Estaba
muerto, y el calor era sofocante. Era lo único en lo que pensaba, ahora que la
sequedad de la garganta no le dejaba otra opción, ahora que el vacío que iba
más allá le impedía razonar con claridad. Allá en la llanura y aquí, cerca de
la gran muralla, sólo se escuchaba el sonido del silencio retumbando en sus
oídos. Era el silencio de la muerte, del asombro de lo inimaginable, de lo que
nadie creyó posible. Pero él estaba muerto y después de tanto tiempo, de tanto
sufrimiento que parecía condenado a eternizarse, la sangre que manaba del
cuerpo yacente suponía, irónicamente, un símbolo de esperanza para aquellos que
deseaban el fin de las hostilidades. Una muerte que era señal de vida, un final
que era principio al mismo tiempo, sol y luna unidos por el eco del silencio.
Para
quien no quedaba ya esperanza era para aquél que perdió su último aliento
coronando las almenas, antes de recibir la piedra en el rostro y el vacío en la
mente, el mismo que ya no podría dar otro abrazo, otro beso silencioso en
aquella noche ni en ninguna otra. Y, si poseído de la cólera más inhumana que
nadie experimentó jamás, pensaba que, cumplida la venganza, podría apartar la
imagen de su amante de una vez por todas, estaba tan equivocado como el día en
que decidió no salir a combatir su destino, dejando que otros lo hicieran por
él.
Sí,
sentía una furia incontenible que nada saciaba ni saciaría jamás y por ello,
antes de atar el cadáver de Héctor a su carro, dispuesto a humillarlo ante la
ciudad del asombro sepulcral, el héroe se limpió la sangre y dos sentidas
lágrimas del rostro. Si la Historia había de recordarlo, que fuera como el héroe
victorioso que aparentaba y no como el amante desdichado que era en realidad.
(Créditos de imagen: Nina Sarmiento)
(Créditos de imagen: Nina Sarmiento)
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