domingo, 31 de marzo de 2013

El libro del mes: Festín de cuervos y Danza de dragones


Para que en el terreno de la fantasía épica un universo alcance coherencia, credibilidad y entidad es necesario que las diferentes tramas se desarrollen en su justa medida, sin escatimar al lector ninguna información esencial para dicha construcción. Hacen falta personajes creíbles, situaciones no forzadas y la suficiente variedad y cantidad de elementos propios como para que aquello no parezca un territorio pobre, impostado, traído por los pelos o con carencias graves.

Es evidente que nadie que lea las novelas de Canción de hielo y fuego podrá negar que George Martin ha dedicado años enteros de su vida a dar forma a un universo particular, con una hábil fórmula de elementos importados de otras franquicias (época medieval, dragones, zombies) y de recetas propias para hacer que todo ello termine por encajar, con mejor o peor fortuna según los casos pero con una mayoritaria sensación de buen trabajo global. Las decenas de personajes principales, con sus correspondientes familias, sagas, secretos ocultos y ramificaciones contribuyen, qué duda cabe, a fomentar el interés de muy diferentes lectores, que encuentran en tal o cual personaje, en tal o cual familia, su particular bando al que apoyan silenciosamente mientras devoran páginas escritas con soltura y con unos diálogos bien elaborados, sobrios o firmes y contundentes cuando tienen que serlo.

El problema de este tipo de creaciones de tramas multitudinarias es que es un arma de doble filo, donde el límite resulta clave. Me explico: hay momentos determinados en que, quizá cegado por la dimensión que alcanza por sí solo un proyecto narrativo, esto pueda nublar la vista de cualquier escritor y provocar que le parezca bien detenerse aquí o allá, demorándose en territorios que considera importantes o añadir tal o cual trama que le parece fundamental para entender a este personaje concreto, a estos dos o a estos veinte. Puede provocar que el asunto se le vaya de las manos, en definitiva. Y a fin de cuentas está en su derecho, es su propia obra y nadie tiene autoridad para contradecir su voluntad. Pero lo que sí que tenemos derecho los lectores es a llamar la atención sobre este peligro cuando se convierte en realidad palpable y evidente, denunciar el exceso y proponer alternativas, que las hay, para casos como el del libro que nos ocupa hoy. Porque lo de los libros 4 y 5 de la saga Canción de hielo y fuego es de juzgado de guardia, y es más doloroso aún después del magnífico sabor de boca que dejaba la mucho más equilibrada e interesante tercera parte.

Y es que, si bien las tres primeras entregas de esta saga, Juego de tronos, Choque de reyes y Tormenta de espadas iban hilando las diferentes tramas con bastante habilidad, no puede decirse lo mismo de los dos volúmenes siguientes, que trato en una misma entrada por ser en realidad un mismo libro dividido en dos volúmenes, como confiesa el propio Martin al final de Festín de cuervos.

Y aquí está el primer problema con el que nos encontramos, el hecho de que resulta poco convincente la explicación de Martin de los motivos de la separación de ambos textos por un lapso de más de seis años. No puede ser que un escritor se dé cuenta, de pronto, de que lleva mil y pico páginas escritas y que aún le quedan por tratar decenas de historias, y que la resolución de algunas de ellas las deje para más de un lustro, que es cuando publicó el resto. Es inadmisible, un ejemplo más que ilustrativo de una muy mala planificación, por decirlo de forma suave. Pero peor aún es la segunda solución que le dio al problema: dividir tramas por volúmenes, de modo que determinados personajes o tienen una presencia testimonial en uno de los dos libros o directamente no aparecen. Y esto, para alguien como yo, que tiene un interés más concreto en determinadas historias que en otras, es un golpe demasiado doloroso. La lectura de Festín de cuervos, por ejemplo, un libro que supera con creces las 800 páginas, solo tiene una trama, la de Cersei Lannister, que me transmitía emoción. Todas las demás, absolutamente todas, me parecieron sencillamente insufribles. Y me consta que no soy el único que lo ve así. Que no aparezcan en este libro ni Jon Nieve, ni Daenerys ni Tyrion es una decisión pésima, básicamente porque son los tres protagonistas principales de la saga junto con Cersei y Jaime.

Entiendo que esto puede parecer una opinión totalmente subjetiva, pero hay tramas, como la de la búsqueda de Sansa Stark por parte de Brienne, que son muy duras para un lector que sabe de sobra dónde está Sansa y con quién, que en cualquier caso es bien lejos de donde la busca Brienne. Todos esos capítulos se me hicieron muy cuesta arriba, pero no menos que los de Asha Greyjoy, cuya lucha por el trono de hierro, sinceramente, no me importaba lo más mínimo. Y el modo en que deja ambas tramas, especialmente la de Brienne, con ese clímax no resuelto del que no revelaré nada más, me parece criminal teniendo en cuenta que hasta el sexto libro no se sabe qué narices pasa con ella (aunque no es la única; que se lo digan si no a Jon Nieve y su más que chapucero desenlace). La técnica del final de capítulo en lo alto es realmente arriesgada, y hay que calcular sus efectos. Una cosa es que un capítulo de un libro o de una serie terminen así, con poco tiempo de separación para saber qué ocurre, y otra muy distinta es tener a la gente esperando años y años. Eso es una canallada, simple y llanamente.

A pesar de esto, Festín de cuervos se salva de los infiernos gracias a la trama de Cersei, que con su habitual mala leche se enfrenta a los retos de su nuevo panorama en Desembarco del rey. La progresión dramática de sus capítulos es asombrosa, con una entidad que hasta entonces no había tenido un personaje con una genial escala de matices y contrastes. Cada diálogo de Cersei, cada pensamiento suyo, es como una lluvia de puñales que el lector disfruta enormemente. Es una creación magnífica, un personaje redondo y plagado de momentos brillantes en sus parlamentos (tanto interiores como con otros personajes, pero especialmente cuando se combinan ambos con dobles sentidos). Lástima que tanto exceso de protagonismo suponga, sin revelar tampoco detalles, que muy poco queda ya por esperar del personaje, que en Danza de dragones tiene un merecido epílogo que espero que no sea definitivo.

Enlazo así con el segundo volumen, donde regresan Daenerys, Jon y Tyrion. Sinceramente, de Tyrion esperaba bastante más, y a fe que me ha decepcionado. Creo que Martin no tiene muy claro qué hacer con el personaje, y por eso lo lleva de aquí a allá, dando ejemplares bandazos y con la consecuente pérdida de interés en lo que tenga que ver con él. Es una lástima, después de los excelentes resultados de los libros anteriores de un personaje que se había llegado a convertir, en mi opinión, en el alma de todas las tramas en las que intervenía. Mejor suerte corren Jon y Daenerys, que tienen momentos de verdadero crecimiento que ya se auguraban en las partes precedentes. 

Al fin, después de tanta espera, vemos a los dichosos dragones en acción, aunque sea de forma breve y esporádica, y el personaje de Daenerys va adquiriendo mucha más profundidad, algo que se agradece, y mucho. Sin embargo, la sensación de estancamiento que se produce en Mereen, la ciudad de los esclavos, creo que es contraproducente para una trama que ya hace demasiado tiempo debía haber llegado a los Siete Reinos. Claro que en este sentido resulta aún más doloroso el asunto de los caminantes blancos, que llevan nada menos que cinco libros amenazando con tomar en cualquier instante el sur sin que pase absolutamente nada de nada. Yo estoy bastante agotado ya de la trama de los salvajes y los hombres de la guardia de la noche, no por ellos en concreto sino porque sinceramente, ya va siendo hora de que pase algo en el puñetero muro. La dilatación de la acción, especialmente cuando Martin nos obsequia con cientos y cientos de páginas sobre hechos que nos interesan bastante poco, se hace aún más dolorosa pensando en la cantidad de tramas que se pueden derivar de un punto de interés como este, que lleva desde el prólogo de Juego de tronos diciendo que está a punto de llegar una tormenta que, a este paso, nos pillará a todos con un pie en el otro barrio.

