un acierto, por parte de Kubrick, no dar demasiados detalles sobre el argumento de la cinta. Puede que eso haga que haya ciertos momentos excesivamente crípticos y que una parte importante del público potencial se pierda, sobre todo en el último tercio de la obra, pero es que lo del relato de Clarke es para echarse a temblar en algunos momentos. El primer acto de la obra, protagonizado por los simios pre-homínidos, no deja absolutamente lugar a dudas de lo que está sucediendo, con demasiados detalles sobre el pensamiento del protagonista y no menos prolepsis sobre hechos que deberíamos descubrir posteriormente. La intervención del monolito es demasiado evidente, con esos rayos más propios de un relato de fantasía que del género que esta obra precisamente ayudó a acuñar.



A partir de ahí, el segundo acto se toma una eternidad para relatar el despegue de la nave que llevará a un científico a la base de la luna. Es realmente aburrido, porque no hay nada más que descripciones técnicas sobre aspectos que fascinarán a los ingenieros, sin duda, pero que a mí me provocaron bostezos más sonoros que los 12 minutos de Danubio Azul de la película.

Y en cuanto al viaje en sí, hubo una sensación francamente molesta en torno al personaje de HAL-9000. Para mí se trata de una de las creaciones más perversas, inteligentes y acertadas de la historia del cine en cuanto a villanos se refiere, con ese ojo inexpresivo que parece que todo lo controla, incluso los pensamientos y emociones de los protagonistas. Aquí, en cambio, su repentino cambio de comportamiento se produce demasiado deprisa, como con demasiada celeridad tienen lugar los acontecimientos que llevan a su desconexión, un momento demencial en la película que aquí llega en un suspiro y deja al bueno de Bowman, el último superviviente de la expedición, demasiado tiempo solo antes del final del libro.



Respecto al final... solo puedo decir que me llevé una sonora decepción. Lo que en la película se convierte en un viaje astral de proporciones épicas aquí es un paseíto donde todo está demasiado explicado, demasiado masticado. La llegada a la sala creada por las formas de vida extraterrestres para Bowman, que en la película me dejaron sin habla, aquí se solventan en media página para pasar, sin más dilaciones a un bochornoso retorno de Bowman a la tierra donde se especifica exactamente cuál es su nueva condición.

En definitiva, creo que estoy ante una de las pocas ocasiones en que, ante la diatriba entre libro y película, recomendaría no solo la segunda a la primera, sino únicamente la segunda. No dudo de los méritos de Clarke a la hora de crear la historia, y seguro que el libro tiene gran cantidad de detalles que lo han convertido justamente en el clásico de la ciencia ficción que es hoy en día. Sin embargo, la película 2001: Una odisea del espacio es un hito en la historia del cine, más allá de su género concreto, una obra maestra que perdura como lo más genial de su genial director, y como una de las cumbres del cine de todos los tiempos, y eso es algo que, después de comprobarlo en mis propias carnes, no se puede decir ni muchísimo menos del libro en el que está basada.







sábado, 16 de mayo de 2015

La canción olvidada



Después de varios meses en aquella remota isla, comencé a acostumbrarme a la calma del lugar. La angustia de no saber quién era o por qué estaba allí dio paso a una extraña indiferencia, a lo que contribuía aquel extraño clima de silencio que lo envolvía todo. Ante la falta de apoyos externos en los que confiar, la soledad había agudizado mis sentidos y mi conciencia hasta el punto de que tenía la sensación de ser una especie de receptor universal de estímulos. Mi oído captaba hasta el menor crujido de la palmera más lejana, mi vista había afinado el contorno del horizonte y mi tacto era ahora capaz de percibir hasta el menor detalle de cada objeto que tocaba o pisaba, la rugosidad más leve al contacto de los dedos, la suavidad más perfecta al contacto de los pies sobre la arena de aquellas playas de ensueño. Haberme perdido allí se había convertido, irónicamente, en el primer paso para encontrarme de nuevo.

