martes, 25 de marzo de 2014

Carta abierta







Usted no me conoció. Nunca vio mi cara o escuchó mi voz, aunque imagino que pudo hacerse una idea de cómo podría ser mi vida cuando, años antes de que yo naciera, consagró la suya a un ideal para que todo ello, mi vida y la de tantos otros como yo, fuera posible.

Usted no era científico, físico o matemático. No se dedicó a crear espacios imposibles en ninguna de las formas del arte, sino a una profesión que actualmente está muy mal vista. Se dedicó a la política en tiempos en que la política era imposible porque por aquel entonces una sola mano gobernaba y regía a su antojo y voluntad. Usted se dedicó a la política en tiempos de títeres y prestidigitadores, con la idea de cortar las cuerdas, de desterrar a los ilusionistas y cambiarlos por la voluntad de los espectadores, esos grandes olvidados de la Historia. Porque eso, más aún que política, fue lo que hizo usted y tantos otros a su lado: Historia.

Gracias a su visión, a la capacidad de conciliar las voluntades de aquellos que le rodeaban, monarcas incluidos, voluntades diametralmente opuestas como las del partido al que usted representaba y aquellos otros políticos proscritos por su régimen, España es hoy un país más libre, mejor. Gracias a usted, a su decisión, a su compromiso político y social, este país puede presumir de haber dejado atrás una época de penurias y miserias, de falta de libertades y de derechos fundamentales. Gracias a usted, hoy tenemos una Constitución que nos ampara y un estado de derecho que, si bien tiene aún mucho que mejorar y mucho por lo que seguir luchando, supone una diferencia abismal con lo que había cuando usted se propuso materializar un sueño.

Lamento profundamente que sus últimos años, marcados por la enfermedad, le impidieran darse cuenta de los pasos que ha dado este país. No todo han sido avances, y desde luego no todos los políticos que han venido después de usted han tenido su aplomo, su capacidad para la diplomacia, su sentido de estadista, su coherencia. No todos han sido tan brillantes, ni tan competentes. Pero al menos todos tenemos claro cuál fue el referente que usted dejó, cuál fue su listón y esa imagen de firmeza, que permanecerá siempre en nuestra memoria, ante los violentos que quisieron romper su sueño a punta de pistola.

Gracias a usted, hoy hay millones de personas en este país que pueden decidir con su voto a quién consideran más capacitado para gobernar. No es un sistema perfecto, pero es lo mejor que hemos tenido en toda nuestra Historia como nación, como lo confirman los grandes avances en prácticamente todos los terrenos que hemos logrado en estas largas décadas desde aquellos días en que usted, y todos aquellos que participaron de aquel proceso, cambiaron el rumbo de una nación.

Usted no me conoció, señor Suárez. Nunca vio mi cara o escuchó mi voz, pero me gustaría hacerle llegar mi más sincero agradecimiento por la vida que he tenido y tengo, que en buena medida se la debo usted y a todos aquellos que hicieron posible el país en el que vivo, y en el que puedo ser como quiero, expresarme como deseo y participar para que todo sea un poco mejor que como estaba.

Gracias por la libertad y por la democracia. Gracias, de todo corazón, y descanse en paz.


jueves, 20 de marzo de 2014

Flecos del imaginario colectivo


El otro día me preguntaron varios amigos al respecto de la fenomenal polémica que se montó en torno a un programa de Salvados, espacio que dirige y presenta con bastante éxito Jordi Évole. Como todos habrán oído ya demasiado sobre el tema, voy a omitir detalles innecesarios: hace unas semanas, el programa montó una parodia en torno a una supuesta conspiración de una serie de periodistas, políticos, directores de cine y demás parafernalia para simular el golpe de estado del coronel Tejero, tristemente noticia estos días por una supuesta celebración que le ha costado el cargo a su hijo, también miembro de las fuerzas de seguridad del estado. El caso es que el programa de Évole desató todo tipo de críticas en la prensa nacional por haberse atrevido a tocar un tema sacrosanto como el de la Transición en tono jocoso, casi paródico, con la complicidad de algunas personas bastante respetables en sus respectivas profesiones, como Iñaki Gabilondo, José Luis Garci, Julio Anguita y un largo etcétera.

