domingo, 7 de noviembre de 2010

Juglares de sí mismos



Hay en la Edad Media una figura, la del juglar, que siempre ha llamado la atención por su importancia dentro de la literatura universal. Estos personajes, artistas de calle, ambulantes y dotados con una especial capacidad de memoria y recitación, recorrían las villas y ciudades sin otro propósito que ganarse la vida cantando las hazañas o gestas de los grandes héroes de los tiempos antiguos (de ahí el término de cantar de gesta, género favorito de aquella época).


Pues bien, hay en la edad moderna una figura, la del trovador de sí mismo, que siempre me ha llamado la atención por sus insuflados aires de importancia dentro de esta España nuestra. Seguramente los habrá en otros lares, no lo dudo, pero los de aquí son modélicos y pueblan nuestras calles, nuestros barrios y nuestros centros de trabajo, sin otro propósito que pasarse la vida cantando sus propias hazañas o gestas como si hablasen del mismo Rodrigo Díaz de Vivar, alias el Cid.


Los juglares de sí mismos son gente que no sabe que lo son, como aquellos fantasmas de hace años, o si lo saben les da igual porque ello no sería sino una virtud más que añadir a su ya amplia lista. Son todos muy altos, muy guapos y muy listos, y enjabonan sus días y sus noches con dulces caramelos para sus propios oídos, donde no faltan referencias a lo importantes que son para todos aquellos que los rodean, lo necesaria que es su presencia allá por donde van, lo insulsa que sería la vida, en definitiva, si ellos faltaren (suma catástrofe donde las haya).


Estos personajes no conocen la autocrítica ni la reflexión, y el silencio tampoco va demasiado con ellos. Una conversación con un juglar de sí mismo se asemeja más a un monólogo del ombligo, donde los temas se van sucediendo sin que cambie el foco de atención: lo bien que a uno se le da tal o cual deporte, afición o pasatiempo; lo bien que uno realiza su labor diaria, lo mucho que su (des)afortunada pareja disfruta con su destacada e ilustre compañía, la lógica envidia que provoca allá por donde va entre ellos, ellas y cualquiera con dos ojos o dos dedos de frente, que para el caso es lo mismo. Llama la atención que, con tanto récord pulverizado a cada paso que dan, a estos personajes aún les quede capacidad de sorpresa respecto de sí mismos, porque hasta eso es en ellos ilimitiado, y es tal el grado de surrealismo que alcanza la autoalabanza, que el trovador puede llegar incluso a emular al César, no sólo en su gloria épica (eso se da por sentado), sino en su autorreferencia en tercera persona, que ya es decir.


Lo que estos poetas ignoran, o igual no lo ignoran y quizá ahí resida la esencia de su incurable complejo de inferioridad, barnizado con tanta loa a sus personas, es que el resto estamos ya muy cansados con nuestros propios problemas, tratando de resolver los obstáculos que la vida nos va planteando día a día, como para encima tener que aguantar semejantes memeces . Uno ya no tiene tiempo, ni ganas ni aguante, para soportar día tras día, hora tras hora, al pelma de turno repasando sin cesar las múltiples cualidades de ese producto sin par que es uno mismo, con esas constantes y molestas coletillas (o epítetos épicos, retornando a la cita inicial) de la falsa modestia, de lo mucho que la vida lo tiene a uno zarandeado (lo cual arroja, sobra es decirlo, más mérito aún a su incalculable valor personal), o de lo increíble, fascinante y deleitoso que es vivir bajo su piel cada minuto de cada hora de su voceada, cansina y agotadora existencia.


