sábado, 29 de septiembre de 2012

Los enamoramientos de Marías




La literatura de Javier Marías es realmente complicada de explicar a alguien que no haya leído alguna de sus novelas (sus artículos de opinión son otro género muy distinto, aunque también podrían valer para hacerse una idea general). Debo reconocer que en un primer momento, la lectura de Todas las almas y, especialmente, Corazón tan blanco, me cautivó de una manera extraordinaria. Estaba en plena carrera universitaria y aquellos dos textos me parecieron dos obras maestras que, por fortuna, el tiempo  me ha ayudado a situar con una perspectiva más relajada. El resto de su obra, en cualquier caso, me parece que no está a la misma altura y me gustaría explicar el por qué de esta opinión a propósito del último texto suyo que acabo de leer, Los enamoramientos.

Una de las primeras cuestiones que nos plantea la narrativa de Marías es acerca de su propia condición de narrativa. Roberto Bolaño, a quien tengo por un escritor más que respetable, dijo en su momento que Marías era "el mejor prosista español contemporáneo", cuidándose mucho de calificarlo de novelista o de urdidor de tramas. Y es que Marías, en la línea de la narrativa anglosajona, se decanta claramente por una prosa exquisita que dedica páginas y páginas a disertar de manera soberbia acerca de los temas más diversos, y generalmente sórdidos, de la condición humana (la traición, el engaño, el asesinato, etc...), pero que no se preocupa demasiado del argumento, del ritmo narrativo o de la intriga, todos ellos siempre supeditados a las divagaciones de unos personajes o narradores que suelen expresarse de una forma sospechosamente similar. Es una fórmula que se repite, con más o menos matices, en buena parte de sus obras: un extenso y cuidadísimo enunciado inicial plantea el enigma de partida, inspirado en obras de literaturas extranjeras y con Shakespeare casi siempre en el punto de mira, seguido de situaciones anecdóticas (una conversación, una visita, una llamada telefónica) que son indefectiblemente asaltadas por digresiones constantes de sus escasos protagonistas, en ocasiones en plena conversación o incluso antes de sufrir una agresión uno de los personajes, como sucede en la segunda parte de la trilogía Tu rostro mañana en aquella infausta secuencia del baño de una discoteca, que se ve interrumpida por toda la novela. Tal cual.

No sé si por el hecho de haberme acostumbrado a esta fórmula, pero tiendo a leer cada nueva obra de Marías con una mezcla de interés y fastidio a partes iguales. Me maravilla y me irrita, por un lado, la facilidad de este señor para manejar a su antojo el lenguaje, aunque tengo para mí que en ocasiones tiende a forzar los límites de la gramaticalidad y que, por poner un ejemplo, su uso de la coma es bastante discutible, aunque quizá sean esos excesos los que le permiten destacar del ritmo plano y previsible de la mayor parte de nuestros autores actuales, eso que llaman el estilo propio. Me parece admirable y me cabrea, en segundo lugar, que las digresiones de sus novelas tengan un efecto tan poderoso, a pesar de esa mezcla de tono dogmático y sentencioso a partes iguales que llega a molestar por su tono de sermón dominical. Me deleitan y me fastidian, al mismo tiempo, esas detalladísimas descripciones de unos personajes femeninos que, por lo general, resultan tan extremadamente arquetípicos que uno siente que más que ante un personaje de carne y hueso tiene ante sí un maniquí de piernas perfectas y tacones de aguja sin alma ni profundidad. Me intriga y me aburre, ya por último, que siempre cada texto me resulte un paratexto de otra obra ilustre y foránea, que planea constantemente sobre las acciones de la trama principal como un fantasma que por un lado limpia, fija y da esplendor y por el otro impide a la novela tener espíritu propio como sí lo tenían las obras aludidas.

En Los enamoramientos, primera vez en la obra de Marías en que una narradora relata la historia (que, como ya digo, da igual porque se expresa igual que todos los anteriores), uno puede pensar por su inicio que se trata de una divagación acerca del amor ideal, pero nada más lejos. Una intriga bastante poco creíble y sin apenas interés acerca de un supuesto asesinato por compasión lleva a la narradora a dos escenas en las que siempre pesa más lo que los personajes piensan sobre lo que dicen o están a punto de decir que sobre lo que realmente dicen o hacen. El ya cansino recurso de la escucha a través de una puerta, presente en otras obras del autor, así como en las sombras de un asesinato que recaen sobre una persona cercana (que eran las dos claves de Corazón tan blanco, sin ir más lejos), ni sorprenden ni están tan bien tratadas como en textos anteriores, por lo que todo termina resultando extremadamente familiar, como la presencia del profesor Rico, un habitual ya en las novelas de Marías. Por cierto, aquí de enamoramientos, más bien pocos: algún que otro lío ocasional con medias y tacones de aguja y poco más, pero eso sí, mucha digresión y muchas alusiones a Balzac y a Dumas, para que el barniz cultural no falte.