En mis largos paseos y exploraciones por las playas y bosques, una serie de reflexiones sobre mi pasado acudieron a mí de la forma más inesperada. Cada nueva situación ante la que me enfrentaba, como saltar desde una cascada para alcanzar un saliente, cruzar a través de angostas cavernas y cañones en las cimas del noroeste o trepar decenas de metros sobre el suelo para alcanzar puntos de referencia que me orientaran eran acciones que jamás hubiera realizado en mi anterior vida. Lo que allí hubiera sido sinónimo de locura o temeridad aquí era una acción necesaria, casi propia de aquella extraña rutina isleña en la que me había visto inmerso a la fuerza.

La primera noche en la isla, recuerdo perfectamente la angustia que sentí por el hecho de no tener a nadie cerca con quien compartir mi miedo. Estaba aterrado ante la posibilidad de tener que enfrentarme a una supervivencia incierta, sin los recursos ni la preparación que una tarea así requería. No obstante, y a pesar de haber llovido con intensidad durante toda la noche y buena parte de la madrugada, el cielo amaneció limpio de nubes, radiante en el reflejo del sol sobre las olas, y aquello me dio ánimos para emprender aquella aventura forzada.

Las necesidades básicas de alimento y agua las solventé antes de lo que imaginaba. A poco más de tres kilómetros al norte de la isla encontré el curso de un río que aliviaría mi sed en adelante, y los frutos que había a cada paso no hacían sino descubrirme sabores que no creía posibles, pero que en cualquier caso me permitieron mantenerme en pie y afrontar nuevos retos. En cuanto a la vivienda, la segunda de mis grandes preocupaciones, la solventé de diferentes maneras según la época del año: en la estación lluviosa me refugiaba en las cuevas de los cañones, a pesar de lo engorroso que resultaba trasladar víveres hasta allí. En la estación cálida me desplazaba cerca de las playas, donde hacía chozas con los materiales que encontraba alrededor. Las primeras eran un auténtico desastre y se caían al primer soplo de brisa marina, pero la técnica fue mejorando por el sistema de ensayo y error hasta lograr algunas construcciones bastante decentes y con las comodidades justas para sobrellevar aquella estancia de una manera más que digna.

Por las tardes, bajaba hasta una de las calas del suroeste de la isla, donde las mareas eran más calmadas, y desde allí contemplaba la puesta de sol. La primera vez tuve miedo de no saber orientarme de vuelta, pero al cabo de un tiempo y ante la ausencia de cualquier forma de vida que no fuera la mía o la de aquellos peces que por fin estaba empezando a lograr pescar, saberme solo me daba una cierta sensación de seguridad, como si fuera el rey de un extraño reino donde yo mismo cumplía todas las funciones sociales y ninguna al mismo tiempo. Una noche, volviendo de la cala tras una puesta de sol que había teñido el mundo de ocre y sangre, encontré unas pisadas en la arena que no se correspondían con las mías. Comprobé el tamaño y la profundidad sobre la arena, así como el estado de la marea, y la única conclusión lógica a la que pude llegar es que debían pertenecer a otra persona. Traté de seguir su rastro, pero este se perdía en los primeros árboles que había nada más terminar el último risco de la playa. Fue la última vez que vi la puesta de sol desde aquel privilegiado lugar.


Puede parecer extraño que llevara la cuenta de los días de la semana desde que estaba allí, pero era una forma de sentir que estaba todavía formando parte de una realidad más grande que la de mi isla. Desde mi llegada habían pasado diez meses, seis días y doce horas, y la noche en que descubría las huellas fue un jueves, 14 de mayo. Por ello, decidí llamar Jueves al extraño visitante, ya que darle un nombre me sirvió para otorgarle una cierta identidad a aquellas marcas sobre la arena, hacerlas corpóreas de algún modo.