Con todos mis respetos para aquellos que sufren estas discapacidades, más que nada por lo ofensivo de la comparación, nunca he considerado a nadie más limitado, ciego, sordo e insensible que a un trovador de sí mismo. Ojalá llegase el día en que el laúd se les quebrase de tanto trino ceremonioso, y vieran que más allá de su ínfimo universo existe otro llamado realidad. (Claro que tal cosa es imposible, pues a fin de cuentas el laúd, como el juglar, son a la par pluscuamperfectos, ¿o no quedó eso claro al comienzo del cantar?)

sábado, 6 de noviembre de 2010

Top 19 Nueva Generación: Red Dead Redemption


Desde su creación, ha habido una serie de géneros considerados malditos dentro de los videojuegos. Mientras las compañías solían saturar los catálogos con policías, dinosaurios y zombies, había otros ámbitos donde parecía imposible obtener algún título no ya sobresaliente, sino sencillamente digno.


De todos ellos, a mí siempre me llamó la atención la ausencia de títulos destacados en dos marcos tan proclives a ser adaptados a un juego como la Edad Media y, especialmente, el Salvaje Oeste. Me parece asombroso que no haya una adaptación moderna con calidad de los Caballeros de la Tabla Redonda, por poner un solo ejemplo, pero sobre todo me deja perplejo que hayamos tenido que esperar casi treinta años para ver un juego del Oeste que merezca la pena.


Cierto es que cuando un género tiene como referente más ilustre nada menos que el jurásico Sunset Riders, un arcade de Konami de 1991 lineal y sencillo hasta más no poder, nos encontramos ante un grave problema. Intentos posteriores, ya en generaciones siguientes, dejaron perlas tan mediocres como Wild Arms (1996), Red Dead Revolver (2004) o Call of Juarez (2007), certificando la defunción del género casi antes de su nacimiento.


Tuvo que llegar el equipo de programación de mayor éxito de los últimos tiempos, Rockstar (responsables de los aclamados, aunque a mi juicio bastante discutibles, juegos de la franquicia Grand Theft Auto), para lograr lo que hasta ahora nadie había hecho: convertir un género maldito en la sensación del año gracias a un juego soberbio: Red Dead Redemption.


El parecido con uno de los títulos arriba mencionados obedece a que Rockstar recibió el encargo de realizar una secuela de aquel olvidable título, y se dedicó a lo que mejor sabe: aplicar a tan “ilustre” antecesor el género del sandbox (que llama así a las aventuras de acción que permiten la libre exploración de un amplio mundo y el desarrollo no lineal de la trama). El resultado fue que entre la secuela y la precuela sólo hay de parecido eso, el título.


Y es que, lógicamente, la labor de Rockstar fue mucho más allá de aplicar un patrón ya conocido. Durante nada menos que cinco años, el equipo partió literalmente de cero y creó un vasto universo ambientado en la frontera entre Estados Unidos y México a principios del siglo XX (es decir, en pleno ocaso del mundo en que se ambienta), plagado de desiertos, bosques, lagos, ríos, montañas, pueblos y alguna que otra ciudad perdida en mitad de sus vastas llanuras. El motor gráfico empleado para el juego, similar al de GTA IV (2007), fue mejorado con efectos de luz para los cambios de noche y día, así como para recrear todo tipo de fenómenos atmosféricos que van del calor asfixiante a las lluvias torrenciales, la niebla o el frío de las nieves.


La iluminación y la recreación paisajística son algunos de sus aspectos más destacados, junto a la flora y la fauna que el jugador puede cazar o recolectar, según su antojo, a medida que realiza sus misiones principales o secundarias, y que pueblan ese inmenso, inmenso escenario (nunca había visto nada similar, ni en cantidad ni en calidad, y lo más sorprendente es que los tiempos de carga son ínfimos).


Por otro lado, lejos de contratar al típico compositor de partituras de oficio, Rockstar se hizo con un equipo de artistas que compusieron temas para el juego, algunos con letra y voz y con todo tipo de melodías aplicadas a los diferentes ámbitos, con los mismos instrumentos que por entonces eran conocidos. A esto añadió un potente arsenal de sonidos plenamente reconocibles por los amantes del género, que aprovecha las virtudes de las consolas de nueva generación y termina por redondear el apartado sonoro.