Ya imaginarán los lectores de este blog que mis sentimientos encontrados acerca de este autor no son los únicos. No conozco a nadie a quien la lectura de Marías deje indiferente, y hay desde quien lo considera un genio incomprendido que algún día figurará con honores en el Olimpo literario, a otros que lo ignoran soberanamente y lo tachan de pedante, de infinito vanidoso que más que escribir lo único que pretende es anonadarnos con lo estilizado de su prosa y su ingeniería verbal; hay quienes, incluso, se enfurecen hasta límites insospechados con sus incongruencias sintácticas y esa insoportable manía de matizar hasta el infinito cualquier oración, por simple y llana que resulte, añadiendo siempre dos, tres, cuatro o hasta veinte sinónimos a cada cosa que dice, por nimia que resulte. Y aunque mi opinión no llegue a esos extremos (mis amigos de La Fiera Literaria lo odian a muerte, pero lo critican con criterio y humor sano), sí me considero un lector amante de una buena trama, de unos personajes sólidos y creíbles, y de que un libro me aporte un interés más allá del puro placer estético de pensar, párrafo tras párrafo, "fíjate qué bien escribe este hombre". Y es evidente que eso Marías no me lo va a aportar jamás, pero insisto en que seguramente sea un problema mío como lector, y no tanto suyo como prosista intachable (o casi).

Por otro lado, entiendo que cuando un autor se gana con sudor y esfuerzo reconocimiento dentro y fuera de sus fronteras, como es el caso de Marías, uno se permita ciertos lujos y viva de ciertas rentas, quizá porque en parte también su público fiel espera que se le dé más de lo mismo. Marías lo ha conseguido con creces, como su auto celebrado escaño en la Real Academia, y nada tengo que objetar a ello. Ahora bien, si yo tuviera que recomendar una obra de este autor al margen de las dos mencionadas al principio, quizá me decantaría por el texto menos novelesco, narrativo y, si me apuran, literario de todo su corpus: Negra espalda del tiempo, una reflexión que encontré maravillosa acerca de la construcción de la novela Todas las almas, donde el autor desgrana una a una todas las claves, puntos de conexión con la realidad y reflexiones sobre el proceso de elaboración del texto. Quizá sea que ahí no hay parrafada inicial o ni siquiera trama que el autor se vea obligado a justificar y por tanto se dedica únicamente a lo que mejor sabe, escribir sobre lo que piensa, aunque, eso sí, de la alusión a la obra shakesperiana no nos libramos, claro. Hasta ahí podíamos llegar.


P.d: Nota del 25/10/2012. Acaban de conceder el Premio Nacional de Narrativa al señor Marías por la novela de la entrada, premio que ha rechazado porque, en su opinión, "Algunos muy buenos escritores han sido galardonados con los premios oficiales -el Cervantes, el de las Letras, el Nacional-, pero también muchos medianos y malos. En cambio se murieron sin obtener ni siquiera el último -el de menor categoría- Juan Benet, Jaime Gil de Biedma y Juan García Hortelano, y los tres eran ya sexagenarios. Lo mismo le pasó a mi padre, Julián Marías, y él murió nonagenario". Pues eso.

martes, 25 de septiembre de 2012

La cuestión catalana


En el momento en que escribo estas líneas, el presidente de la Generalitat Catalana, Artur Mas, acaba de convocar elecciones anticipadas para el día 25 de noviembre. La noticia corre como la pólvora por todos los medios de comunicación y arde Internet en análisis sobre la marcha acerca de las consecuencias que se pueden derivar de esta situación de la que, como era de esperar, aquí los culpables dependen de la óptica desde la que se estudie el caso. Hay quien parece tener bien claro que la independencia de Cataluña es una quimera (y no miro a ninguna casa real), mientras que para otros Cataluña en general es un dolor de cabeza e incluso quienes juzgan a sus gentes y sus manifestaciones de protesta como "problemas" o "algarabías", respectivamente.

¿Cuál es aquí el problema de fondo? Que nadie se engañe, aquí el fondo y la forma es única y exclusivamente el dinero, como no podía ser de otra forma, y todo lo demás es retórica. Se habla de pacto fiscal, de reforma del modelo de financiación económico, de autonomía, de soberanía, de identidad, de idioma, de tradición cultural... Todo termina reduciéndose a cómo y especialmente quién gestiona la riqueza económica que produce una comunidad autónoma tradicionalmente activa en el sector empresarial e industrial (por propia iniciativa emprendedora, según ellos; porque se lo financiaron otros en el pasado, si el enfoque es más central). Cataluña genera, por turismo, industria y comercio, una verdadera fortuna que, de acuerdo con el modelo de financiación autonómica, se reparte posteriormente desde Madrid de acuerdo con las necesidades de las distintas comunidades. Para muchos catalanes, especialmente aquellos que abogan por la escisión, ver cómo su productividad les es posteriormente devuelta en un porcentaje más bajo es una injusticia suprema. Para otros tantos, el hecho de que una de las comunidades más endeudadas, que acaba de solicitar un fondo de ayuda de más de cinco mil millones de euros, implica que al margen de sus deseos de soberanía no está Cataluña en las condiciones más apropiadas para sugerir en este momento semejante debate.