En primer lugar, me parece oportuno dejar bien claro que lo último que debería estar sobre la mesa aquí es la reputación del señor Évole, su integridad como periodista o su seriedad y compromiso adquiridos (no se sabe cuándo) hacia el respetable por conducir un programa, Salvados, que se ha convertido en algo así como un oasis televisivo del pensamiento progresista en los últimos tiempos. No sé bien cuál es la formación, integridad o intención del señor Évole más allá de lo que proyecta hacia fuera, algo que siempre se debería tener en cuenta a la hora de llevar a quién a según qué patíbulos, y sinceramente no me parece que sea relevante plantearse ir más allá de eso.

Lo que sí me llama la atención, y de qué manera, es el revuelo posterior al programa. ¿Se imaginan ustedes que algo así hubiera sucedido si el programa hubiera versado sobre, digamos, la batalla de Trafalgar? No, claro. A nadie le importa ya dicha batalla. ¿Y sobre las guerras carlistas? Seguramente, tampoco. Ahora bien, ¿qué hubiera sucedido si fuera la Guerra Civil española, el franquismo o, como ha sido el caso, la transición? Pues que se monta todo este embrollo. Porque ahí, en estos hechos que acabo de citar, nos sigue doliendo, y mucho.

Esto se debe simple y llanamente a lo que los estudiosos de la materia llaman "la memoria colectiva". Es un concepto que se aplica a todos aquellos conocimientos, más o menos difusos, que todos tenemos acerca de tal o cual acontecimiento histórico. Para que perviva un suceso en la memoria de una sociedad ha de haber testigos que lo vivieran en primera persona, que puedan contarlo a los demás y hacerles partícipes de ello. Nadie queda ya, por desgracia, de los combatientes de Trafalgar o la Gloriosa para contarnos qué tal fue aquello, y por todo ello estos hechos han pasado a formar parte de lo que llamamos la memoria histórica, es decir, el conjunto de saberes que tenemos que adquirir por fuentes externas, por libros, por los relatos de otros que ya no están. El otro, el colectivo, es el que permanece en nosotros por una serie de vínculos personales, familiares o directos, que hacen que los sintamos como propios de nuestro tiempo. 

Sin embargo, y especialmente gracias al tremendo aparato documental y técnico desarrollado a partir del siglo XX, es mucho más sencillo que sucesos como las guerras mundiales, el Holocausto o la bomba atómica permanezcan en nuestras memorias, no digamos ya si es nuestro abuelo el que nos cuenta de primera mano cómo sobrevivió en la ofensiva sobre Brunete. Por todo ello, precisamente porque casi el 65% de la población española actual vivió la Transición y el golpe de Tejero, este programa ha despertado esta polémica: precisamente porque todos recuerdan bien el terror en los primeros compases del intento, ese escalofrío de hurgar de nuevo en aquellas heridas que habían costado millones de muertos, el asunto se tornó tanto más delicado conforme el programa avanzaba. Es muy probable que una reposición del mismo programa dentro de 50 o 70 años no tenga impacto alguno en nuestros nietos, por lo que mucho de coyuntural y de reciente tiene este hecho como para haber despertado tanto recelo. Pero ahora duele, vaya si duele.

A pesar de todo, también hay otros motivos que explican el escozor mediático, y estos son precisamente los que, entiendo, pretendía criticar el programa. No sé bien cómo actuará en el imaginario de la gente que me saca 20 o 30 años de edad, pero desde luego en mi generación y en las inmediatamente posteriores la Transición es un mito fundacional en toda regla, un acontecimiento genético sobre el que se sustentan las bases de nuestra actual sociedad. Conste que estoy exagerando el cuento para que se entienda mejor, pero esta versión vendría a decir algo así como que antes de la Transición todo era opresión y oscuridad, que la Constitución vino a fulminar, al modo de las tablas de Moisés, con un decálogo de principios democráticos que erradicaron el mal previo, y que tuvo en Adolfo Suárez y en el Rey a sus principales artífices, elevados a la santidad más plausible. Tejero vendría a ser, según esta analogía, una especie de demonio caído que vino a desafiar el poder imperante, una mala hierba que nuestro soberano reprimió con mano firme y contundente para hacer prevalecer los valores de la nueva sociedad española, libre y democrática. Y todos fueron felices.

