lunes, 30 de junio de 2014

La última frontera



Cuenta la leyenda que un viajero llegó, tras años de infructuosa búsqueda, ante el Oráculo del Destino. Se decía que dicho Oráculo era capaz de anunciar con una exactitud asombrosa cuándo, cómo y dónde iba a morir cualquier persona. Desde los más humildes habitantes hasta los reyes, emperadores y sumos sacerdotes habían acudido al Oráculo en busca de la respuesta a la última pregunta de todas. Sin embargo, un día el Oráculo desapareció, y con él, sus dos imponentes esfinges de oro y plata se desvanecieron de la faz de la Tierra para nunca más saberse de ellas. Y así pasaron cinco largos siglos.

Durante todo ese tiempo, se especuló con la posibilidad de que el propio Oráculo, preocupado por la obsesión de la humanidad por conocer su destino, hubiera decidido retirarse a un lugar abandonado para que nunca nadie más volviera a hacerse semejantes preguntas. Y es que desde los más humildes habitantes hasta los reyes, emperadores y sumos sacerdotes habían regresado de su visita con la sombra de la muerte rondando sus cabezas, con la fría certeza de lo que estaba por suceder en días, meses o años. El hecho de saber el día, la hora y hasta el minuto en que dejarían de respirar hacía que perdieran por completo el interés por la vida, y que vagaran como espectros hasta la llegada en que la profecía se hacía realidad.

El viajero comenzó a escuchar leyendas sobre el Oráculo desde que era muy pequeño. Su abuelo, y después su padre, le contaban todas las noches cómo el rey Perión había perdido la noción del tiempo y el espacio, abandonando a su esposa Helisenda presa de la locura porque sabía que tanto ella como él morirían el día que naciera su primer hijo. Oyó también la leyenda de Pelias, el sacerdote que vio en el espejo del Oráculo que moriría nada más regresar a la ciudad, tras una emboscada de unos ladrones. Al llegar a la ciudad, Pelias entró por una puerta secreta que nadie más se suponía que debía conocer, en un vano intento por escapar de su destino. Sin embargo, allí se topó con unos ladrones que a su vez escapaban con un tesoro de la ciudad, y nunca más se volvió a saber de él.

Fascinado por esos y otros mil y un relatos, el viajero decidió consagrar su vida a localizar el paradero del Oráculo del Destino. Se despidió de su familia no bien había cumplido los dieciocho años, y a pesar de las advertencias de sus padres por no dedicarse a tan vana y loca empresa, se lanzó en pos de los valles y las montañas, de los ríos y los mares, preguntando a toda persona que se cruzaba en su camino, a todo marino con el que navegaba o a cualquier viajero que, como él, andaba perdido por las sendas y las cumbres. Y así pasaron veinte largos años.

Cuenta la leyenda que cuando el viajero alcanzó la más alta cumbre de las Montañas del Norte, un resplandor dorado surgió ante él allá abajo, en los valles perdidos de Ili Nors. Guiado por esa luz, el viajero descendió en medio de una furiosa tormenta de nieve, que solo amainó cuando al fin localizó a las dos esfinges, una de oro y otra de plata, que se miraban fijamente en un infinito intercambio de todos los enigmas que en el mundo han sido, son y serán.

En medio de las dos esfinges, un espejo largo y ovalado estaba incrustado en el suelo. El Oráculo esperaba su pregunta. Por lo que sabía, el viajero debía colocarse frente a él y hacer la pregunta que todos los humildes, los reyes y los sumos sacerdotes habían hecho antes que él, y entonces se le mostraría cuál era su destino.

Asombrado ante las imponentes esfinges, y consumido por la emoción, el viajero se plantó frente al espejo y vio que delante de él no se reflejaba su imagen, sino la de un anciano de larga barba blanca y túnica azul, que apoyaba su vejez en un cayado de madera de roble. El anciano alzó la mirada, visiblemente fatigado, y dijo:

- Has recorrido un largo camino hasta llegar aquí, y mereces tu justo premio como recompensa a tu noble esfuerzo. ¿Qué quieres saber? ¿La hora de tu muerte, quizá? ¿El lugar en el que ocurrirá? ¿La identidad de tu asesino, de tu asesina enfermedad?

- Nada de eso deseo saber -aseveró con aplomo el viajero, sin dejarse llevar por la fuerza cavernosa de aquella voz que con tanta autoridad había preguntado.

El anciano del Oráculo abrió entonces los ojos, como si no diera crédito.

- Lo que quiero saber -dijo el viajero, antes de que hubiera una nueva pregunta por parte de su interlocutor - No son los detalles de mi muerte, sino de lo que hay más allá de ella. Muéstrame qué me espera tras esa última frontera.

Y entonces el espejo se quebró, mientras el anciano sonreía, quizá por primera vez en más de mil años. Primero fueron unas grietas pequeñas, después otras más grandes, hasta que finalmente todo saltó por los aires. El marco del espejo continuaba intacto, pero ahora ya no reflejaba nada. Una gran mancha oscura lo cubría todo, una mancha en la que la mano del viajero desapareció al tocarla, y después el brazo, y después el resto del cuerpo. Y se hizo el silencio.

                                                                           *         *          *

Cuenta la leyenda que al desaparecer tras el espejo roto, las esfinges cambiaron de color y se tornaron de un azul tan puro que cegaba con solo mirarlo. Cuentan que ya nadie pudo hacer más preguntas, a pesar de que muchos lo intentaron, y que un buen día las esfinges comenzaron a resquebrajarse, primero con grietas pequeñas, después otras más grandes, hasta que finalmente todo saltó por los aires.

Cuenta la leyenda que, desde entonces, vaga por los caminos abruptos de esas mismas montañas un anciano de barba blanca y túnica azul, alguien que tiene la respuesta para todas las preguntas y preguntas para todas las respuestas, y que cada vez que alguien se dirige a él responde siempre con una extraña mirada de un azul intenso, una que encierra todos los enigmas de la humanidad que en el mundo han sido, son y serán.

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