lunes, 28 de diciembre de 2009

Cinefórum 12: Avatar



En medio del esperado circo mediático en que se ha visto envuelto su estreno, Avatar ha sido proclamada por su director como un hito revolucionario, comparable al salto evolutivo que supuso el paso del cine mudo al sonoro, o del blanco y negro al color. Avatar, según James Cameron, marcará un antes y un después en la historia del cine.


No creo que merezca la pena hablar de la película en otro sentido que no sea tecnológico. La historia es de una simpleza sublime y copia descaradamente tramas de películas como Bailando con lobos (1990) o Pocahontas (1995), con el observador occidental asombrado ante una tribu indígena nativo-americana cuyo ecologismo de postal resulta cargante. Revelando una ausencia de creatividad total, Cameron se ha permitido el lujo de plagiarse a sí mismo, con esos torpes marines espaciales y el militarismo exacerbado que ya pudo verse, hasta con idéntico diseño de naves, armas y maquinaria de guerra, en su célebre Aliens (1986). Eso, y nada más, es lo que ofrece Avatar a nivel narrativo, lastrada por una exasperante acumulación de clichés, arquetipos y lugares comunes.


Resulta evidente que el presupuesto de la película se ha dedicado enteramente al apartado audiovisual. Todo en Avatar luce de manera espectacular, desde los bosques y selvas a unas criaturas que pueblan un universo, todo hay que decirlo, poco original. La factura técnica se deleita especialmente en los Na’avi, una especie de panteras humanoides de una expresividad facial sorprendente, y que se desenvuelven en la película con una soltura que habrá hecho palidecer a otro gran megalómano del séptimo arte, George Lucas, que lleva años dedicado al terrorismo digital al servicio de las palomitas con sus bodrios espaciales.

.


Cameron presume de haber diseñado unas cámaras con tecnología tridimensional que permite al espectador disfrutar de la aventura a un nivel superlativo. Y es aquí precisamente, en el meollo mismo de su máxima presunción, donde estoy más en desacuerdo con él. Resulta insultante para la historia del cine que memos del calibre de Cameron vengan aquí a descubrirnos el Mediterráneo (como si el 3-D fuera obra suya), porque la esencia de Avatar no estriba en sus cámaras estroboscópicas o como quiera que se llamen, sino en unos efectos digitales que llevan inventados casi 20 años (si hasta él mismo fue pionero, en ¡los ochenta!, con Abyss y Terminator 2). Mal que le pese a Cameron, la historia del cine digital la ha escrito su T-1000, sí, pero sobre todo los dinosaurios de Spielberg y el efecto tiempo-bala de los hermanos Wachoswki. Su película puede resultar entretenida y espectacular, eso nadie lo niega, pero yo sinceramente recuerdo haber salido muy, muy impactado con Parque Jurásico (1993) o Matrix (1999), auténticos hitos de la historia del cine, mientras que de Avatar salí mareado y poco más.

.

Por otro lado, y aun aceptando que esta tecnología puede beneficiar a determinados géneros (aventuras, acción, terror o animación), ¿qué hacemos con los dramones de Clint Eastwood o las comedias de Meryl Streep? ¿Las ponemos también en 3-D, para flipar con el volumen de las tazas de café en la cocina donde se discuten sesudos temas filosófico-existenciales? Anda ya...


En suma, todo esto no es más que pirotecnia del siglo XXI. A ver cuándo le entra en la cabeza al personal que una película es buena no por su nivel de desarrollo tecnológico sino por su capacidad para contar una historia: no hace falta ver Casablanca en colores tridimensionales y gravedad cero para admirar su maestría, y si las otras películas antes citadas triunfaron fue, además de por sus logros digitales, porque eran unas narraciones hechas con una enorme habilidad y un gran talento.

.