La sensación que me queda al final, en cualquier caso, es que estos dos libros se podían haber escrito en un único volumen, eligiendo mejor las tramas protagonistas, seleccionando pasajes verdaderamente relevantes y no de relleno. Martin tiene un gran trabajo por delante para terminar de manera digna una saga que había arrancado fenomenalmente. Sigo viendo en su narración demasiado interés en el diálogo y muy poco en la acción (demasiado poco para el potencial que tienen estas historias, entiéndanme), y ciertas manías o marcas de autor, como la de la prosa plana o la técnica del desenlace inconcluso en alto llegan a fatigarme. No me gusta ver las costuras a un libro cuando lo leo, sino que me obligue en el mejor de los sentidos a sumergirme en su universo. Me ocurrió así con los primeros libros, pero estos dos han estado a punto de hacerme perder la paciencia y el interés, y en el mejor de los casos tengo la impresión de que me veía obligado a conformarme con una mala copia del tercer libro, como ocurre en el desenlace del quinto volumen (los que lo han leído lo entenderán, seguro). 

Y que nadie se confunda al establecer comparaciones entre ambos: no es que Danza de dragones sea mejor libro que Festín de cuervos. Es la misma forma de narrar con los mismos defectos y virtudes, con la única diferencia de que el libro quinto tiene las tramas mejores, mientras que el cuarto está lastrado de manera desastrosa por historias que solo deben fascinar a Martin y a sus más acérrimos fans. Ellos deben estar contentísimos con el tonelaje que va adquiriendo esta saga conforme se van publicando libros y se van combando sus estanterías, pero yo seguiré pensando, y especialmente con pruebas tan evidentes como estas, que a veces menos es más.


miércoles, 27 de marzo de 2013

Yo no tuve infancia (parte I: series)


Antes de que el lector se lleve las manos a la cabeza pensando en una entrada de diván y taza de café con múltiples confesiones de traumas de mi memoria infantil, déjenme aclarar que no se trata de eso, ni mucho menos. El otro día estaba hablando con un amigo que me comentaba, indignado, lo mucho que ven los jóvenes de hoy en día la televisión, Internet y demás ocios electrónicos. Yo escuchaba atentamente, aunque nada indignado porque quizá tengo memoria, como creo que debería tener mi amigo, de que yo me pasaba las tardes enteras (es decir, el tiempo que me dejaban mis obligaciones de la escuela) viendo la televisión. Y cuando no eran series de televisión animadas o reales, eran películas, así que tanto me daba.

Puede que mi amigo tenga razón y que los niños de hoy en día se pasen más horas de las debidas frente a la tele o a la pantalla del ordenador (más de cuatro diarias, según las últimas encuestas oficiales en estos asuntos). En cualquier caso, creo que tanto él como yo pertenecemos a una generación donde, quizá por primera vez, la televisión ocupaba más horas de las debidas en el espacio de realización y desarrollo de nuestras mentes, y así nos hemos quedado todos o, por lo menos, un servidor (el que tenga dudas, que revise entradas anteriores del blog, y lo comprobará). Francamente, viendo esta lista de series de televisión y repasando las escasas virtudes de muchos de estos productos, y con contadísimas excepciones que dejo para el final, creo que lo raro es que no hayamos terminado peor.

1.- Transformers

La premisa argumental de esta serie es para echarse a temblar: en un planeta robótico viven dos especies de robots, los Autobots (que son muy buenos y tienen un logotipo muy chulo), y los Decepticons (que son muy malos y tienen un logotipo muy parecido al de la constructora ACS). Evidentemente, el enfrentamiento entre ambos era cuestión de tiempo, así que se lían a bombazos hasta que terminan destruyendo el planeta entero y deben trasladarse a otro campo de batalla, que lógicamente no podía ser otro que la Tierra. La serie recoge sus múltiples enfrentamientos con humanos de por medio, aunque las verdaderas estrellas son los robots con sus múltiples transformaciones en todo tipo de vehículos y objetos, con especial atención a los líderes de ambos bandos, Optimus Prime (el Mazinger Z de los 80) y Megaton. Lo cierto es que nunca me paré a pensar cómo es posible que los robots alienígenas tomasen aspecto de camión, avión o coches (e incluso cintas de cassette) de un planeta que no conocían mucho antes de viajar a él, por no mencionar que hablen el mismo idioma, pero entiendo que a los cinco años uno no está para cuestiones metafísicas. Yo a esa edad lo que más quería era tener al robot escarabajo amarillo de coche y mejor amigo para vivir estruendosas aventuras (hay que ver lo gratuitos que son los misilazos en esta serie), un sueño que Michael Bay se encargó de sepultar hasta el infinito con su indescriptible versión a imagen real de la serie en estos últimos años. Y por si fuera poco, ha recaudado una barbaridad indecente con unos bodrios que, no nos engañemos, no proceden de ningún material original privilegiado.

2.- G.I.Joe

Si la de antes era fuerte, agárrense que vienen curvas. Con la excusa de unos muñecos de acción para niños, Hasbro creó una serie animada para potenciar las ventas de dicho producto con un argumento que evidentemente, inspiró a George Bush hasta la náusea: un grupo de expertos soldados de élite norteamericano de muy distintas habilidades y recursos deben enfrentarse a lo largo y ancho del globo (que para eso son norteamericanos y pueden ir y destrozar lo que les dé la gana donde les dé la gana) contra unos malvadísimos terroristas llamados Cobra, que "para nada" tienen inspiración árabe ni en su logotipo ni en la vestimenta de sus soldados. Es todo de un cutrerío y de un patrioterismo yanqui de lo más penoso, pero lo peor es que yo de pequeñajo ansiaba ser uno mas de esos soldados y combatir el mal desde mi avión a reacción termonuclear. Y, por supuesto, tenía toda la colección de figuras, no se vayan a creer. Ya solo la secuencia inicial o el empalago de barras y estrellas debería haber puesto a toda la población infantil en fuga, pero lo peor de todo es esa pésima apología del militarismo que se hace, empleando todos y cada uno de los recursos con los que los malvados guionistas-terroristas de Hasbro sabían que nos tendrían dominados. Que luego hablen de la violencia en los videojuegos de hoy me da risa, y de la buena. En cualquier caso, esta serie también ha motivado a adaptaciones cinematográficas de lo más chusco (hay una secuela a punto de estrenarse de la infame primera parte). Pero claro, mientras la taquilla les dé la razón...

