domingo, 31 de agosto de 2014

La vuelta al cole


No sé si a ustedes les habrá pasado alguna vez al llegar estos últimos coletazos del verano que se sienten como en un domingo por la tarde, pero a escala suprema. Del mismo modo que de pequeños abrazábamos la llegada de los calores veraniegos con el júbilo por la tan ansiada libertad, esa misma celebración se convertía en funeral al darnos cuenta de que las hojas del calendario habían caído hasta llegar a ese infausto 31 de agosto, ese apenas suspiro antes del fin del encantamiento.

La tan temida vuelta al cole, como llevan pregonando desde todos los puntos de venta posibles las diferentes superficies comerciales para horror y desesperación de los bolsillos de no pocos padres, marca en efecto para muchos de nosotros un auténtico comienzo. Tan es así que cuando llegan las fechas navideñas y empiezan a hacerse repasos del año y toda clase de hitos, a cual más superfluo y poco duradero, muchos nos llegamos a preguntar si realmente el año ha terminado o, antes al contrario, está solo en su primer trimestre.

No piensen que me tira la deformación profesional, que no solo me refiero a docentes y alumnos: incluso aquellos ajenos al sistema escolar todavía siguen considerando el verano como el parón oficial, a la vuelta del cual todo vuelve a esa normalidad laboral y de obligaciones que con tanto entusiasmo solemos acoger por estas latitudes. Siguiendo con la metáfora del principio, agosto es al domingo lo que septiembre al lunes, y de ahí las ganas arrolladoras con las que uno veía hoy al personal regresar, maletas en mano y pensamiento volador en esa hora fatídica del despertador a primera hora del día siguiente.

Cuando éramos más jóvenes, el verano siempre se ofrecía como una época de márgenes ilimitados para explorar hasta las más recónditas facetas del ocio y desenfreno. Aunque luego se nos pasara volando, por lo general teníamos tiempo hasta de aburrirnos, hasta de esperar con ciertas ganas que volviera el colegio o el instituto para el tan esperado reencuentro con todos nuestros amigos. Sin embargo, ahora que ya muchos peinamos canas (y eso con algo de suerte), los días de verano se valoran como si fueran de oro puro, y el retorno a las tareas cotidianas es un auténtico fastidio, entre otras cosas porque en la mayor parte de los casos los compañeros de trabajo tienen bastante que envidiar a aquella panda de amigos que hacía nuestras horas más felices.

Para mí el verano ha representado en estos últimos años por encima de todo una necesidad casi cercana al metabolismo: la regeneración. El final de curso suele conllevar siempre más cansancio del que muchos queremos reconocer y el parón estival no sirve únicamente para reponer el sueño perdido o las fuerzas, sino para vaciarse del estrés, de las tensiones, o por lo menos para tomar distancia de todas aquellas situaciones que se han ido acumulando a lo largo de los meses y para muchas de las cuales no hay una solución. Si se consigue ese objetivo tan ambicioso de desconectar de verdad, de perder de vista todo aquello que nos generaba la menor alteración, la regeneración no solo es posible: está asegurada. Da igual que sea disfrutando de la playa más concurrida o de la cumbre más aislada, todos tenemos un lugar en el que perdernos y al que nos gusta acudir en caso de necesidad, un espacio donde podemos vaciarnos para dar cabida a lo que el nuevo curso nos depara.

En definitiva, la vuelta al cole no es únicamente para los locos de menos de metro y medio: lo es también para el curso político, para el laboral en buena parte de las empresas públicas y privadas del país y, en definitiva, para toda una sociedad que, mucho más que en enero, es ahora cuando se despereza y retorna a sus tareas habituales. Que lo haga regenerada debidamente o no ya es otra cuestión, claro, así que esperemos que la mayoría formen parte del primer grupo, por la cuenta que nos trae a todos.
 

sábado, 30 de agosto de 2014

La montaña de la desconfianza



Corre en los últimos tiempos un tópico que me resulta de lo más curioso, una especie de mantra que los medios de comunicación repiten hasta la saciedad desde todos los enfoques ideológicos (conservador o más conservador, ustedes eligen) y que viene a decir más o menos lo siguiente: por mucho que la gente muestre una comprensible desafección hacia los políticos en estos tiempos inciertos en que vivimos, la política es necesaria, la política es buena y sana, porque esta España nuestra está plagada de políticos honestos, preparados y buenos que se desviven por la sociedad, gente que se sacrifica día a día por nuestro bienestar y que hacen todo lo que está en su mano para cumplir las promesas de la democracia.

