lunes, 30 de junio de 2014

La última frontera



Cuenta la leyenda que un viajero llegó, tras años de infructuosa búsqueda, ante el Oráculo del Destino. Se decía que dicho Oráculo era capaz de anunciar con una exactitud asombrosa cuándo, cómo y dónde iba a morir cualquier persona. Desde los más humildes habitantes hasta los reyes, emperadores y sumos sacerdotes habían acudido al Oráculo en busca de la respuesta a la última pregunta de todas. Sin embargo, un día el Oráculo desapareció, y con él, sus dos imponentes esfinges de oro y plata se desvanecieron de la faz de la Tierra para nunca más saberse de ellas. Y así pasaron cinco largos siglos.

Durante todo ese tiempo, se especuló con la posibilidad de que el propio Oráculo, preocupado por la obsesión de la humanidad por conocer su destino, hubiera decidido retirarse a un lugar abandonado para que nunca nadie más volviera a hacerse semejantes preguntas. Y es que desde los más humildes habitantes hasta los reyes, emperadores y sumos sacerdotes habían regresado de su visita con la sombra de la muerte rondando sus cabezas, con la fría certeza de lo que estaba por suceder en días, meses o años. El hecho de saber el día, la hora y hasta el minuto en que dejarían de respirar hacía que perdieran por completo el interés por la vida, y que vagaran como espectros hasta la llegada en que la profecía se hacía realidad.

El viajero comenzó a escuchar leyendas sobre el Oráculo desde que era muy pequeño. Su abuelo, y después su padre, le contaban todas las noches cómo el rey Perión había perdido la noción del tiempo y el espacio, abandonando a su esposa Helisenda presa de la locura porque sabía que tanto ella como él morirían el día que naciera su primer hijo. Oyó también la leyenda de Pelias, el sacerdote que vio en el espejo del Oráculo que moriría nada más regresar a la ciudad, tras una emboscada de unos ladrones. Al llegar a la ciudad, Pelias entró por una puerta secreta que nadie más se suponía que debía conocer, en un vano intento por escapar de su destino. Sin embargo, allí se topó con unos ladrones que a su vez escapaban con un tesoro de la ciudad, y nunca más se volvió a saber de él.

Fascinado por esos y otros mil y un relatos, el viajero decidió consagrar su vida a localizar el paradero del Oráculo del Destino. Se despidió de su familia no bien había cumplido los dieciocho años, y a pesar de las advertencias de sus padres por no dedicarse a tan vana y loca empresa, se lanzó en pos de los valles y las montañas, de los ríos y los mares, preguntando a toda persona que se cruzaba en su camino, a todo marino con el que navegaba o a cualquier viajero que, como él, andaba perdido por las sendas y las cumbres. Y así pasaron veinte largos años.

Cuenta la leyenda que cuando el viajero alcanzó la más alta cumbre de las Montañas del Norte, un resplandor dorado surgió ante él allá abajo, en los valles perdidos de Ili Nors. Guiado por esa luz, el viajero descendió en medio de una furiosa tormenta de nieve, que solo amainó cuando al fin localizó a las dos esfinges, una de oro y otra de plata, que se miraban fijamente en un infinito intercambio de todos los enigmas que en el mundo han sido, son y serán.

En medio de las dos esfinges, un espejo largo y ovalado estaba incrustado en el suelo. El Oráculo esperaba su pregunta. Por lo que sabía, el viajero debía colocarse frente a él y hacer la pregunta que todos los humildes, los reyes y los sumos sacerdotes habían hecho antes que él, y entonces se le mostraría cuál era su destino.

Asombrado ante las imponentes esfinges, y consumido por la emoción, el viajero se plantó frente al espejo y vio que delante de él no se reflejaba su imagen, sino la de un anciano de larga barba blanca y túnica azul, que apoyaba su vejez en un cayado de madera de roble. El anciano alzó la mirada, visiblemente fatigado, y dijo:

- Has recorrido un largo camino hasta llegar aquí, y mereces tu justo premio como recompensa a tu noble esfuerzo. ¿Qué quieres saber? ¿La hora de tu muerte, quizá? ¿El lugar en el que ocurrirá? ¿La identidad de tu asesino, de tu asesina enfermedad?