3.- Los Caballeros del Zodíaco

En nuestro particular descenso a los infiernos catódicos, damos aquí con otra piedra de toque fundacional para todo friki que se precie de serlo. La historia de Seya, un improbable joven japonés que es elegido como guardián de la armadura mítica de Pegaso y sus inenarrables aventuras con su panda de amigos por salvar a la siempre en apuros Atenea se ha convertido en un objeto de culto de lo más curioso. La serie no hay por dónde cogerla, con unos diálogos infames y unas situaciones que únicamente en la batalla contra los caballeros de oro tiene algo de interés. Más allá de eso, su estructura es siempre idéntica: Atenea se queda prisionera/enferma o al límite de sus fuerzas, y en un tiempo concreto sus muchachos deben combatir, uno a uno, a los secuaces del gran rival de turno (Saga de Géminis, Hades, Poseidón, etc.) hasta la batalla final en la que Seiya alcanza el nivel 5, 7 o 27 que le permite derrotarlo. Es siempre lo mismo, con inacabables parrafadas entre unos caballeros que, vistos hoy con cierta perspectiva, parecen todos bastante afeminados y no terminan de encajar bien con la épica de músculos y sudor que se les presupone. Al margen de una estética japonesa a más no poder que habrá a quien le guste y a quien no (a mí personalmente no me hace demasiada gracia), la serie pervive hoy a través de figuritas, videojuegos y algún que otro anime que mantiene viva la llama de esta particular constelación de estrellas de la tele. Ha envejecido fatal, eso es indudable, pero al menos no amenazan con adaptación al cine. De momento.

4.- El coche fantástico

Con Hasselhoff hemos topado. Madre mía. Este buen hombre, antes de calzarse ese bañador de tan dudoso gusto de Los vigilantes de la playa era ni más ni menos que Michael Knight (Miguel Caballero, para entendernos), una especie de agente secreto que se pasaba el día montado en un camión de mercancías con un señor mayor y una señora rubia muy atractiva hasta que, de pronto, algún malo tenía alguna mala idea que obligaba a Knight a resolverlo todo montado en su flamante coche fantástico, un pedazo de deportivo negro con inteligencia artificial y súper poderes (no volaba por poco, de hecho), que hablaba y tenía una luz roja súper chula en la parte frontal que hacía un ruido aún más chulo. Y además iba súper rápido. Y sus historias eran todas absurdas, pero daba igual, porque el coche era lo más de lo más y todos soñábamos con montarnos en él, tirar a Miguel Caballero de una patada en el culo de allí y buscarnos nuestras propias aventuras. Y no se sabe cómo, pero al final de cada capítulo el coche siempre terminaba activando su Turbo Boost (que no sé cómo demonios se traducirá) para dar saltos increíbles mientras todo explotaba a su alrededor. Aunque nadie moría, eso sí. Hasta ahí podíamos llegar. Hace un par de años se intentó una especie de relanzamiento de la serie que se pegó tal batacazo que no llegó ni a terminar su primera temporada, aunque allí estaba David Hasselhoff para su correspondiente cameo. Si es que a quién se le ocurre...

5. El equipo A

Si alguien pensaba que no podíamos caer aún más bajo tras el paso del inefable Hasselhoff por nuestra lista, aquí llega El equipo A para arreglarlo. Por todos los dioses del Olimpo (que son unos cuantos), esta serie es uno de los subproductos culturales más lamentables que recuerdo. Qué desastre de actores y de guiones, siempre iguales, con el civil buenísimo de turno en apuros al que ayudaba esta panda de fugitivos formados por Anibal Smith y su puro inacabable, el impagable mr. T con su aversión a los aviones, Fénix el guaperas y el payaso aquel que nunca recuerdo como se llama pero que a mí no me hacía ninguna gracia. En esta debían colaborar los guionistas de El coche fantástico porque al final también terminaba todo volando por los aires (especialmente los otros coches, que siempre salían disparados de la misma manera), y a pesar de los millones de balas gastadas no se vio una sola gota de sangre ni un solo herido o muerto en toda la serie (mala puntería, seguro). Y además salió Ana Obregón en un capítulo. Delirante. Obviamente, Hollywood no se pudo resistir a adaptarlo al cine hace poco, con el consecuente batacazo en taquilla (porque no salía la Obregón, no lo duden). Que no aprenden, oiga...

6.- McGyver

Si alguien no ha visto el capítulo de esta serie en la que el bueno de McGyver va a rescatar a una geóloga a un campamento de ETA, por favor que vaya ahora mismo a youtube y vea los cinco primeros minutos. La descripción sociológica del bueno de Mc sobre la banda terrorista española es una de las meteduras de pata más sonoras, dolorosas e impunes de la historia de la televisión, y solo por ello sus guionistas deberían pagar una multa histórica (y un perdón sincero a la asociación de víctimas del terrorismo, ya que estamos). Payasadas de guión al margen, esta serie también tenía a su héroe dispuesto a ayudar a los indefensos, con la particularidad de que el buen señor protagonista tenía la habilidad de juntar un chicle con una cuchara para fabricar un explosivo, y era capaz de barbaridades que harían temblar a todo el equipo del Hormiguero en pleno. Las situaciones eran inverosímiles, la resolución de los conflictos aún más chusca que en las dos series anteriores juntas (que ya es decir) y encima el personaje era tan plano que si se ponía de perfil apenas resultaba visible. Menos mal que de esta aún no amenazan con película, porque sería de juzgado de guardia. Ah, y si pensaban que en esta no salen misiles, ojito a la foto, que no tiene desperdicio.

7.- Oliver y Benji

El otro día traté de ver cinco minutos de un capítulo de esta serie para documentarme para la entrada y recordar viejos tiempos, y casi sufro una embolia cerebral irreversible. Puede que esta sea, con diferencia, la peor de todas las series de este listado, la más demencial, surrealista, inverosímil y aberrante de todas ellas. Ya no es solo por esos campos kilométricos donde los niños japoneses, más que jugar al fútbol, parecen estar corriendo la puñetera maratón y se perciba hasta la curvatura de la Tierra; ya no es solo que los diálogos sean para pegarse un tiro por tres sitios a la vez, o que sus personajes sean más arquetípicos que una bailaora ennoviada con un torero llamado Paco. Es que en esta serie el ritmo narrativo es soporífero, alargando las situaciones hasta extremos que uno ya no sabe si es para torturar las mentes infantiles o porque los dibujantes eran unos vagos redomados incapaces de hacer más de una animación y media por capítulo. El ascenso de Oliver hasta ser campeón del mundo es una historia tan rematadamente mal contada, y las tácticas futboleras tan esperpénticas y sonrojantes (la catapulta infernal, por Dios bendito y la Virgen pura, ¿es que no la recuerdan?), que eso de que los balones atraviesen la red y revienten las paredes parece casi hasta creíble en comparación. Qué lamentable homenaje al mundo del fútbol, madre mía, qué cosa más penosa...

