martes, 29 de abril de 2014

El eco del silencio



Estaba muerto, y el calor era sofocante. Era lo único en lo que pensaba, ahora que la sequedad de la garganta no le dejaba otra opción, ahora que el vacío que iba más allá le impedía razonar con claridad. Allá en la llanura y aquí, cerca de la gran muralla, sólo se escuchaba el sonido del silencio retumbando en sus oídos. Era el silencio de la muerte, del asombro de lo inimaginable, de lo que nadie creyó posible. Pero él estaba muerto y después de tanto tiempo, de tanto sufrimiento que parecía condenado a eternizarse, la sangre que manaba del cuerpo yacente suponía, irónicamente, un símbolo de esperanza para aquellos que deseaban el fin de las hostilidades. Una muerte que era señal de vida, un final que era principio al mismo tiempo, sol y luna unidos por el eco del silencio.

Para quien no quedaba ya esperanza era para aquél que perdió su último aliento coronando las almenas, antes de recibir la piedra en el rostro y el vacío en la mente, el mismo que ya no podría dar otro abrazo, otro beso silencioso en aquella noche ni en ninguna otra. Y, si poseído de la cólera más inhumana que nadie experimentó jamás, pensaba que, cumplida la venganza, podría apartar la imagen de su amante de una vez por todas, estaba tan equivocado como el día en que decidió no salir a combatir su destino, dejando que otros lo hicieran por él.

Sí, sentía una furia incontenible que nada saciaba ni saciaría jamás y por ello, antes de atar el cadáver de Héctor a su carro, dispuesto a humillarlo ante la ciudad del asombro sepulcral, el héroe se limpió la sangre y dos sentidas lágrimas del rostro. Si la Historia había de recordarlo, que fuera como el héroe victorioso que aparentaba y no como el amante desdichado que era en realidad.








(Créditos de imagen: Nina Sarmiento)

sábado, 26 de abril de 2014

Solo tu recuerdo




La vida me ha llevado por sus grietas.
He visto las cadenas del ocaso
desatarse pacientes, paso a paso
de un camino de rotas marionetas.

La noche me ha enseñado su reflejo.
He visto cómo la muerte arañaba
la superficie helada que quedaba
a un palmo de mi rostro en el espejo.

Solo tu recuerdo sana estas heridas.
Tú me enseñaste que había valor
en este páramo del alma mío;

solo contigo he sentido la vida
sin grietas ni cadenas, al albor
de una mirada que conquistó el frío.

lunes, 21 de abril de 2014

La serie del mes (14): Vikings


Aun a riesgo de ponerse en evidencia frente a producciones mucho más caras y con más tirón popular, el History Channel dio hace un par de años luz verde a un proyecto de aventuras épicas con sabor arcaico, ambientado en el universo de los vikingos. Michael Hirst fue el encargado de llevar toda la producción de la serie, en torno a 10 capítulos por temporada y con el casi desconocido Travis Fimmel como protagonista. A pesar de las dificultades, Hirst se encargó de escribir los guiones y supo dotar al asunto de mayor empaque gracias a la colaboración de todo un equipo de productores que ayudaron a financiar el vestuario y decorados. Con la fotografía de John Bartley, responsable de la imagen de series con tanto relumbrón como Expediente X o Perdidos, Trevor Morris en la banda sonora y con todo un primera espada como Gabriel Byrne en un  jugoso papel secundario, Vikings se reveló como una de las sorpresas de la temporada pasada.

El éxito de la serie fue más que notable, teniendo en cuenta las limitaciones de la producción. Una media de 4,5 millones de espectadores bendecían cada semana las aventuras de Ragnar Lohtbrok, un vikingo rebelde y con ciertos problemas para asumir la autoridad que se lanzaba en una particular odisea para descubrir las tierras inglesas. Frente a él, Byrne interpretaba con fuerza y convicción al conde Haraldson, un hombre corrompido y ambicioso con el único objetivo de hacerle la vida imposible al protagonista. El duelo verbal y físico entre ambos capitalizó el éxito de los seis primeros capítulos, con un crescendo narrativo notable que alcanzó una cima muy intensa. Lástima que el último tercio perdiera algo de fuelle, ya con Ragnar convertido en el nuevo conde de la región escandinava, por mucho que el capítulo final tratara de compensarlo con un final abierto a una merecida y no menos digna segunda temporada, que se está emitiendo actualmente y terminará el 1 de mayo.