Digo que me resulta llamativo todo esto porque por más que los periódicos, la radio o la televisión hagan hincapié en estas máximas, lo cierto es que la realidad que expresan esos mismos medios de comunicación va justo la dirección opuesta: estamos cansados de ver, leer y escuchar que tal o cual conejal, parlamentario o ilustre alto cargo es imputado, condenado, encarcelado por toda clase de fechorías que suelen tener la apropiación indebida de dinero como telón de fondo. Y los que no entran en esa categoría demuestran con sus palabras desafortunadas, sus salidas de tono, su completa incompetencia y su cara dura al tratar temas que deberían afectarles (siquiera un poquito) que no están a la altura de lo que esta sociedad necesita, que desde luego está bien lejos de ese estéril debate del "y tú más" que parece no tener fin.

El caso de Jordi Pujol es, por desgracia, solo el último de tantos que jalonan nuestra triste historia  pero, al mismo tiempo, no es un caso más. Por mucho que haya quien diga que no se debe condenar toda una vida dedicada a la política por un "desliz" como este, estamos hablando de un político de primer nivel en la historia reciente del país, uno que protagonizó la Transición en primera línea de batalla desde uno de los frentes más complejos, el catalán, y que mientras tanto iba acumulando una inmensa fortuna en connivencia con todos los poderes fácticos del gobierno de Cataluña. Ahora todo el mundo se dedica a proclamar su honradez y transparencia (entre ellos el propio Pujol, paradójicamente), pero yo no me puedo creer que alguien sea capaz de hacer algo semejante sin que nadie más lo sepa, sin que nadie más participe de tan suculento pastel, sin que nadie haya sacado una tajada más que provechosa mientras el "molt honorable" se forraba a costa del erario público.

Lo más triste de todo esto es que a mí no me sorprendió enterarme de la fortuna sospechosa de este señor, como tampoco lo haría si mañana fuera tal o cual líder de tal o cual partido el protagonista de un incidente similar. No estoy diciendo de que mi clarividencia me hiciera presentir tamaña riqueza suiza o las que están por venir, sino que por desgracia yo ya espero de los políticos lo peor por principio, un prejuicio injusto, sin duda, pero alimentado por años y años de Jaumes Matas, Franciscos Camps, Luises Bárcenas y Pujoles padres e hijos. Da igual el frente, da igual el bando, a fin de cuentas tengo la impresión de que los honrados no son mayoría, de que los altruistas y desinteresados no pudieron impedir el aeropuerto de Castellón, las financiaciones B, los eres andaluces y un largo y aburrido etcétera. Durante los gobiernos de Aznar, Zapatero y Rajoy se han producido nada menos que 266 indultos por corrupción, 25 por prevaricación, 107 por malversación y 16 por cohecho; en esta última legislatura se ha hecho una ley que favorece al estafador a gran escala, pero ni por esas parece que la gente se da por aludida (de tan honrados y honorables que deben ser, sin duda).

Yo lamento haberme apolitizado hasta el punto de ver con más indiferencia que otra cosa el ascenso de Podemos como nueva fuerza parlamentaria. Por más que Pablo Iglesias y compañía hablen hasta la saciedad del fin de la casta política, mucho me temo que no bien se instalen en esa misma esfera terminarán cogiendo vicios y virtudes de tantos a quienes critican, y si no, al tiempo. No tengo fe en un cambio sustancial de la política de este país, por más significativo que sea ese ataque desmedido a todo lo que huela a la nueva formación política, a la que se ha tachado absolutamente de todo (y lo que les queda por aguantar). No, señores míos del mantra, a mí esa sarta de tópicos de la política saludable no me coincide con mis coordenadas de realidad. Si es verdad que este país está lleno de gente honrada que dedica su vida a la política, si de verdad la mayoría es la que nos interesa a todos, si de verdad eso es así entonces me pregunto por qué demonios dejan que sea esa miserable minoría la que maneje todos y cada uno de los dichosos hilos que nos tienen a todos enfangados y sin esperanza en el futuro. Me pregunto, y lo digo sin sarcasmos, dónde están los políticos de verdad, y no encuentro más respuesta que más granos en la montaña de arena de la desconfianza.






martes, 26 de agosto de 2014

El rostro del dolor



Vencido por la angustia, durante un tiempo llegué a pensar que el sufrimiento había sido creado para que yo lo experimentara, que únicamente yo conocía los entresijos de la pena, de la agonía, de la horrible sensación de que bajo este cuerpo habitaba una tristeza tan profunda como el pozo más insondable de la última fosa abisal del océano. Me sentí propietario de la patente del dolor, y me convencí hasta tal punto de que todo lo demás dejó de importarme.