Hay circunstancias que tanto la opción independentista como la conservadora parecen recordar solo cuando le conviene a cada cual. Por un lado, el gobierno de Mas lleva dos años, desde que CIU fue elegido en las autonómicas de 2010, recortando a diestro y siniestro en todos los sectores imaginables con la complicidad más que declarada de un PP que, por otro, utiliza la crisis como arma arrojadiza para tachar de irresponsables a todos aquellos que intenten aprovecharse de la situación para "sacar tajada" política del asunto. Los primeros se olvidan de que todo este debate encendido está funcionando de una manera fabulosa como cortina de humo para hacer desaparecer la nefasta gestión gubernamental de Mas, que podría pretender capitalizar esta oleada a su favor en los próximos comicios. Los segundos se olvidan de que el trato displicente, soberbio y hasta cierto punto despectivo contra todo lo que tenga que ver con Cataluña es algo que ya mucha gente no soporta, e intervenciones como la del Rey no ayudan precisamente a calmar los ánimos, que se pudieron comprobar más que dolidos (y muy fortalecidos) en las pasadas movilizaciones populares de la Diada. Hay heridas históricas no cerradas que vuelven a doler con fuerza, y no ver eso implica una alarmante ceguera social y política que debería preocupar seriamente al que la padezca.

Y es que, dejando a un lado la coyuntura actual, aquí hay un problema político que en la transición quedó claramente por resolver. Cataluña, como el País Vasco, hubiera deseado explotar de un modo mucho más profundo las vías de autogobierno, esas mismas que extraña ahora mismo. Pero en aquel momento cualquier avance respecto del estado de cosas derivado del anterior régimen parecía un caramelo, algo demasiado apetecible como para arriesgarse a perderlo por exceso de ambición. Ahora se comprueba que la Constitución, un texto cuasi bíblico para algunos y quizá demasiado terrenal para otros, quizá no sea ese documento fundacional infalible que nos enseñaron en las escuelas, y que sus grietas y arrugas ya no puedan ser disimuladas por más tiempo.

Mas señala que las urnas decidirán, que cualquier otro tipo de referendo popular sería una estafa para los catalanes. Es evidente que esta cita eclipsa a las del País Vasco y Galicia, que tendrán lugar un mes antes, pero en cualquier caso este último trimestre del año se plantea apasionante en términos democráticos. Tengo una gran curiosidad por ver cómo la gente de estas, por el momento, tres comunidades autónomas acuden a las urnas y con qué intención. Tengo aún más curiosidad por ver la reacción del gobierno y de los restantes partidos de la oposición, pero sobre todo tengo una curiosidad insana por comprobar si de verdad este órdago electoral de Mas, con toda la retórica que le ha acompañado en las últimas semanas, lleva realmente a satisfacer el sueño de muchos catalanes o se queda en agua de borrajas, que es básicamente lo que ha caracterizado a la política de CIU en los últimos años. Lo que es evidente es que esta situación solo se puede resolver de dos formas: o bien las aguas vuelven a su cauce (tanto si este nos gusta como si no), o bien las urnas dan un sonoro puñetazo en la mesa que, sobra decirlo, se antoja de carácter irreversible. La suerte está echada.




sábado, 22 de septiembre de 2012

Top 11 Videojuegos Nueva Generación: Metroid Prime Trilogy




Una de las críticas más fuertes que recibió Wii desde su estreno fue que se trataba de una consola destinada a jugadores "casual", es decir, un público no iniciado en los videojuegos que accedía a ese mundo de la mano del tentador "Wii Sports" (uno de los juegos más vendidos de la historia, incluido con la consola). Ese jugador, de cualquier edad o sexo, agarraba los mandos de Wii y jugaba al tenis, a los bolos o a lo que fuera que ofrecía la consola pero se cansaba en cuestión de minutos y buscaba otro entretenimiento igual de fácil y directo. Wii parecía, de acuerdo con esas críticas, destinada a partidas ocasionales de grupos de amigos o familias y poco más, un lugar diametralmente opuesto al del tópico del adolescente experto y aislado socialmente, que dedica horas y una gran pasión a dicho pasatiempo.

Es evidente que Nintendo, que venía de dos sonoros fracasos con Nintendo 64 y Gamecube, no podía permitirse más errores. Su golpetazo en la mesa fue una respuesta con aires de electrodoméstico familiar basado en el sistema de detección de movimientos que, es cierto, reclamaba un público mucho más amplio que el llamado "hardcore". Quizá por miedo al fracaso o porque no terminaban de entender dicho concepto revolucionario, la mayor parte de las compañías tradicionales, las llamadas third parties, abandonaron a su suerte a Nintendo y se centraron en las otras máquinas, más potentes técnicamente. En el mejor de los casos, franquicias como Resident Evil, FIFA o Dead Space, por citar solo tres ejemplos, eran trasladadas a Wii con pobres conversiones, ya fuera en forma de rail shooters o de adaptaciones con aires infantiles que disimularan las carencias técnicas de la consola.