Lo primero que me llamó la atención fue la conseguida ambientación de la serie. Tanto a nivel de interiores como de localizaciones externas, Vikings traslada al espectador con bastante fidelidad a una época de la que, por desgracia, no se sabe demasiado. Ha habido bastante polémica entre los historiadores acerca de la traslación de costumbres, tradiciones y rituales nórdicos, así como del vestuario escogido para determinados personajes clave, como los nobles de más alto rango o los sacerdotes. No obstante, la falta de evidencias más claras ayuda a que la serie no se resienta de posibles licencias en este aspecto.


Las localizaciones de Irlanda ayudan a situar la trama en un contexto natural soberbio. Cada vez que los personajes deben salir, ya sea por mar o por tierra a la conquista de lugares desconocidos, la serie se alza en calidad visual gracias a los imponentes riscos y acantilados. Es cierto que el presupuesto queda en evidencia en las grandes secuencias de acción, donde especialmente en la primera temporada se nota la falta de extras, y que los efectos visuales se resienten, en especial al recrear ciudades, castillos o templos vikingos en los bosques, pero aun así resulta un punto esencial junto a los excelentes decorados, como el de la villa del condado con su muelle y sus calles.


Lógicamente, la serie no se sostendría sin un buen guión, y aquí el trabajo de Hirst es encomiable. Él solo ha sido capaz de levantar una trama épica con tintes dramáticos, llena de personajes carismáticos, como el tarado de Floki o el monje cristiano Athlestan, un papel que George Blagden borda en empatía, nobleza y vínculo con el espectador. La evolución de este personaje en particular me resultó fascinante, desde su captura en un monasterio cristiano de la costa a su constante acercamiento a una cultura, unos ritos bárbaros y una religión que a pesar de no compartir, el personaje va interiorizando hasta hacer suyas, a su propia y piadosa manera. El modo en que Athlestan se convierte en consejero de Ragnar, guía de sus hijos y amigo de todos es sencillamente conmovedor. Más discutible, en cambio, es el desarrollo dado a personajes como Lagertha o el hermano de Ragnar, Rollo. Ambos dan bastantes bandazos en busca de un sentido concreto, y en especial todo lo relacionado con Rollo no hace sino ralentizar las tramas principales sin que uno tenga muy claro por qué hace lo que hace, más allá de una envidia totalmente infantil e injustificada que se traduce en traiciones y lamentos bastante caprichosos.

Punto y aparte merece Travis Fimmel en el papel que le ha dado fama internacional. Su Ragnar es un guerrero y líder que escapa a muchos de los tópicos que albergaba en mis temores previos a la serie. Es astuto y hábil, capaz de plantear enigmas a sus oponentes y estrategias que despiertan tanta admiración como respeto en rivales y aliados. La mirada de zorro que tiene en prácticamente todas sus escenas lo hace un héroe de acción atípico, dejando los músculos y la testosterona más para el resto de un reparto plagado de creíbles soldados del norte. Por lo demás, su trama romántica con Lagertha está bien resuelta y es creíble en el contexto en que se plantea, con esa mezcla de amor y lucha permanente donde los celos, las promesas y la tensión sexual planean en cada una de sus muchas y buenas escenas juntos. Y en todas ellas Fimmel da la talla y se convierte en el perfecto estandarte de una serie que siempre que cuenta con él en escena, crece y gana interés.

Del resto de secundarios únicamente merece la pena destacar a Bjorn, el hijo mayor de Ragnar y claro heredero en muchos sentidos de las tramas de su padre. Con un papel que crece a medida que avanza la serie y que cobra un protagonismo más que merecido en la segunda, con el inevitable salto temporal incluido, su personaje garantiza un ascenso en el interés del drama familiar apoyado en las excelentes actuaciones de los dos actores que le dan vida en su etapa infantil y adulta. Resulta llamativo (y acertado) el modo en que Bjorn actúa como contrapeso moral a su padre, aleccionándolo en la paciencia o en la virtud hacia su familia muy por encima del ímpetu y los defectos de un líder imperfecto. (Por cierto, lo de su corte de pelo, y por muy riguroso a nivel histórico que sea, me sigue pareciendo un crimen).

Es de agradecer que Vikings no haga especial hincapié en elementos demasiado morbosos y fáciles, como sí hace Juego de Tronos con la violencia, el sexo o la charcutería de guerra. Se nota que hay una mayor mesura (no confundir con censura, ojo), algo que yo particularmente aprecio porque creo que el interés de los guiones se centra más en el desarrollo de las tramas y personajes. Evidentemente, la producción de HBO cuenta con eso y mucho más, pero sí es cierto que en ocasiones tiende al muestrario gratuito de órganos vivos y muertos, algo que Vikings hace de manera mucho más sutil, como muestran sus escenas de acción o el ritual de sacrificios del penúltimo capítulo de la primera temporada, en un montaje bastante poético y alejado del mal gusto al que escenas como esta podrían haber dado pie con mayor facilidad y peor fortuna.