- Nada de eso deseo saber -aseveró con aplomo el viajero, sin dejarse llevar por la fuerza cavernosa de aquella voz que con tanta autoridad había preguntado.

El anciano del Oráculo abrió entonces los ojos, como si no diera crédito.

- Lo que quiero saber -dijo el viajero, antes de que hubiera una nueva pregunta por parte de su interlocutor - No son los detalles de mi muerte, sino de lo que hay más allá de ella. Muéstrame qué me espera tras esa última frontera.

Y entonces el espejo se quebró, mientras el anciano sonreía, quizá por primera vez en más de mil años. Primero fueron unas grietas pequeñas, después otras más grandes, hasta que finalmente todo saltó por los aires. El marco del espejo continuaba intacto, pero ahora ya no reflejaba nada. Una gran mancha oscura lo cubría todo, una mancha en la que la mano del viajero desapareció al tocarla, y después el brazo, y después el resto del cuerpo. Y se hizo el silencio.

                                                                           *         *          *

Cuenta la leyenda que al desaparecer tras el espejo roto, las esfinges cambiaron de color y se tornaron de un azul tan puro que cegaba con solo mirarlo. Cuentan que ya nadie pudo hacer más preguntas, a pesar de que muchos lo intentaron, y que un buen día las esfinges comenzaron a resquebrajarse, primero con grietas pequeñas, después otras más grandes, hasta que finalmente todo saltó por los aires.

Cuenta la leyenda que, desde entonces, vaga por los caminos abruptos de esas mismas montañas un anciano de barba blanca y túnica azul, alguien que tiene la respuesta para todas las preguntas y preguntas para todas las respuestas, y que cada vez que alguien se dirige a él responde siempre con una extraña mirada de un azul intenso, una que encierra todos los enigmas de la humanidad que en el mundo han sido, son y serán.

martes, 24 de junio de 2014

Solsticio de verano




Cuando uno estudia tiene siempre la sensación de que su vida se basa en hacer exámenes. Como regla general, en este sistema educativo todo termina orbitando alrededor de tal o cual nota, de este o aquel decimal que nos permite aprobar o tener la nota que esperábamos, la que nos hace falta para acceder a tal carrera o tal grado, la que va a figurar en nuestro expediente y en el currículum. Lo que sepamos no importa tanto como ese número, esa fría cifra que se supone que condensa todo (o parte) de nuestro saber, sea vasto o basto, que eso casi es lo de menos.

Siempre pensamos que el examen que tenemos por delante es el horror de los horrores, una suerte de tormenta perfecta que va acumulando nubarrones conforme se acerca la fecha fatal y empieza a surgir ese gusanillo tan hispánico nuestro que nos dice que a lo mejor hemos dejado más de la cuenta para el último momento. Nos pasa en el colegio, nos pasa en el instituto, la selectividad y por supuesto en la carrera, donde el tiempo se dilata y los meses parece que no pasan hasta que pasan todos de golpe y nos atrapa a todos por sorpresa, tan empeñados como estamos a esas edades en que no decaiga la vida social. Por supuesto, no bien hecho el examen pasa a formar parte del pasado remoto, a olvidarse, a perder todo aquel poderío que tenía momentos antes y convertirse en poco menos que una mala broma de la memoria. 

Una de las manías más frecuentes de la mayor parte de estudiantes de este país se resume en el teorema del emplazamiento. Consiste dicho teorema en que, además de por supuesto dejarlo todo para cuando hay apenas margen de maniobra, se cifra la felicidad en aquello que está por venir tras la tormenta, emplazando sueños, esperanzas y deseos más allá del oscuro nubarrón en que termina convirtiéndose cualquier calendario académico que se precie. 