Lo que nunca imaginé es cómo de pronto aquel descubrimiento cambiaría por completo mi forma de estar y de sentirme en la isla. Ya no pensaba en ella como mi isla, de hecho, sino como un lugar compartido en el que alguien más tenía la necesidad, como yo, de encontrar víveres y agua, refugio y consuelo a su soledad en el templo de sus propios pensamientos. Y aquella sensación se volvió tan esperanzadora que por poco no me dieron ganas de ponerme a cantar y a bailar, olvidadas canciones de mi infancia que trataban de la vida como un camino compartido por el que merecía la pena vivir.

Mi primer encuentro con Jueves no fue, desde luego, como hubiera imaginado. Había tomado la decisión de capturar algunas aves con el objeto de domesticarlas y convertirlas en el canario de mi particular mina en caso de que el intruso se acercara a mis territorios o quisiera apoderarse de mis pertenencias, que por seguridad trasladé a la cueva más profunda y difícil de acceder de todo el cañón. Había construido una pajarera capaz de albergar cómodamente a tres aves de tamaño medio, y ya había capturado dos de ellas, unos hermosos tucanes negros
de pico moteado. El tercero lo encontré subido a una rama, con unos brillantes ojos observando atentamente todo lo que se movía a su alrededor. Acostumbrados a mi presencia, muchos de ellos me dejaban pasar sin modificar su conducta salvo que me acercase demasiado, pero aquel estaba inquieto, como si hubiera detectado que algo no iba bien. Miré hacia los arbustos que el tucán observaba sin parar, y allí estaba Jueves, tendido sobre el suelo.

Durante unos instantes, fue como si la jungla hubiera acallado todas y cada una de sus particulares voces. Solo tenía ante mí el cuerpo de Jueves, deshidratado y con evidentes síntomas de desnutrición. Era difícil calcular su edad, en parte por el cabello y la suciedad que recubrían su rostro. Tenía que darme prisa. Dejé la pajarera en el suelo y cargué con su cuerpo hasta el refugio de la cueva, tarea que me llevó prácticamente todo el día, ya que Jueves era más grande que yo y la distancia era considerable. Para cuando llegué, la tarde fundía sus últimos rayos con las olas del horizonte. El cuerpo de Jueves estaba frío, así que hice una hoguera que tuve que improvisar allí mismo. Calenté algo de pescado y mientras tanto lavé cuidadosamente su rostro, brazos y torso, descubriendo heridas aquí y allá. Solo logré que comiera algo de pescado entre sueños y pesadillas, aunque por suerte parece que ni ellos pudieron con una sed que me dejó casi sin provisiones. Después de eso cayó presa de un profundo sueño.

Durante las siguientes dos semanas, mi rutina cambió por completo en función de Jueves. Todos los días me desplazaba al otro extremo de la isla, de donde traía comida y agua en una especie de mochila que fabriqué de manera rudimentaria. También había elaborado una sábana cosiendo retales de mi antigua ropa, que algo hacía contra el frío de la noche. Y aunque me costaba horrores lograr que Jueves comiera, poco a poco fue recobrando el apetito y las fuerzas. La primera vez que abrió los ojos en mi presencia se llevó un susto tremendo, pero sus escasas energías le impidieron llegar muy lejos. Con el paso de los días se acostumbró a mi presencia e incluso sonreía al verme, tras haber llegado a la conclusión de que no quería hacerle daño.


Por sus rasgos físicos, deduje que podía pertenecer a una raza autóctona de la zona en la que me encontraba. A diferencia de mi piel y mi constitución, pálida y débil, la suya era morena y fuerte, aunque mermada por la falta de alimentos. Tenía un tobillo bastante magullado por lo que sus movimientos eran bastante limitados, pero poco a poco logró ir apoyando y, con ayuda de un bastón que fabriqué hecho a su medida, pudo apoyar. No hablábamos el mismo idioma, pero pude sentir un agradecimiento infinito en las palabras que me dirigió el día en que, por fin, ambos salimos de la cueva por nuestro propio pie. 

