Ayer decidí aceptar, al fin, la llamada de un número desconocido que había estado acosándome los últimos tres días. Cuál no es mi sorpresa al encontrarme al otro lado a un trabajador de la compañía telefónica con la que he decidido finalizar mi contrato, interesado en conocer los motivos de mi marcha y, cómo no, hacerme una estratosférica oferta para que reconsidere la posibilidad de permanecer en ella.
Le explico que los motivos de mi salida son básicamente tres, el menos importante de los cuales es que mi gasto mensual es desproporcionado, algo que no figuraba en la magnífica tarifa que me vendieron. Paso entonces a contarle el segundo motivo, ocurrido en el último año: un largo episodio de carácter surrealista que podría resumirse en que, con intención de obtener un teléfono con mayor duración de batería, acudí a mi oficina más próxima para intercambiar mis numerosos puntos por dicho teléfono.
Tras esperar durante cuarenta y cinco minutos a que el encargado atendiera a dos personas, me asegura que me llegará en unos días y yo, liado como estaba con las oposiciones, lo dejo estar. Dos meses después, acudo a la misma oficina y el mismo encargado me informa de que sigo en lista de espera. Confirma que el pedido está a punto de llegar, pero pasarán otros tres meses sin saber nada.
Decido entonces recorrer las sucursales próximas a mi localidad, con la esperanza de encontrar a alguien más eficiente. Después de dar mil vueltas y escuchar contradicciones como que la compañía no trabaja ya con dicho modelo de móvil y que, en el mismo centro comercial, lo tengan en otro puesto de la misma compañía, lo localizo y decido intercambiarlo por mis puntos, que lógicamente habían ido en aumento desde mi primera visita.
Hete aquí que, sin embargo, debo posponer la operación debido a no sé qué curioso fallo del sistema que me obliga a acudir al mismo sitio al día siguiente. Llegado el día, y tras esperar hora y media a que la encargada regresara de su tercer desayuno, se me informa de que no es posible canjear mis puntos, a pesar de las numerosas llamadas de verificación a teléfonos tipo 902 que, por supuesto, corrían a mi cuenta. Harto de tanta estupidez, decido comprar el móvil a tocateja y olvidarme de los dichosos puntos.
Tras escuchar atentamente mi historia, mi interlocutor me pregunta cuál es el tercer motivo por el que decido abandonar la compañía. Le informo de que, al margen de la irracionalidad de un sistema de puntos que no me está permitido utilizar no se sabe por qué extraña razón, lo que más pesa en mi decisión es que, como es natural, el trato recibido por los numerosos encargados, asistentes y dependientes ha sido defectuoso en todos los sentidos, haciéndome sentir como un tonto en el mejor de los casos, abandonado, ignorado y maltratado, por no decir timado, en el peor.
Una vez finalizada mi exposición, mi amigo pasa a hacerme una oferta que supera, en sus palabras, la que he establecido con mi nueva compañía. Me asegura que mis puntos serán inmediatamente canjeados por el último modelo existente, que se me hará un 40% de descuento durante el próximo año y que los encargados de mi sucursal me harán reverencias nada más verme entrar por la puerta.
Le digo que me parece estupendo, pero que no me interesa. Le digo que no entiendo por qué durante los años que llevo con ellos nadie, jamás, me ha llamado para conocer mi estado de satisfacción con la compañía, pero me abarrotan ahora a llamadas cuando ya he decidido hacer la portabilidad a otra. Le digo que no entiendo por qué narices ahora ya no hay el más mínimo problema en canjear los malditos puntos, cuando hace unos meses parecía misión imposible. Le digo que no me entra en la cabeza que las tarifas solo cumplan lo que prometen haciéndoles un 40% de descuento. Le recomiendo, en suma, que para los clientes que aún continúan siendo de ellos, tengan la deferencia de darles un trato mejor, más humano, considerado y justo, que es en definitiva lo mínimo que se debería pedir.
Y entonces se abren las compuertas y cae la bomba: “esto en definitiva es política de empresa: no esperes recibir un trato mejor en la compañía a la que vas, porque todas vamos a hacer lo mismo”.
- Qué vergüenza –le digo entonces, ya sin contener mi mala leche–, que tu último recurso para retenerme sea lanzar ese conjuro gitano del maltrato generalizado. Qué lamentable que no entiendas que mi marcha no obedece a un tema estrictamente económico, que parece que es lo único que sabéis comprender, sino a unos principios y unos valores que, es evidente, ni tenéis ni os interesan lo más mínimo. Me marcho porque estoy cansado de que me toméis el pelo, algo que habéis decidido hacer hasta el último momento con esta llamada tuya, tan impertinente como inoportuna. Y ahora, tanto si te molesta como si no, te voy a colgar el teléfono, porque tú y yo ya no tenemos nada más que hablar.
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