Por lo demás, la distinción entre temporadas de esta serie resulta bastante artificial, especialmente con un final y un principio claramente enlazados. Cada episodio procura alejarse de estructuras procedimentales y sirve a un propósito mayor, si bien cuenta con arcos argumentales secundarios que van cerrándose con habilidad y sentido del ritmo. Vikings no es una serie perfecta, algunos de sus personajes presentan notables aristas y tiene una producción mejorable en muchos sentidos, pero si el beneplácito del público sigue apoyándola es posible que su tercera temporada logre un nivel de calidad más que notable en todos sus apartados, apoyada en las muchas y buenas virtudes con que ya cuenta. Desde luego, su magnífica ambientación y contexto mitológico la dotan de un particular interés en el panorama de las series de televisión del momento.




jueves, 17 de abril de 2014

Los pergaminos de Melquíades (punto y final)





Fascinado por el hallazgo, Aureliano leyó en voz alta, sin saltos, las encíclicas cantadas que el propio Melquíades le hizo escuchar a Arcadio, y que eran en realidad las predicciones de su propia ejecución, y encontró anunciado el nacimiento de la mujer más bella del mundo que estaba subiendo al cielo en cuerpo y alma, y conoció el origen de dos gemelos póstumos que renunciaban a descifrar los pergaminos, no solo por incapacidad e inconstancia, sino porque sus tentativas eran prematuras. En este punto, impaciente por conocer su propio origen, Aureliano dio un salto. Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de sus poros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces. No lo advirtió porque en aquel momento estaba descubriendo los primeros indicios de su ser, en un abuelo concupiscente que se dejaba arrastrar por la frivolidad a través de un páramo alucinado, en busca de una mujer hermosa a quien no haría feliz. Aureliano lo reconoció, persiguió los caminos ocultos de su descendencia, y encontró el instante de su propia concepción entre los alacranes y las mariposas amarillas de un baño crepuscular, donde un menestral saciaba su lujuria con una mujerque se le entregaba por rebeldía. Estaba tan absorto, que no sintió tampoco la segunda arremetida del viento, cuya potencia ciclónica arrancó de los quicios de las puertas y las ventanas, descuajó el techo de la galería oriental y desarraigó los cimientos. Solo entonces descubrió que Amaranta Úrsula no era su hermana, sino su tía, y que Francis Drake había asaltado a Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos más intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitológico que había de poner término a la estirpe. Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos como si se estuviera viendo en un espejo hablado. Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.

(Gabriel García Márquez, Cien años de soledad)




(1927-2014)


domingo, 13 de abril de 2014

De justicieros y asesinos



(La madre de David Moreira, mostrando una foto de su hijo).


Leo con preocupación los sucesos de violencia reciente en Argentina, donde varios jóvenes ladrones están siendo apaleados hasta la muerte por vecinos que conocen de primera mano a los autores de las fechorías y, en estas últimas semanas, han decidido protagonizar una oleada de palizas con ánimo justiciero que terminan con el linchado en el hospital o el cementerio, según los casos.

El más grave de todos es el de David Moreira, un chico de 18 años que fue brutalmente golpeado por gente que sabía que había participado junto a otro joven en el robo de un bolso a una madre que iba de la mano de su hijo. David y su cómplice iban en motocicletas, que emplearon para escapar a toda velocidad. No contaban, sin embargo, con que fueron reconocidos y, posteriormente, identificados y golpeados hasta provocar la muerte de uno de ellos. En una escalofriante entrevista, la madre de David se pregunta, desolada, por qué motivo no se limitaron los vecinos a denunciar el robo a la policía y decidieron pasar de denunciantes a justicieros, y de ahí a asesinos. Porque ése, y no otro, es el término que cabe emplear en el caso de David, "asesinos". 

Ante la situación, la oleada política tenía que venir, como siempre, a enmarañarlo todo. La oposición argentina acusa al gobierno de no mantener una posición de fortaleza capaz de impedir semejantes situaciones. Kirchner acusa a los gobiernos regionales de hacer otro tanto de lo mismo, incapaz de poner orden en su propio cortijo. Menos mal que mientras unos y otros se tiran los platos a la cabeza para no tomar decisión alguna, uno de los deportes favoritos de todo buen político, el secretario de Seguridad, Sergio Berni, ha ordenado el envío de 2.000 policías a Rosario para combatir las drogas en las áreas más desfavorecidas. Algo es algo.