Lástima que eso, como tantas otras cosas, James Cameron sea incapaz de entenderlo... en fin. Allá él y sus pitufos de dos metros.

martes, 15 de diciembre de 2009

La serie del mes (2): Dexter


Dexter Morgan (Michael C. Hall) es un experto en análisis de sangre del departamento de policía de Miami. Es un hombre joven y saludable al que le gusta salir a pasear por la bahía en su barca, y que vive en un chalet de una zona residencial tranquila y respetable, en compañía de su esposa Rita (Julie Benz) y sus tres hijos. Semejante descripción haría de la vida de este hombre un auténtico peñazo si no fuera porque, además de todo lo dicho, Dexter es un asesino en serie.

Al caer la noche, este hombre deja salir a pasear a su oscuro pasajero, un lado oculto que se remonta a lo más tierno de su tierna infancia, cuando su madre biológica, una informante de la policía de Miami, fue brutalmente asesinada en su presencia, un hecho que provocó la adopción por parte del agente que lo recogió en la escena del crimen, Harry Morgan.


Cuando cae la noche, aquel bautismo de sangre y sus devastadoras consecuencias convierten a Dexter en un asesino implacable, alguien incapaz de frenar su ansia de sangre que, por fortuna, fue reconducida por su padre adoptivo y canalizada hacia un propósito más noble que una carnicería sin más: acabar con la vida de aquellos malhechores, asesinos, violadores, etc… que logran escapar a la acción de la ley.


Con semejantes premisas arrancó en 2006 una serie políticamente incorrecta, que plantea más de un problema moral y que estuvo a punto de ser cancelada en varias ocasiones durante su proceso de pre-producción ante el temor de que la mojigata sociedad estadounidense fuera incapaz de simpatizar con el protagonista de la serie (o peor aún, que simpatizasen).

No obstante, el arrollador éxito de las tres primeras temporadas de Dexter convenció a Showtime para renovarla por otras dos más. EEUU acaba de conocer el escalofriante final de la cuarta, del que sólo puedo decir que me dejó helado, y se prepara ya para el que puede ser uno de los mejores desenlaces de serie en los últimos tiempos (me perdonen los fans, pero yo me temo que el de Perdidos será tan lamentable como sus recientes temporadas vienen anunciando).


Todo en Dexter encaja como un reloj suizo. Los actores están estupendos, especialmente ese genio llamado Michael C. Hall y su mezcla de ternura, contención y psicopatía en apenas una frase o una mirada. Los secundarios cumplen sobradamente, aunque quizá con algún que otro tópico innecesario (ese rollo de sagas policiales-familiares ya canta demasiado, por no mencionar la dosificación étnica del grupo investigador principal: poli latino, poli negro, poli asiático, etc…).

En cualquier caso, el protagonismo absoluto es para Dexter y sus devaneos mentales, que a fin de cuentas es lo realmente interesante: sus ritos de justicia poética, su obsesión por el detalle y el cumplimiento a rajatabla del “código” impuesto por su padre para que nadie descubra jamás quién es realmente. Todo ello está relatado con una prolijidad y una profundidad pocas veces vistas en el medio televisivo, lo que unido a un excelente sentido del humor y una extraordinaria habilidad narrativa para mantener la intriga hasta el último momento, hace de Dexter una maravilla de serie en todos los sentidos. Secundarios como Jimmy Smits o John Litgow (este último en especial) no hacen sino redondear una función que tiene en Dexter, padre, esposo y asesino en serie, un maestro de ceremonias inolvidable.

martes, 8 de diciembre de 2009

Top 1: The legend of Zelda: Ocarina of Time



Finalmente, y tras cinco largos años de programación, en 1998 vio la luz para la consola Nintendo 64 el que es considerado como mejor juego de la historia para la mayoría de críticos de los videojuegos (y para un servidor, dicho sea de paso): The legend of Zelda: Ocarina of Time.