Obviamente, esta versión que acabo de contar tiene mucho de literario, pero creo que el buen lector sabrá perdonar la ironía. Soy muy consciente de la importancia que tuvo la Transición en nuestra historia, como también lo soy de que no todo cambió de manera sustancial, como se nos quiere hacer creer, sino tan solo superficial para, como decía aquella magnífica novela, El gatopardo: "A veces hay que cambiarlo todo para que todo permanezca igual". Hay una serie de estructuras de poder que en este país se han mantenido al margen de sistemas políticos, partidos en el gobierno y demás influencias extranjeras, y desde luego en la Transición supieron nadar y guardar la ropa de manera ejemplar.  Y esto nadie lo dice.

La grandeza del programa de Salvados está, precisamente, en que ha tocado una materia de una sensibilidad prodigiosa con una óptica y una mala leche como la que nunca antes nadie había tenido con tan magnificado suceso. Hay mucha gente a la que le incomoda que se cuestionen las verdades oficiales, incluso aunque sea en forma de parodia, y para mí lo interesante es precisamente por qué esa molestia, por qué el escozor y por qué esa forma tan burda de desviar el debate hacia la beatificación o condena de su principal responsable. 

Ojalá llegue el día en que pueda sentarme con mis hijos o nietos a reírme sanamente de algo que, por fortuna, quedó en nada gracias a que mucha gente veló porque aquello por lo que tantos lucharon, un sistema político libre, se mantuviera y aún hoy se mantenga, pese al empeño de otros tantos por cargárselo a golpe de decretazo. Si tal cosa ocurriera, si fuéramos capaces de ver estos hechos con la madurez democrática adecuada, es posible que ni siquiera dicho programa tuviera sentido ya. Cosas de la televisión, y de la memoria, dichosa memoria, que mucho más que nuestro rostro o nuestro DNI constituye la esencia de nuestra identidad.

martes, 11 de marzo de 2014

In memoriam



2004-2014


lunes, 10 de marzo de 2014

La serie del mes (13): True Detective


Acaba de concluir uno de los experimentos más extraños, fascinantes e inclasificables de los últimos tiempos en la historia de la televisión. Sin casi aviso previo se ha estrenado la primera temporada de una serie de policías, crímenes en serie y asesino misterioso que, curiosamente, no tiene nada que ver en absoluto con lo que uno espera ver en una serie de policías, crímenes en serie y asesino misterioso. Una serie que, además, solo dura ocho episodios y que, al margen de que haya una más que segura segunda temporada, no contará ni la misma historia ni tendrá los mismos protagonistas. Que alguien me lo explique.

True detective es el resultado del buen hacer, y mira que van ya veces, de HBO, esa cadena por cable norteamericana que ha tenido el gusto de hacer obras maestras como Los Soprano, The Wire, A dos metros bajo tierra o, me perdonen el friquismo, Juego de Tronos, y que no depende de audiencias, presiones externas o clichés porque se debe únicamente a los clientes de pago que financian con sus cuotas dichas producciones. Producida por sus dos principales actores, el oscarizado Matthew McConaughey y Woody Harrelson, la serie sigue las andanzas de Rust y Cohle, dos policías diametralmente opuestos en métodos, carácter y objetivos en la vida que se cruzan en el camino de un psicópata nada recomendable.

Si la serie triunfa es, precisamente, por la química tan extraordinaria que hay entre estos actores, que intercambian unos diálogos memorables a cada instante y que sostienen la función con una solidez que, la verdad, yo creo que ni el más fan de sus fans podía esperarse. Pero es que además de eso cuentan con la maestría del director Cary Joji Fukunaga, un señor que hasta ahora solo había hecho anuncios de televisión y se ha destapado, al igual que su creador, Nic Pizzolatto, como una auténtico visionario. Tanto el diseño de producción, el casting de actores secundarios, la puesta en escena y la narrativa son sencillamente magistrales, dignos de ser estudiados por todos aquellos que alguna vez quieran hacer una televisión de calidad, inteligente y respetuosa con el público.

La serie contaba con dos serios problemas de partida; el primero de ellos, la ya consabida y manoseada relación de pareja de policías a la fuerza. La fenomenal caracterización de ambos personajes y la dosificación de sus intervenciones permite respirar aire puro en este sentido, a lo que contribuye una estructura que los mantiene lejos o cerca según el interés de una historia siempre apasionante. El segundo problema, el propio ritmo de la historia, es algo que sin duda echará para atrás a los amantes del gatillo fácil, especialmente en cualquiera de los muchos monólogos de un McConaughey que va a arrasar en los próximos Emmys, siempre y cuando un tal Heisenberg no tenga nada que decir al respecto. El tejano se mete en la piel de un policía que ha atravesado una vida infernal hasta el momento en el que empieza la historia, un hombre marcado por un pasado que lo ha condenado a una existencia miserable, a caballo entre un filósofo nihilista y una máquina de matar, interrogar o lo que sea que su trabajo le exige. El modo en que este actor modula la voz y se transmuta en su personaje a lo largo de los quince años en la ficción que dura la cinta es algo asombroso, que muy pocas veces he visto. Solo por el monólogo final del último capítulo, esta interpretación ya merecería todos los honores y aplausos, pero lo mejor es que es mucho, mucho más que eso. Menudo portento.

