miércoles, 28 de enero de 2009

Cum Laude


He asistido hoy a la defensa de una tesis, no sólo por la amistad que me une con el doctorando, un argentino amable, culto y dicharachero, sino también porque me viene fenomenal ir aprendiendo cómo va a ser el acto en el que un tribunal decidirá si mi tesis vale la pena o no.

Armando, que así se llama mi compañero de doctorado (y tutor), ha escrito una tesis sobre la narrativa anarquista en el periodo finisecular latinoamericano en el siglo XIX. Es un tema tan poco estudiado que los miembros del tribunal han reconocido, antes de nada, su escaso o nulo conocimiento del tema, hecho que han valorado positivamente.

Tras una breve presentación de objetivos, metodología, estructura e ideas de su trabajo, Armando ha escuchado una larga lista de elogios por un trabajo, dicho por los profesores que debían juzgarlo, soberbio, riguroso y en ocasiones, fascinante. Han alabado su claridad de estilo, su facilidad para dar siempre en la diana de los problemas que trata y el hábil manejo de una bibliografía tan extensa como compleja.

Yo iba tomando mis notas, mientras se sucedían los piropos a un trabajo que se ha prolongado durante años y ha exigido por parte de él grandes sacrificios, viajes y no pocos disgustos. Escuchando a mi compañero sentía una mezcla de solidaridad y compasión, aunque en su caso este proyecto se ha llevado más años de su vida y esfuerzo, sin duda, que en el mío.

Y cuando parecía que aquello no podía mejorar más, que los miembros del tribunal no podían estar más contentos de estar allí, Armando ha hecho un turno final de réplicas sencillamente espectacular, con dedicatoria final a su esposa e hija. Y ha sido al mencionar a estas últimas, al sentir el temblor de su voz al mencionarlas, cuando se ha desatado el elemento lacrimógeno en el respetable, servidor incluido, y cuando Armando ha terminado por conquistar a todo el mundo.

Por todo ello, su más que merecido Sobresaliente Cum Laude por unanimidad ha recibido, además de las felicitaciones, un más que caluroso abrazo. Tras años de tanto trabajo, Armando se vuelve a Buenos Aires con una tesis bajo el brazo, y un buen número de amigos que, seguro, recordaremos sus charlas, historias y anécdotas.

A mí me toca seguir en la brecha, pero tú disfrútalo, compañero, que te lo has ganado.

martes, 27 de enero de 2009

Bolonia y Botellón.


Iba el otro día caminando por mi excelsa universidad, rodeado de la flor y nata de la intelectualidad madrileña (es un decir), cuando de pronto me pararon tres jóvenes pertrechados de panfletos y vasos de kalimotxo:

- Oye, chaval, ¿tú estás a favor de Bolonia?

Me detuve al instante, sin saber a qué venía aquello. Luego recordé que era San Canuto, y por tanto fecha propicia para todo tipo de campañas en pro de los derechos humanos, animales y extraterrestres. Eso explica, respectivamente, la presencia de vino adulterado y papel reivindicativo en manos de mis agresores verbales, a quienes respondí:

- En realidad, sí. Por lo que sé del asunto, es un plan que busca equiparar los títulos universitarios españoles con los del resto de Europa, además de introducir unos lazos de unión más estrechos entre el mercado empresarial y la universidad. Eso por no hablar de la obligada reforma en los planes de estudios, algo que venía siendo cada vez más urgente.

En honor a la verdad, debo decir que no lo expresé de esta forma, aunque la idea era similar. Mis asaltantes se miraron, quién sabe hasta qué punto imbuidos por sustancias etílicas de la más exótica naturaleza, y uno de ellos, el que parecía ser el líder, me espetó:

- O sea, ¿que tú quieres que se meta aquí el negocio privado y provoque la quiebra de la universidad pública? ¿Quieres que nos dejen sin becas, y que nos obliguen a financiarnos unos másters de especialización que superan con creces las posibilidades económicas de cualquier estudiante medio?

Si en mi caso ya tenía pocas dudas, en esta réplica es forzoso insistir en mi escasa fidelidad a las palabras del cabecilla de los panfletarios, (no así a la idea, ojo). Comenzó entonces una de mis habituales jaquecas. La música sancanutense inundaba de jolgorio los corazones universitarios, que a una semana de exámenes ahí estaba, dándolo todo por su futuro a base de empinar el codo, y aturdía mis ya de por sí confusos sentidos.