Tal y como habian hecho sus predecesoras en anteriores plataformas, esta entrega de Zelda nos ponía en la piel de un guerrero que debía rescatar a la princesa de turno en apuros, una excusa perfecta para recorrer y explorar un universo de una variedad tan sorprendente como hermosa, que incluía bosques, praderas, lagos, desiertos, cavernas, volcanes, aldeas, ciudades y castillos, amén de las ya clásicas mazmorras que en esta ocasión tenían estructuras tan variadas como templos, árboles o incluso el interior de un gigantesco pez.


Esta aventura se alejaba de las plataformas, territorio exclusivo de Super Mario y sus champiñones, para envolver al jugador en un universo de puzzles, exploración y combates sabiamente dosificados, con una física realista y unos gráficos que demostraron por qué N64 fue la mejor consola de los años 90: kilómetros de paisaje en movimiento, efectos de agua, lava, lluvia o nieve de un realismo asombroso, esquirlas de espadas saltando por los aires en pleno combate, monumentales entornos interactivos plagados de texturas, una música soberbia que acompañaba perfectamente el desarrollo del juego y unos personajes carismáticos que protagonizaban una historia narrada de un modo ejemplar.


A pesar de mantener algunos elementos comunes a la saga, la diferencia de Ocarina of Time respecto de las anteriores entregas fue un salto a las 3-D tan natural que parecía que en realidad el universo de Link siempre había debido ser visto de ese modo, y pulverizó cualquier recuerdo previo para establecer unos sólidos cimientos en los que se asentaría toda una industria durante décadas siguientes.

Las razones para considerar a Ocarina of Time la cumbre de los videojuegos no se basan únicamente en aspectos técnicos, aunque de entrada resultaron los más llamativos para captar la atención del gran público de entonces. En todos los sentidos, y poniendo el asunto en perspectiva histórica, la nueva entrega de la saga del elfo creado por Miyamoto era sencillamente colosal. Por aquel entonces jamás se había visto nada parecido en cuanto a gráficos, música, sonido, profundidad y jugabilidad, apartados en los que el juego recibió las máximas puntuaciones en todas las revistas del sector. Pero OT iba mucho más allá de sus propios logros tecnológicos, y del mismo modo que su historia trascendía las barreras del tiempo y del espacio, este videojuego lograba atrapar al jugador en una vorágine épica, dramática e incluso cómica por momentos, donde por encima de todo destacaban los instantes en que uno tenía que dejar el mando y frotarse los ojos para comprobar que lo que tenía ante él era, en efecto, nada más y nada menos que un juego.


Ocarina of Time era capaz de hacer sentir al jugador como parte integrante de un fantástico mundo cambiante donde las noches sucedían a los días, la influencia del mal impregnaba el paisaje y cuya única esperanza residía en nuestras heroicas acciones. Y a los ocho templos y al gigantesco reino central que conformaba el núcleo central del juego, unía decenas de misiones secundarias que no hacían sino ampliar la vida de un cartucho que en aquel lejano 1998 parecía tan infinito como absorbente. Por su parte, la aventura era capaz de lidiar con temas tan espinosos como los saltos en el tiempo mientras mostraba a un protagonista en evolución, que maduraba conforme avanzaba la aventura y pasaba de niño a adulto, ampliando además una gama de recursos y armas inagotable: espadas, escudos, arcos, bombas, boomerangs, objetos mágicos, hechizos, máscaras… Y lo mejor es que su control resultaba tan intuitivo como sencillo, incluso para aquellos menos expertos en estas lides.

Ocarina of Time era tan inmenso porque inicialmente no fue concebido para un cartucho de 96 megabytes, que era el soporte de la N64. El fracaso del 64DD, un adaptador de expansión que podría proporcionar a los usuarios vídeos generados por ordenador como los de la competidora Sony, motivó la cancelación del proyecto de Zelda para esta plataforma, y obligó a los programadores a eliminar cuatro gigantescos templos del desarrollo original para que el juego cupiera en un cartucho estándar. Todo este material sobrante, así como una subtrama centrada en máscaras capaces de convertir a Link en las diferentes criaturas del mundo de Hyrule (los acuáticos Zora, los cavernosos Goron y los Kokiri, duendes del bosque), dieron como resultado una fantástica secuela titulada Majora’s Mask (2000). Sólo de pensar que las más de 30 horas de ese juego iban a formar parte de su colosal predecesor, a uno le entran ganas de echarse a llorar.