Por desgracia, únicamente Nintendo parecía en condiciones de ofrecer a sus usuarios juegos que fueran más allá de las propuestas ocasionales, como demostró con Super Mario Galaxy, Zelda: Skyward Sword o Metroid Prime 3: Corruption. No obstante, hay que reconocer que por buenos que sean estos juegos, que lo son, y por mucho que aprovechen las posibilidades de la consola, que lo hacen y mucho, cualquier fanático de la compañía ha conocido más decepciones que alegrías como las citadas en los siete largos años de vida de esta consola.

El caso de Metroid 3 es curioso, en el sentido de que el equipo de Retro Studios tuvo la enorme fortuna de poder desarrollar el juego al tiempo que se implementaba el sistema de control para la consola, de modo que sus sugerencias fueron adoptadas por la propia Nintendo e incluidas en el hardware, un poco al modo de lo que había ocurrido con Super Mario 64, que determinó la existencia del stick analógico en el mando de control de la Nintendo 64. Cuando salió al mercado al poco del estreno de la consola, Metroid Prime 3: Corruption se convirtió en el principal referente de su catálogo, muy por encima del decepcionante Zelda: Twilight Princess, porque a diferencia de este, aquel sí hacía un uso apropiado, novedoso y realmente atractivo del mando de control de Wii. Con la mano derecha controlamos el brazo armado de Samus, la protagonista de la saga. Al girarlo horizontalmente o desplazarlo arriba o abajo, apuntamos con la mira y disparamos de un modo bastante preciso. El brazo izquierdo, que controlamos con el nunchuck, permite tirar de puertas, desarmar enemigos o activar mecanismos, algo que hasta entonces no se podía hacer. Como resultado, la experiencia de juego es aún más inmersa y fascinante que antes, toda una gozada. Y por si fuera poco, a todas estas virtudes Corruption une que fue la única novedad exclusiva de la consola para jugadores tradicionales en mucho tiempo, lo cual redobló su importancia.

Hay una molesta moda de esta séptima generación que entronca directamente con esta problemática. Si bien es cierto que tanto Playstation 3 como Xbox-360 son dos poderosas máquinas, la mayor parte de los programadores no ha sabido, o no ha podido, dar con las teclas adecuadas para encontrar ideas frescas en la mayor parte de sus propuestas. Fruto de eso ha sido una generación plagada de epígonos y clones de juegos que, siendo sinceros, tampoco son nada del otro mundo. El caso de God of War III o Halo es especialmente significativo, sin que nadie dude de la calidad de dichos títulos. Todo esto provocó una ola de nostalgias mal entendidas que llevaron a ambas compañías a reeditar clásicos de la sexta generación en alta definición, en un intento doble por llenar un vacío de ideas alarmante y, por otro, de exprimir el bolsillo del usuario de la manera más lamentable. Reediciones de sagas clásicas como Metal Gear, Silent Hill, God of War o revisiones como las del propio Halo son la prueba evidente de la pobreza creativa que define gran parte de la séptima generación. Quizá el caso más palmario de todos es el de la colección Ico & Shadow of the Colossus, dos juegos que fueron referentes en la época de Playstation 2, pero que ahora son un eco de tiempos mejores mientras su estudio desarrollador, el Team Ico, se devana los sesos en medio de polémicas increíbles para sacar adelante su proyecto de séptima generación, The Last Guardian, en el que llevan trabajando más de siete años sin éxito alguno. Se suponía que la colección de los dos juegos sería un complemento de la tercera entrega, pero mucho me temo que se va a convertir en el único testimonio de este fantástico estudio en esta generación. Y bien que lo siento.

La respuesta de Nintendo, como siempre, fue rotunda y contundente. La colección Metroid Prime Trilogy, lanzada pocos años después de la tercera entrega, recopila tanto este juego como los dos anteriores aparecidos para Gamecube, pero con una serie de mejoras que van más allá del lavado de cara (panorámico, en este caso). Se adaptó el sistema de control de detección de movimientos ya utilizado en Corruption a las dos primeras entregas, con ajustes que afectan también a la elevada dificultad de ambos títulos. El resultado es una colección que sencillamente no puede faltar en casa de ningún fan de la compañía, porque permite una experiencia de juego que antes no existía. A diferencia del resto de colecciones, que se limitan a aplicar alta definición y poco más pero ofrecen la misma experiencia de juego, Nintendo propuso a sus usuarios poseer la versión definitiva de uno de los relanzamientos más gloriosos de cualquiera de sus franquicias. Nadie ha hecho más por Metroid que Retro Studios, que supieron conjugar como nadie acción, plataformas y puzzles con un argumento fiel a la saga original, y la colección Trilogy es una joya rarísima, tanto por la calidad que atesora como por las novedades que plantea hasta para el que, como es mi caso, ya conociera de memoria esos títulos.