No volví a ver a Jueves durante un tiempo. A pesar de que la isla era relativamente pequeña y que, de cuando en cuando, creía sentir su presencia, me hice a la idea de que prefería llevar su vida por su cuenta. En parte me sentí mal, como si todo lo que había hecho por él mereciera al menos algo de compañía de cuando en cuando. Llegué a pensar incluso que no valoraba semejante esfuerzo por mi parte, pero nada más lejos de la realidad.

La tarde del día en que se cumplía un año exacto de mi llegada a la isla, comencé a escuchar un extraño sonido, como el de una tuba. Guiado por su intermitencia, llegué hasta una playa que nunca había visto antes. Allí estaba Jueves, de pie y sonriente ante aquello que había ocupado su esfuerzo durante tantos días: un bote, con una gran vela y provisiones para varias semanas cargadas en el compartimento de popa.

Aquella fue la última vez que vimos el sol ponerse tras el horizonte en la isla. El bote clavó su diente en el agua y comenzó a navegar hasta que, en apenas unos minutos, todo rastro de aquel lugar quedó borrado por las olas. Por un momento me sentí desanimado, pero entonces Jueves comenzó a cantar, una olvidada canción de su infancia que trataba de la vida como un camino compartido por el que merecía la pena vivir.


domingo, 10 de mayo de 2015

Héroes de otros tiempos (parte 2)


Nostalgias sin demasiada utilidad al margen, y si se mira seriamente el asunto con algo de perspectiva no habrá mucha dificultad en ver que, por encima de todo, La guerra de las Galaxias ha sido, es y será siempre una inmensa máquina de hacer dinero. Al margen del mayor o menor equilibrio y frescura de su primera trilogía, de los mayores o menores aciertos de aquel desbarajuste que fue la trilogía de precuelas entre 1999 y 2005, el único análisis posible a la hora de evaluar esta franquicia ha sido, es y será siempre el del dinero. Y en ese sentido, el éxito ha sido tan indiscutible, no solo por los datos en taquilla, que también, sino por ese fabuloso concepto capitalista que es el merchandising, que lo raro era que Star Wars permaneciera en el limbo de los justos. Esta gallina tenía que moverse para producir más huevos de oro, y vaya si lo ha hecho.

La adquisición de Lucasfilm por parte de Disney hace ya tres años fue todo un golpe de efecto en la industria de Hollywood, y puso sobre la mesa una nueva realidad a la que nos tendremos que acostumbrar en los próximos años, como es la presencia, casi anual, de películas y todo tipo de productos relacionados con esta franquicia. La invasión ya ha empezado, pero para el estreno del Episodio VII: El despertar de la fuerza, será algo imparable.

En cuanto a la película, no hay mucho que decir. Tanto el avance publicado hace meses como el tráiler oficial que apareció hace un par de semanas nos dejan ver realmente poco de lo que nos aguarda. La presentación de algunos personajes nuevos y el retorno de otros clásicos, como Han Solo o Chewbacca, nos hacen presagiar un complejo equilibrio donde estos deberán dar paso a aquéllos para hacer que la transición generacional sea todo lo suave que se pueda. Que nadie va a quedar contento ya se lo digo yo, al margen de lo que haga el nuevo director (J.J.Abrams). Y sí, es cierto que muy mal tendría que hacerlo para bajar el listón más de lo que ya lo dejó George Lucas con sus últimos "intentos" como director galáctico, pero insisto en que aquí lo de menos va a ser la cinta. Lo que importa es que la máquina de hacer churros ha vuelto a activarse. 

