jueves, 20 de marzo de 2014

Flecos del imaginario colectivo


El otro día me preguntaron varios amigos al respecto de la fenomenal polémica que se montó en torno a un programa de Salvados, espacio que dirige y presenta con bastante éxito Jordi Évole. Como todos habrán oído ya demasiado sobre el tema, voy a omitir detalles innecesarios: hace unas semanas, el programa montó una parodia en torno a una supuesta conspiración de una serie de periodistas, políticos, directores de cine y demás parafernalia para simular el golpe de estado del coronel Tejero, tristemente noticia estos días por una supuesta celebración que le ha costado el cargo a su hijo, también miembro de las fuerzas de seguridad del estado. El caso es que el programa de Évole desató todo tipo de críticas en la prensa nacional por haberse atrevido a tocar un tema sacrosanto como el de la Transición en tono jocoso, casi paródico, con la complicidad de algunas personas bastante respetables en sus respectivas profesiones, como Iñaki Gabilondo, José Luis Garci, Julio Anguita y un largo etcétera.

En primer lugar, me parece oportuno dejar bien claro que lo último que debería estar sobre la mesa aquí es la reputación del señor Évole, su integridad como periodista o su seriedad y compromiso adquiridos (no se sabe cuándo) hacia el respetable por conducir un programa, Salvados, que se ha convertido en algo así como un oasis televisivo del pensamiento progresista en los últimos tiempos. No sé bien cuál es la formación, integridad o intención del señor Évole más allá de lo que proyecta hacia fuera, algo que siempre se debería tener en cuenta a la hora de llevar a quién a según qué patíbulos, y sinceramente no me parece que sea relevante plantearse ir más allá de eso.

Lo que sí me llama la atención, y de qué manera, es el revuelo posterior al programa. ¿Se imaginan ustedes que algo así hubiera sucedido si el programa hubiera versado sobre, digamos, la batalla de Trafalgar? No, claro. A nadie le importa ya dicha batalla. ¿Y sobre las guerras carlistas? Seguramente, tampoco. Ahora bien, ¿qué hubiera sucedido si fuera la Guerra Civil española, el franquismo o, como ha sido el caso, la transición? Pues que se monta todo este embrollo. Porque ahí, en estos hechos que acabo de citar, nos sigue doliendo, y mucho.

Esto se debe simple y llanamente a lo que los estudiosos de la materia llaman "la memoria colectiva". Es un concepto que se aplica a todos aquellos conocimientos, más o menos difusos, que todos tenemos acerca de tal o cual acontecimiento histórico. Para que perviva un suceso en la memoria de una sociedad ha de haber testigos que lo vivieran en primera persona, que puedan contarlo a los demás y hacerles partícipes de ello. Nadie queda ya, por desgracia, de los combatientes de Trafalgar o la Gloriosa para contarnos qué tal fue aquello, y por todo ello estos hechos han pasado a formar parte de lo que llamamos la memoria histórica, es decir, el conjunto de saberes que tenemos que adquirir por fuentes externas, por libros, por los relatos de otros que ya no están. El otro, el colectivo, es el que permanece en nosotros por una serie de vínculos personales, familiares o directos, que hacen que los sintamos como propios de nuestro tiempo. 

Sin embargo, y especialmente gracias al tremendo aparato documental y técnico desarrollado a partir del siglo XX, es mucho más sencillo que sucesos como las guerras mundiales, el Holocausto o la bomba atómica permanezcan en nuestras memorias, no digamos ya si es nuestro abuelo el que nos cuenta de primera mano cómo sobrevivió en la ofensiva sobre Brunete. Por todo ello, precisamente porque casi el 65% de la población española actual vivió la Transición y el golpe de Tejero, este programa ha despertado esta polémica: precisamente porque todos recuerdan bien el terror en los primeros compases del intento, ese escalofrío de hurgar de nuevo en aquellas heridas que habían costado millones de muertos, el asunto se tornó tanto más delicado conforme el programa avanzaba. Es muy probable que una reposición del mismo programa dentro de 50 o 70 años no tenga impacto alguno en nuestros nietos, por lo que mucho de coyuntural y de reciente tiene este hecho como para haber despertado tanto recelo. Pero ahora duele, vaya si duele.

A pesar de todo, también hay otros motivos que explican el escozor mediático, y estos son precisamente los que, entiendo, pretendía criticar el programa. No sé bien cómo actuará en el imaginario de la gente que me saca 20 o 30 años de edad, pero desde luego en mi generación y en las inmediatamente posteriores la Transición es un mito fundacional en toda regla, un acontecimiento genético sobre el que se sustentan las bases de nuestra actual sociedad. Conste que estoy exagerando el cuento para que se entienda mejor, pero esta versión vendría a decir algo así como que antes de la Transición todo era opresión y oscuridad, que la Constitución vino a fulminar, al modo de las tablas de Moisés, con un decálogo de principios democráticos que erradicaron el mal previo, y que tuvo en Adolfo Suárez y en el Rey a sus principales artífices, elevados a la santidad más plausible. Tejero vendría a ser, según esta analogía, una especie de demonio caído que vino a desafiar el poder imperante, una mala hierba que nuestro soberano reprimió con mano firme y contundente para hacer prevalecer los valores de la nueva sociedad española, libre y democrática. Y todos fueron felices.

Obviamente, esta versión que acabo de contar tiene mucho de literario, pero creo que el buen lector sabrá perdonar la ironía. Soy muy consciente de la importancia que tuvo la Transición en nuestra historia, como también lo soy de que no todo cambió de manera sustancial, como se nos quiere hacer creer, sino tan solo superficial para, como decía aquella magnífica novela, El gatopardo: "A veces hay que cambiarlo todo para que todo permanezca igual". Hay una serie de estructuras de poder que en este país se han mantenido al margen de sistemas políticos, partidos en el gobierno y demás influencias extranjeras, y desde luego en la Transición supieron nadar y guardar la ropa de manera ejemplar.  Y esto nadie lo dice.

La grandeza del programa de Salvados está, precisamente, en que ha tocado una materia de una sensibilidad prodigiosa con una óptica y una mala leche como la que nunca antes nadie había tenido con tan magnificado suceso. Hay mucha gente a la que le incomoda que se cuestionen las verdades oficiales, incluso aunque sea en forma de parodia, y para mí lo interesante es precisamente por qué esa molestia, por qué el escozor y por qué esa forma tan burda de desviar el debate hacia la beatificación o condena de su principal responsable. 

Ojalá llegue el día en que pueda sentarme con mis hijos o nietos a reírme sanamente de algo que, por fortuna, quedó en nada gracias a que mucha gente veló porque aquello por lo que tantos lucharon, un sistema político libre, se mantuviera y aún hoy se mantenga, pese al empeño de otros tantos por cargárselo a golpe de decretazo. Si tal cosa ocurriera, si fuéramos capaces de ver estos hechos con la madurez democrática adecuada, es posible que ni siquiera dicho programa tuviera sentido ya. Cosas de la televisión, y de la memoria, dichosa memoria, que mucho más que nuestro rostro o nuestro DNI constituye la esencia de nuestra identidad.

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