A su lado, Harrelson y el resto de secundarios cumplen de forma sobrada, y realmente eficaz en el caso del primero, con sus papeles respectivos. Todos ellos forman un complejo poliedro que mezcla una narrativa cuidadosamente desordenada con secuencias memorables, como las de muchos interrogatorios que, quizá en otras manos, habrían pasado a ser tediosas de verdad y que aquí no lo son por el modo en que sus intérpretes sacan petróleo hasta de la menor mirada.

Por lo demás, los capítulos de la serie adoptan en su primer tramo una estructura similar, de saltos en el tiempo constantes y de un puzzle que se va recolocando poco a poco, a veces apuntando en las más insospechadas direcciones acerca de la identidad de un asesino cuyas líneas a veces se desdibujan con la de nuestros antihéroes, personajes marcados por el alcohol, las drogas y la prostitución (es una serie con escenas duras, realmente duras), incapaces de evitar que la misma oscuridad que pretenden combatir se apodere de ellos, de sus vidas y de todos aquellos que tienen la desgracia de conocerlos.

Y luego está, claro, la excelente ambientación de la serie. Pocas veces he visto más apropiado un escenario como Louissiana para el tipo de historia que cuenta True detective, con esa arquitectura natural que combina la miseria y la ruina con el misterio, el encanto oculto de sus parajes y la extraordinaria hostilidad de unos habitantes que se saben peones en el juego de ajedrez que echan la muerte y el destino a sus espaldas. El diseño de la serie alcanza cotas asombrosas en el último episodio, todo un descenso a los infiernos que culmina con uno de los enfrentamientos de mayor tensión que he tenido el placer de ver nunca en televisión. Es algo digno de la mejor superproducción.

El sabor de boca que queda después de asistir a algo semejante es difícil de describir. La sordidez de la trama y del trasfondo que cuenta, esa oscuridad en la que tanto se insiste, sobrecoge, incomoda y coloca al espectador en la incómoda posición de distanciarse de los hechos y de sus personajes, incluso de aquellos en quienes debería confiar más. Por otro lado, la extraordinaria lógica que mueve la trama, el firme pulso narrativo y las soberbias actuaciones de sus actores principales lleva a querer saber siempre un poco más, a descubrir no ya la identidad del asesino, que es lo de menos, sino cómo a lo largo de décadas se forja la historia de dos hombres que ven sus destinos enlazados de las formas más insospechadas, y sin embargo creíbles, que he visto nunca en una historia de este género que True detective, por méritos propios, a obligado a percibir de una manera diferente, más profunda, mejor, de como se había hecho hasta ahora. 


sábado, 8 de marzo de 2014

Cinefórum (37): 300 El origen de un imperio


De todas las películas que pueden calificarse de "épicas" o que tratan de recuperar aquellos valores perdidos de cantar las hazañas de los grandes héroes que en el mundo han sido, 300 fue con diferencia una de las más radicales, polémicas y con cierta tendencia al exceso risible que he visto nunca. Reconozco que me lo pasé fenomenal con las andanzas de aquellos improbables espartanos, con el modo en que la cámara jugaba con ellos como si fueran personajes de un videojuego y ralentizaba sus acciones para darle todo el protagonismo a un espectáculo visual fuera de toda duda. Era una película que, a pesar de sus numerosos fallos y alguna que otra escena bastante parodiable, tenía un ritmo soberbio, una puesta en escena demoledora y unos diálogos memorables, por no hablar de unos actores muy bien escogidos para contar una historia llena de fuerza y tensión.

No obstante, y sin ánimo de destripar ningún final, la historia de aquellos soldados es tan conocida como la de los tripulantes del Titanic, por lo que el anuncio de una secuela despertó más de una ceja escéptica. ¿Cómo continuar aquella historia que, en principio, parecía tan cerrada?