8.- Dragon Ball

Vamos a terminar el listado con tres series decentes, (aunque, a fin de cuentas, después de McGyver y Oliver y Benji todo es ir a mejor por fuerza). Creo que, con diferencia, la serie a la que más estuve enganchado en sus dos primeras temporadas fue a Dragon Ball. La fiebre que había en España, y en buena parte del mundo, fue monumental y pegó con una fuerza que, sinceramente, no creo haber visto después nada parecido. Este cómic nacido de la mano de Akira Toriyama narraba las aventuras de Goku, un niño con prodigiosas habilidades para las artes marciales y una cola de mono (?), que salía en busca de siete bolas mágicas para pedirle al dragón Shenron el deseo de devolverle la vida a su querido abuelo, maestro y mentor del infante hasta su trágica y misteriosa muerte. Durante su viaje encuentra a decenas de personajes carismáticos y entrañables, como Bulma, Krilín o el maestro Mutenroi, y ha de enfrentarse a peligrosos enemigos como Piccolo o la enigmática organización Red Ribbon. Lo mejor de esta primera parte de la serie era la entrañable personalidad de su protagonista, al que su glotonería y pereza hacían amigo de cualquiera a los dos minutos. Goku era noble, simpático, inocente y tontorrón, y con su nube voladora y su palo extensible (y aquellas ondas vitales, no lo olvidemos) alimentó la imaginación de cientos de miles de niños que asistíamos emocionados a cada nuevo capítulo. He tenido ocasión de consultar el cómic en el que está inspirado, en una nueva edición a color que acaba de salir, y menuda maravilla. Ahora bien, también es de justicia señalar que a partir de un determinado momento (la tercera temporada, si no recuerdo mal), Goku crece y la serie se centra en la nueva generación, con su hijo Son Gohan a la cabeza. Y a partir de esa coletilla que se le añadió al título (Dragon Ball Z) a mí me parece que el asunto pierde toda su gracia, se tuerce y entra en otro terreno: las bolas mágicas pasan a un plano terciario, y todo se centra en combatir al gran villano de turno con una estructura repetitiva hasta la saciedad: Goku está enfermo/herido/viajando mientras toda su panda de amigos combate (y muere) a manos del villano, dándole tiempo al héroe a aparecer en el último minuto para enfrentarse interminablemente con el malísimo hasta que lo vence. De esa dolorosa victoria Goku sale herido, aparece otro villano y vuelta a empezar. Da igual que sea Vegeta, Freezer, Célula o Bu, es siempre la misma historia. Y, francamente, cansa ya tanto súper guerrero y tanta fusión. En cualquier caso, me quedo con la primera y original serie, que se puede revisitar en un magnífico juego para Nintendo DS (Dragon Ball Origins) con todo su encanto y esencia. Qué gozada.

(P.d: Y sí, sé lo que van a decirme algunos acerca de Dragon Ball Evolution, pero haremos como que nunca existió tal película, y todos tan felices.)

9.- He-Man

Reconozco que por esta tengo absoluta debilidad, más allá de la crítica objetiva que he intentado seguir en las anteriores. Es cierto que ha envejecido de forma espantosa, que tiene su pésima adaptación al cine ya desde los 80 y que, al igual que los muñecos patrioteros de G.I.Joe, esta se creó para vender las pertinentes figuras de acción. Sin embargo, no sé si por el aire pseudo conan estilizado (no por casualidad Mattel se desquitó con esta serie del "no" rotundo para hacer una adaptación de Conan el bárbaro), o porque me parece un universo fabuloso, imaginativo y lleno de posibilidades, pero He-Man ha sido siempre para mí el referente de las series de la infancia. No hubo otra que viera con más pasión ni siguiera con igual entusiasmo, o que tratara de recrear espada en mano con mi hermano por toda la casa. Es cierto que vista a día de hoy tiene momentos para la vergüenza ajena y diálogos lamentables, pero no más que otras consideradas clásicas o por encima de las aventuras del príncipe Adam (por cierto, ¿de verdad nadie se daba cuenta de que era He-Man? ¡Si solo se quitaba la camisa!). Por lo demás, tiene una secuencia de créditos perfecta y, para colmo, Skeletor es un villano ejemplar, con mezcla de patetismo y horror en esa calavera tan extrañamente integrada en su cuerpo azul. De todas las series que recuerdo, esta es con diferencia la que posee una mayor carga mítica a sus espaldas.

10.- David el Gnomo.

Dejo para el final la que considero, a día de hoy, como la serie con más calidad de todas las que tuve el "honor" de ver durante mi infancia. Se trata de una producción europea que se emitió en España durante buena parte de los 80 y 90 en diferentes versiones, y que recogía la vieja leyenda de los gnomos y los trolls con un aire simpático y desenfadado. Me quedo con la primera temporada, de 26 capítulos, que contaba la vida de David y su esposa Lisa, ya que considero que las demás son inferiores en mérito y alcance. Sin embargo, esta primera serie tenía unos valores de producción muy por encima de la media, y aportaba a sus historias un mensaje ecológico, solidario y lleno de ética que me parece sencillamente inmejorable. El detalle con el que se recrean paisajes naturales, animales y las relaciones entre ellos son impresionantes, y todo el universo de los gnomos y los infinitos detalles de su vida, de sus hogares en las raíces y de sus vínculos es tan entrañable, tan cuidado y tan especial que hacen de esta serie algo inigualable en su época. Por supuesto, ahí están siempre los trolls para animar la fiesta con sus torpes planes y el ingenio de David, siempre un paso por delante del resto, para solventar todos los problemas. Recuerdo haber visto de bien pequeño el final de esta primera temporada, con aquella imborrable escena en la que David y Lisa, terminado su ciclo vital, acuden a una especie de paraíso donde se convierten en árboles que enlazan sus manos por toda la eternidad, mientras el fiel zorro Swift lloraba su pérdida, y aún se me pone la carne de gallina. Es la historia de amor, amistad y lealtad más hermosa que he visto jamás en una serie infantil, y por ello y por el modo tan ejemplar en que se desmarca de las aberraciones más arriba comentadas, no puedo más que recomendarla encarecidamente. Es una obra de arte.


P.d: He dejado fuera de la lista algún que otro clásico de la animación e imagen real como "El inspector Gadget", "Alf", "Fly", "El príncipe de Bel-Air", "Thundercats" o "Dragones y Mazmorras" porque tampoco les dediqué el mismo tiempo que a las del top 10 (y porque si no esta entrada sería eterna, para que vamos a engañarnos). En cualquier caso, el que las haya visto o quiera añadir algo sobre estas u otras series, será más que bienvenido al blog, como siempre.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Saberes maestros


Hace unos días salió un informe de la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid que ha tenido un notable impacto en los medios de comunicación y en la comunidad educativa. Esto se debe, fundamentalmente, a que los datos que arroja dicho informe dejan en un lugar pésimo a un gran número de aspirantes a maestros que en las pasadas oposiciones de 2011 suspendieron de forma masiva (en algunos casos, superando el 95%) en ámbitos como lengua, literatura, matemáticas, biología o geografía.

Los casos revelados por el informe son muy dolorosos, y llegan en un momento especialmente delicado para el gremio del profesorado al que estos opositores aspiran a acceder: faltas de ortografía de un calibre descomunal ("deriban" por "derriban", "veverlo" por "beberlo", etc.), absoluta nulidad a la hora de definir palabras tan comunes como "escrúpulo" ("salida del sol" o "atardecer", según los opositores), un conocimiento realmente peregrino en cuanto a especies animales (el caracol es un "crustáceo", la gallina es un "mamífero", las serpientes se reproducen "sexualmente", etc.), un desconocimiento total del mapa político y geográfico (Soria como comunidad autónoma; Albacete, Ciudad Real y Badajoz como parte de Andalucía, etc.), así como resoluciones de problemas matemáticos que, sinceramente, dan vergüenza ajena. (Por ejemplo: Unas gafas cuestan 185 euros más que su funda. Las gafas y la funda cuestan 235 euros. ¿Cuánto cuestan las gafas? Respuesta: “Las gafas cuestan 235 euros porque siempre se regala la funda”). Los porcentajes globales no pueden ser más desoladores: solo un 13% pudo describir las formas gramaticales dentro de una oración, apenas un 2% supo por qué regiones pasaban los ríos Duero, Ebro y Guadalquivir y únicamente un 7% era capaz de completar una tabla de equivalencias del sistema métrico decimal.

He citado solo algunos ejemplos, pero los diarios de El País, El Mundo o ABC están plagados de barbaridades semejantes, y las reacciones no se han hecho esperar. No me cabe duda de que la aparición de este informe se produce en un contexto muy apropiado, metidos como estamos en el debate acerca del tipo de educación que desde los diferentes ámbitos sociales se considera mejor. Es evidente que estos datos dejan en un lugar lamentable la escuela pública, que es a la que nada menos que 3.800 personas de las que suspendieron este examen pertenecieron el curso pasado en calidad de interinos. También era de esperar la furibunda reacción tanto de los aludidos como de los sindicatos, que han puesto el grito en el cielo pidiendo la dimisión de la Consejera de educación y de toda su plana mayor, por haber mentido en el informe y haber dado, en su opinión, una versión sesgada e interesada de la realidad de dichas oposiciones.