El hecho de que la inseguridad sea uno de los problemas que más preocupan ahora mismo en el país, por encima incluso de la economía, no es casualidad. Existe la sensación de que falta la autoridad competente y necesaria capaz de poner el orden necesario para que la vida pueda desarrollarse con normalidad. Y esto no es algo exclusivo de Argentina, o de Sudamérica, que parece que siempre que sale este asunto todo tiene que derivar en el supuesto salvajismo de los países allende el Ecuador, argumentario tan pobre como plagado de racismo. 

El problema que está padeciendo ahora mismo Argentina lo sufren cientos de países en todo el mundo. La cuestión es cómo el estado de derecho (de aquellos países donde lo haya, claro), es capaz de ofrecer mecanismos eficaces para atajar este tipo de situaciones. No es ya únicamente una cuestión de plagar las calles de policías hasta en los tejados para controlar que nadie mate a nadie. Ese tipo de reacciones son propias de un simplismo que va mucho más allá de la complejidad real del problema, que radica en cómo es posible que ciudadanos de a pie decidan, un buen día, convertirse en delator, juez y verdugo de quien sea por el motivo que sea.

La gravedad de la muerte de Moreira y de las palizas que han recibido los llamados motochorros (allí llaman "chorro" a los ladrones, lo del prefijo "moto-" era cuestión de tiempo) empieza por situaciones de pobreza que incitan al latrocinio, pero que continúa con ese espectáculo lamentable de masas con la creencia de que tienen la potestad para hacer juicios públicos. Cuando eso sucede están fallando todas y cada una de las instituciones y la fe que deben inspirar en los ciudadanos: los poderes económicos, los poderes políticos, los judiciales, las fuerzas de seguridad, todos sin excepción están fracasando en su intento por crear un estado de cosas sostenible en el que todos puedan participar sin sentirse excluidos, siempre desde el civismo, el sentido común y el respeto por los derechos fundamentales de cualquier persona.

Sin embargo, y no me tengo precisamente por adivino pero quizá sí por agorero, mucho me temo que nadie va a indagar en la raíz última de nada. Seguirá el desfile de platos en las alturas y de escarceos con destino trágico en los barrios desfavorecidos, y salvo que intervenga la fuerza de turno para aplacar algunos ánimos, aquí paz y después gloria. Y si no, al tiempo: a ver cuántos responden ante la justicia, esa misma que tantos están desacreditando con sus falsos ideales de potestad popular, y cumplen la condena que merecen.



P.d: Créditos de imagen: The Argentina Independent


miércoles, 9 de abril de 2014

Cinefórum (38): Noé



Todo el mundo parece coincidir en que Darren Aronofsky es un director de culto, con títulos a sus espaldas como Pi (1998), Réquiem por un sueño (2000) o la perturbadora Cisne Negro (2011), quizá su película de mayor éxito crítico hasta la fecha. Su arriesgada puesta en escena visual y su particular enfoque como director le han valido una consideración especial entre la crítica y cierta parte de un público que considera sus filmes como algo selecto, ajeno a la mediocridad imperante e incluso, hasta cierto punto, metafísico, como demostró sobradamente en La fuente de la vida (2006). Por todo ello, no pocos se quedaron perplejos con su siguiente elección, la historia del arca de Noé, que venía con todo el bombo de las superproducciones y con estrellas rutilantes como Russell Crowe, Anthony Hopkins o Emma Watson.

La perplejidad vino por varias razones. En primer lugar, nunca pareció que la historia de Noé tuviera potencial para una película de estas características. Sencillamente, no encajaba en el perfil de narración épica, más allá del momento concreto del diluvio y de alguna escena que implicase miles de animales haciendo algo especial al unísono, como así ha sido. Pero es que, además, es tan poco lo que las escrituras ofrecen de Noé, que había miedo de que el 99% de lo visto en pantalla fuera de la total invención de este buen hombre, que dice haberse documentado ampliamente con sesudos teólogos y expertos religiosos, pero que a la hora de la verdad ha demostrado una alegría para la invención que dejará a más de un seguidor católico indignado. Lo peor, no obstante, es la total y absoluta planicie narrativa y un gusto por la autocomplacencia que tiran por tierra cualquier intento de la película por mantener el barco a flote.

Noé tiene una estructura muy clara en prólogo, tres actos y epílogo, con saltos temporales y el conveniente cambio de look de Russel Crowe para que todos tengamos claros que el tiempo pasa. El problema es que hay tan poco que contar, tan poco argumento real, que la película se limita a desarrollar su "trama" a tirones de imágenes supuestamente arrebatadoras, que arrebatan muy poco más allá de la belleza de los parajes naturales de Islandia. Para tratarse de una superproducción, el diseño es un completo desastre, desde el paupérrimo vestuario y caracterización de los actores a un arca que parece una caja de zapatos (tal cual), sin olvidarnos de un mundo industrializado y apocalíptico que más bien nos retrotrae en el primer acto a Mad Max (¿?) que a un relato propiamente bíblico.