El secreto de Noam Murro, director de la nueva cinta, ha sido tomar como base Xerxes, un cómic no publicado aún donde Frank Miller continúa su historia del cómic de 300. Además, ha contado con la ayuda de Zack Snyder, director y guionista de la película original, como productor y co-guionista en esta nueva entrega. No se sabe todavía cuánto habrá empleado del original o cuál habrá sido el aporte real de Snyder, pero en principio el enfoque me ha parecido bastante correcto: la cinta comienza antes de los eventos de 300, cuenta hechos que ocurren en paralelo a la historia original y da luego un salto posterior para narrar la victoria griega en la batalla de Salamina. No vemos nunca a Leónidas, gran protagonista de la primera cinta, pero apenas importa: todos los demás personajes regresan (Lena Headey como la reina Gorgo de Esparta, David Wenham como Dilios, Rodrigo Santoro como Jerjes, etc.) y se incorporan los dos actores principales, unos más que sólidos Sullivan Stapleton como el general ateniense Temístocles y Eva Green como la malvada Artemisa.

Lo primero que me gustaría destacar es que esto no es, ni pretende ser, una película de rigor histórico. La recreación ya en su momento de la batalla de las Termópilas en 300 era una fantasmada tras otra, como lo es aquí la de Maratón o Salamina. El diseño y la espectacularidad se anteponen claramente a los diseños reales de naves, estilos de combate o protocolos de la época histórica, y nada tengo que objetar a ello. En definitiva, se trata de adaptar un cómic al cine comercial de palomitas, no de documentar la vida en las ciudades estado o las guerras médicas, y sumarse a toda nueva tendencia que se precie: ahora la moda es el 3D y por tanto hay sangre a borbotones, barro y vísceras que son arrojados contra el espectador. Pero el caso es que, a pesar de los pesares, funciona. Las coreografías de combate son espectaculares, hay algunas secuencias demoledoras y cada vez que Temístocles agarra la espada, como sucede en el duelo final con la guardia personal de Artemisa, saltan auténticas chispas.

No obstante, y a pesar de la espectacularidad de muchas de sus escenas de acción, centradas esta vez en las cruciales batallas navales de aquellos tiempos, no he podido evitar acordarme en todo momento del peso de la película original. 300, vista ahora con la perspectiva de esta secuela, me parece una historia mucho más interesante que la de El origen de un imperio, que parece que se alimenta un poco de las migajas de la anterior, y carece del carisma de Gerard Buttler y el buen hacer de Tyler Bates en la banda sonora. La historia de Leónidas y toda la recreación del mundo espartano, la soberbia escena del oráculo o la visita de los embajadores persas, por no mencionar toda la parte bélica posterior, me dejaron realmente impactado. Aquí, por desgracia, y aunque tiene escenas meritorias, ni los diálogos me parecen tan acertados, ni sus personajes tan carismáticos (sobre todo los secundarios atenienses, madre mía), y la escena erótica entre los protagonistas está aún más forzada que la de Leónidas y Gorgo, que ya es decir. 

Tampoco me parece, como he leído en algunas críticas, que la diferencia sea para echarse a llorar, ni mucho menos. Más bien creo que El origen de un imperio debe verse más como un complemento de la primera parte que como una secuela en sentido estricto. Ayuda a comprender mejor el contexto de la trama y el trasfondo de personajes como Jerjes o la reina de Esparta, que aquí tienen la oportunidad de alcanzar mayor relevancia y, sobre todo, deja bien claro un hecho que la primera película falseaba en exceso: Grecia en aquella época no era, ni mucho menos, el patio de recreo de Esparta. Era un crisol donde otras ciudades estado, como Atenas, Tebas y otras tantas, otorgaban algo de luz en aquella época oscura, violenta y agresiva que estas cintas homenajean, muy a su manera.

El gusto que cada uno tenga luego por según qué niveles de violencia en el cine hará el resto, supongo, pero desde luego he visto casos peores que este. Aquí lo que prima es el entretenimiento puro y duro, algo que, entre el buen hacer del guión y la más que correcta duración de la película, El origen de un imperio consigue plenamente.


lunes, 3 de marzo de 2014

El crimen de la abadía


Como ya comenté días atrás, la adaptación teatral de una novela tan compleja como El nombre de la rosa me parecía una tarea muy, muy difícil, un obstáculo que fue solo un grano de arena en el desierto que debieron atravesar José Antonio Vitoria y Garbi Losada, que pasaron años hasta obtener los derechos y que han necesitado fondos de hasta cuatro comunidades autónomas (País Vasco, Navarra, La Rioja y Extremadura) para poner en pie la que es primera adaptación a escena de la obra de Umberto Eco.