A nivel más inmediato el teorema del emplazamiento se ajusta a nivel semanal (que pase cuanto antes la semana, que llegue el viernes y su noche, y luego el sábado con la suya, e incluso el domingo, que duele algo más pero sigue siendo sinónimo de libertad). A medio plazo, el teorema emplaza la felicidad por trimestres (que pase septiembre, y octubre y noviembre; que lleguen ya esas Navidades y esa libertad, y ya pensaremos luego en el invierno; que pasen después enero, febrero y marzo a toda prisa, que llegue ya la Semana Santa; que pasen abril, mayo y junio, que llegue ya ese verano eterno que parece todo un mundo cuando se empieza y apenas un suspiro cuando llega el primer frío de septiembre). A largo plazo, para qué hablar: que pase ya el colegio, que pase ya el instituto, que pase ya esa selectividad y hasta la carrera, ojalá que pase pronto y ya no tenga que hacer más exámenes, más trabajos, asistir a más clases, seguir vegetando almacenado en esta clase, en aquella otra, en aquel aulario, qué más da.

Emplazamos como estudiantes una felicidad futura que no termina de llegar nunca o casi nunca, quizá solo en pequeñas dosis si acaso en el solsticio de verano, sin darnos cuenta de que en el fondo a ese ciclo le sigue otro con sus pruebas, con la misma necesidad de seguir demostrando que valemos, que somos lo que decimos ser, que tiene que haber sí o sí una fría cifra que respalde nuestros vastos conocimientos. Hay quien etiqueta a los estudiantes en función de sus resultados: este es un 10, esta un 8, aquel de más allá un 4. Este vale, aquella un poco menos, aquel no vale nada. La matemática es objetiva, pero es solo una herramienta en manos de jueces ciegos. He conocido a profesores que han salido huyendo, escandalizados de ver cómo su labor, en su opinión, se reducía a hacer constar una nota en un boletín, en una aplicación informática, en un acta de evaluación.

Hace cuatro años, cuando hice mi último examen, me di cuenta de que mi teorema del emplazamiento había saltado por los aires. Hace cuatro años, cuando supe que había aprobado las oposiciones, me di cuenta de que ya no habría más exámenes escritos, de que ya no había necesidad de emplazar más una felicidad que podía llegar en ese mismo instante, algo que no ocurrió porque lo único que sentí entonces fue alivio, que no felicidad.

El tiempo me ha enseñado que cada día que acudo a mi puesto de trabajo es un examen, que todos aquellos que trabajan conmigo me evalúan, conscientemente o no, que me califican y me valoran para bien o para mal. Mis alumnos hacen ránkings de profesores, nos someten a escrutinio diario a nivel físico, psicológico e incluso de vestuario (especialmente, de vestuario) y al final, como nosotros, reparten notas, premios y castigos, regalos para los que se han portado bien y carbón dulce para el resto. No solo pasa en mi trabajo, pasa en todos y cada uno de los que conozco. A nadie le resultó finalmente cierto o válido aquel teorema, y sin embargo hay quien sigue deseando que pasen los días de la semana y llegue el viernes y su noche, o que vuelen abril, mayo y junio para ir corriendo a una playa o una montaña a la que, nada más pongan el pie sobre ellas, estarán deseando emplazarse a su siguiente objetivo. Hay quien desea, incluso, que crezcan ya los hijos y se vayan y le dejen a uno en paz. Hay quien desea que llegue ya la jubilación, emplazamiento último donde los haya.

Creo no estar para nada en esa órbita de "pensamiento". Desde hace tiempo convivo con el hecho de saberme examinado día a día con toda la normalidad que me es posible, porque ya no siento la necesidad de emplazar nada, como no la siento tampoco de demostrar que hay una fría cifra que respalda todo cuanto digo o hago. Cada día que pasa cuenta, cada día de ese calendario es oro puro aunque sea lunes a primera hora, de una fría mañana de mediados de septiembre donde todos los ciclos están por iniciarse, donde veo en esas mismas caras que me rodean las mismas sensaciones que también tuve yo en su momento. No las envidio. No las compadezco. Las entiendo, las respeto y trato de contagiarlas de esta extraña variante del carpe diem que nadie me dijo que venía mano a mano con la plaza, pero que tanto y tan bien me ha ayudado a situarme mejor en mis coordenadas. Y que sea por mucho tiempo.

sábado, 21 de junio de 2014

La autoescuela de la vida



Hoy se cumplen diez años de aquella mañana. Diez años desde que encendí el motor y se me caló el coche, la primera vez desde que estaba aprendiendo a conducir y tuvo que ocurrirme justo entonces. Pese a todo, traté de no perder los nervios y comencé a circular por el centro de exámenes de la DGT hasta acceder a las inmediaciones de Móstoles.

