sábado, 15 de septiembre de 2012

Literatura para jóvenes




Como sucede todos los años, una de las cuestiones más peliagudas a la hora de establecer la programación de lengua y literatura para los cursos de ESO y bachillerato es la de fijar la lista de lecturas obligatorias. Y esto es así porque los criterios de cada profesor son de lo más diverso -y respetable, dicho sea de antemano-, y obedecen a las diferentes formaciones, perspectivas y, lo más importante, experiencias como lector que acumulamos con el paso del tiempo.

En realidad el debate se reduce a dos posturas, con más o menos matices según los casos, entre los partidarios de la literatura juvenil y los de la literatura clásica, y podría resumirse de la siguiente manera:

Opción A) Los clásicos de la literatura en castellano son indiscutibles en cuanto a su calidad e importancia, pero los tiempos que corren exigen una respuesta adecuada por parte del profesorado. No puede ser que alumnos que apenas leen, o que si lo hacen es condicionados por la obligatoriedad de las clases, se vean obligados a meterse entre pecho y espalda, sin la preparación adecuada, textos tan  complejos como El lazarillo de Tormes, La Celestina o El Conde Lucanor, por citar solo tres ejemplos. La escuela secundaria tiene la obligación de fomentar la lectura, no de hacer que los alumnos salgan corriendo en cuanto vean un libro o tengan esa imagen, tan estereotipada ya, de que la literatura es, literalmente, un aburrimiento. Por ello, la literatura juvenil, tanto española como internacional, es la mejor opción.

Opción B) Precisamente porque los clásicos de la literatura en castellano son indiscutibles en cuanto a su calidad e importancia, sin importar los tiempos que corran, es obligación de los profesores acercar esos textos a unos alumnos que, de otra manera, jamás sabrían de su existencia y, peor aún, jamás tendrían el menor interés por saber de ella. Un instituto no debe tener como objetivo último fomentar la lectura, sino potenciar una capacidad que debe venir ya adquirida desde las escuelas y las casas, permitiendo al alumno profundizar en textos que por sus ideas y su forma le van a enriquecer mucho más que cualquier novela juvenil, de un acceso mucho más sencillo para el alumnado en todos los sentidos.

Ya digo que estas posturas se pueden matizar enormemente según el profesor que las defienda, y que seguramente habrá en la opción A quien prefiera novelas como El asesinato del profesor de matemáticas y otro se incline más por obras del tipo La isla del tesoro. No obstante, no sé si por mi formación académica o por mis prejuicios contra la literatura juvenil, a la que en general no tengo en buena consideración (de las traducciones mejor no hablemos), siempre me he sentido más cerca de la opción B, incluso en sus vertientes más radicales, que también las hay.

Por una parte, comprendo que en los tiempos del universo digital, las pantallas táctiles y el chorreo audiovisual al que están sometidos los jóvenes desde casi su misma concepción, resulte cada vez más complicado enfrentarse a la lectura. Un libro no plantea distracciones como una tableta, con sus constantes pitidos, mensajes, avisos y múltiples conexiones a toda red social que se precie. Un libro no proporciona un placer inmediato, instantáneo y voraz como Internet, y su "navegación" exige de paciencia, fuerza de voluntad y, lo más importante, imaginación, unas habilidades que mucho me temo que todo el universo virtual no contribuye precisamente a desarrollar.

Ahora bien, lo que estamos planteando aquí no es una cuestión intrascendente. Se trata de algo esencial, como es la configuración de un espacio cultural en la mente de un estudiante medio. Cuando un joven de 17 o 18 años abandona el instituto, ¿qué tipo de saberes se espera que lleve consigo? Aún más importante, si cabe: ¿qué tipo de pensamiento crítico ejercerá sobre lo que le espera más allá de la escuela? Si lo que queremos es una persona acostumbrada al camino fácil, al atajo, a la senda trillada, entonces démosle a leer libros planos, juveniles, donde no haya apenas conflicto y mucho menos un lenguaje que le obligue al esfuerzo de ir más allá del uso coloquial que ya está acostumbrado a usar día a día. Eso sí, tampoco esperemos que ese joven se plantee otra cosa que seguir sendas igualmente trilladas el resto de su vida, y mucho menos que cuestione nada acerca de su realidad circundante. Estaremos creando una masa dócil y adocenada, de esas que no entienden a santo de qué tanta manifestación y tanto 15-S.

Si, por el contrario, lo que queremos es despertar una conciencia crítica en los alumnos, si nos planteamos que ya desde los cursos más tempranos lleguen a entender que los escritos clásicos son precisamente así porque ya en su tiempo fueron revolucionarios, porque pusieron en tela de juicio los órdenes establecidos y desafiaron los cánones e incluso a las autoridades de sus respectivas épocas, y que además esas ideas venían indisolublemente acompañadas de una forma magistral, entonces la senda se volverá mucho más complicada, qué duda cabe, pero será tanto más compleja cuanto más fascinante y satisfactoria al alcanzar la meta.

Quizá el mayor defecto de la literatura juvenil está precisamente en ponerse al servicio de un lector de nivel bajo o muy bajo, y tratar de ganárselo con recursos a veces sonrojantes, como el abuso de las referencias visuales, cinematográficas o televisivas (narración por escenas, uso excesivo del diálogo, ausencia casi total de descripciones, desarrollo muy escaso de los personajes, por lo general bastante planos y arquetípicos, etc). Es evidente que un niño de 11 o 12 años, que apenas ha pasado de colecciones tipo El barco de vapor, está en condiciones realmente complicadas para acercarse a un texto medieval o renacentista. Pero, y aquí hay una clave que me temo que suele pasar desapercibida, para eso estamos los profesores. Nosotros tenemos que ser el enlace entre la grandeza de un texto, su complejidad, y la comprensión de un alumnado que se merece recibir productos de ese nivel. Además, y con todos mis respetos, no creo que obras como El Lazarillo, cualquier novela de Galdós, el teatro de Lope o la poesía de Lorca sean inalcanzables para nadie; otro asunto bien distinto es quién y con qué ganas las explique.

Y es que es una lástima que, en muchas ocasiones, se opte por el camino fácil poniendo a los alumnos como pretexto cuando en realidad los problemas son muy diferentes. La lectura juvenil supone necesariamente menos trabajo para el profesor, (no digamos ya para el estudiante), y todo suele quedar zanjado con una prueba de lectura que, en el fondo, bien se puede adulterar con alguna que otra visita a páginas web de dudosos principios literarios. Yo creo que, precisamente en estos tiempos de crisis en la educación, debemos hacer valer uno de esos pocos criterios de calidad que no se pueden derribar a golpe de tijera. La literatura es mucho más que un pasatiempo, mucho más que una simple forma de ocio de masas, pero eso jamás se va a entender viendo la sección de best-sellers del Carrefour o leyendo el librito juvenil de moda de turno, sea el que sea. Eso, como tantas otras cosas, hay que aprenderlo con esfuerzo en un pupitre, y ahí es donde está el problema, que el esfuerzo tiende a diluirse en esta seductora sociedad 2.0 de la imagen y el sonido.

No hay comentarios: