Hay en la Edad Media una figura, la del juglar, que siempre ha llamado la atención por su importancia dentro de la literatura universal. Estos personajes, artistas de calle, ambulantes y dotados con una especial capacidad de memoria y recitación, recorrían las villas y ciudades sin otro propósito que ganarse la vida cantando las hazañas o gestas de los grandes héroes de los tiempos antiguos (de ahí el término de cantar de gesta, género favorito de aquella época).
Pues bien, hay en la edad moderna una figura, la del trovador de sí mismo, que siempre me ha llamado la atención por sus insuflados aires de importancia dentro de esta España nuestra. Seguramente los habrá en otros lares, no lo dudo, pero los de aquí son modélicos y pueblan nuestras calles, nuestros barrios y nuestros centros de trabajo, sin otro propósito que pasarse la vida cantando sus propias hazañas o gestas como si hablasen del mismo Rodrigo Díaz de Vivar, alias el Cid.
Los juglares de sí mismos son gente que no sabe que lo son, como aquellos fantasmas de hace años, o si lo saben les da igual porque ello no sería sino una virtud más que añadir a su ya amplia lista. Son todos muy altos, muy guapos y muy listos, y enjabonan sus días y sus noches con dulces caramelos para sus propios oídos, donde no faltan referencias a lo importantes que son para todos aquellos que los rodean, lo necesaria que es su presencia allá por donde van, lo insulsa que sería la vida, en definitiva, si ellos faltaren (suma catástrofe donde las haya).
Estos personajes no conocen la autocrítica ni la reflexión, y el silencio tampoco va demasiado con ellos. Una conversación con un juglar de sí mismo se asemeja más a un monólogo del ombligo, donde los temas se van sucediendo sin que cambie el foco de atención: lo bien que a uno se le da tal o cual deporte, afición o pasatiempo; lo bien que uno realiza su labor diaria, lo mucho que su (des)afortunada pareja disfruta con su destacada e ilustre compañía, la lógica envidia que provoca allá por donde va entre ellos, ellas y cualquiera con dos ojos o dos dedos de frente, que para el caso es lo mismo. Llama la atención que, con tanto récord pulverizado a cada paso que dan, a estos personajes aún les quede capacidad de sorpresa respecto de sí mismos, porque hasta eso es en ellos ilimitiado, y es tal el grado de surrealismo que alcanza la autoalabanza, que el trovador puede llegar incluso a emular al César, no sólo en su gloria épica (eso se da por sentado), sino en su autorreferencia en tercera persona, que ya es decir.
Lo que estos poetas ignoran, o igual no lo ignoran y quizá ahí resida la esencia de su incurable complejo de inferioridad, barnizado con tanta loa a sus personas, es que el resto estamos ya muy cansados con nuestros propios problemas, tratando de resolver los obstáculos que la vida nos va planteando día a día, como para encima tener que aguantar semejantes memeces . Uno ya no tiene tiempo, ni ganas ni aguante, para soportar día tras día, hora tras hora, al pelma de turno repasando sin cesar las múltiples cualidades de ese producto sin par que es uno mismo, con esas constantes y molestas coletillas (o epítetos épicos, retornando a la cita inicial) de la falsa modestia, de lo mucho que la vida lo tiene a uno zarandeado (lo cual arroja, sobra es decirlo, más mérito aún a su incalculable valor personal), o de lo increíble, fascinante y deleitoso que es vivir bajo su piel cada minuto de cada hora de su voceada, cansina y agotadora existencia.
Con todos mis respetos para aquellos que sufren estas discapacidades, más que nada por lo ofensivo de la comparación, nunca he considerado a nadie más limitado, ciego, sordo e insensible que a un trovador de sí mismo. Ojalá llegase el día en que el laúd se les quebrase de tanto trino ceremonioso, y vieran que más allá de su ínfimo universo existe otro llamado realidad. (Claro que tal cosa es imposible, pues a fin de cuentas el laúd, como el juglar, son a la par pluscuamperfectos, ¿o no quedó eso claro al comienzo del cantar?)
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