Odiaba aquel lugar. No era nada personal, simplemente es que lo asociaba con aquellos momentos de tensión, como no había tenido ni tuve luego jamás, toda vez que me ponía al volante y escuchaba a mi espalda las primeras instrucciones del examinador (cuya voz siempre me sonaba siniestra, fría e inhumana, lógicamente). Odiaba aquel lugar, odiaba el tráfico, sus glorietas, incluso comencé a tomarle manía a aquellas personas que se me cruzaban en mi camino como si más que gente llevando su vida normal, fueran figurantes en una extraña y surrealista representación orquestada por esa siniestra organización llamada DGT.

Aprender a conducir, especialmente para gente nerviosa como el que esto escribe, resulta una tarea titánica. Es una destreza que requiere una gran concentración, estar pendiente de decenas de factores al mismo tiempo (cruces, retrovisores, posición de vehículos, peatones, líneas de carretera, señales, semáforos, luces, gasolina, indicadores de aceite, palanca de cambios, velocidad...). Sobre todo al principio, es algo que puede llegar a desbordar.

Recuerdo las sesiones de preparación de la parte práctica con auténtico sufrimiento. La tensión se me desviaba a los brazos y las piernas, de modo que cuando salía del coche tras cada clase estaba agarrotado por completo. Mi profesor solía decir, quizá porque me veía hecho un manojo de nervios, que en el fondo terminaría por disfrutar de aquello, que conducir se convertiría con el tiempo en una actividad relajante en la que llegaría a refugiarme y con la que me olvidaría de mis problemas. Yo miraba de reojo a aquel hombre como si estuviera totalmente fuera de juicio, pensando que ni en un millón de años lograría serenarme lo suficiente como para llegar siquiera a disfrutar un poco del trayecto.

Recuerdo bien la frustración posterior a cada suspenso, a cada error de bulto que hacía que la voz siniestra y fría (en mi memoria condicionada, insisto), me dijera que no estaba siquiera cualificado para continuar conduciendo o para llevar el coche de vuelta a la base de operaciones. Cada fracaso al volante fue pesando más y más, hasta aquel día en que se me caló el coche por primera vez.

Móstoles es un lugar extraño. No tiene una homogeneidad que te haga poder predecir ciertos tramos de ningún recorrido. Es todo anárquico, irregular, y aparentemente caprichoso en su señalización. Mucha gente tiene auténticos problemas para aparcar el coche; yo lo tenía entonces con la orientación. Y desde luego, la situación del examen no ayuda; hay todo tipo de estrategias para hacer que el conductor acumule fallos leves hasta el suspenso automático, partiendo de órdenes aparentemente sencillas como "cuando sea posible, gire a la derecha" en zonas donde hay dos y hasta tres calles con sentido prohibido en esa misma dirección. Cuando uno tiene la soltura de la práctica que dan los años, no hay mayor problema; cuando tiene apenas semanas de entrenamiento, es otro asunto bien diferente.

Sin embargo, aquel día el examinador debió compadecerse de mí y de mi compañera de penurias (una chica que tenía una afonía que la hacía parecer una simbiosis entre Darth Vader y el Padrino, nada menos). No nos hizo aparcar, nos llevó por una ruta bastante sencilla y para cuando quisimos darnos cuenta ya estábamos aprobados. Y entonces, cuando pensaba que ya había terminado lo peor, nos bajamos del coche y mi profesor, aquel que había padecido conmigo lo que no está escrito y más, me soltó:

- Bueno, y ahora que ya tienes el carnet, a aprender a conducir de verdad, ¿eh?

Supongo que tardé más tiempo del debido en asimilar toda la sabiduría de aquel exabrupto, seguramente porque estaba igual de agarrotado o más que en mis sesiones prácticas. Lo que supongo que quiso decir aquel extraño maestro de volantes que tuve, y del que guardo un excelente recuerdo, es que a partir de entonces ya no habría nadie a mi lado para advertirme, aconsejarme, tranquilizarme o ayudarme a orientar por lugares desconocidos. (Sí, sé que existe el GPS, pero no es lo mismo). Es decir, que del mismo modo que cuando uno abandona el sistema educativo y entonces está preparado para ingresar en la escuela de la vida, algo así les sucede a los conductores no bien obtienen el codiciado permiso de conducir.