A diferencia de lo que me ocurrió en la anterior ocasión, donde me dejé llevar por la nostalgia y la expectativa de presenciar algo especial, aquí voy a rebajar el nivel al cero absoluto. Ni me dejo llevar por la emoción de los nuevos actores, que no me parecen mejores que el casting del Episodio 1 sobre el papel, ni el trailer con sus fastuosos efectos y su banda sonora añeja me levanta ceja alguna. Veamos la película y opinemos después, y ya veremos si las piezas que aquí se van dejando apuntadas encajan luego como deberían. Yo me temo que no será así, pero no sería la primera vez que me equivoco, así que...

Sí hay algunos detalles que he visto que no me gustan absolutamente nada. Para empezar, el fetichismo y la dependencia de la trilogía original que se apunta aquí, y que tanto lastró el desarrollo de las precuelas, por paradójico a nivel argumental que pueda parecer que el futuro determine el pasado. Esa imagen de la máscara de Darth Vader chamuscada huele a detalle fanboy para que los frikis de turno lloren lágrimas de cocodrilo, pero a nivel argumental es, de puro macabro, insostenible a nivel argumental. ¿Se imaginan ustedes a Luke cogiendo la cabeza de su padre, fundida con el casco del señor oscuro, y llevándosela a su casa como un alegre recuerdo para poner encima de la chimenea? Venga ya...

Miedo me da también, y del bueno, ver lo degradado que está el pobre Harrison Ford, lo que me hace temer una especie de trauma al ver en lo que se habrán convertido Mark Hamill y Carrie Fisher. Es tan fuerte la imagen que tenemos de ellos de la trilogía clásica que no sé hasta qué punto nos va a dar auténtica lástima ver cómo el paso de los años ha dejado una huella terrible en ellos. Desde luego, a mí me dio vergüenza ajena ver al contrabandista junto a su peludo amigo, rememorando su imagen clásica de la primera película, otro guiño al fetiche porque sí que me huele será solo el preludio de una larga y lamentable historia de guiños sin sentido. 

Respecto al villano de la película, un tal Adam Diver al que ya se le ha podido ver disfrazado de Sith y luciendo una absurda espada en forma de crucifijo láser, espero que tenga mejor suerte que los últimos intentos de la saga por darle un villano a la altura de Vader. Menos mal que aquella estúpida idea de clonarlo no llegó a buen puerto, que si no... En cualquier caso, y como decía antes, prefiero esperar a ver el resultado final antes de sacar conclusiones, aunque lo visto hasta ahora no promete más que nuevos dramas estelares en mi ya magullada memoria.

Total, que salvo por esos planos donde el Halcón Milenario vuelve a surcar los cielos y las estrellas, o ese fabuloso plano en que un destructor espacial yace hundido sobre la arena de un planeta desértico, todo lo que hasta ahora sabemos de la nueva trilogía me conduce a pensar que, de nuevo, se intenta vivir de un legado demasiado maltrecho, y que esto va camino de repetir el fenomenal éxito de todas y cada una de las películas precedentes, junto con el aluvión comercial que nos aguarda, que promete ser de aúpa y muy señor mío.

Sea como fuere, a mí ya no me venden más motos. Por más que me traigan a las versiones octogenarias de mis héroes de otros tiempos, el problema está en que esos tiempos se fueron ya para no volver, y labor inútil es tratar de recuperar su eco. Todo esto no son más que sombras de un pasado  más original y fresco que, por desgracia, siguen haciendo millonarios a sus (ir)responsables mandamases. La que nos espera.




martes, 5 de mayo de 2015

Héroes de otros tiempos (parte 1)




La infancia es el espacio donde aún la realidad no ha mostrado plenamente sus coordenadas y donde, por tanto, se pueden establecer puentes a una ficción ilusionante ya sea en forma de cuentos, mitos o leyendas. Es una época fascinante donde el aprendizaje sobre el mundo se hace en forma de parábola, de aproximación a través del juego, la imaginación o la fantasía, un espacio donde cabe casi cualquier elemento siempre que sirva a ese fin mayor de toda buena historia: disfrutar y, al mismo tiempo, darnos herramientas para encarar el futuro con mayor conocimiento de causa.

