lunes, 10 de marzo de 2014

La serie del mes (13): True Detective


Acaba de concluir uno de los experimentos más extraños, fascinantes e inclasificables de los últimos tiempos en la historia de la televisión. Sin casi aviso previo se ha estrenado la primera temporada de una serie de policías, crímenes en serie y asesino misterioso que, curiosamente, no tiene nada que ver en absoluto con lo que uno espera ver en una serie de policías, crímenes en serie y asesino misterioso. Una serie que, además, solo dura ocho episodios y que, al margen de que haya una más que segura segunda temporada, no contará ni la misma historia ni tendrá los mismos protagonistas. Que alguien me lo explique.

True detective es el resultado del buen hacer, y mira que van ya veces, de HBO, esa cadena por cable norteamericana que ha tenido el gusto de hacer obras maestras como Los Soprano, The Wire, A dos metros bajo tierra o, me perdonen el friquismo, Juego de Tronos, y que no depende de audiencias, presiones externas o clichés porque se debe únicamente a los clientes de pago que financian con sus cuotas dichas producciones. Producida por sus dos principales actores, el oscarizado Matthew McConaughey y Woody Harrelson, la serie sigue las andanzas de Rust y Cohle, dos policías diametralmente opuestos en métodos, carácter y objetivos en la vida que se cruzan en el camino de un psicópata nada recomendable.

Si la serie triunfa es, precisamente, por la química tan extraordinaria que hay entre estos actores, que intercambian unos diálogos memorables a cada instante y que sostienen la función con una solidez que, la verdad, yo creo que ni el más fan de sus fans podía esperarse. Pero es que además de eso cuentan con la maestría del director Cary Joji Fukunaga, un señor que hasta ahora solo había hecho anuncios de televisión y se ha destapado, al igual que su creador, Nic Pizzolatto, como una auténtico visionario. Tanto el diseño de producción, el casting de actores secundarios, la puesta en escena y la narrativa son sencillamente magistrales, dignos de ser estudiados por todos aquellos que alguna vez quieran hacer una televisión de calidad, inteligente y respetuosa con el público.

La serie contaba con dos serios problemas de partida; el primero de ellos, la ya consabida y manoseada relación de pareja de policías a la fuerza. La fenomenal caracterización de ambos personajes y la dosificación de sus intervenciones permite respirar aire puro en este sentido, a lo que contribuye una estructura que los mantiene lejos o cerca según el interés de una historia siempre apasionante. El segundo problema, el propio ritmo de la historia, es algo que sin duda echará para atrás a los amantes del gatillo fácil, especialmente en cualquiera de los muchos monólogos de un McConaughey que va a arrasar en los próximos Emmys, siempre y cuando un tal Heisenberg no tenga nada que decir al respecto. El tejano se mete en la piel de un policía que ha atravesado una vida infernal hasta el momento en el que empieza la historia, un hombre marcado por un pasado que lo ha condenado a una existencia miserable, a caballo entre un filósofo nihilista y una máquina de matar, interrogar o lo que sea que su trabajo le exige. El modo en que este actor modula la voz y se transmuta en su personaje a lo largo de los quince años en la ficción que dura la cinta es algo asombroso, que muy pocas veces he visto. Solo por el monólogo final del último capítulo, esta interpretación ya merecería todos los honores y aplausos, pero lo mejor es que es mucho, mucho más que eso. Menudo portento.

A su lado, Harrelson y el resto de secundarios cumplen de forma sobrada, y realmente eficaz en el caso del primero, con sus papeles respectivos. Todos ellos forman un complejo poliedro que mezcla una narrativa cuidadosamente desordenada con secuencias memorables, como las de muchos interrogatorios que, quizá en otras manos, habrían pasado a ser tediosas de verdad y que aquí no lo son por el modo en que sus intérpretes sacan petróleo hasta de la menor mirada.

Por lo demás, los capítulos de la serie adoptan en su primer tramo una estructura similar, de saltos en el tiempo constantes y de un puzzle que se va recolocando poco a poco, a veces apuntando en las más insospechadas direcciones acerca de la identidad de un asesino cuyas líneas a veces se desdibujan con la de nuestros antihéroes, personajes marcados por el alcohol, las drogas y la prostitución (es una serie con escenas duras, realmente duras), incapaces de evitar que la misma oscuridad que pretenden combatir se apodere de ellos, de sus vidas y de todos aquellos que tienen la desgracia de conocerlos.

Y luego está, claro, la excelente ambientación de la serie. Pocas veces he visto más apropiado un escenario como Louissiana para el tipo de historia que cuenta True detective, con esa arquitectura natural que combina la miseria y la ruina con el misterio, el encanto oculto de sus parajes y la extraordinaria hostilidad de unos habitantes que se saben peones en el juego de ajedrez que echan la muerte y el destino a sus espaldas. El diseño de la serie alcanza cotas asombrosas en el último episodio, todo un descenso a los infiernos que culmina con uno de los enfrentamientos de mayor tensión que he tenido el placer de ver nunca en televisión. Es algo digno de la mejor superproducción.

El sabor de boca que queda después de asistir a algo semejante es difícil de describir. La sordidez de la trama y del trasfondo que cuenta, esa oscuridad en la que tanto se insiste, sobrecoge, incomoda y coloca al espectador en la incómoda posición de distanciarse de los hechos y de sus personajes, incluso de aquellos en quienes debería confiar más. Por otro lado, la extraordinaria lógica que mueve la trama, el firme pulso narrativo y las soberbias actuaciones de sus actores principales lleva a querer saber siempre un poco más, a descubrir no ya la identidad del asesino, que es lo de menos, sino cómo a lo largo de décadas se forja la historia de dos hombres que ven sus destinos enlazados de las formas más insospechadas, y sin embargo creíbles, que he visto nunca en una historia de este género que True detective, por méritos propios, a obligado a percibir de una manera diferente, más profunda, mejor, de como se había hecho hasta ahora. 


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