Y en esa autoescuela de la vida que llevo viviendo desde entonces me ha pasado de todo (nada que terminara en siniestro total, por fortuna). He viajado por media España, he conducido todos los posibles vehículos que me permite mi licencia y he visto lugares fabulosos. Pero lo mejor de todo es que, tal y como me vaticinó mi maestro, he llegado a disfrutar de lo lindo del placer de conducir. Ahora mismo es una de mis mayores fuentes de tranquilidad, por paradójico que resulte, y no hay tensión o estrés laboral que no curen diez o quince minutos de volante y música tranquila. Quién me lo iba a decir a mí hace diez años.





martes, 17 de junio de 2014

La serie del mes (16): Juego de Tronos



Me perdonen los lectores, pero debo ocuparme por segunda vez de Juego de tronos (la serie). La última vez se hizo un repaso somero a las dos primeras temporadas pero es ahora, tras el final de la cuarta, que pone fin a la adaptación del mejor libro de la serie (Tormenta de Espadas), cuando se puede hacer una valoración general de la serie a la altura de su ecuador (sus responsables han confirmado ya que habrá ocho temporadas). Doy por sentado que los lectores ya conocerán a los personajes y por ello no me detendré en dar datos aclaratorios, como tampoco mencionaré los nombres de los actores que les ponen rostro, para no hacer una entrada de listín telefónico.

Lo primero que hay que resaltar es el hecho, evidente para cualquier que haya seguido la serie desde sus inicios, del aumento de valores de producción. Juego de tronos ya no es una serie que escatime en gastos, como sucedía en la primera temporada. Si ahora hay que hacer una batalla climática, se hace; si hay que sacar dragones escupiendo fuego con toda su potencia, se ponen; si hay que rodar escenas con miles de extras y recrear con todo lujo de detalles una boda real en Desembarco del rey, no hay el menor problema. Ello, unido al impresionante nivel actoral, artístico y de guión de la serie que ya venían de antiguo, hace que se eleve (aún más) por encima de la media, haciendo de este producto seguramente lo mejor que hay en televisión hoy en día. No por casualidad se ha convertido ya en la serie más vista de la historia de HBO, superando a todo un coloso como Los Soprano. Casi 18 millones de espectadores han seguido la última tanda de episodios, una auténtica salvajada teniendo en cuenta que es la serie más descargada de los últimos años y que, por tanto, habría que añadir otros tantos millones más no reconocidos de formas "legales". 

La ventaja de contar con un material narrativo tan excelente como el ofrecido en Tormenta de Espadas es que da vía libre a los guionistas para abarcar el que, seguramente, es el tramo más interesante para la práctica totalidad de las tramas principales: seguimos la caída absoluta en desgracia de Tyrion (qué juicio, madre mía, qué juicio), la redención parcial de Jaime Lannister, las convulsiones relativas a bodas cuyos desenlaces es mejor no mencionar aquí y, sobre todo, el final de casi 10 personajes principales de gran interés, relevancia en las tramas y peso específico en la saga, cuya ausencia se antoja muy, muy difícil de superar (y que, de hecho, en los libros yo creo que no se llega a superar; tengamos fe en Martin).

En cualquier caso, todas y cada una de las interpretaciones están donde deben estar. Se han hecho cambios interesantes en la cuarta temporada, sustituyendo a actores como el que interpretaba a Daario Naharis, mucho más acertado y fiel al libro en su segunda elección, y los nuevos personajes en escena, como Oberyn Martell, son sencillamente sensacionales (y es que al margen de sus fenomenales salidas, el duelo de la víbora de Dorne con La Montaña es, simple y llanamente, la mejor batalla cuerpo a cuerpo de toda la serie). En realidad esto no solo es achacable a las novedades: tanto la tercera como la cuarta temporada ofrecen la posibilidad a todos los personajes de crecer (atención a Arya y a la actriz que le da vida, que va camino de convertirse en estrella, o a Brienne de Tarth, cuya intérprete estoy seguro de que va a terminar levantando trofeos por este papel). Tanto los personajes de primera como de segunda línea demuestran tener mucho más recorrido del que en un principio podríamos pensar, como les ocurre a los personaje de Tywin Lannister, Meñique, Sandor Clegane, el caballero de la cebolla y tantos otros. Una gozada.

