martes, 24 de junio de 2014

Solsticio de verano




Cuando uno estudia tiene siempre la sensación de que su vida se basa en hacer exámenes. Como regla general, en este sistema educativo todo termina orbitando alrededor de tal o cual nota, de este o aquel decimal que nos permite aprobar o tener la nota que esperábamos, la que nos hace falta para acceder a tal carrera o tal grado, la que va a figurar en nuestro expediente y en el currículum. Lo que sepamos no importa tanto como ese número, esa fría cifra que se supone que condensa todo (o parte) de nuestro saber, sea vasto o basto, que eso casi es lo de menos.

Siempre pensamos que el examen que tenemos por delante es el horror de los horrores, una suerte de tormenta perfecta que va acumulando nubarrones conforme se acerca la fecha fatal y empieza a surgir ese gusanillo tan hispánico nuestro que nos dice que a lo mejor hemos dejado más de la cuenta para el último momento. Nos pasa en el colegio, nos pasa en el instituto, la selectividad y por supuesto en la carrera, donde el tiempo se dilata y los meses parece que no pasan hasta que pasan todos de golpe y nos atrapa a todos por sorpresa, tan empeñados como estamos a esas edades en que no decaiga la vida social. Por supuesto, no bien hecho el examen pasa a formar parte del pasado remoto, a olvidarse, a perder todo aquel poderío que tenía momentos antes y convertirse en poco menos que una mala broma de la memoria. 

Una de las manías más frecuentes de la mayor parte de estudiantes de este país se resume en el teorema del emplazamiento. Consiste dicho teorema en que, además de por supuesto dejarlo todo para cuando hay apenas margen de maniobra, se cifra la felicidad en aquello que está por venir tras la tormenta, emplazando sueños, esperanzas y deseos más allá del oscuro nubarrón en que termina convirtiéndose cualquier calendario académico que se precie. 

A nivel más inmediato el teorema del emplazamiento se ajusta a nivel semanal (que pase cuanto antes la semana, que llegue el viernes y su noche, y luego el sábado con la suya, e incluso el domingo, que duele algo más pero sigue siendo sinónimo de libertad). A medio plazo, el teorema emplaza la felicidad por trimestres (que pase septiembre, y octubre y noviembre; que lleguen ya esas Navidades y esa libertad, y ya pensaremos luego en el invierno; que pasen después enero, febrero y marzo a toda prisa, que llegue ya la Semana Santa; que pasen abril, mayo y junio, que llegue ya ese verano eterno que parece todo un mundo cuando se empieza y apenas un suspiro cuando llega el primer frío de septiembre). A largo plazo, para qué hablar: que pase ya el colegio, que pase ya el instituto, que pase ya esa selectividad y hasta la carrera, ojalá que pase pronto y ya no tenga que hacer más exámenes, más trabajos, asistir a más clases, seguir vegetando almacenado en esta clase, en aquella otra, en aquel aulario, qué más da.

Emplazamos como estudiantes una felicidad futura que no termina de llegar nunca o casi nunca, quizá solo en pequeñas dosis si acaso en el solsticio de verano, sin darnos cuenta de que en el fondo a ese ciclo le sigue otro con sus pruebas, con la misma necesidad de seguir demostrando que valemos, que somos lo que decimos ser, que tiene que haber sí o sí una fría cifra que respalde nuestros vastos conocimientos. Hay quien etiqueta a los estudiantes en función de sus resultados: este es un 10, esta un 8, aquel de más allá un 4. Este vale, aquella un poco menos, aquel no vale nada. La matemática es objetiva, pero es solo una herramienta en manos de jueces ciegos. He conocido a profesores que han salido huyendo, escandalizados de ver cómo su labor, en su opinión, se reducía a hacer constar una nota en un boletín, en una aplicación informática, en un acta de evaluación.

Hace cuatro años, cuando hice mi último examen, me di cuenta de que mi teorema del emplazamiento había saltado por los aires. Hace cuatro años, cuando supe que había aprobado las oposiciones, me di cuenta de que ya no habría más exámenes escritos, de que ya no había necesidad de emplazar más una felicidad que podía llegar en ese mismo instante, algo que no ocurrió porque lo único que sentí entonces fue alivio, que no felicidad.

El tiempo me ha enseñado que cada día que acudo a mi puesto de trabajo es un examen, que todos aquellos que trabajan conmigo me evalúan, conscientemente o no, que me califican y me valoran para bien o para mal. Mis alumnos hacen ránkings de profesores, nos someten a escrutinio diario a nivel físico, psicológico e incluso de vestuario (especialmente, de vestuario) y al final, como nosotros, reparten notas, premios y castigos, regalos para los que se han portado bien y carbón dulce para el resto. No solo pasa en mi trabajo, pasa en todos y cada uno de los que conozco. A nadie le resultó finalmente cierto o válido aquel teorema, y sin embargo hay quien sigue deseando que pasen los días de la semana y llegue el viernes y su noche, o que vuelen abril, mayo y junio para ir corriendo a una playa o una montaña a la que, nada más pongan el pie sobre ellas, estarán deseando emplazarse a su siguiente objetivo. Hay quien desea, incluso, que crezcan ya los hijos y se vayan y le dejen a uno en paz. Hay quien desea que llegue ya la jubilación, emplazamiento último donde los haya.

Creo no estar para nada en esa órbita de "pensamiento". Desde hace tiempo convivo con el hecho de saberme examinado día a día con toda la normalidad que me es posible, porque ya no siento la necesidad de emplazar nada, como no la siento tampoco de demostrar que hay una fría cifra que respalda todo cuanto digo o hago. Cada día que pasa cuenta, cada día de ese calendario es oro puro aunque sea lunes a primera hora, de una fría mañana de mediados de septiembre donde todos los ciclos están por iniciarse, donde veo en esas mismas caras que me rodean las mismas sensaciones que también tuve yo en su momento. No las envidio. No las compadezco. Las entiendo, las respeto y trato de contagiarlas de esta extraña variante del carpe diem que nadie me dijo que venía mano a mano con la plaza, pero que tanto y tan bien me ha ayudado a situarme mejor en mis coordenadas. Y que sea por mucho tiempo.

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