De todas las historias con las que crecí hay una, en forma de trilogía cinematográfica, que se me quedó grabada de una manera indeleble. Al margen de su mucha o poca calidad objetiva, que aquí para eso están los gustos y las edades, lo cierto es que La guerra de las galaxias ha ejercido siempre en mí un extraño poder de evocación mítica, como ha sucedido con tantos millones de espectadores de muy distintas generaciones desde el estreno de la primera película, allá por 1977. Hay algo en esa historia de héroes y princesas, de malvados hasta la médula y contrabandistas carismáticos que hace que siempre que la revisito me haga volver a ese espacio de la infancia que ya queda cada vez más lejos.

El universo creado por George Lucas se apoya en las bases del relato clásico, con su estructura de caída y redención del héroe trágico, la tutela del sabio y el ascenso hasta la cima del héroe épico. Cuenta con los elementos imprescindibles para alcanzar un guión solvente, plagado de diálogos memorables y personajes que logran atrapar al espectador, y todo ello está envuelto por la factura técnica más impresionante vista hasta entonces, una de sus señas de identidad sin lugar a dudas, y que tienen en las espadas láser o las batallas de naves espaciales dos de sus baluartes más significativos. Todo ello, unido a una producción impecable que nos lleva a mundos desconocidos y, sin embargo, reconocibles en desiertos, parajes helados o bosques impenetrables, es suficiente para armar la estructura de un relato en tres partes donde cada nuevo episodio aporta y no se limita a repetir el más grande, más alto y más fuerte.

Para mí, la gran baza de esta saga ha estado, al margen de sus efectos visuales, en sus maravillosos personajes. Tanto los principales (Han, Luke y Leia) como la inolvidable galería de secundarios encabezados por Darth Vader, el villano más asombroso que ha dado la historia del cine, son capaces de sostener la función y de empatizar con cualquier clase de público. Sus idas y venidas, sus acertadas bromas en los momentos menos oportunos y la sensación de que hay química hasta con el más insignificante extra es algo difícil de ver en otras superproducciones de corte similar, un trabajo al que contribuyó de manera decisiva Lawrence Kasdan, que tomó la batuta de guionista a partir de la segunda entrega y no la soltó hasta dejarnos a todos con la boca abierta en su impresionante final. Si bien es cierto que únicamente Luke trasciende la categoría plana que asola al resto, es más que suficiente para llevar de la mano al espectador por toda una galería de escenarios asombrosos que culminan en ese laberinto emocional que es la sala del trono del emperador.

En cualquier caso, no es únicamente la recuperación de la infancia lo que me aporta seguir viendo, cada cierto tiempo, la trilogía original: cada nuevo visitando me aporta una valoración diferente, con el tiempo. Si bien aprecio el sentido del humor y la frescura de la primera película, que tiene el mérito de sentar buena parte de las bases principales de la saga, es sin embargo en El imperio contraataca donde siento que me tiemblan las entrañas. Para mí, que he tenido siempre en lugar sagrado la relación paterno-filial, la historia de desencuentro entre Darth Vader y Luke Skywalker ha sido siempre una fuente de inspiración trágica, una reflexión sobre el destino y las decisiones, un camino de soledad donde la sombra del progenitor se alza, a un mismo tiempo amenazante y protectora. La épica explícita en cada uno de los pasos del héroe hacia su enfrentamiento final, en las mejores secuencias de El Retorno del Jedi, son para mí un punto culminante del cine de aventuras y me devuelven algunos de los mejores recuerdos de mi infancia.