Aclarado este punto, únicamente tengo un pero que ponerle, y es que la tercera entrega es demasiado continuista respecto a las anteriores, y seguramente por sí sola no hubiera alcanzado un lugar destacado en el Top 20. De hecho, tras haber probado los tres títulos, esta colección sirve principalmente para destacar la excepcionalidad de su primera entrega, que hace palidecer a las demás por su impresionante realización, planteamiento y profundidad (por no mencionar su banda sonora, que es de oscar). Jugarlo con el nuevo sistema, con la nueva dificultad ajustada y en formato panorámico hace aún más intensa su experiencia de juego, por lo que lo único que lamento es no poder disfrutarlo en alta definición (habría sido perfecto, entonces). No me entiendan mal los fans de la tercera entrega: se agradecen, y mucho,  las novedades de Corruption, como la inclusión de más cazarrecompensas o las nuevas funcionalidades del traje de Samus, y resulta tan entretenido como el que más, pero es en la conjunción con sus predecesoras como este juego tiene acceso, por derecho propio, a figurar entre lo más preciado de la séptima generación, una colección de clásicos que supuso una nueva lección de Nintendo a sus directas competidoras sobre cómo se deben hacer las cosas en este negocio.

lunes, 17 de septiembre de 2012

La barrena creativa de Pixar



El cine de animación norteamericano, surgido de la todopoderosa mano de Walt Disney y otros genios contemporáneos en el primer cuarto del siglo XX, dio lugar en sus primeros tiempos a obras maestras del calibre de Blancanieves, Bambi, La bella durmiente, Fantasía o Merlín el encantador, por citar solo algunos ejemplos. No obstante, y a pesar de su artesanal factura, lo cierto es que la práctica totalidad de este corpus, incluso en sus mejores exponentes, no dejaba de ser un conjunto de "cuentos de niños" adaptados con mejor o peor fortuna al medio cinematográfico, y pronto se ganaron tanta fama entre el público infantil como rechazo en el adulto, literalmente forzado a tragarse aquello en cada cita navideña o estival. 

La decadencia de la empresa de dibujos por excelencia conforme transcurrían los años fue muy notoria, por muchos espejismos comerciales del tipo El rey León o La bella y la bestia con que se nos quiera adornar el asunto. La cuestionable estrategia de pasar por el aro del dulzor de caramelo tramas complejas y asuntos algo turbios fuera como fuese había hecho naufragar proyectos tan, en teoría, interesantes, como Alicia en el país de las maravillas, y decisiones tan desacertadas como convertir a la gran pantalla historias tan flojas como Taron y el caldero mágico o Tod y Toby casi estuvieron a punto de hundir el barco a mediados de los ochenta.

El problema de Disney es que creyó que había encontrado una fórmula mágica del éxito, por la que indefectiblemente hacía pasar a todas sus producciones, tanto si encajaban como si no, sin pararse a pensar por un segundo que muchas de estas historias, no solo la de Lewis Carrol, jamás fueron pensadas para contarse en términos tan infantilizados de buenos, malos y secundarios graciosos, por no hablar de sus moralinas, por lo general bastante rancias. Si a eso se suma unas decisiones musicales ciertamente lamentables, plagadas de ñoñería y sentimentalismos baratos en todas y cada una de sus dichosas cancioncitas (alcanzando el clímax de la vergüenza ajena en aquella horrible "Un mundo ideal", de Aladdín (1992)), lo extraño es que no terminásemos todos traumatizados, porque a fe que en Disney se emplearon a fondo para ello.

Si esto no fue así es porque mientras Disney profundizaba en la senda del bochorno con Pocahontas, un ambicioso estudio llamado Pixar, al frente del cual estaban John Lasseter y un tal Steve Jobs en labores de producción, lanzó en 1995 una de las películas clave en la historia del género de animación, Toy Story. Generada completamente por ordenador (una técnica con la que Disney había coqueteado, pero sin decidirse del todo, como siempre), Toy Story narraba de forma ejemplar las desventuras de un grupo de juguetes por retornar a las amorosas manos de su dueño. Plagada de momentos hilarantes, diálogos estupendos y unas magníficas interpretaciones, a los ejecutivos de Disney les debió parecer aquello como un certificado de defunción en toda regla, porque justo al mismo tiempo su princesa india se hundía de la forma más miserable en taquilla (con sus dichosos colores en el viento por bandera, dicho sea de paso).

En apenas unos meses, y además de pulverizar cualquier marca comercial habida y por haber, la cinta de animación por ordenador de Pixar logró algo que Disney jamás pudo: que Hollywood se pensara seriamente una categoría de los Oscar especialmente para cine de animación (que ha ganado en 6 de las 11 convocatorias hasta la fecha, desde 2001). Más allá de eso, Pixar logró que la animación tradicional pasara a estar fuera de combate en cuestión de meses, un poco al modo del cine en blanco y negro con la llegada del color, de modo que el resto de estudios se lanzó a seguir su senda, algunas veces con más fortuna (Shrek, Ice Age) que en otras (todas y cada una de las secuelas de las anteriores, por ejemplo).