Fue entonces cuando los conocí. A los otros. A otros que, como yo pero en muy diferentes circunstancias, también sabían de los entresijos de la pena, la agonía y la angustia. No éramos idénticos, por supuesto. Cada uno tenía sus particulares motivos, sus profundas causas personales, pero a todos nos unía esa misma mirada de melancolía que no parecía terminar nunca.

Y fue ahí, junto a ellos, escuchando sus historias, sus versiones de los hechos y los sentimientos que traslucían sus palabras, cuando me di cuenta de que yo experimentaba un cambio mucho mayor de lo que jamás hubiera imaginado. Y es que al calor de aquellos relatos tan reales, mi perspectiva sobre el dolor se ampliaba, se magnificaba, adoptaba nuevos enfoques sobre lo que hasta entonces consideraba inamovible: familias destrozadas, enfermedades, tragedia, ruina, pérdidas y ausencias... todo ello no hizo sino acrecentar la terrible certeza de que en realidad mis problemas parecían minúsculos en comparación con aquellos. No era ya solo que hubiera perdido la patente del dolor, es que estaba contemplando el rostro mismo del dolor desde una perspectiva externa, ajena, extraña, algo a lo que jamás habría pensado que llegaría. Por primera vez en mi vida, tanto yo como mis circunstancias se quedaron al margen, a un lado, en el lugar secundario que realmente debían haber ocupado desde hacía tiempo.

Descubrí que mi dolor era lo que me permitía verlos tal y como eran, empatizar con aquellas situaciones en las que podía contribuir a aliviar el pesar. Logré arrancar sonrisas donde únicamente había yermas expresiones de gravedad, escuché al soliviantado, apacenté al furibundo, consolé al solitario: todas y cada una de aquellas personas, al margen de su edad, su género o raza, encontraron en mí alguien en quien confiar, alguien que a pesar de lo mucho que hubieran sufrido jamás los vería con esa estúpida compasión que de nada sirve si no va acompañada de la acción. Encontraron en mí un cómplice en aquel doloroso tramo de sus vidas, del mismo modo que yo encontré en ellos la tabla de salvación que me permitió no hundirme en mi propio ciclón autodestructivo.

No he salvado ninguna vida. A pesar de mis muchos esfuerzos y de la mejor de mis intenciones, únicamente he logrado hacer algo más llevadero algún tramo del camino para unos pocos. Sin embargo, he llegado a la profunda convicción de que ese papel es mucho más importante que cualquier otra labor que hubiera podido desempeñar, de que pase lo que pase, y me pase lo que me pase, mi nombre y mi rostro serán recordados por todas aquellas personas no como el de un mesías, ni mucho menos, sino como el de un amigo que estuvo ahí cuando todos los demás corrieron a esconderse del rostro del dolor, ese en el que a casi nadie le gusta verse reflejado pero que, por desgracia, todos llevamos puesto, como una pesada máscara, en algún momento de nuestras vidas.




domingo, 17 de agosto de 2014

La serie del mes (18): The Killing



Cuando comencé a ver The Killing, hace ahora más o menos tres años, nunca sospeché el rumbo tan estrafalario que iba a llevar la serie. Basada en la producción televisiva danesa del mismo nombre,  la cadena AMC la estrenó en 2011 con el objetivo de cubrir un hueco que desde hacía mucho no tenía un dueño real, el de un drama psicológico de corte realista ambientado en el mundo de los asesinos en serio.

