martes, 5 de mayo de 2015

Héroes de otros tiempos (parte 1)




La infancia es el espacio donde aún la realidad no ha mostrado plenamente sus coordenadas y donde, por tanto, se pueden establecer puentes a una ficción ilusionante ya sea en forma de cuentos, mitos o leyendas. Es una época fascinante donde el aprendizaje sobre el mundo se hace en forma de parábola, de aproximación a través del juego, la imaginación o la fantasía, un espacio donde cabe casi cualquier elemento siempre que sirva a ese fin mayor de toda buena historia: disfrutar y, al mismo tiempo, darnos herramientas para encarar el futuro con mayor conocimiento de causa.

De todas las historias con las que crecí hay una, en forma de trilogía cinematográfica, que se me quedó grabada de una manera indeleble. Al margen de su mucha o poca calidad objetiva, que aquí para eso están los gustos y las edades, lo cierto es que La guerra de las galaxias ha ejercido siempre en mí un extraño poder de evocación mítica, como ha sucedido con tantos millones de espectadores de muy distintas generaciones desde el estreno de la primera película, allá por 1977. Hay algo en esa historia de héroes y princesas, de malvados hasta la médula y contrabandistas carismáticos que hace que siempre que la revisito me haga volver a ese espacio de la infancia que ya queda cada vez más lejos.

El universo creado por George Lucas se apoya en las bases del relato clásico, con su estructura de caída y redención del héroe trágico, la tutela del sabio y el ascenso hasta la cima del héroe épico. Cuenta con los elementos imprescindibles para alcanzar un guión solvente, plagado de diálogos memorables y personajes que logran atrapar al espectador, y todo ello está envuelto por la factura técnica más impresionante vista hasta entonces, una de sus señas de identidad sin lugar a dudas, y que tienen en las espadas láser o las batallas de naves espaciales dos de sus baluartes más significativos. Todo ello, unido a una producción impecable que nos lleva a mundos desconocidos y, sin embargo, reconocibles en desiertos, parajes helados o bosques impenetrables, es suficiente para armar la estructura de un relato en tres partes donde cada nuevo episodio aporta y no se limita a repetir el más grande, más alto y más fuerte.

Para mí, la gran baza de esta saga ha estado, al margen de sus efectos visuales, en sus maravillosos personajes. Tanto los principales (Han, Luke y Leia) como la inolvidable galería de secundarios encabezados por Darth Vader, el villano más asombroso que ha dado la historia del cine, son capaces de sostener la función y de empatizar con cualquier clase de público. Sus idas y venidas, sus acertadas bromas en los momentos menos oportunos y la sensación de que hay química hasta con el más insignificante extra es algo difícil de ver en otras superproducciones de corte similar, un trabajo al que contribuyó de manera decisiva Lawrence Kasdan, que tomó la batuta de guionista a partir de la segunda entrega y no la soltó hasta dejarnos a todos con la boca abierta en su impresionante final. Si bien es cierto que únicamente Luke trasciende la categoría plana que asola al resto, es más que suficiente para llevar de la mano al espectador por toda una galería de escenarios asombrosos que culminan en ese laberinto emocional que es la sala del trono del emperador.

En cualquier caso, no es únicamente la recuperación de la infancia lo que me aporta seguir viendo, cada cierto tiempo, la trilogía original: cada nuevo visitando me aporta una valoración diferente, con el tiempo. Si bien aprecio el sentido del humor y la frescura de la primera película, que tiene el mérito de sentar buena parte de las bases principales de la saga, es sin embargo en El imperio contraataca donde siento que me tiemblan las entrañas. Para mí, que he tenido siempre en lugar sagrado la relación paterno-filial, la historia de desencuentro entre Darth Vader y Luke Skywalker ha sido siempre una fuente de inspiración trágica, una reflexión sobre el destino y las decisiones, un camino de soledad donde la sombra del progenitor se alza, a un mismo tiempo amenazante y protectora. La épica explícita en cada uno de los pasos del héroe hacia su enfrentamiento final, en las mejores secuencias de El Retorno del Jedi, son para mí un punto culminante del cine de aventuras y me devuelven algunos de los mejores recuerdos de mi infancia.



Casi todos los elementos de esta trilogía, con honrosas excepciones, me han parecido siempre soberbios: desde un diseño de producción impecable y absolutamente renovador en la época, unos efectos visuales solventes y unas ideas fabulosas en cuanto a la caracterización de personajes clásicos de la cultura popular, como los ya citados o Han Solo, Yoda, Chewbacca o Boba Fett. Momentos como la batalla de Hoth, el aprendizaje en Dagobah, los duelos de espada láser o la espectacular batalla de Endor son para mí sinónimo de entretenimiento puro y duro, auténtico festín audiovisual al que la partitura de John Williams no hace sino agrandar aún más con temas tan soberbios como la marcha imperial, el tema de la fuerza o la fanfarria inicial, con la que todo el fan que se precie llora de emoción nada más escuchar sus primeros acordes.

Cuando era pequeño, adoraba también elementos que ahora me parecen más cuestionables, como esos adorables peluches llamados Ewoks o el sentido del humor que se establecía entre los androides C-3PO y su inseparable R2-D2, concesiones al público infantil que, sin embargo, y visto lo que han hecho entregas posteriores, me parece casi cine adulto. Hay elementos de las historias apenas sostenibles, como esas estaciones de combate que siempre tienen puntos débiles al alcance de los menos espabilados o esos soldados de asalto que, por imponentes que sean sus trajes, no serían capaces de acertar a un elefante aunque lo tuvieran a menos de un metro de distancia. Nada serio, ni demasiado grave, ni capaz de empañar, en cualquier caso, todas y cada una de las muchas virtudes que han hecho de la trilogía clásica el referente de culto del cine de aventuras y fantasía espacial que es en la actualidad, y al que se intenta volver sin éxito una y otra vez.

Qué duda cabe que este tipo de cine ya no tiene sentido en la época actual. Cada vez que he intentado hablar de narrativa con el ejemplo de cualquiera de estas tres películas, la reacción de mis alumnos ha sido siempre desastrosa: no soportan el lento ritmo de sus historias, se abochornan con la mayor parte de efectos visuales y no paran de quejarse de la falta de explosiones y senos turgentes, que es lo que se lleva ahora. Algo de eso debió pensar el bueno de George Lucas cuando en 1997, y de manera inexplicable, pensó que lo mejor que podía hacer con sus siguientes diez años era dedicarlos a una nueva trilogía. De esa, por suerte, nos ocupamos en la próxima entrega, si les parece bien. No es bueno manchar a los héroes de otros tiempos con las barrabasadas posteriores (o anteriores, según cómo se mire).



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