Casi todos los elementos de esta trilogía, con honrosas excepciones, me han parecido siempre soberbios: desde un diseño de producción impecable y absolutamente renovador en la época, unos efectos visuales solventes y unas ideas fabulosas en cuanto a la caracterización de personajes clásicos de la cultura popular, como los ya citados o Han Solo, Yoda, Chewbacca o Boba Fett. Momentos como la batalla de Hoth, el aprendizaje en Dagobah, los duelos de espada láser o la espectacular batalla de Endor son para mí sinónimo de entretenimiento puro y duro, auténtico festín audiovisual al que la partitura de John Williams no hace sino agrandar aún más con temas tan soberbios como la marcha imperial, el tema de la fuerza o la fanfarria inicial, con la que todo el fan que se precie llora de emoción nada más escuchar sus primeros acordes.

Cuando era pequeño, adoraba también elementos que ahora me parecen más cuestionables, como esos adorables peluches llamados Ewoks o el sentido del humor que se establecía entre los androides C-3PO y su inseparable R2-D2, concesiones al público infantil que, sin embargo, y visto lo que han hecho entregas posteriores, me parece casi cine adulto. Hay elementos de las historias apenas sostenibles, como esas estaciones de combate que siempre tienen puntos débiles al alcance de los menos espabilados o esos soldados de asalto que, por imponentes que sean sus trajes, no serían capaces de acertar a un elefante aunque lo tuvieran a menos de un metro de distancia. Nada serio, ni demasiado grave, ni capaz de empañar, en cualquier caso, todas y cada una de las muchas virtudes que han hecho de la trilogía clásica el referente de culto del cine de aventuras y fantasía espacial que es en la actualidad, y al que se intenta volver sin éxito una y otra vez.

Qué duda cabe que este tipo de cine ya no tiene sentido en la época actual. Cada vez que he intentado hablar de narrativa con el ejemplo de cualquiera de estas tres películas, la reacción de mis alumnos ha sido siempre desastrosa: no soportan el lento ritmo de sus historias, se abochornan con la mayor parte de efectos visuales y no paran de quejarse de la falta de explosiones y senos turgentes, que es lo que se lleva ahora. Algo de eso debió pensar el bueno de George Lucas cuando en 1997, y de manera inexplicable, pensó que lo mejor que podía hacer con sus siguientes diez años era dedicarlos a una nueva trilogía. De esa, por suerte, nos ocupamos en la próxima entrega, si les parece bien. No es bueno manchar a los héroes de otros tiempos con las barrabasadas posteriores (o anteriores, según cómo se mire).



domingo, 3 de mayo de 2015

Darkness



He pasado tanto tiempo bajo tierra
que supongo que mi vista se adaptó
a la carencia de luz.
Quedé
cubierto por la oscuridad,
cubierto por la oscuridad.

He estado esperando,
siempre esperando a algo nuevo.
La felicidad siempre se terminó
en un parpadeo efímero,
no había nadie presente,
nadie presente.

No importa realmente dónde comenzó todo.
Todo lo que sé
es que quedé
cubierto en oscuridad,
cubierto en oscuridad.

Siempre me pregunté por qué nunca pude conectar
aunque mis ojos estuvieran abiertos,
puedo retener tu mirada
pero nunca hubo conexión,
nunca la hubo.

Soy famoso por mi generosidad.
Dicen que soy el más amable
pero es más fácil
dar que recibir amor,
dar que recibir amor.

No importa realmente dónde comenzó todo.
Todo lo que sé
es que quedé
cubierto en oscuridad,
cubierto en oscuridad.

Pasando páginas,
huyendo a ninguna parte
y qué difícil tomar el control
cuando tu enemigo es más viejo y te teme,
cuando el monstruo del que estás huyendo
es el monstruo que hay en tu interior.

Mejor aferrarse al amor,
mejor aferrarse al amor,
el cambio vendrá.

No importa realmente dónde comenzó todo.
Todo lo que sé
es que quedé
cubierto en oscuridad,
cubierto en oscuridad.

No importa realmente dónde comenzó todo
porque todo lo que sé
es que estaba perdido,
estaba perdido.

No importa realmente dónde comenzó todo.
Todo lo que sé
es que estaba perdido.

Me siento perdido...



(Libre traducción de Darkness, de Darren Hayes)