Otro aspecto realmente cuidado por Rockstar fue la historia del juego, que narra las desventuras de un antiguo miembro de una banda de forajidos, que debe capturar a sus compañeros de correrías si quiere ver con vida de nuevo a su mujer e hijo. A lo largo de más de cien horas de juego, el jugador se mete en la piel de John Marston y protagoniza los momentos típicos que cualquiera espera encontrar en toda historia del oeste que se precie. Así, hay miles de tiroteos con todo tipo de armas, asaltos al tren en marcha, la mina de oro, el poblado indio, los mexicanos y sus revoluciones, los duelos al sol junto al saloon, la doma de caballos, cabalgar por los cañones al atardecer o por los desiertos junto a decenas de cactus y peligrosas serpientes… Y lo mejor es que todo ello está hecho con un cuidado, un nivel de detalle y un aprecio por la jugabilidad dignas de los mayores elogios.


Porque por encima de sus indudables logros técnicos, Red Dead Redemption es endiabladamente divertido. Su sistema de juego, de control y de disparos es tan sencillo como intuitivo, y la mecánica, aunque puede llegar a hacerse algo repetitiva, permite un desarrollo libre y abierto.

Conforme avanza el juego, conocemos personajes que nos encargan misiones. Podemos dedicarnos a resolverlas o a recorrer libremente el mundo, encontrando otras tareas o sencillamente haciendo lo que nos dé la gana, eligiendo caminos honrados que nos deportarán fama y dinero o siendo salvajes forajidos que asaltan diligencias y son luego perseguidos por la justicia. Las decisiones del juego afectarán a la forma en que se desarrollarán determinados aspectos, que nos permitirán ser reconocidos y saludados por los vecinos o no tener un momento de respiro ante el constante acoso de los sheriffs.


El juego tiene tantos y tan buenos momentos que resulta complejo quedarse con alguno. A mí me hizo especial ilusión cruzar la frontera a México y cabalgar de noche, a la luz de la luna, acompañado de los acordes del excelente Far Away, tema compuesto expresamente para el juego. Me encantó regresar al rancho familiar, ya terminadas las misiones principales, y dedicarme a la tranquila vida del ganadero o del buen padre y esposo, pero sobre todo me fascinó el giro final del argumento, que no desvelaré aquí por respeto a los que aún no lo hayan jugado, con el carácter solemne de un desenlace digno de las mejores historias.


Red Dead Redemption no es un buen juego del oeste: es el juego definitivo, una obra maestra que a partir de ahora se tomará como referencia ineludible para hablar de un género que, gracias a él, ha dejado al fin de ser maldito.


(P.d: http://www.youtube.com/watch?v=ge3JxWOjqNI Aquí se da una detallada explicación del sistema de armamento, disparos y coberturas del juego, tan complejo como, a la hora de jugar, sencillo. No pierdan detalle de la calidad del juego y, por favor, olvídense del pelma de locutor o bajen el volumen, que para el caso...)

viernes, 5 de noviembre de 2010

Política de empresa



Ayer decidí aceptar, al fin, la llamada de un número desconocido que había estado acosándome los últimos tres días. Cuál no es mi sorpresa al encontrarme al otro lado a un trabajador de la compañía telefónica con la que he decidido finalizar mi contrato, interesado en conocer los motivos de mi marcha y, cómo no, hacerme una estratosférica oferta para que reconsidere la posibilidad de permanecer en ella.


Le explico que los motivos de mi salida son básicamente tres, el menos importante de los cuales es que mi gasto mensual es desproporcionado, algo que no figuraba en la magnífica tarifa que me vendieron. Paso entonces a contarle el segundo motivo, ocurrido en el último año: un largo episodio de carácter surrealista que podría resumirse en que, con intención de obtener un teléfono con mayor duración de batería, acudí a mi oficina más próxima para intercambiar mis numerosos puntos por dicho teléfono.