Y a fe que lo hizo, al menos en aquella primera tanda de episodios. Ambientada en la oscura, lluviosa y fría ciudad de Seattle, la historia de las dos primeras temporadas seguía los pasos de dos detectives, Sarah Linden (Mireille Enos) y Stephen Holder (Joel Kinnaman), para atrapar al asesino de una joven desaparecida en las más extrañas circunstancias. Al margen de su excepcional producción y fotografía, la serie basaba su fuerza tanto en la química entre los dos protagonistas como en el excepcional reparto de actores secundarios, encabezados por un gran Billy Campbell como el oscuro  político Dan Richmond. A eso se sumaba una banda sonora de lo más interesante, obra del mismo autor que la versión danesa, y unos fenomenales montajes de final de capítulo donde siempre se superponían las tramas con revelaciones que dejaban con la boca abierta al personal.

En teoría, la serie estaba pensada para durar trece capítulos, algo que por desgracia sus creadores decidieron modificar en el último momento para dejar un final abierto a una segunda y desastrosa temporada que a punto estuvo de suponer la cancelación de la serie. Alargar tanto la trama del asesinato de Rosie Larsen fue un clamoroso error, especialmente por la manera tan burda con que fue resuelto y el modo en que casi quema a todo el reparto. Únicamente Linden y Holder sobreviven a la quema para una tercera temporada plagada de problemas de producción, con Fox al rescate para coproducir una nueva tanda de trece episodios con AMC. 

Fue un alivio ver de nuevo a ambos actores en la piel de sus estrafalarios detectives, plagados de problemas y debates existenciales acerca de la identidad propia, la familia o su rol en la sociedad como agentes de la ley. Pero es que además la tercera entrega contó con una trama apasionante y dos secundarios, Elías Koteas y Peter Sarsgaard como el jefe de la policía y un preso con información clave para el caso, que elevaron el nivel mucho más de lo que podía imaginar. Lo mejor, no obstante, fue la manera tan elegante y coherente con que se cerró esta temporada, a mi juicio la mejor de todas y la que justifica aguantar los sopores de la segunda temporada tras el varapalo del final abierto de la primera. Toda una demostración de cómo se deben hacer las cosas para mantener el nivel de interés del público por todo lo alto.



No obstante, la inesperada espalda del público hizo que AMC decidiera no seguir luchando por esta producción, de modo que hubo que recurrir a nuevos inversores, toda vez que Fox también decidió darse de baja. Fue entonces cuando llegó el nuevo fenómeno, Netflix, esa cadena que hace cosas tan raras como estrenar una serie del tirón para alegría de sus muchos fans, como ocurre con la magistral House of Cards. Con un presupuesto más limitado, que daba únicamente para rodar 6 episodios, con un nuevo caso que esta vez dejaba los asesinatos juveniles y las bandas callejeras para meterse de lleno en el opresivo ambiente de una escuela militar masculina para almas conflictivas. 

Resulta asombroso el modo en que los guionistas se las han apañado para mantener la frescura de sus dos personajes principales, con unas tramas que seguramente en otras manos habrían dado mucho menos juego. Los traumas del pasado de Linden, que justifican ese carácter huraño y, sin embargo, entrañable, o los laberintos personales de un Holder tan enganchado a los estupefacientes como a las plegarias han resultado, de nuevo, esenciales, para acercarse a unos personajes plagados de humanidad, complicidad y química. Solo por ellos, sus diálogos o sus actuaciones en las entrevistas a los sospechosos ya merece la pena deleitarse con una serie donde la calidad y el buen hacer de sus intérpretes es capaz de hacer auténticas virguerías. A eso se suma una secundaria del talento de Joan Allen como la estricta directora de la escuela, y el resultado es, una vez más, a la altura de lo esperado.

Es cierto que seis capítulos saben a poco, por la imposibilidad de desarrollar todas las tramas como quizá hubieran merecido en otras circunstancias, pero es de agradecer el esfuerzo de todos los implicados por hacer que, al menos, las de los dos protagonistas queden completamente cerradas. Es posible que muchos no estén de acuerdo con el desenlace final que se da a cada uno, pero para mí resulta coherente con una trayectoria donde, como dice más o menos Mireille Enos en uno de sus parlamentos finales, "todo parecía estar en orden cuando estábamos juntos en aquel estúpido coche". 