Sin embargo, son el trío formado por Daenerys Targarien, Jon Snow y Tyrion Lannister el que tiene el mayor protagonismo, y con razón. Son los personajes más interesantes, perfilados y con carisma en un elenco ya de por sí sobresaliente. Quizá la trama de la primera se queda algo más estancada en estas dos temporadas, fruto de esa especie de cruzada por la liberación de esclavos que no hace más que retrasar su llegada a Westeros. Por su parte, Jon Snow tiene al fin la oportunidad de explorar los límites del Muro, conocer a los salvajes y protagonizar un enfrentamiento épico en el capítulo noveno de la cuarta temporada (Los vigilantes del Muro), que es sin duda uno de los mejores, más climáticos y espectaculares de cuantos se ha visto en toda la serie hasta el momento, y que supera con creces la intensidad del libro en este aspecto. 

No obstante, quizá uno de los mayores problemas de conocer el material original es que buena parte de las sorpresas, por no decir todas, quedan bastante rebajadas de intensidad. Saber cuándo van a morir según qué personajes resta intensidad a muchas escenas, especialmente porque en cuestión de diálogos de complots, intrigas y dobles sentidos a Martin hay pocos escritores que le superen. Casi todas las batallas dialécticas salen ganando en el libro, lo que sirve de contrapeso a los duelos más físicos o que requieren más carga de efectos visuales, como la primera gran aparición del dragón negro, que imagino dejaría a todo el mundo con la boca abierta.

Ha habido lugar incluso para las sorpresas, de las que por desgracia tampoco puedo decir nada, pero que sorprenderán hasta a los más acérrimos fans de los libros. El debate que generen a partir de ahí es más discutible, como alguna que otra ausencia notable al final de la cuarta temporada, pero seguro que hará la espera más llevadera hasta que se estrene la siguiente temporada. Tras varios años y la posibilidad de asentarse y afianzarse en números y presupuesto, el salto que ha pegado esta serie es para quitarse el sombrero. Me hace cierta gracia releer ahora la entrada dedicada a las primeras temporadas, cuando andaba yo preocupado por si la gente echaría de menos a Ned Stark, Khal Drogo y compañía. Sinceramente, yo ya casi ni me acuerdo de ellos.

Y es que las temporadas 3 y 4 de esta serie han elevado francamente el nivel hasta donde muy pocos sospechaban. El equipo de producción se siente cada vez más cómodo, ha encontrado una fórmula eficaz y solvente para adaptar el gran contingente de información, personajes y hechos de los libros, creando escenas memorables, como las bodas roja y púrpura, el asalto de los salvajes al muro y ese último capítulo de la cuarta temporada, que a más de uno dejará con la mandíbula desencajada. Pero no es solo espectacularidad y giros de guión: es que escenas como las del juicio de Tyrion (en realidad todo lo que hace Tyrion, para qué engañarnos), la magnífica química entre Tywin Lannister y todo aquel que se cruza en su camino o la dura, y a pesar de ello entrañable, relación entre Arya y el Perro, son capaces de remover hasta las entrañas del más pintado. 

Los creadores de Juego de tronos pueden estar más que orgullosos de su criatura. Desde 2011 es la serie más vista en Internet, la más comentada y más seguida en los foros. Despierta una expectativa enorme allá por donde va, y sus cada vez más insoportables esperas son únicamente comparables a las de los lectores de unos libros que, francamente, no sé bien cuándo podremos hincarle el diente a la sexta entrega de una franquicia que se ha convertido en el bombazo que todos deseábamos.



domingo, 15 de junio de 2014

La oración de Dante




Cuando el oscuro bosque cayó ante mí
y todos los caminos fueron descuidados,
cuando los sacerdotes del orgullo dijeron que no había otro camino
labré los lamentos de piedra.

