viernes, 31 de diciembre de 2010

De balances, saldos y cuentas a destiempo



No tenía pensado tratar este asunto, pero tanto anuario, memorando y listado de grandes momentos del año en todos los terrenos habidos y por haber me ha hecho perder la paciencia. Lo diré claramente: no termino de comprender a santo de qué esa manía, ancestral en estos lares y otros tantos que conozco, de hacer balances al término del año, cuando para la mayoría de los mortales el año, entendido como ciclo de 12 meses, empieza en realidad en septiembre, coincidiendo con el inicio del curso académico y se termina allá por junio/julio, antes del verano.


Y como decían aquellos entrañables policías gemelos de Tintín, aún diré más: al margen de que el refresco de memoria se hiciera en el equinocio o en el solsticio, ¿cuál es realmente su función? En esta sociedad donde la información devora constantemente a la información, sólo se me ocurren dos posibles opciones para tanto decálogo de grandes momentos, películas o fotografías para el recuerdo. La primera de ellas es que los medios de comunicación, en estos días de jolgorio y pandereta no tienen otra cosa que llevarse a la boca como no sea precisamente eso, un puñado de recuerdos aislados. La segunda, seguramente más inquietante, es que en un intento más por manipular a las adocenadas masas, intenten que se nos quede grabada en la retina esa última puñalada ideológica en forma de imagen manoseada por un texto maliciosamente perverso.


Sea como fuere, insisto en que todo esto del deportista del año, el libro del año o la memez del año es una tradición tan absurda como los coleccionables que inundan los quioscos (en septiembre, por cierto, no en enero). Para muestra, un botón: hace poco me asaltaron el correo electrónico unos anuncios de una lista de las diez burradas políticas más gordas del año, y no he podido dejar de pensar que el que haya hecho la selección habrá sudado lo suyo, para descartar tantas y tan buenas piezas de museo.


A nivel particular, yo no puedo evitar hacer un balance propio, que empezó en septiembre de 2009 en diversos frentes y trincheras, pero con unas únicas oposiciones en el horizonte que llegaron, puntuales, a su cita de finales de junio. El problema es que ese balance ya lo hice en su momento, que no es diciembre (embarcado como estoy en nuevas empresas desde hace meses), sino en una entrada veraniega con el alivio de fondo y la plaza en el bolsillo. A ella les remito y les deseo lo mejor para el 2011, (curso en curso, bien es cierto).

Cinefórum 15: El discurso del rey


Recuerdo una conversación, hace ahora algunos meses, en la que unos amigos estaban hablando sobre sus actores y actrices favoritos. Constaté que la práctica totalidad de los intérpretes mencionados eran ingleses o americanos (ya saben, la típica lista compuesta por Marlon Brando, Robert de Niro, Meryl Streep, Sean Connery, etc…). Por otra parte, pronto averigüé que, como temía, dichos gustos nacían de películas vistas en su versión doblada al español.

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Y no hubo manera de sacarlos de su error, por más que intenté hacerles ver que, por bueno que sea el doblador de Brando, Connery o quien sea, no son el actor original y, por tanto, los juicios de valor sobre su valía actoral resultan tan adulterados como inservibles. Por mucho que en la pantalla tengamos la presencia física del actor, no podemos sentir la intensidad de su voz, su temblor en los momentos dramáticos o su fuerza en las escenas más tensas, y para mí eso define tanto más su talento que la imagen (que a fin de cuentas no es más que eso, imagen). Constantino Romero, voz habitual de Clint Eastwood o el mismo Connery es un doblador fabuloso, no lo dudo, pero no resiste la comparación con los originales (y, viceversa, puede hacer que un ladrillo afásico como Arnold Schwarzenegger parezca un buen actor, como también hacía Ramón Langa con Bruce Willis).

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Todo esto viene a cuento de la última película que he tenido (al fin) el placer de ver en una sala de cine, El discurso del rey. Protagonizada por Colin Firth y Geofrey Rush, narra las desventuras del padre de la actual reina de Inglaterra, Jorge VI, por superar unos graves trastornos de dicción. La tartamudez, leit-motiv esencial de la cinta, es el caballo de batalla de un duque de York cuyo logopeda, excelentemente interpretado por Rush, combatirá como un síntoma de su problema real: la falta de autoestima, confianza y seguridad del aspirante a monarca.

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La película de Tom Hopper tiene notables virtudes que, aun en su versión doblada, se mantendrían, no lo dudo: su pulso narrativo, la fuerza de sus imágenes y las excelentes partituras que acompañan a cada escena son un gran argumento para pasar por la taquilla. No obstante, y si se quiere apreciar realmente la labor profesional de Firth y Rush es necesario, a mi juicio, ver la cinta en su versión original. La reproducción de la voz de Jorge VI asusta, mucho más que el posible parecido entre el actor y el personaje real, bastante discutible, por su mimetismo hiperrealista. Su tartamudeo, el modo en que reproduce hasta la más ínfima variación en el tono y la fidelidad con el tono y estilo de los discursos reales (el previo a la entrada en la Segunda Guerra Mundial, que coincide con la escena culminante de la cinta, es sublime), son con diferencia los momentos de mayor brillantez de la cinta, y los que permiten aventurar que, esta vez sí, Firth se alzará con la preciada estatuilla después de la decepción que obtuvo en la pasada edición de los Oscar con Un hombre soltero, donde también brillaba con luz propia.

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Es, no obstante, el personaje del logopeda el que mayores logros reúne, tanto a nivel de guión como de precisión por parte de Geofrey Rush a la hora de abordarlo. La recreación de Lionel Logue, con sus manías, bromas y su afición por Shakespeare, es sólo apreciable desde la óptica de la versión original, con todo el énfasis que su acento australiano es capaz de aportar. Evidentemente que Rush aporta, además, todo su repertorio gestual, irónico y mordaz, pero todo ello quedaría cojo, deslucido, incompleto, de no poder contar con ese poderoso recurso que es su profunda y grave voz.

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Y es que como comenté, a modo de epílogo y rendición a mis amigos en aquella desdichada conversión, fue precisamente la voz del propio Brando la que de Niro trató de imitar (y vaya si lo logró) en esa obra maestra que es El Padrino (parte II). Qué más da si se parecían o no físicamente, cuando uno cerraba los ojos y era el mismísimo Vitto Corleone el que estaba hablando. Y a otro nivel, aunque ya muy alejado del séptimo arte, me vino a la memoria unas cintas, que debo tener por algún lugar, en las que los difuntos Fernando Fernán Gómez y Agustín González hacían verdaderas maravillas interpretando a don Quijote y a Sancho, en unos textos adaptados para la radio donde su sola voz evocaba el texto, el arte y toda la magia de aquellas irrepetibles creaciones cervantinas. Claro que este último ejemplo ya no lo cité, por aquello de que no me mandaran al cuerno de los literatos.