Pixar redefinió durante el lustro siguiente, a golpe de taquillazo, la categoría de la animación con una cadena de éxitos sencillamente asombrosa: Bichos (1998), Toy Story 2 (1999), Monstruos S.A. (2001), Buscando a Nemo (2003), Los increíbles (2005)...  Todo lo que tocaba se convertía en oro puro, pero lo que mucha gente no sé si valora del todo es que el mérito de todas estas películas no estriba únicamente en sus asombrosos efectos digitales y su cada vez mayor realismo, sino en que son historias frescas, originales y narradas con un sentido del ritmo asombroso. Por ello, ya no solo los infantes, sino sus padres y todo el que tenía oportunidad, acudía al cine con bastante expectación (y es de reseñar aquí los cortos previos a cada estreno, que son pequeñas joyas de la animación). En suma, la habilidad de los distintos responsables del estudio para sacar proyectos con tantísima calidad en tan corto espacio de tiempo hizo finalmente desistir a Disney, que les plantó un cheque en blanco para comprar el estudio porque supo que era imposible competir más con aquel huracán digital.

La biografía de Steve Jobs narra este episodio con bastante detalle, por lo que recomiendo su lectura encarecidamente para conocer los entresijos de estos oscuros negocios. El temor de Lasseter era que, con la compra del estudio, sus creaciones se vieran abocadas a lamentables secuelas directas a vídeo, como los horrores ya cometidos con los éxitos previos de la compañía. Sin embargo, la habilidad de Jobs en aquella compra-venta fue tal que, no se lo pierdan, los principales responsables de Pixar terminaron dirigiendo los estudios de animación de Disney en cada uno de sus departamentos importantes, en un giro copernicano sin precedentes. Más que comprarlo, Disney se había puesto al servicio de todo aquel grupo de genios y encima les pagaba una fortuna por ello.

A partir de aquí continuó la gloria y pétalos al vencedor, y aunque hubo un patinazo sin importancia (Cars, 2006), pronto la nueva marca Disney/Pixar demostró su fuerza con obras tan fenomenales como Ratatouille (2008), Wall-E (2009) o Up (2010), e incluso con la tercera parte de Toy Story (2011), que destrozó las taquillas y demostró ser tan buena o mejor que las anteriores.

Sin embargo, me temo que algo está cambiando en este horizonte. Hace poco pude ver Brave (2012), la nueva cinta de la compañía, y mi decepción no pudo ser mayor. El relato de una adolescente medieval y sus disputas monárquico-maternales me devolvió a los tiempos de la peor Disney, con un tufillo feminista bastante palmario y varios momentos de canción para el sonrojo, como esa escena en la que la intrépida protagonista cabalga a lomos de su fiel y no menos intrépido corcel. Lo peor de todo fue que me aburrí como una ostra, algo que nunca me había ocurrido hasta ahora con nada hecho por Pixar, porque la historia me pareció rematadamente mala, previsible y, en el colmo de los colmos, un refrito de ideas previas de Disney que rozan el plagio más descarado (lo de la transformación con amanecer, lagrimita y moralina, en la peor línea de La bella y la bestia, es de juzgado de guardia). 

Podría pensarse que un patinazo así lo tiene cualquiera, pero esto sucede después del pinchazo monumental de Cars 2 (que alguien me explique la necesidad de una secuela de la, hasta entonces, peor película del estudio, por favor) y justo antes de la anunciada "precuela" de Monstruos (en su época universitaria... tiemblo solo de pensarlo), por no mencionar la enésima continuación de Toy Story (que yo creo que ya no da para más, pero en fin...). Y eso por no hablar de que mucha gente de Pixar, (entre ellos el director de Buscando a Nemo, Andrew Stanton), estaba al frente de la infame John Carter (2012), el mayor fracaso comercial y de crítica en la historia de Disney. Hay quien habla ya de barrena creativa, y mucho me temo que con bastante razón.

No sé, es como si Pixar estuviera perdiendo sus señas de identidad, con secuelas y precuelas de historias que no vienen a cuento, y con nuevas franquicias muy por debajo de lo que se espera de la compañía de referencia en el sector. Es posible que la gente de Pixar haya sido corrompida por el "virus Disney", y que el todopoderoso Jobs no se plantease eso en su momento, por mucho que la gente lo considere tan infalible como al inquilino del Vaticano. En fin, tiempo al tiempo, pero como decían aquellos soldados de antaño, "algo huele a podrido en Disneylandia".

sábado, 15 de septiembre de 2012

Literatura para jóvenes




Como sucede todos los años, una de las cuestiones más peliagudas a la hora de establecer la programación de lengua y literatura para los cursos de ESO y bachillerato es la de fijar la lista de lecturas obligatorias. Y esto es así porque los criterios de cada profesor son de lo más diverso -y respetable, dicho sea de antemano-, y obedecen a las diferentes formaciones, perspectivas y, lo más importante, experiencias como lector que acumulamos con el paso del tiempo.

En realidad el debate se reduce a dos posturas, con más o menos matices según los casos, entre los partidarios de la literatura juvenil y los de la literatura clásica, y podría resumirse de la siguiente manera:

Opción A) Los clásicos de la literatura en castellano son indiscutibles en cuanto a su calidad e importancia, pero los tiempos que corren exigen una respuesta adecuada por parte del profesorado. No puede ser que alumnos que apenas leen, o que si lo hacen es condicionados por la obligatoriedad de las clases, se vean obligados a meterse entre pecho y espalda, sin la preparación adecuada, textos tan  complejos como El lazarillo de Tormes, La Celestina o El Conde Lucanor, por citar solo tres ejemplos. La escuela secundaria tiene la obligación de fomentar la lectura, no de hacer que los alumnos salgan corriendo en cuanto vean un libro o tengan esa imagen, tan estereotipada ya, de que la literatura es, literalmente, un aburrimiento. Por ello, la literatura juvenil, tanto española como internacional, es la mejor opción.