Pero donde la cinta naufraga es, precisamente, justo donde no debía: nunca, en ningún momento, uno tiene la sensación de estar viendo una película con un estilo o identidad propia. La historia avanza con un ritmo tedioso y agotador, los personajes son tan planos que uno podría hacer un picnic sobre ellos (atención especial a una familia, y a unos hijos, que era para echarlos por la borda con la primera ola). Y, por si fuera poco, los efectos especiales son un auténtico despropósito. El CGI con que están animadas las criaturas salvajes es muy evidente, lo que tira por tierra la credibilidad visual del relato. Pero es que el asunto no mejora en absoluto cuando entran en escena unas criaturas llamadas vigilantes, que a su lamentable diseño aúnan un acabado gráfico digno de una Game Boy. El arca en movimiento por los océanos, por desgracia, mantiene el mismo "nivel", lo que hace que ni siquiera el aspecto audiovisual de la cinta salve el asunto del naufragio.


Mención especial me gustaría hacer para esos montajes, tan innecesarios como pretenciosos, donde Aronofsky da rienda suelta a su "creatividad". Me refiero a las escenas en que el río avanza por la tierra o Noé relata el origen del mundo a sus queridos retoños, que está hecho a saltos bruscos de montaje con unos petardazos en la iluminación que me obligaron a retirar la vista de la pantalla en prácticamente todo el tiempo que duraron. Ya no es solo que me guste más o menos el invento, que me gusta poco: es que si un sector del público tiene que desviar la mirada de la pantalla hay una única explicación para que eso ocurra, y no se trata precisamente de hipersensibilidad ocular.

Al margen de la pobreza de la producción en líneas generales, lo más duro de asumir de la cinta es que Noé es un desastre a nivel narrativo, se mire por donde se mire. Todo en la película ocurre porque sí, porque al guionista le viene en gana ir acumulando casualidades y personajes que hablan más de la cuenta. Sus motivaciones y reflexiones sobre el sentido de la vida, el modo en que se tratan las aspiraciones de formar una familia, la infertilidad, la posición dominante del hombre en la estructura social y familiar o el empleo justificado de la violencia son sencillamente indignantes. El trabajo de guión es desastroso, y eso hace que la sala entera se venga abajo casi más en las escenas íntimas que en las desastrosas, torpes y mal rodadas escenas de acción.

Y es que sí, además de drama religioso, Noé también es una película de acción. Y mala, para ser exactos. Si la cinta de Mel Gibson antes mencionada está plagiada a más no poder en el primer acto, qué decir del segundo acto y El Señor de los Anillos: el diseño de los vigilantes y de las armaduras de los soldados enemigos hacen que la escena del asalto al barco parezca una versión chapucera de la batalla del abismo de Helm de Las dos torres, con los Ents y los Uruk Hai haciendo de las suyas. Y en medio de todos está Noé-Aragorn, repartiendo estopa a hachazo limpio y dejando bien claro que se reserva, y de qué manera, el derecho de admisión en la barca divina. De traca.

Pero si resulta tan triste ver a Noé segar vidas al final del segundo acto, lo del tercero ya es para colgarse con hilo dental. Aquí le toca el turno a El resplandor, con un Russell Crowe desatado que a cada escena que pasa se parece más a Jack Nicholson en la inmortal cinta de Kubrick. Toda la trama relativa al fin del mundo y al infanticidio-porque-sí es absolutamente lamentable, no solo por todo lo que implica, sino por la completa torpeza con que está planteada, narrada y, especialmente, resuelta. Para cuando llega el epílogo-videoclip, mi paciencia estaba del todo agotada y únicamente deseaba que pasara cuanto antes el mal trago. 

Noé es, con diferencia, una de las peores películas que he visto en mucho tiempo, y no hay palabras que hagan justicia a lo mucho que merece que se recomiende no verla. Es lenta, aburrida y está muy mal contada, y no hay nada en su producción ni en su supuesto mensaje que alcance un nivel mínimamente digno. Ni su excelente fotografía o el carisma de sus actores hace que el asunto se eleve de esa mediocridad de la que Aronofsky parecía, hasta la fecha, a salvo gracias a su estatus de director de culto. Yo lo siento, pero con esta ya he tenido bastante culto para el resto de mis días.