En el momento en que escribo estas líneas, el presidente de la Generalitat Catalana, Artur Mas, acaba de convocar elecciones anticipadas para el día 25 de noviembre. La noticia corre como la pólvora por todos los medios de comunicación y arde Internet en análisis sobre la marcha acerca de las consecuencias que se pueden derivar de esta situación de la que, como era de esperar, aquí los culpables dependen de la óptica desde la que se estudie el caso. Hay quien parece tener bien claro que la independencia de Cataluña es una quimera (y no miro a ninguna casa real), mientras que para otros Cataluña en general es un dolor de cabeza e incluso quienes juzgan a sus gentes y sus manifestaciones de protesta como "problemas" o "algarabías", respectivamente.
¿Cuál es aquí el problema de fondo? Que nadie se engañe, aquí el fondo y la forma es única y exclusivamente el dinero, como no podía ser de otra forma, y todo lo demás es retórica. Se habla de pacto fiscal, de reforma del modelo de financiación económico, de autonomía, de soberanía, de identidad, de idioma, de tradición cultural... Todo termina reduciéndose a cómo y especialmente quién gestiona la riqueza económica que produce una comunidad autónoma tradicionalmente activa en el sector empresarial e industrial (por propia iniciativa emprendedora, según ellos; porque se lo financiaron otros en el pasado, si el enfoque es más central). Cataluña genera, por turismo, industria y comercio, una verdadera fortuna que, de acuerdo con el modelo de financiación autonómica, se reparte posteriormente desde Madrid de acuerdo con las necesidades de las distintas comunidades. Para muchos catalanes, especialmente aquellos que abogan por la escisión, ver cómo su productividad les es posteriormente devuelta en un porcentaje más bajo es una injusticia suprema. Para otros tantos, el hecho de que una de las comunidades más endeudadas, que acaba de solicitar un fondo de ayuda de más de cinco mil millones de euros, implica que al margen de sus deseos de soberanía no está Cataluña en las condiciones más apropiadas para sugerir en este momento semejante debate.
Hay circunstancias que tanto la opción independentista como la conservadora parecen recordar solo cuando le conviene a cada cual. Por un lado, el gobierno de Mas lleva dos años, desde que CIU fue elegido en las autonómicas de 2010, recortando a diestro y siniestro en todos los sectores imaginables con la complicidad más que declarada de un PP que, por otro, utiliza la crisis como arma arrojadiza para tachar de irresponsables a todos aquellos que intenten aprovecharse de la situación para "sacar tajada" política del asunto. Los primeros se olvidan de que todo este debate encendido está funcionando de una manera fabulosa como cortina de humo para hacer desaparecer la nefasta gestión gubernamental de Mas, que podría pretender capitalizar esta oleada a su favor en los próximos comicios. Los segundos se olvidan de que el trato displicente, soberbio y hasta cierto punto despectivo contra todo lo que tenga que ver con Cataluña es algo que ya mucha gente no soporta, e intervenciones como la del Rey no ayudan precisamente a calmar los ánimos, que se pudieron comprobar más que dolidos (y muy fortalecidos) en las pasadas movilizaciones populares de la Diada. Hay heridas históricas no cerradas que vuelven a doler con fuerza, y no ver eso implica una alarmante ceguera social y política que debería preocupar seriamente al que la padezca.
Y es que, dejando a un lado la coyuntura actual, aquí hay un problema político que en la transición quedó claramente por resolver. Cataluña, como el País Vasco, hubiera deseado explotar de un modo mucho más profundo las vías de autogobierno, esas mismas que extraña ahora mismo. Pero en aquel momento cualquier avance respecto del estado de cosas derivado del anterior régimen parecía un caramelo, algo demasiado apetecible como para arriesgarse a perderlo por exceso de ambición. Ahora se comprueba que la Constitución, un texto cuasi bíblico para algunos y quizá demasiado terrenal para otros, quizá no sea ese documento fundacional infalible que nos enseñaron en las escuelas, y que sus grietas y arrugas ya no puedan ser disimuladas por más tiempo.
Mas señala que las urnas decidirán, que cualquier otro tipo de referendo popular sería una estafa para los catalanes. Es evidente que esta cita eclipsa a las del País Vasco y Galicia, que tendrán lugar un mes antes, pero en cualquier caso este último trimestre del año se plantea apasionante en términos democráticos. Tengo una gran curiosidad por ver cómo la gente de estas, por el momento, tres comunidades autónomas acuden a las urnas y con qué intención. Tengo aún más curiosidad por ver la reacción del gobierno y de los restantes partidos de la oposición, pero sobre todo tengo una curiosidad insana por comprobar si de verdad este órdago electoral de Mas, con toda la retórica que le ha acompañado en las últimas semanas, lleva realmente a satisfacer el sueño de muchos catalanes o se queda en agua de borrajas, que es básicamente lo que ha caracterizado a la política de CIU en los últimos años. Lo que es evidente es que esta situación solo se puede resolver de dos formas: o bien las aguas vuelven a su cauce (tanto si este nos gusta como si no), o bien las urnas dan un sonoro puñetazo en la mesa que, sobra decirlo, se antoja de carácter irreversible. La suerte está echada.
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