Opción B) Precisamente porque los clásicos de la literatura en castellano son indiscutibles en cuanto a su calidad e importancia, sin importar los tiempos que corran, es obligación de los profesores acercar esos textos a unos alumnos que, de otra manera, jamás sabrían de su existencia y, peor aún, jamás tendrían el menor interés por saber de ella. Un instituto no debe tener como objetivo último fomentar la lectura, sino potenciar una capacidad que debe venir ya adquirida desde las escuelas y las casas, permitiendo al alumno profundizar en textos que por sus ideas y su forma le van a enriquecer mucho más que cualquier novela juvenil, de un acceso mucho más sencillo para el alumnado en todos los sentidos.

Ya digo que estas posturas se pueden matizar enormemente según el profesor que las defienda, y que seguramente habrá en la opción A quien prefiera novelas como El asesinato del profesor de matemáticas y otro se incline más por obras del tipo La isla del tesoro. No obstante, no sé si por mi formación académica o por mis prejuicios contra la literatura juvenil, a la que en general no tengo en buena consideración (de las traducciones mejor no hablemos), siempre me he sentido más cerca de la opción B, incluso en sus vertientes más radicales, que también las hay.

Por una parte, comprendo que en los tiempos del universo digital, las pantallas táctiles y el chorreo audiovisual al que están sometidos los jóvenes desde casi su misma concepción, resulte cada vez más complicado enfrentarse a la lectura. Un libro no plantea distracciones como una tableta, con sus constantes pitidos, mensajes, avisos y múltiples conexiones a toda red social que se precie. Un libro no proporciona un placer inmediato, instantáneo y voraz como Internet, y su "navegación" exige de paciencia, fuerza de voluntad y, lo más importante, imaginación, unas habilidades que mucho me temo que todo el universo virtual no contribuye precisamente a desarrollar.

Ahora bien, lo que estamos planteando aquí no es una cuestión intrascendente. Se trata de algo esencial, como es la configuración de un espacio cultural en la mente de un estudiante medio. Cuando un joven de 17 o 18 años abandona el instituto, ¿qué tipo de saberes se espera que lleve consigo? Aún más importante, si cabe: ¿qué tipo de pensamiento crítico ejercerá sobre lo que le espera más allá de la escuela? Si lo que queremos es una persona acostumbrada al camino fácil, al atajo, a la senda trillada, entonces démosle a leer libros planos, juveniles, donde no haya apenas conflicto y mucho menos un lenguaje que le obligue al esfuerzo de ir más allá del uso coloquial que ya está acostumbrado a usar día a día. Eso sí, tampoco esperemos que ese joven se plantee otra cosa que seguir sendas igualmente trilladas el resto de su vida, y mucho menos que cuestione nada acerca de su realidad circundante. Estaremos creando una masa dócil y adocenada, de esas que no entienden a santo de qué tanta manifestación y tanto 15-S.

Si, por el contrario, lo que queremos es despertar una conciencia crítica en los alumnos, si nos planteamos que ya desde los cursos más tempranos lleguen a entender que los escritos clásicos son precisamente así porque ya en su tiempo fueron revolucionarios, porque pusieron en tela de juicio los órdenes establecidos y desafiaron los cánones e incluso a las autoridades de sus respectivas épocas, y que además esas ideas venían indisolublemente acompañadas de una forma magistral, entonces la senda se volverá mucho más complicada, qué duda cabe, pero será tanto más compleja cuanto más fascinante y satisfactoria al alcanzar la meta.

Quizá el mayor defecto de la literatura juvenil está precisamente en ponerse al servicio de un lector de nivel bajo o muy bajo, y tratar de ganárselo con recursos a veces sonrojantes, como el abuso de las referencias visuales, cinematográficas o televisivas (narración por escenas, uso excesivo del diálogo, ausencia casi total de descripciones, desarrollo muy escaso de los personajes, por lo general bastante planos y arquetípicos, etc). Es evidente que un niño de 11 o 12 años, que apenas ha pasado de colecciones tipo El barco de vapor, está en condiciones realmente complicadas para acercarse a un texto medieval o renacentista. Pero, y aquí hay una clave que me temo que suele pasar desapercibida, para eso estamos los profesores. Nosotros tenemos que ser el enlace entre la grandeza de un texto, su complejidad, y la comprensión de un alumnado que se merece recibir productos de ese nivel. Además, y con todos mis respetos, no creo que obras como El Lazarillo, cualquier novela de Galdós, el teatro de Lope o la poesía de Lorca sean inalcanzables para nadie; otro asunto bien distinto es quién y con qué ganas las explique.