Alejada del gran público, dirigida a una minoría amante de las escenas sin explosiones y los diálogos intensos, The Killing ha pasado por un auténtico carrusel de productoras y estados emocionales, con unos pocos fans haciendo campaña en las redes para mantener viva la serie y con unos actores entregados, comprometidos y muy conscientes de que si ahora se están acercando a públicos mayores con producciones cinematográficas (Enos coprotagonizó Guerra Mundial Z con Brad Pitt y Kinnaman ha sido la estrella absoluta de la reciente Robocop) es gracias a sus detectives disfuncionales, irritables y, sin embargo, cargados de empatía. Para la historia quedan ya sus aventuras imposibles en ese Seattle retorcido y mugriento que tantas alegrías nos ha dado estos años.




sábado, 16 de agosto de 2014

Leyenda del sol en la distancia



Cuenta la leyenda que una vez el astro rey se enamoró de un campo lleno de unas plantas cuyo nombre nadie conocía. Eran altas, delgadas y hermosas, con una piel verde y fina que terminaba en un rostro de una inocencia que traspasaba como los propios rayos del sol.

El astro, enamorado como si nunca hubiera conocido ese sentimiento, se había acostumbrado a encontrarse con aquel campo durante una breve fracción de cada día. Tras alcanzar valles y montañas lejanas, terminaba siempre pasando por encima de aquella mina de incalculable belleza, que parecía aguardar tímida su llegada. Entonces, como si recibiera una inyección de vida que hacía que su núcleo refulgiera como nuevo, el sol se ponía sus mejores galas y lanzaba sus mejores sonrisas en forma de rayos. Sin quererlo ni proponérselo, daba a aquel campo justo el calor que necesitaba para crecer sano y fuerte, la luz que solo él podía ofrecer a todos aquellos sumidos en la oscuridad.

Pero pasado el tiempo, aquel breve momento no fue suficiente para el sol, que hacía su órbita por encima del campo más pausada. Pensaba así el astro que el campo terminaría por enamorarse ciegamente de él como él lo estaba de aquella zona tan pequeña de la Tierra, que se rendiría a sus encantos y terminaría declarándole el mismo amor que él sentía con ardor en lo más profundo de su corazón de helio. Y entonces, casi sin darse ambos cuenta, el campo comenzó a secarse. Ese lapso extra de tiempo que el sol pasaba encima del campo era suficiente para derretir el terreno más resistente, y con el paso de los días y las semanas, una a una, todas aquellas plantas fueron cayendo presa de la enfermedad y la muerte. 

Desesperado, el astro se torturaba durante su órbita entre encuentro y encuentro, tan absorto en sus pensamientos que poco a poco el resto del mundo se fue enfriando por la ausencia de sus rayos y de su alegría. Cientos de millones de campos de cultivo, de flores, de personas, se quedaron cada vez más sin aquella ración de vida y energía que les daba ver aparecer al astro rey en su rutina diaria, y también ellos se fueron apagando poco a poco.

Cuenta la leyenda que un día el astro rey pasó por encima de aquel campo yermo que en otro tiempo fue hermoso e inocente. Cuentan que arrepentido por su actitud y con más dolor del que nunca nadie jamás había conocido hasta entonces se elevó en los cielos hasta una altura insuperable, y clamó a su hermana luna y a sus primas las mareas, invocó el poder del rey de los cetros marinos de antaño y convocó a un ejército de nubes que pudieron alcanzar esa zona toda vez que el astro rey se sentó en su trono de los cielos.

Y entonces comenzó a llover, y así sucedió durante tres días con sus noches. Y por cada lágrima del cielo el sol la acompañaba de un suspiro de fuego de dolor, de sincero y profundo pesar por el daño que su amor descontrolado había causado al campo de las flores sin nombre.

Dicen que de cada lágrima que cayó al suelo, de cada suspiro de fuego nació una nueva planta que se unió a aquella última que aún quedaba sobre la tierra. Cuentan que con el paso de los meses volvió a crecer sano y hermoso, y que la siguiente vez que el astro rey sobrevoló la zona pudo contemplar un milagro aún mayor que el que él mismo había provocado tiempo atrás a raíz de su pérdida. 

Y es que las plantas hicieron algo que nadie nunca había hecho jamás en el reino vegetal: siguieron con la mirada la trayectoria de aquel a quien habían llegado a amar, en la distancia y a su manera, desde que se dibujaron las primeras líneas de sus rayos en el horizonte hasta que estos desaparecían. Y así fue cada día de cada semana de cada mes durante los siglos que siguieron, siempre atentos el uno del otro, siempre cuidándose, siempre manteniendo la distancia que les hacía poder amarse de aquella manera tan especial, sincera y sentida, uno sobrevolando en la distancia, atento y sereno, el otro siguiendo su magisterio de calor y de vida con atención, con respeto, hasta el punto de inclinar la frente al caer la tarde en señal de tristeza.

