lunes, 17 de septiembre de 2012

La barrena creativa de Pixar



El cine de animación norteamericano, surgido de la todopoderosa mano de Walt Disney y otros genios contemporáneos en el primer cuarto del siglo XX, dio lugar en sus primeros tiempos a obras maestras del calibre de Blancanieves, Bambi, La bella durmiente, Fantasía o Merlín el encantador, por citar solo algunos ejemplos. No obstante, y a pesar de su artesanal factura, lo cierto es que la práctica totalidad de este corpus, incluso en sus mejores exponentes, no dejaba de ser un conjunto de "cuentos de niños" adaptados con mejor o peor fortuna al medio cinematográfico, y pronto se ganaron tanta fama entre el público infantil como rechazo en el adulto, literalmente forzado a tragarse aquello en cada cita navideña o estival. 

La decadencia de la empresa de dibujos por excelencia conforme transcurrían los años fue muy notoria, por muchos espejismos comerciales del tipo El rey León o La bella y la bestia con que se nos quiera adornar el asunto. La cuestionable estrategia de pasar por el aro del dulzor de caramelo tramas complejas y asuntos algo turbios fuera como fuese había hecho naufragar proyectos tan, en teoría, interesantes, como Alicia en el país de las maravillas, y decisiones tan desacertadas como convertir a la gran pantalla historias tan flojas como Taron y el caldero mágico o Tod y Toby casi estuvieron a punto de hundir el barco a mediados de los ochenta.

El problema de Disney es que creyó que había encontrado una fórmula mágica del éxito, por la que indefectiblemente hacía pasar a todas sus producciones, tanto si encajaban como si no, sin pararse a pensar por un segundo que muchas de estas historias, no solo la de Lewis Carrol, jamás fueron pensadas para contarse en términos tan infantilizados de buenos, malos y secundarios graciosos, por no hablar de sus moralinas, por lo general bastante rancias. Si a eso se suma unas decisiones musicales ciertamente lamentables, plagadas de ñoñería y sentimentalismos baratos en todas y cada una de sus dichosas cancioncitas (alcanzando el clímax de la vergüenza ajena en aquella horrible "Un mundo ideal", de Aladdín (1992)), lo extraño es que no terminásemos todos traumatizados, porque a fe que en Disney se emplearon a fondo para ello.

Si esto no fue así es porque mientras Disney profundizaba en la senda del bochorno con Pocahontas, un ambicioso estudio llamado Pixar, al frente del cual estaban John Lasseter y un tal Steve Jobs en labores de producción, lanzó en 1995 una de las películas clave en la historia del género de animación, Toy Story. Generada completamente por ordenador (una técnica con la que Disney había coqueteado, pero sin decidirse del todo, como siempre), Toy Story narraba de forma ejemplar las desventuras de un grupo de juguetes por retornar a las amorosas manos de su dueño. Plagada de momentos hilarantes, diálogos estupendos y unas magníficas interpretaciones, a los ejecutivos de Disney les debió parecer aquello como un certificado de defunción en toda regla, porque justo al mismo tiempo su princesa india se hundía de la forma más miserable en taquilla (con sus dichosos colores en el viento por bandera, dicho sea de paso).

En apenas unos meses, y además de pulverizar cualquier marca comercial habida y por haber, la cinta de animación por ordenador de Pixar logró algo que Disney jamás pudo: que Hollywood se pensara seriamente una categoría de los Oscar especialmente para cine de animación (que ha ganado en 6 de las 11 convocatorias hasta la fecha, desde 2001). Más allá de eso, Pixar logró que la animación tradicional pasara a estar fuera de combate en cuestión de meses, un poco al modo del cine en blanco y negro con la llegada del color, de modo que el resto de estudios se lanzó a seguir su senda, algunas veces con más fortuna (Shrek, Ice Age) que en otras (todas y cada una de las secuelas de las anteriores, por ejemplo).