Y es que es una lástima que, en muchas ocasiones, se opte por el camino fácil poniendo a los alumnos como pretexto cuando en realidad los problemas son muy diferentes. La lectura juvenil supone necesariamente menos trabajo para el profesor, (no digamos ya para el estudiante), y todo suele quedar zanjado con una prueba de lectura que, en el fondo, bien se puede adulterar con alguna que otra visita a páginas web de dudosos principios literarios. Yo creo que, precisamente en estos tiempos de crisis en la educación, debemos hacer valer uno de esos pocos criterios de calidad que no se pueden derribar a golpe de tijera. La literatura es mucho más que un pasatiempo, mucho más que una simple forma de ocio de masas, pero eso jamás se va a entender viendo la sección de best-sellers del Carrefour o leyendo el librito juvenil de moda de turno, sea el que sea. Eso, como tantas otras cosas, hay que aprenderlo con esfuerzo en un pupitre, y ahí es donde está el problema, que el esfuerzo tiende a diluirse en esta seductora sociedad 2.0 de la imagen y el sonido.

lunes, 10 de septiembre de 2012

El cuento de la lechera y el casino



Para todos aquellos que pensaban que este país solo sabía preocuparse de cifras económicas, primas de riesgo y subidas y bajadas de la bolsa, y que no había un plan de renovación por parte de nuestros gobernantes que nos llevara a los altares de la modernidad, quédense tranquilos. Después del pinchazo de la burbuja inmobiliaria, y con la ayuda de un par de empresarios nacionales e internacionales de más que dudoso pasado, ya tenemos una solución para convertir este país en lo que, en el fondo, siempre ha sido a ojos extranjeros: un gigantesco parque temático.

Así es. Tanto Eurovegas, la gigantesca ciudad-casino proyectada para plantar sus cimientos en la capital del país, como Barcelona World en la ciudad condal, están hoy en día en boca de autoridades de diferente signo político con una idéntica retórica populista que viene a decir, más o menos, que con un poquito de dinero público (sic), una barbaridad inyectada por estos empresarios (que más que eso son filántropos, me atrevería a decir) y una pizca de ilusión, llegará el becerro de oro y nos cegará con sus lingotes: cientos de miles de puestos de trabajos directos e indirectos, renombre y resonancia internacional y, sobre todo, miles de millones de euros en concepto de beneficios ante la avalancha de turistas adinerados que vendrán por estos lares, deslumbrados igual que nosotros ante tanta maravilla, pero con más posibles en sus bolsillos.

Para alguien que ha tenido la oportunidad de ver a pleno rendimiento Las Vegas, la repugnancia moral que me inspiran estos proyectos patrios no conoce límites. Tras haber comprobado de primera mano los mecanismos de la fuente de inspiración de todas estas majaderías, esa suerte de agujero negro que todo lo devora y especialmente a las personas, (con esa gente que primero es cliente de casinos y después camarero de los mismos, a los que con su sueldo paga sus deudas de juego), toda esta sarta de memeces acerca de la grandeza de las inversiones en áreas temáticas, campos de golf, hoteles, zonas de juego y, digámoslo claramente, burdeles, es algo que logra sorprender, y para mal, en estos tiempos donde ya apenas creíamos que había margen para la sorpresa.

Camareros, bailarinas, crupieres, prostitutas... ¿Es este el tipo de empleos que queremos construir para la gente de este país,  para impedir la fuga de talentos o para combatir ese espantoso 50% de paro juvenil? ¿Es este el país en el que queremos vivir, tras evolucionar hacia el casino y lupanar europeo como ya somos su playa de botellón estival? Nuestras autoridades ya han dejado claro que cambiarán "lo que haya que cambiar" de leyes tan necesarias como las del tabaco, así que poco podemos esperar de otras relativas al alcohol y las drogas. Es cuestión de tiempo y de dinero, obviamente.

En cualquier caso, el hecho de que esas mismas personas que nos sermonean día tras día en aras de la austeridad y el ahorro nos salgan ahora con esta megalomanía lúdico festiva, con las pupilas decoloradas con el símbolo del dólar, no solo me parece una contradicción estratosférica sino una aberración de primera categoría, por la que deberían ser inmediatamente desautorizados en sus cargos.

No obstante, lo peor y más lamentable de todo es que este país, que de circo y pandereta sabe un rato, no solo aceptará estas propuestas con los brazos abiertos y verá con indiferencia cómo sus bancos invierten alegremente lo poco que queda de sus ahorros en semejante despropósito, sino que encima hará juego como el que más, apostándolo todo y perdiendo hasta la poca dignidad que le queda, cegado como estará, si es que no lo está ya, por este vergonzante cuento de la lechera y el casino que hace aún más dolorosa la bancarrota moral, política y económica de este país.

La última noche que estuve en Las Vegas, la persona que conocía de allí me comentó que entre mucha gente circula un dicho según el cual, por muchas luces de neón y muchas bombillas que haya, por mucho que de noche resulte un espectáculo sencillamente asombroso y que incluso se pueda ver la ciudad desde el espacio dado su esplendor, no cambia para nada el hecho de que el horizonte, tanto de esa ciudad como de las que están por venir, siga siendo igual de negro que esa noche que pretende maquillar con su estéril brillo.