Tras esperar durante cuarenta y cinco minutos a que el encargado atendiera a dos personas, me asegura que me llegará en unos días y yo, liado como estaba con las oposiciones, lo dejo estar. Dos meses después, acudo a la misma oficina y el mismo encargado me informa de que sigo en lista de espera. Confirma que el pedido está a punto de llegar, pero pasarán otros tres meses sin saber nada.


Decido entonces recorrer las sucursales próximas a mi localidad, con la esperanza de encontrar a alguien más eficiente. Después de dar mil vueltas y escuchar contradicciones como que la compañía no trabaja ya con dicho modelo de móvil y que, en el mismo centro comercial, lo tengan en otro puesto de la misma compañía, lo localizo y decido intercambiarlo por mis puntos, que lógicamente habían ido en aumento desde mi primera visita.


Hete aquí que, sin embargo, debo posponer la operación debido a no sé qué curioso fallo del sistema que me obliga a acudir al mismo sitio al día siguiente. Llegado el día, y tras esperar hora y media a que la encargada regresara de su tercer desayuno, se me informa de que no es posible canjear mis puntos, a pesar de las numerosas llamadas de verificación a teléfonos tipo 902 que, por supuesto, corrían a mi cuenta. Harto de tanta estupidez, decido comprar el móvil a tocateja y olvidarme de los dichosos puntos.


Tras escuchar atentamente mi historia, mi interlocutor me pregunta cuál es el tercer motivo por el que decido abandonar la compañía. Le informo de que, al margen de la irracionalidad de un sistema de puntos que no me está permitido utilizar no se sabe por qué extraña razón, lo que más pesa en mi decisión es que, como es natural, el trato recibido por los numerosos encargados, asistentes y dependientes ha sido defectuoso en todos los sentidos, haciéndome sentir como un tonto en el mejor de los casos, abandonado, ignorado y maltratado, por no decir timado, en el peor.


Una vez finalizada mi exposición, mi amigo pasa a hacerme una oferta que supera, en sus palabras, la que he establecido con mi nueva compañía. Me asegura que mis puntos serán inmediatamente canjeados por el último modelo existente, que se me hará un 40% de descuento durante el próximo año y que los encargados de mi sucursal me harán reverencias nada más verme entrar por la puerta.


Le digo que me parece estupendo, pero que no me interesa. Le digo que no entiendo por qué durante los años que llevo con ellos nadie, jamás, me ha llamado para conocer mi estado de satisfacción con la compañía, pero me abarrotan ahora a llamadas cuando ya he decidido hacer la portabilidad a otra. Le digo que no entiendo por qué narices ahora ya no hay el más mínimo problema en canjear los malditos puntos, cuando hace unos meses parecía misión imposible. Le digo que no me entra en la cabeza que las tarifas solo cumplan lo que prometen haciéndoles un 40% de descuento. Le recomiendo, en suma, que para los clientes que aún continúan siendo de ellos, tengan la deferencia de darles un trato mejor, más humano, considerado y justo, que es en definitiva lo mínimo que se debería pedir.


Y entonces se abren las compuertas y cae la bomba: “esto en definitiva es política de empresa: no esperes recibir un trato mejor en la compañía a la que vas, porque todas vamos a hacer lo mismo”.


- Qué vergüenza –le digo entonces, ya sin contener mi mala leche–, que tu último recurso para retenerme sea lanzar ese conjuro gitano del maltrato generalizado. Qué lamentable que no entiendas que mi marcha no obedece a un tema estrictamente económico, que parece que es lo único que sabéis comprender, sino a unos principios y unos valores que, es evidente, ni tenéis ni os interesan lo más mínimo. Me marcho porque estoy cansado de que me toméis el pelo, algo que habéis decidido hacer hasta el último momento con esta llamada tuya, tan impertinente como inoportuna. Y ahora, tanto si te molesta como si no, te voy a colgar el teléfono, porque tú y yo ya no tenemos nada más que hablar.