La obra se estrenó en el festival de teatro clásico de Cáceres de 2013, con Karra Elejalde como cabeza de cartel. Obtuvo unas críticas moderadas y, en el caso del actor principal, buenas. Ahora llega a Madrid con el cambio de Elejalde por el veterano Juan Fernández, actor curtido en teatro, cine, televisión y doblaje, un sustituto de garantías y, con diferencia, lo mejor de toda la obra.

La producción, que pone en escena a 12 actores principales y a 30 figurantes, cuenta con una escenografía curiosa (una especie de libro antiguo que se abre en diferentes secciones, dando lugar a distintas estructuras que permiten reconstruir los escenarios de la abadía con bastante ingenio). La luz, el vestuario y la ambientación dan pie a que uno se sienta trasladado a la época en que está basada la obra, y con ello y el buen papel de Fernández, podríamos pensar que se trata de una obra digna y merecedora de aplauso. Nada más lejos de la realidad.

El primer problema que encuentro a esta adaptación es la falta de talento a nivel de dirección y, muy especialmente, a nivel actoral. Respecto a lo primero, y con todos mis respetos para los implicados, creo que el enfoque que se le ha dado a la historia, fusilando literalmente el prólogo y epílogo de la película de Annaud y decenas de diálogos tal cual, pero introduciendo cambios inexplicables o solo explicables a falta de recursos mejores, convierte la apasionante intriga monacal de la novela y la película en un completo despropósito, una especie de vodevil demasiado evidente en sus aspectos más obscenos, nada sutil en sus implicaciones y forzado hasta la saciedad, donde nada nunca está contado o interpretado como debiera.

A este desastre narrativo no ayuda, desde luego, el ir y venir constante de escenas y el cambio de decorado a cada instante, que te saca constantemente de la historia, así como el confuso atropello de situaciones que llega a mezclar en una misma escena momentos tan distintos como el debate papal y el juicio de la inquisición, un totum revolutum donde la historia es maltratada hasta el extremo de que a la hora escasa hasta el espectador más inocente sabe en qué ha consistido el crimen y quién es el autor. Está todo realmente mal contado, con personajes diciendo frases que en la novela jamás habrían dicho pero que aquí toca porque no hay otro para decirlas.

Pero si la dirección de la obra es nefasta, lo que no se puede tolerar es la pobreza interpretativa de buena parte del plantel. Con la excepción de Juan Fernández, sólido en todo momento y el único que realmente eleva el interés con sus intervenciones, y Pedro Antonio Penco, resulta imposible creer que el resto pertenece a orden monacal alguna. No hay un solo monje, delegado papal o incluso soldado que te haga creer que estás en un monasterio del siglo XIV, ni por su paupérrima caracterización ni por su nula adaptación a papeles que, como en el caso del abad, Salvatore o Jorge de Burgos, quedan claramente grandes a sus intérpretes. Y especialmente doloroso resulta Juan José Ballesta como Adso de Melk. Me resultó insoportable cada vez que intervenía con esas voces a destiempo de gallito de barrio, sin dramatización de ninguna clase, esos saltos extemporáneos y esa forma de pisar a sus compañeros y ese artificio permanente, de nivel de mala obra de colegio, hasta el punto de llegar a preguntarme qué demonios hacía un chaval tan poco dotado para la interpretación ahí de pie, tratando de disimular con tan poca habilidad teatral no ya una falta de experiencia que doy por supuesta (eso de dar la espalda al público o hablar entre susurros, ay...), sino de calidad como actor, lo cual es todavía más grave.

A la salida de la obra, que duró dos horas que pasaron como cuarenta, comentó una mujer que esta obra merecía más talento. No se me ocurre mejor frase para resumir una dolorosa indigestión que me hizo santiguarme, y mira que yo no suelo, y rezar a todos los santos que conozco para que nadie más tenga que pasar por semejante vicaría en mucho tiempo. Menos mal que pude llegar a casa a tiempo y tomarme una ración de película para quitarme este mal sabor de boca. Posiblemente, y me perdone Juan Fernández, a quien tengo en gran estima, esta es la peor obra de teatro que he tenido la desgracia de ver en toda mi vida. Y mira que las he visto malas.