No obstante, la alargada sombra de Ocarina of Time no termina aquí, o en las grandes secuelas de la saga que, literalmente, la han copiado sin éxito (The wind waker y Twhilight Princess (Gamecube, Wii). La herencia de este lanzamiento en los juegos posteriores es incalculable, desde el sistema Z-targeting, que permitía al jugador fijar un objetivo y pivotar en torno a él sin perderlo de vista, pasando por el salto automático, la asignación de diferentes objetos a los botones secundarios para un más rápido acceso, el control del juego a caballo o el cambio a vista subjetiva en las misiones con arco, han sido centenares de juegos los que han copiado de una forma descarada todos estos recursos (el genial Shadow of The Colossus de PS2 es sólo un ejemplo, quizá de los más ilustres y evidentes, fuera de la propia saga de Link, pero también están Kingdom Hearts (1-5), Assasin's Creed (1 y 2), Metroid Prime (1, 2 y 3) y prácticamente todos los action RPG de 1998 hasta hoy).

Para los jugones más selectos, OT es una fuente inagotable de momentos épicos, pero también de secuencias de entrañable ternura o belleza visual. La experiencia de montar a caballo por las inmensas praderas del reino de Hyrule resulta difícil de describir, así como la furiosa explosión de las rayos durante la tormenta o los enfrentamientos con unos enemigos finales apabullantes (el furioso dragón de las entrañas del volcán, el jinete fantasma de los cuadros dimensionales, el Link oscuro en la sala de las ilusiones, el tamborilero espectral o el monumental Ganondorf, por poner sólo unos ejemplos). Por otro lado, detenerse a contemplar el ocaso en la cumbre de una montaña, admirarse del vuelo de los insectos entre los haces de luz del bosque o contener la respiración mientras una cascada detiene su curso ante la música de nuestra ocarina eran sólo comparables a la curiosidad por explorar un mundo plagado de razas y personajes de una expresividad inédita hasta la fecha. Este juego no sólo rompía moldes técnicos o jugables, sino que insertaba al jugador en una experiencia audiovisual como nunca antes se había visto.

La madurez mostrada en un proyecto que, no lo olvidemos, suponía una primera incursión en el reino de las 3-D es uno de los hechos más inexplicables de la historia del sector. Todo en este juego encaja a la perfección, todo resulta apropiado, divertido, interesante, desafiante para un jugador que cuando alcanza el clímax final, con el triple enfrentamiento de Ganon y un castillo que, literalmente, se viene abajo, es y será recordado siempre como uno de los momentos cumbres de la historia los videojuegos. Jamás finalizar un juego inspiró tanta satisfacción como pesar, porque jamás se ha visto antes o después una explosión de calidad tan apabullante en todos los sentidos.


Zelda: Ocarina of Time supone, junto con Mario 64, un punto y aparte en la evolución del entretenimiento digital. Todo lo que viene después es herencia, más o menos directa, de los avances de ambos títulos, auténticas piedras fundacionales que han pasado por derecho propio a figurar entre los favoritos del público y que son reeditados hasta la saciedad en nuevas plataformas o diferentes versiones por parte de unos creadores incapaces de superarse a sí mismos. Ellos son el Quijote y el Hamlet del arte digital, las joyas de la corona, dos obras maestras indiscutibles del brillante Sigheru Miyamoto que merecen ser recordadas y jugadas hasta que no quede un solo jugón que ignore que existen semejantes maravillas.







P.D: http://www.youtube.com/watch?v=w2hDWBXK6JQ&feature=related