No creía porque no podía ver
hasta que llegaste a mí en la noche.
Cuando el alba pareció perdida para siempre
me enseñaste tu amor a la luz de las estrellas.

Alza tus ojos al océano,
lanza tu alma hacia el mar.
Cuando la noche parezca eterna,
por favor, recuérdame.

Entonces la montaña surgió ante mí
desde el profundo pozo del deseo,
desde la fuente del perdón
más allá del hielo y el fuego.

Alza tus ojos al océano,
lanza tu alma hacia el mar.
Cuando la noche parezca eterna,
por favor, recuérdame.

Aunque compartamos este sendero, solitario,
qué frágil es el corazón.
Oh, da a estos pies de barro alas para volar
y rozar así el rostro de las estrellas.

Insufla vida en este débil corazón,
alza este mortal velo de miedo,
llévate estas esperanzas rotas, grabadas con lágrimas
y nos alzaremos por encima de estas preocupaciones terrenas.

Alza tus ojos al océano,
lanza tu alma hacia el mar.
Cuando la noche parezca eterna,
por favor, recuérdame.

Por favor, recuérdame…



(Traducción libre de Dante's Prayer, de Lorena McKennit
Créditos de imagen: Spiritual pathOcean sunrise)



sábado, 7 de junio de 2014

Cinefórum (39): X-Men: Días del Futuro Pasado



Si hay una franquicia que tiene todo el derecho a seguir dando la tabarra con esto del cine de súper héroes es, sin duda, X-Men. Las dos primeras entregas, dirigidas en 2000 y 2003 por Bryan Singer, dieron un auténtico revolcón a un género al que buena falta le hacía una dosis de vitalidad tras los descalabros noventeros del hombre murciélago. Divertidas, directas, plagadas de buenos efectos especiales y con un reparto sencillamente antológico que lanzó al estrellato a Hugh Jackman, Halle Berry o Ian McKellen entre muchos otros, tanto X-Men como X2 establecieron un patrón que, con mayor o menor fortuna, ha seguido después casi medio centenar de películas en poco más de una década.

Quizá víctima de su propio éxito o del abandono de Singer para hacer aquel engendro llamado Superman Returns (2006), lo cierto es que la saga de la patrulla X entró en un declive evidente con sus siguientes entregas. Tanto La decisión final (2006), tercera parte de la trilogía original, como ese extraño y fallido experimento de spin-off llamado Orígenes: Lobezno (2008), estuvieron a punto de dar al traste con la franquicia al completo. Al margen de malograr buena parte de las tramas y de las bases sentadas por las dos primeras entregas, se notó una evidente falta de frescura y de rostros nuevos, justo lo que aportó Primera Generación (2011), que nos contaba los orígenes del profesor Xavier, Magneto y Raven (o mística), tres de los personajes clave de la saga, con las más que acertadas elecciones de James McAvoy, Michael Fassbender y Jennifer Lawrence. Todo un soplo de aire fresco que devolvió la tranquilidad a los fans y los preparó para el mega proyecto que la Marvel y la 20th Century Fox tenían reservados en el siguiente paso: nada menos que un híbrido entre las cintas originales de Singer y esta nueva etapa.

Precisamente Días del Futuro Pasado, la cinta que nos ocupa, actúa como película puente entre ambas líneas temporales. Técnicamente es una secuela de Primera generación, pero al incluir a buena parte del reparto original en papeles secundarios o cameos, nos vincula con ese inicio de la saga y se permite, además, el lujo de corregir, pulir y sanar las muchas heridas de La decisión final, resolviendo prácticamente todos los cabos sueltos que dejó la olvidable cinta de Brett Ratner: por una vez, y sin que sirva de precedente, el tema de los viajes en el tiempo está justificado, si es para deshacer semejante entuerto.

Tomando como base la saga de cómics del mismo nombre, la historia nos plantea un futuro apocalíptico en el que tanto los mutantes como el resto de la humanidad están abocados a su extinción. Únicamente Lobezno, en un viaje tan enrevesado como, por otro lado, bien resuelto, es capaz de prevenir semejante futuro ocupando el lugar de su "yo" de 1973, tratando de unir los destinos de Magneto, Xavier y Raven y de resolver los muchos asuntos pendientes que quedaron de Primera Generación. A partir de ahí, y con personajes de una y otra sagas haciendo alarde de sus muchos poderes, el espectáculo está servido.