Pixar redefinió durante el lustro siguiente, a golpe de taquillazo, la categoría de la animación con una cadena de éxitos sencillamente asombrosa: Bichos (1998), Toy Story 2 (1999), Monstruos S.A. (2001), Buscando a Nemo (2003), Los increíbles (2005)...  Todo lo que tocaba se convertía en oro puro, pero lo que mucha gente no sé si valora del todo es que el mérito de todas estas películas no estriba únicamente en sus asombrosos efectos digitales y su cada vez mayor realismo, sino en que son historias frescas, originales y narradas con un sentido del ritmo asombroso. Por ello, ya no solo los infantes, sino sus padres y todo el que tenía oportunidad, acudía al cine con bastante expectación (y es de reseñar aquí los cortos previos a cada estreno, que son pequeñas joyas de la animación). En suma, la habilidad de los distintos responsables del estudio para sacar proyectos con tantísima calidad en tan corto espacio de tiempo hizo finalmente desistir a Disney, que les plantó un cheque en blanco para comprar el estudio porque supo que era imposible competir más con aquel huracán digital.

La biografía de Steve Jobs narra este episodio con bastante detalle, por lo que recomiendo su lectura encarecidamente para conocer los entresijos de estos oscuros negocios. El temor de Lasseter era que, con la compra del estudio, sus creaciones se vieran abocadas a lamentables secuelas directas a vídeo, como los horrores ya cometidos con los éxitos previos de la compañía. Sin embargo, la habilidad de Jobs en aquella compra-venta fue tal que, no se lo pierdan, los principales responsables de Pixar terminaron dirigiendo los estudios de animación de Disney en cada uno de sus departamentos importantes, en un giro copernicano sin precedentes. Más que comprarlo, Disney se había puesto al servicio de todo aquel grupo de genios y encima les pagaba una fortuna por ello.

A partir de aquí continuó la gloria y pétalos al vencedor, y aunque hubo un patinazo sin importancia (Cars, 2006), pronto la nueva marca Disney/Pixar demostró su fuerza con obras tan fenomenales como Ratatouille (2008), Wall-E (2009) o Up (2010), e incluso con la tercera parte de Toy Story (2011), que destrozó las taquillas y demostró ser tan buena o mejor que las anteriores.

Sin embargo, me temo que algo está cambiando en este horizonte. Hace poco pude ver Brave (2012), la nueva cinta de la compañía, y mi decepción no pudo ser mayor. El relato de una adolescente medieval y sus disputas monárquico-maternales me devolvió a los tiempos de la peor Disney, con un tufillo feminista bastante palmario y varios momentos de canción para el sonrojo, como esa escena en la que la intrépida protagonista cabalga a lomos de su fiel y no menos intrépido corcel. Lo peor de todo fue que me aburrí como una ostra, algo que nunca me había ocurrido hasta ahora con nada hecho por Pixar, porque la historia me pareció rematadamente mala, previsible y, en el colmo de los colmos, un refrito de ideas previas de Disney que rozan el plagio más descarado (lo de la transformación con amanecer, lagrimita y moralina, en la peor línea de La bella y la bestia, es de juzgado de guardia). 

Podría pensarse que un patinazo así lo tiene cualquiera, pero esto sucede después del pinchazo monumental de Cars 2 (que alguien me explique la necesidad de una secuela de la, hasta entonces, peor película del estudio, por favor) y justo antes de la anunciada "precuela" de Monstruos (en su época universitaria... tiemblo solo de pensarlo), por no mencionar la enésima continuación de Toy Story (que yo creo que ya no da para más, pero en fin...). Y eso por no hablar de que mucha gente de Pixar, (entre ellos el director de Buscando a Nemo, Andrew Stanton), estaba al frente de la infame John Carter (2012), el mayor fracaso comercial y de crítica en la historia de Disney. Hay quien habla ya de barrena creativa, y mucho me temo que con bastante razón.

No sé, es como si Pixar estuviera perdiendo sus señas de identidad, con secuelas y precuelas de historias que no vienen a cuento, y con nuevas franquicias muy por debajo de lo que se espera de la compañía de referencia en el sector. Es posible que la gente de Pixar haya sido corrompida por el "virus Disney", y que el todopoderoso Jobs no se plantease eso en su momento, por mucho que la gente lo considere tan infalible como al inquilino del Vaticano. En fin, tiempo al tiempo, pero como decían aquellos soldados de antaño, "algo huele a podrido en Disneylandia".

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