Cuando comencé a ver The Killing, hace ahora más o menos tres años, nunca sospeché el rumbo tan estrafalario que iba a llevar la serie. Basada en la producción televisiva danesa del mismo nombre, la cadena AMC la estrenó en 2011 con el objetivo de cubrir un hueco que desde hacía mucho no tenía un dueño real, el de un drama psicológico de corte realista ambientado en el mundo de los asesinos en serio.
Y a fe que lo hizo, al menos en aquella primera tanda de episodios. Ambientada en la oscura, lluviosa y fría ciudad de Seattle, la historia de las dos primeras temporadas seguía los pasos de dos detectives, Sarah Linden (Mireille Enos) y Stephen Holder (Joel Kinnaman), para atrapar al asesino de una joven desaparecida en las más extrañas circunstancias. Al margen de su excepcional producción y fotografía, la serie basaba su fuerza tanto en la química entre los dos protagonistas como en el excepcional reparto de actores secundarios, encabezados por un gran Billy Campbell como el oscuro político Dan Richmond. A eso se sumaba una banda sonora de lo más interesante, obra del mismo autor que la versión danesa, y unos fenomenales montajes de final de capítulo donde siempre se superponían las tramas con revelaciones que dejaban con la boca abierta al personal.
En teoría, la serie estaba pensada para durar trece capítulos, algo que por desgracia sus creadores decidieron modificar en el último momento para dejar un final abierto a una segunda y desastrosa temporada que a punto estuvo de suponer la cancelación de la serie. Alargar tanto la trama del asesinato de Rosie Larsen fue un clamoroso error, especialmente por la manera tan burda con que fue resuelto y el modo en que casi quema a todo el reparto. Únicamente Linden y Holder sobreviven a la quema para una tercera temporada plagada de problemas de producción, con Fox al rescate para coproducir una nueva tanda de trece episodios con AMC.
Fue un alivio ver de nuevo a ambos actores en la piel de sus estrafalarios detectives, plagados de problemas y debates existenciales acerca de la identidad propia, la familia o su rol en la sociedad como agentes de la ley. Pero es que además la tercera entrega contó con una trama apasionante y dos secundarios, Elías Koteas y Peter Sarsgaard como el jefe de la policía y un preso con información clave para el caso, que elevaron el nivel mucho más de lo que podía imaginar. Lo mejor, no obstante, fue la manera tan elegante y coherente con que se cerró esta temporada, a mi juicio la mejor de todas y la que justifica aguantar los sopores de la segunda temporada tras el varapalo del final abierto de la primera. Toda una demostración de cómo se deben hacer las cosas para mantener el nivel de interés del público por todo lo alto.
No obstante, la inesperada espalda del público hizo que AMC decidiera no seguir luchando por esta producción, de modo que hubo que recurrir a nuevos inversores, toda vez que Fox también decidió darse de baja. Fue entonces cuando llegó el nuevo fenómeno, Netflix, esa cadena que hace cosas tan raras como estrenar una serie del tirón para alegría de sus muchos fans, como ocurre con la magistral House of Cards. Con un presupuesto más limitado, que daba únicamente para rodar 6 episodios, con un nuevo caso que esta vez dejaba los asesinatos juveniles y las bandas callejeras para meterse de lleno en el opresivo ambiente de una escuela militar masculina para almas conflictivas.
Resulta asombroso el modo en que los guionistas se las han apañado para mantener la frescura de sus dos personajes principales, con unas tramas que seguramente en otras manos habrían dado mucho menos juego. Los traumas del pasado de Linden, que justifican ese carácter huraño y, sin embargo, entrañable, o los laberintos personales de un Holder tan enganchado a los estupefacientes como a las plegarias han resultado, de nuevo, esenciales, para acercarse a unos personajes plagados de humanidad, complicidad y química. Solo por ellos, sus diálogos o sus actuaciones en las entrevistas a los sospechosos ya merece la pena deleitarse con una serie donde la calidad y el buen hacer de sus intérpretes es capaz de hacer auténticas virguerías. A eso se suma una secundaria del talento de Joan Allen como la estricta directora de la escuela, y el resultado es, una vez más, a la altura de lo esperado.
Es cierto que seis capítulos saben a poco, por la imposibilidad de desarrollar todas las tramas como quizá hubieran merecido en otras circunstancias, pero es de agradecer el esfuerzo de todos los implicados por hacer que, al menos, las de los dos protagonistas queden completamente cerradas. Es posible que muchos no estén de acuerdo con el desenlace final que se da a cada uno, pero para mí resulta coherente con una trayectoria donde, como dice más o menos Mireille Enos en uno de sus parlamentos finales, "todo parecía estar en orden cuando estábamos juntos en aquel estúpido coche".
Alejada del gran público, dirigida a una minoría amante de las escenas sin explosiones y los diálogos intensos, The Killing ha pasado por un auténtico carrusel de productoras y estados emocionales, con unos pocos fans haciendo campaña en las redes para mantener viva la serie y con unos actores entregados, comprometidos y muy conscientes de que si ahora se están acercando a públicos mayores con producciones cinematográficas (Enos coprotagonizó Guerra Mundial Z con Brad Pitt y Kinnaman ha sido la estrella absoluta de la reciente Robocop) es gracias a sus detectives disfuncionales, irritables y, sin embargo, cargados de empatía. Para la historia quedan ya sus aventuras imposibles en ese Seattle retorcido y mugriento que tantas alegrías nos ha dado estos años.
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