Si es cierto que los datos del informe están falseados (se ha llegado a decir que alguno de los problemas citados en prensa no aparecieron en ninguno de los tribunales de oposiciones), entonces sí creo que aquí debería dimitir alguien. Ahora bien, en caso contrario, si es cierto que el 86% de los aspirantes suspendieron de este modo, que de más de 12.000 plazas solo pudo cubrirse una tercera parte por pura incapacidad e incompetencia de los futuros maestros, entonces alguien debería hacer un serio examen de conciencia. Y por cierto, ese argumento que han empleado muchos críticos del informe, diciendo que es que "eso de saberse los ríos es algo que nadie nos sabemos así, de buenas a primeras" me parece realmente pernicioso y falaz. El desconocimiento generalizado de nuestra geografía no me parece excusable para nadie, pero menos todavía para los futuros maestros, que deben sabérselo y muy bien, además, para poder enseñarlo a los niños.  Hasta ahí podíamos llegar.

El sistema de oposiciones es un proceso arduo para muchos docentes, que exige por su parte una gran concentración y esfuerzo durante un periodo muy amplio de tiempo. Eso merecía algo más de respeto por parte de unas autoridades educativas que, sin embargo, han introducido en los últimos tiempos una medida con la que sí coincido. A partir de ahora, la experiencia docente de muchos interinos pasará a ser un 15% de la nota final, frente al 80% de la nota del examen y un 5% de méritos académicos. Esto antes era más bien al revés, puntuando más la experiencia que la nota del examen, algo a mi juicio erróneo porque, aun respetando los años que un docente interino pueda haber acumulado, no me parece razonable que alguien que saque un 5 y lleve diez años dando clase pase por encima de un opositor que tiene un 10 y ha demostrado de sobra tener conocimientos para comenzar su tarea, como sí ocurría hasta el año pasado. La experiencia da tablas, nadie lo duda, pero no puede ser que un profesor sin conocimientos suficientes se aproveche del sistema para meter los dos pies y pasar por encima de gente que claramente lo sobrepasa en cualificación.

He tenido ocasión de consultar el famoso examen, pregunta a pregunta (cotejar aquí). Vaya por delante que me parece de una torpeza suprema que la Consejería de Educación tire piedras contra su propio tejado haciendo públicos los peores resultados y las respuestas más sonrojantes de los opositores (como ejemplo de unos datos irrefutables, ojo), y que es posible que algunas preguntas tengan algo más que malicia en su planteamiento. Sin embargo, y por mucho que se anunciaran los contenidos cinco meses antes del examen, no me parece que nada de lo que haya aquí sea algo imposible de saber para un maestro o que nadie pudiera esperarse, sino más bien al contrario.

No es mi intención tomar posturas en este debate, porque entiendo el contexto de trincheras en el que se desarrolla, y me gustaría que constara mi respeto hacia todos los opositores y mi rechazo a la publicación de unos datos que únicamente perjudica y en nada beneficia a nadie. Ahora bien, no puede ser que gente que no es apta para enseñar se ponga delante de nadie a decirle cómo debe escribir o de qué familia viene cada especie cuando es a ellos a quienes habría que enseñar en primer lugar. Es sencillamente inadmisible, y por ello me parece bien que si el 86% de aspirantes no merezca aprobar, no apruebe.

A fin de cuentas, y en eso creo que todos estaremos de acuerdo, la labor de la docencia es algo muy serio, que exige una sólida formación, una preparación capaz de soportar la tremenda responsabilidad que implica, por la repercusión futura que dicha docencia va a suponer en nuestra sociedad, y que también demanda un compromiso por parte del profesor de cumplir con su tarea de forma profesional, rigurosa y con contenidos y metodología de calidad. Solo cumpliendo esas condiciones estaremos luego en disposición de protestar por la indefensión de la enseñanza pública con un mínimo de coherencia, dignidad y autoridad. Lo contrario, como tantas otras cosas en este país, es un completo disparate que nos retrata de manera muy poco ejemplar.

lunes, 18 de marzo de 2013

De sátiras y llamas


Cuenta la tradición que, antiguamente, la gente del levante sacaba los muebles viejos que les habían servido en el invierno y celebraban la llegada de la primavera con una espectacular hoguera de madera vieja, una forma de purificar lo que ya no servía, de dejar atrás todo lo malo del pasado para poder afrontar el futuro con más esperanza.

Puede que, sabiendo esto, uno pueda llegar a entender un poco mejor el fenómeno de las Fallas, esa fiesta tradicional que cubre buena parte del mes de Marzo en Valencia y alrededores, inundando sus calles con los alegres y coloridos ninots. Cada una de estas impresionantes esculturas tiene como objetivo satirizar una serie de hechos de la realidad que el artista en cuestión juzga como oportuno para "ser purificado" en esas mismas llamas de la esperanza primaveral, por lo que es bastante frecuente encontrar en ellos alusiones, como ocurría con las de este año, a políticos y tijeras, sanidades y educaciones maltrechas y demás parafernalia de la rutina en la que se ha convertido la sistemática destrucción del estado de bienestar.

La omnipresente figura de nuestro gubernamental presidente, dotado en todas sus caracterizaciones del gesto solemne, heroico y grave que la ocasión requiere para hacer lo que hay que hacer porque nadie más lo hizo en su momento planeaba por encima de todas las demás figuras, casi siempre con bastante acierto, ironía y humor sano. Es evidente que hay cansancio en todas partes por este asunto, y que la impopularidad de muchos de nuestros responsables políticos no podía quedar sin referencia. Mariano I el Recortador no era el único, sin embargo: Rita Barberá, por esos lares muy popular (y perdonen el chiste fácil), figuraba como cabeza de cartel en una mitológica y deliciosa parodia de las tres desgracias junto a Andrea Fabra, entre otras ilustres de nuestro panorama político que prefiero no mentar. Ya que estamos, habría agradecido algún que otro aeropuerto de paseantes, pero mucho me temo que la parodia no llega para tanto (o quizá es el poder detrás de la parodia el que sí llega, y tanto).

Al margen de las esculturas, que terminaron por provocarme una cierta sensación de similitud entre ellas bastante preocupante, lo que más me llamó la atención fue el hecho del ruido. Ruido de todas las formas, tamaños y colores. Ruido de petardos, ruido de tracas, ruido de gente, ruido, ruido, ruido. Estas fiestas tienen un componente masoquista que no termino de entender, con ese alud interminable de petardos y bombas fétidas que inundan el ambiente hasta hacerlo auditiva y olfativamente un poquito malsano, por qué no decirlo. Más parece uno estar paseando por una zona de guerra que por una calle, con algunas sorpresas bastante desagradables y en la misma cara por parte de pequeños y de no tan pequeños. Yo personalmente no enseñaría, como sí vi a muchos padres, a mi hijo de cinco años a tirar según qué petardos (es más, no le enseñaría a tirar ninguno, pero especialmente cuando el petardo en cuestión es del tamaño del brazo del niño). Luego habrá accidentes, lamentos y llantos, pero prudencia, lo que es prudencia de la que evita desgracias, vi bastante poca, la verdad. Y puede que la célebre mascletá les parezca a los allí nacidos y a algún que otro foráneo el colmo del jolgorio y la festividad, pero a mí aquella traca bombardera únicamente me dio dolor de cabeza y poco más. 