Y fue entonces, y solo entonces, cuando a un niño que contemplaba la escena se le ocurrió el nombre de aquella planta, el más lógico y el único que cabía ante la belleza de aquella relación. Y así ha sido hasta entonces.



miércoles, 13 de agosto de 2014

Adiós, mi capitán



Ayer murió en su casa de San Francisco Robin Williams, un actor y cómico estadounidense que a lo largo de más de treinta años desarrolló una carrera muy irregular donde alternó grandes éxitos (Good Morning, Vietnam, El club de los poetas muertos, El indomable Will Hunting, etc.), con grandes y sonoros fracasos (Popeye, El hombre bicentenario).

Lo que más me llamó la atención de la noticia fue la sensación, bastante extraña, de que en cierto modo perdía a alguien de la familia. Williams ha estado presente en prácticamente todas las etapas de mi infancia y juventud con películas cuyo impacto me resulta mayor, ahora que se siente más notoria la ausencia del intérprete. No sé la de veces que habré visto de pequeño Hook (1991), Señora Doubtfire (1993) o Jumanji (1994), siempre con ese rostro afable y simpático con el que conquistaba a toda audiencia infantil que se ponía ante él. Más discutible me parece, a tenor de lo que oigo y leo en los medios a raíz de su fallecimiento, el peso de su interpretación como el genio de la lámpara en Aladín (1992), ya que en este caso a España llegó principalmente la versión doblada al castellano, con el fenomenal Josema Yuste como genio.

Ya en una segunda etapa, y mientras Williams hacía engendros tipo Flubber y cosas así, me dediqué a explorar una filmografía muy interesante donde encontré rarezas como El Rey Pescador (1991) y sobre todo grandes películas donde el actor contenía un poco su vena histriónica para entregarse a papeles más dramáticos. En concreto, su interpretación del profesor Keating en El club de los poetas muertos (1989) ha sido siempre para mí una inspiración en mi carrera docente, aun siendo muy consciente de toda la carga de idealización que la maquinaria del cine suele aportar a este tipo de historias de superación y de lucha contra los convencionalismos educativos. Williams daba a aquel papel toda la dignidad, hondura y carisma que requería un personaje que era capaz de hacer superar cualquier crisis de fe vocacional con un solo visionado, y se convertía sin problemas en el centro gravitacional de una historia inolvidable.

Evidentemente que me seguí riendo con papeles cómicos como el que realizaba en Jaula de grillos (1996) o Desmontando a Harry (1996) donde daba vida a un actor desenfocado, pero sin duda me atrajeron más otras elecciones mucho más acertadas, como las de sus papeles en Más allá de los sueños (1998), Retratos de una obsesión (2002) e Insomnia (2002). En la primera, daba vida a un esposo que protagonizaba una odisea para rescatar a su mujer ni más ni menos que de un particular infierno, toda una experiencia visual donde Williams se contenía, para bien, y daba rienda suelta a una veta romántica que yo le creía imposible. En las dos últimas sacaba a la luz un lado oscuro aún más impensable, dando vida a sendos psicópatas que me pusieron la carne de gallina y me hicieron replantearme seriamente si aquel señor era el mismo al que había visto tantas veces hacer el ganso en cintas anteriores, pero que en cualquier caso me demostraron, una vez más, la versatilidad de un actor plagado de registros y de talento interpretativo.

Respecto a la única película por la que conoció la gloria del Oscar al mejor actor secundario, El indomable Will Hunting (1997), siempre he tendido a verla como una especie de secuela espiritual de El club de los poetas muertos. Aquí Williams interpreta a un psicólogo y, sin embargo, son sus charlas  inspiradoras y catárticas con el personaje que interpreta Matt Damon las que comentan una historia que, sin él, perdería un anclaje principal como guía y educador. Es un papel tierno, cargado de sentimiento y no exento de humor (las confesiones maritales que hace en un momento de la cinta, fruto de la improvisación, hacen que incluso al cámara le tiemble la mano en uno de los chistes de Williams). Un éxito merecido que, junto a tantas otras películas, convierten a este actor en un clásico de la comedia reciente de Hollywood, y uno de esos que con su marcha nos hace sentir a todos un poco más tristes. Descanse en paz, oh, capitán, mi capitán.