No creo que ningún fan de la saga se sienta decepcionado con una película tan directa, reparadora y plagada de momentos épicos y guiños de humor como esta. El protagonismo coral con la base, siempre sólida, que aporta Jackman, le viene de perlas a una historia a la que quizá solo se le puede achacar un exceso de duración en su tramo final y algunas decisiones más que cuestionables acerca de ciertos personajes (como por ejemplo esos mutantes de poderes nada inspirados, que bien podrían no haber estado o el personaje de nuestro querido Tyrion Lannister, Peter Dinklage, algo desnortado entre tanto gen X). No obstante, y entiendo que esto es algo totalmente subjetivo, mi mayor "pero" está en la dirección artística, tanto en los escenarios del futuro (y en concreto, esa China de cartón piedra que ocupa buena parte de la trama futura) como, y aquí sí que duele, en los centinelas. Unos personajes tan icónicos (y tan esperados, pues a fin de cuentas no habían aparecido todavía en ninguna película) no se pueden resolver de esa manera tan pedestre, con ese diseño que les hace parecer una especie de robots-alien de andar por casa y, sobre todo, con esos penosos efectos CGI que no hay manera de creerse (algo todavía más doloroso cuando el resto de efectos sí están a la altura: es lo que tiene contratar a más de seis empresas diferentes para tal apartado). Para entendernos, es como si en Terminator fallara el diseño del robot o su ejecución técnica: nos impediría sentir la amenaza, el miedo que se supone debe inspirar este tipo de personajes, y que aquí fallan como una escopeta de feria. Menos mal que las versiones de 1973 son algo mejores, porque de lo contrario buena parte de la gracia de este rocambolesco futuro-pasado se iría al traste.

Dentro del apartado de buenas noticias hay que decir que al margen de su impecable factura técnica y sonora (vuelve el gran John Ottman a la banda sonora), Singer ha sabido compensar bien las virtudes de un reparto numeroso y lleno de actores ya consagrados que, en los casos de McKellen, Berry y Stewart no tienen los minutos que seguramente hubieran querido. En cualquier caso, este recorte de peso le viene bien a la trama, así como su lógica consecuencia: resultaba esencial devolverle a Lobezno el protagonismo que merecía tras su exclusión (lógica) de Primera Generación, así como darle más espacio al casting nuevo, con McAvoy, Fassbender y Lawrence a la cabeza. La trama entre estos jóvenes Xavier, Magneto y Raven es apasionante, mucho más de lo que dejaba entrever la trilogía original. También me parece un acierto la inclusión de Evan Peters como Quicksilver, que seguramente tiene la secuencia más espectacular y divertida de toda la película. Espero que en la siguiente entrega, ya confirmada bajo el título de X-Men: Apocalipsis, vuelva a honrar al personal con su vertiginosa presencia. 

Frente a las producciones de DC, donde siempre sus personajes clave (Batman, Superman) son héroes solitarios que deben lidiar con profundos complejos, problemas psicológicos y traumas, la fuerza de las producciones de Marvel radica en la multiplicidad de personajes, de puntos de referencia para que el espectador escoja aquel con quien más se sienta identificado. Y si bien esta película no llega, en mi opinión, al nivel de entretenimiento perfecto que es Los Vengadores, está muy por encima del resto de producciones de Marvel y, tan a la altura o mejor incluso, que aquellas dos lejanas cintas con las que Singer dio comienzo al festival de las mallas y las capas en el celuloide del nuevo milenio. 

En suma, las expectativas con Apocalipsis no podrían estar más elevadas, después del excelente sabor de boca que deja este esperado reencuentro entre una vieja guardia que recibe su merecido adiós y esa nueva a la que, entiendo, se debe añadir sí o sí para los próximos proyectos a Hugh Jackman, el auténtico personaje franquicia de Marvel (con permiso del Iron Man de Robert Downey Jr., claro).