Más alegría me dio ver el orgullo con el que desfilaban las falleras y los falleros con sus trajes rituales (hasta que me enteré de que la broma del vestido, peinado y bordados de oro les salía a ellas por una media de 6.000 euros y a ellos por otra de 3.000: ahí se acabó el chiste). Me contaron mis amigos de allí que muchas personas hacen verdaderos sacrificios personales y económicos para poder estar de punta en blanco para tan señalada ocasión, algo que, sinceramente, y por mucha tradición cultural que se quiera, no puedo llegar a entender. Por otro lado, me parece una insensatez como la copa de un pino que la segunda comunidad autónoma en volumen de deuda en todo el país se permita el lujo de pasarse de fiestas mayores días y días, a lo que luego se une la Semana Santa y la Semana de San Vicente; es algo que, al menos en estos tiempos, me parece que alguien debería replantearse, aunque solo fuera en términos del coste global. Es evidente que Valencia estaba estos días a rebosar, lo que imagino que habrá tenido su impacto en el turismo a todos los niveles, pero no ayuda saber que cada ninot se alce de media por encima de los 200.000 euros o que el presupuesto en pirotecnia supere con creces dicha cifra.

Es posible que las gentes de allí no estén ahora mismo para pensar en crisis, por mucho que la sombra de Chipre y su corralito deberían ponernos a todos a remojar las barbas sin falta, y que piensen que precisamente en estos tiempos de zozobra lo mejor es ir a uno de esos casales a perder el conocimiento entre aguas de Valencia y mojitos nada valencianos, y ya de paso tirar petardos hasta reventarse los oídos. No lo sé. En cualquier caso, y por mucho que disfruté de varios aspectos de esta fiesta, las aglomeraciones en calles y medios de transporte y el ruido atronador y constante me convencieron lo suficiente como para no repetir. A fin de cuentas, y que me perdonen las tradiciones levantinas, pero yo ya venía purificado de casa.


domingo, 10 de marzo de 2013

La consola del mes (3): Game Boy (1989-1999)


Uno de los aspectos que más me llaman la atención de las consolas es su capacidad para evocar recuerdos, especialmente aquellas antiguallas que nos acompañaron durante nuestra infancia. Vista hoy día, la Nintendo Game Boy parece un cacharro tosco, aparatoso y técnicamente paupérrimo, con dos colores (verde y negro) y unos miserables 8 bits de potencia capaces de mover sprites cuadradotes y a velocidades escasas y poco más. Nada que ver con esas ultramodernas portátiles capaces de desplazar polígonos en tres dimensiones o de conectarnos a las redes sociales a velocidad de vértigo.

Y, sin embargo, Game Boy es la piedra fundacional del género del videojuego portátil, muy por encima de los aún más jurásicos Game & Watch, aquellos aparatos que únicamente incluían un juego que formaba parte del propio hardware de la consola. Con más de 200 millones de unidades vendidas de sus diferentes versiones y sus más de 500 títulos, Game Boy fue el referente principal del mercado durante casi quince años, una auténtica barbaridad que únicamente hemos perdido de vista ante el brutal desarrollo de la tecnología, que tanto favorece la amnesia. Sin embargo, gracias a esta consola y a la rivalidad con otros sistemas como la Game Gear de Sega, a la que Game Boy derrotó sin paliativos, hoy existe toda una industria. Vaya por delante, pues, ese mérito y ese merecido respeto.

El Hardware.

Game Boy salió al mercado como un experimento de Nintendo a finales de 1989. En aquella época de turbulencias, la compañía estaba ya desarrollando la sucesora de NES, pero se atrevió a meter el procesador en un dispositivo que funcionaba con cuatro pilas y que, eso sí, perdía la capacidad de reproducir juegos a color dadas las limitaciones de su pantalla. Game Boy contaba con un procesador de 8 bits, 4 canales de sonido y una pantalla LCD reflectiva con una decente cantidad de píxeles (160X144). Ello, sumado a la posibilidad de cuatro tonalidades de gris, permitía trabajar sombras y texturas muy básicas que, en manos de desarrolladores hábiles, podían dar fenomenales resultados.

La sorpresa llegó cuando la consola se convirtió en un fenomenal éxito, apoyado fundamentalmente en dos pilares: Super Mario Land, una versión "chiquitilla" de Mario Bros y, muy en especial, Tetris, un auténtico fenómeno de masas que llegó al extremo de convertirse en el buque insignia de la consola, con la que se vendió en España en un estupendo pack que tenía todo hijo de vecino. Era una consola relativamente barata, en comparación con las de sobremesa, con una auténtica enormidad de juegos a precios bastante razonables y que se convirtió en todo un clásico del patio de colegio o del parque.

En cualquier caso, su colosal triunfo frente a sus rivales, en especial frente a la más poderosa Game Gear de Sega, que era capaz de reproducir juegos a color, no se produjo por una mera competencia técnica, sino en una autonomía de casi 9 horas que superaba con creces las pobres 3/4 horas de Sega y, sobre todo, en el apoyo de unas third-parties que sencillamente abarrotaron el mercado con centenares de juegos de una enorme calidad media. La gran ventaja para todas ellas es que el hardware de las 8 bits era mucho más sencillo de programar, y especialmente en dos colores, que cualquier juego de 16 bits, con la ventaja de que además las ventas estaban casi garantizadas (en aquellos primeros años aquello del pirateo era una cosa desconocida).

Con el paso del tiempo fue haciéndose cada vez más evidente que había que implementar los aspectos técnicos de Game Boy, por lo que Nintendo fue sacando diferentes versiones mejoradas que disminuían el tamaño (Game Boy Pocket) o daban la posibilidad de emplear una paleta básica de colores (Game Boy Color). Dentro de los periféricos más curiosos, destaca la Game Boy Camera, que permitía hacer fotografías de los usuarios o el Super Game Boy, un cartucho de Super Nintendo adaptable para juegos de Game Boy que nos permitía jugar con los juegos portátiles en la pantalla de la televisión.

El apoyo de Nintendo con toda su artillería hizo que esta consola conociera versiones de prácticamente todas las grandes franquicias de la compañía (Mario, Zelda, Donkey Kong, Kirby, Metroid...), además del apoyo de grandes como Capcom con versiones tan curiosas como aquella de Street Fighter II, que era todo un lujo. Game Boy fue todo un fenómeno de masas, únicamente superado por Nintendo DS en cuanto a repercusión, y aunque ya desde el título de la consola declaraba cuál era su público objetivo, es recordado hoy por más de uno, como el que esto escribe, con una lagrimilla de emoción.

El Software.

1.- Tetris

Es muy tentador quedarse con los juegos de la última etapa de la consola, más llamativos en el aspecto gráfico, pero lo cierto es que, en honor a la justicia, la época realmente gloriosa de la consola fue la de sus primeros cinco o seis años. Y en todos ellos la sombra de Tetris planeó victoriosa por encima del resto, un puzzle realmente adictivo que consistía en algo tan básico como apilar una serie de formas geométricas de diferentes tamaños para encajarlas en líneas horizontales completas, que se eliminaban para dejar paso a más piezas. La mecánica era tan sencilla como efectiva, y en Nintendo supieron ver el potencial de un juego que era capaz de llegar a un público más amplio que el infantil. La decisión de incluir el cartucho con la consola fue realmente acertado, potenciando enormemente las ventas del sistema y alcanzando por si solo la asombrosa cifra de 30 millones de unidades. Por su trascendencia, influencia posterior y relevancia desde su misma salida al mercado, la obra de Alexandre Pajitnov se ha convertido por derecho propio en uno de los juegos más importantes de la historia de este sector.

2.- The legend of Zelda: A Link to the Past.

Ya tuvimos ocasión de hablar de esta obra maestra en el repaso a los juegos portátiles de la franquicia Zelda, pero no está de más rescatar de nuevo algunos de los argumentos que sirven para coronar a este juego como uno de los mejores de toda la historia de Game Boy. Las aventuras de un náufrago Link por recuperar los instrumentos musicales mágicos necesarios para despertar al espíritu de la isla Koholit se convierte en una emocionante sucesión de mazmorras y enemigos finales de gran ingenio, que demostraron la plena forma de un sistema sorprendente que poco o muy poco tenía que envidiar a sus hermanos mayores. Link's Awakening tiene, además, la ventaja de una frescura poco habitual en esta serie, con la ausencia de elementos tan clásicos como la propia princesa Zelda, Ganon o el reino de Hyrule, sustituido para la ocasión por una isla plagada de montañas, pantanos, bosques y misterios que solo Link puede resolver. Para ser de Game Boy, este juego contaba además con una duración muy por encima de la media, que hacía que fuera, quizá, el menos portátil de todos los juegos. Si alguien todavía no lo ha jugado, la e-shop de Nintendo 3ds permite jugar a la excelente versión DX que se hizo para Game Boy color, que incluye una mazmorra extra y la posibilidad de llevar trajes de diferentes colores con sus correspondientes habilidades especiales. El único reproche que se le puede hacer, a día de hoy, es un sistema de salvar partidas algo engorroso, un minúsculo detalle de un juego grande en todos los demás aspectos. 

3.- Super Mario Land 2: Six Golden Coins

Puede que Super Mario Land lograra el milagro de hacer que el fontanero se paseara por metros, calles y colegios, pero lo cierto es que fue su secuela la que elevó la calidad de la saga dentro del universo portátil hasta cotas difícilmente imaginables, además de introducir a uno de los personajes más carismáticos de la franquicia, Wario. El juego contaba con sprites mucho más grandes y detallados que el primero, demostrando un conocimiento y dominio mucho mayor por parte del equipo de programación, y tenía en la variedad, cantidad y calidad su principal referente de identidad. Las aventuras de Mario por reunir las seis monedas mágicas con las que poder enfrentarse a Wario llevaban al héroe bigotudo a recorrer un total de 32 enormes niveles. La mecánica del juego, en esencia similar a la de la saga, se potencia con una serie de ítems que permiten diferentes habilidades a Mario, como la genial gorra de fuego. Además de esto, en lugar de limitarse a avanzar de nivel en nivel, el juego seguía la estela de Super Mario World con un excelente mapa donde poder seguir los progresos del personaje. Un clásico imperecedero, que me hizo replantearme seriamente mis preferencias "segueras" y que se ha conservado fenomenalmente bien ante el paso del tiempo.

4.- Metroid II: Return of Samus

Cuando antes mencioné el apoyo de Nintendo me refería, fundamentalmente, a lo que hizo con la saga Metroid. Nada menos que la segunda parte de toda la franquicia está en Game Boy, un título exclusivo que, al fin, no era una versión menor de ninguna de sobremesa sino una obra propia, que continuaba el excelente Metroid de NES de 1986. Ambientado poco tiempo después de los hechos de la primera aventura, en esta ocasión Samus Aran debe viajar al planeta SR388 para comprobar si en efecto los Metroid continúan siendo una amenaza para la galaxia. Decenas de escenarios con sus salas, puzzles, enemigos y sus características puertas esperan al jugador, que encuentra todos los elementos clásicos de la saga y la posibilidad de guardar partidas gracias a una batería especial incluida en el cartucho. Sus gráficos eran prácticamente iguales a los de NES, salvo por el tema del color, un detalle bastante importante dado que gracias a las diferentes tonalidades era posible percibir los cambios en la armadura de Samus, algo que aquí se realizó con indicadores visuales para que el jugador supiera con qué versión estaba en cada momento. Toda una joya y un imprescindible para el que, como un servidor, sea fan de esta maravillosa saga.

5.- Mega Man II

De todas las franquicias que han perdido vigencia en la actualidad, la que más echo de menos es, con diferencia, Mega Man. Este simpático personaje fue creado en los 80 por Capcom y se convirtió en buque insignia de las consolas de Nintendo, por lo que su trasvase a Game Boy era una simple cuestión de tiempo. Y si bien la primera entrega no terminó de cuajar del todo, en parte debido a un control bastante impreciso del personaje, Mega Man II y las siguientes entregas sí que estuvieron a la altura de lo que se esperaba. Este juego en concreto tenía una colección de villanos fenomenales, cuyos niveles podía elegir libremente el jugador. La gracia del juego está en que cada villano derrotado nos otorgaba un arma especial que podíamos utilizar durante el resto del juego, alguna de las cuales era realmente eficaz contra otros villanos. Esto dotaba de un elemento de estrategia el asunto y hacía que cada partida fuera diferente, dependiendo del camino que hubiéramos optado. Por su parte, Mega Man tiene una respuesta fenomenal en sus saltos y disparos, y controlarlo es toda una gozada por niveles de nieve, factorías o bosques, a lo que se suman los niveles donde controlamos a su fiel perro, que hace las veces de nave voladora. Eso sí, la dificultad del juego es endiablada, como corresponde a la franquicia, por lo que no es apto para cardíacos. Avisados quedan.

6.- Wario Land

Como ya mencionamos a propósito del número 4 del top de Game Boy, uno de los mayores aciertos de Super Mario Land 2 fue la introducción del carismático Wario, un tipo violento, fanfarrón y caradura que pronto se ganó el corazón de muchos jugadores. Era cuestión de tiempo que Wario tuviera su propio juego, donde dar rienda suelta a toda su personalidad, y por ello la tercera entrega de la saga le fue consagrada a él con todos los honores. A diferencia de los Marios anteriores, este juego no depende tanto de las plataformas como del ingenio para solventar puzzles, encontrar llaves y derrotar enemigos, lo que otorgó una frescura que le vino fenomenal a la saga Land. Por encima de todo, Wario Land es realmente divertido y descacharrante, con un personaje desatado capaz de embestir o arrojar a sus adversarios contra todo lo que se mueva, y puso los cimientos para toda una sub-saga que Nintendo ha potenciado en sistemas posteriores donde Wario es el conductor de una serie de juegos, puzzles y actividades creativas. Quien no haya visto de lo que es capaz la saga Wario & Watch que le dé una oportunidad, porque bien merece la pena.

7.- Castlevania II: Belmont's Revenge

Esta prolífica saga conoció diversas entregas en todas las plataformas de Nintendo. Game Boy no fue una excepción, y sin lugar a dudas esta segunda entrega es la mejor de todas. Simon Belmont vuelve a estar de nuevo a nuestras órdenes para vencer a las fuerzas de Drácula, que se alza todopoderoso en su imponente castillo. Elementos clásicos como el látigo o esos candelabros que escondían corazones (de verdad, a veces la lógica de los juegos es para echarse a temblar). A diferencia de una primera entrega que demostró haberse hecho con bastante prisa, aquí vuelven además el agua sagrada y las hachas arrojadizas, ausentes en la primera parte. El tratamiento de los personajes es correcto, aunque su tamaño se me antoja algo pequeño, pero tiene efectos de luz bastante resultones en algunos momentos de las mazmorras (algo impresionante, para tratarse de una Game Boy), y contiene todos los elementos imprescindibles para satisfacer al más exigente fan de la saga. Todo un seguro de vida, que conoció algunas secuelas más en el sistema que, sinceramente, no estuvieron a la misma altura que este gran juego.

8.- Kirby's Dreamland

Puede que no sea el mejor Kirby de todos los tiempos (a mí Epic Yarn me parece la cúspide de la franquicia), pero el hecho de que Dreamland sea el debut de este personaje merece por lo menos una referencia de honor dentro del top. Es cierto que visto con ojos contemporáneos puede parecer un plataformas excesivamente sencillo e infantil, pero el carisma de este personaje es indiscutible y, además, resultaba del todo apropiado para un sistema cuya media de edad de jugadores estaba entre los 5 y los 10 años. Kirby resulta perfecto como mascota y soporta perfectamente el juego, con habilidades de lo más curiosas y efectos de deformación que hasta entonces no se habían visto. Ha sido homenajeado en innumerables ocasiones, como el escenario de Smash Bros donde aparece ese magnífico jefe final llamado Whispy Woods, el árbol asombrado. Todo un clásico del sistema, que conoció una secuela que lo superaba en prácticamente todos los aspectos, salvo quizá en uno de los más importantes: la frescura.

9.- Donkey Kong Land

El milagro hecho portátil. Cuando nadie pensaba que la saga Donkey Kong Country era capaz de sorprendernos más, va el equipo de desarrollo de Rare y se saca de la manga esta maravilla que conservaba buena parte de las virtudes del original. Lógicamente, la potencia limitada de Game Boy afectaba a los escenarios, carentes de los fabulosos planos de scroll y la profundidad del original de SNES, pero aún así resulta muy meritorio haber logrado captar la esencia de una saga que basa su potencial en un aspecto gráfico sobresaliente, porque los sprites renderizados seguían ahí, aunque en versión 8 bits, claro. Los movimientos de Donkey y Diddy eran realmente fluidos y el plataformeo era directo y sin complicaciones, lo que sin duda contribuyó a convencer a crítica y público. Hablando de eso, y quizá en atención al público de referencia de la consola, menos experto que el de sobremesa, el nivel de dificultad se rebajó lo justo como para permitir a los más pequeños disfrutar del juego de principio a fin, algo muy de agradecer. Una auténtica joya que, obviamente, conocería dos merecidas e igualmente satisfactorias secuelas.

10.- Pokémon Azul / Rojo.

Vaya por delante que jamás he sido fan de esta saga, que nunca he terminado de entender bien los motivos de su éxito y que, seguramente por motivos generacionales y ajenos, por tanto, al juego en sí, siempre me ha costado comprender los entresijos de este fenómeno que arrasó desde su misma concepción, alzándose con el puesto de segundo mejor juego en ventas de la historia de Game Boy, con 23 millones vendidas. En cualquier caso, su importancia para el sistema es tal que sería injusto no incluirlo en el top 10. En realidad, la trampa está en que no es un juego, sino dos que pueden combinarse a libre elección del jugador (algo que recogería más tarde el excelente binomio de Nintendo y Capcom con Zelda: Oracle of Seasons & Ages).

Este juego nos pone en la piel de Dash, un joven que va coleccionando unas criaturas llamadas Pokémon a las que puede entrenar, mejorando aspectos de su capacidad de combate y defensa, para después enfrentarlos con los Pokémon de otros entrenadores. Se trata, por tanto, de un rpg de combate por turnos donde se busca potenciar por encima de todo elementos estratégicos con unas criaturas de simpático diseño. La obsesión por coleccionar todas estas criaturas, diferentes en cada uno de los juegos, llevó a cotas inéditas en este sector, donde incluso se podían pasar bichos de una portátil a otra a través de un cable de conexión. Tanto fue así que durante años los niños eran capaces de citarte de memoria todas estas criaturas pero se quedaban bizcos ante la imagen de una simple vaca. Sea como fuere, la saga ha permanecido vigente hasta hoy día, tras sus exitosos pasos por Nintendo 64 (Pokémon Stadium) y por las siguientes portátiles de Nintendo, donde ha continuado con la estrategia de la combinación de varios juegos. El anuncio, hace bien poco, del estreno de la franquicia con Pokémon X & Y ha sido toda una noticia en las webs y en el ánimo de unos jugadores que, por mucho que yo siga sin entenderlo, adoran esta saga.

jueves, 7 de marzo de 2013

Elogio de la prudencia


Finalizaba el mes pasado aludiendo a las palabras de una persona de enorme responsabilidad militar, que ponía en tela de juicio ni más ni menos que el valor de la Constitución en tiempos de lo que él consideraba peligro nacional. Pues bien, poco tiempo después, nuestro ministro del interior, Jorge Fernández Díaz, dijo en unas conferencias vaticanas que le parecía abiertamente negativo que en España se apoyara el matrimonio homosexual porque, entre otros motivos, es algo que "no garantiza la supervivencia de la especie".

He necesitado un par de días para digerir semejante epifanía. Habla el señor ministro del matrimonio natural frente al matrimonio homosexual (que debemos considerar antinatural, entiendo por alusiones), desde una perspectiva católica y cristiana en la que el matrimonio no es un estado civil, sino un sacramento que se ve legitimado por una serie de leyes y derechos que, en opinión de este señor, no deberían compartir las personas homosexuales a las que debe considerar inferiores o de menor categoría, a juzgar por sus palabras.

Me parece bien que cada persona tenga sus propias ideas acerca de lo que considera natural, antinatural, legítimo o respetuoso, no faltaba más. Cada palo, como dijo aquella otra iluminada, que aguante su vela. Me parece igualmente bien que este señor viera la luz hace apenas veinte años ni más ni menos que en Las Vegas, y que desde entonces defienda posiciones religiosas contra viento y marea. El único problema es que este señor no se puede desvincular de la posición que ocupa, que es ni más ni menos que el cargo de ministro del interior de una de las democracias europeas más importantes. Este señor es un personaje público de una cierta y relativa influencia, y de una más que cierta y nada relativa responsabilidad política, social y moral. Y este señor, en su calidad de ministro del interior, tiene la obligación de aceptar por encima de cualquier otra consideración personal suya una constitución que defiende la igualdad y una legislación que ampara el matrimonio homosexual sin distinciones frente al matrimonio tradicional, y que responde a una demanda social que se reclamó durante décadas por miles de ciudadanos y que, finalmente, un gobierno aprobó hace ahora ocho años.

La prudencia debería llevar a este señor, como a tantos otros miembros de su partido que sinceramente no considero aptos para el cargo que desempeñan, a mostrar un poco más de respeto por todos aquellos ciudadanos que vivimos en este país, y en especial por haber ofendido, insultado y vilipendiado hasta la menor de las inteligencias al declarar que la especie humana corre peligro si se empeña en defender al colectivo homosexual. En un planeta cada día más superpoblado, donde más de 7.000 millones de personas nos agolpamos en una dinámica de crecimiento sin fin que amenaza con arrasar todos los recursos naturales, hace falta tener luces muy cortas para decir semejante estupidez. Y que encima lo remate diciendo que la supervivencia de la especie es un argumento racional habla aún más a las claras de la falta de racionalidad de este señor. 

Uno puede pensar lo que quiera, insisto una vez más en ello, pero a la hora de hablar es necesario pensar primero. Lo contrario, el actuar alegremente sin pararse a pensar en las consecuencias de nuestros actos, es lo que nos está llevando de la mano de unos gobernantes ineptos a una situación que sí que nos puede arrojar a territorios apocalípticos. Nos merecemos algo mejor que esto.