- No, creo que has entendido mal lo que quería decir. Desconozco la relación exacta que hay entre Bolonia y las becas, pero esa reducción se viene dando ya desde hace años. En cuanto a lo de la quiebra de la universidad, no creo que Bolonia pueda empeorar aún más esta situación. El sistema educativo español, y la universidad no es una excepción, lleva décadas siendo un motivo de vergüenza para un país supuestamente desarrollado como éste. Sobre los másters no sé qué decirte, desconocía ese dato, así que supongo que en eso llevarás razón.

El líder miró al resto, triunfante, y me alargaron una hoja para que firmara en contra del plan. Traté de explicarles que a pesar de mis concesiones pensaba mantenerme en mis trece, al menos hasta disponer de fuentes de información más fiables sobre el asunto. Aquello provocó que mis primarios interlocutores pasaran del entusiasmo a la descalificación, llamándome de todo menos guapo. Verme abandonado de aquella excelente compañía me obligó a continuar mi camino hacia el coche, mientras me planteaba cuestiones de gran calado metafísico.

Posiblemente el plan de Bolonia no sea perfecto y tengamos que lamentar a medio plazo algunas de sus consecuencias directas. Sin embargo, no conozco a nadie de mi generación que saliera de la universidad no ya alabando sus virtudes, sino diciendo siquiera que su estancia de cuatro o cinco años allí le sirvió para algo más que una juerga o distracción en forma de faldas cortas. Muchos de esos mismos amigos o compañeros ahora trabajan en las mismas empresas que desconocían por completo antes de entrar, y en las que han aprendido todo cuanto saben. Otros tantos intentaron marcharse a Europa con las famosas becas Erasmus, y volvieron encontrando millones de problemas para convalidar asignaturas; y lo más importante, algunos han tratado sin éxito de trabajar en el extranjero, algo impensable en tanto que sus títulos valían allí lo mismo que el de barrendero, con todos mis respetos para la profesión.

En cualquier caso, poco o nada van a conseguir los voceros pseudo-progresistas y antisistema mientras vayan con la litrona por delante y esa actitud que mezcla arrogancia y pasotismo. Más les valdría agarrar uno de esos libros que tanto dicen merecer, y hacer valer el dineral que el estado está pagando por sus botellones semanales, San Canutos y demás homenajes a la pandereta constante que es la España universitaria. A lo mejor en ese caso lograban que alguien, más importante o decisivo en su opinión que el que esto escribe, les hiciera algo de caso.


(San Canuto, el día después. Para que luego me llamen exagerado)

jueves, 22 de enero de 2009

De sabios, juicios y paquidermos.


Dice una vieja leyenda hindú que seis sabios ciegos fueron a examinar un elefante para elaborar una teoría acerca de su naturaleza. Uno por uno, se acercaron al animal y lo tocaron por diferentes partes (orejas, colmillos, lomo, trompa, cola y rodilla), aseverando que aquella criatura se asemejaba, respectivamente, a un abanico, una lanza, una pared, una serpiente, una cuerda y un árbol. Y no lograron ponerse de acuerdo sobre quién tenía razón.

Pues bien, hoy mismo, mientras leía una novela en una cafetería, un mendigo se me ha acercado pidiendo dinero para comer. Sin dudarlo, he cogido el bocadillo que había sobre mi mesa y se lo he ofrecido, y al hombre se le ha mudado hasta el color. De tan emocionado que estaba le temblaba la mano al dármela, me dio las gracias mil veces y salió de allí gritando que aún había gente buena en el mundo (“cojones”, terminó diciendo el buen hombre tras la exclamación). Los demás clientes de la cafetería me miraron como si estuviera loco, y mientras tanto yo volvía a mi lectura, pensando en lo irónico de todo aquello.

Y es que resulta que, muy lejos de la santidad que se me achacaba, aquel hombre en realidad me acababa de hacer un favor. El bocadillo me lo habían regalado con la bebida, y yo estaba tan lleno de la comida anterior que no sabía qué hacer con aquello (envolverlo y llevarlo a casa, supongo). En estas apareció el buen hombre y me resolvió el conflicto. En cierto modo, es como si aquella comida hubiera llegado a mis manos para terminar en las suyas, una feliz coincidencia que, sin embargo, el mendigo juzgó por extrema bondad y los clientes por locura, cuando yo lo veía como un alivio.

Cuántas veces no nos ocurrirá juzgar algo como horrible o maravilloso, pasando por toda su escala de grises, para después descubrir que el mismo acontecimiento es considerado de maneras opuestas por las gentes más diversas. Desde lo más trivial, como un libro o una película, pasando por acontecimientos más importantes, como la investidura de cierto exotismo histórico, todos y cada uno de nosotros ejercemos de sabios ciegos, limitados por nuestras pobres perspectivas.

Y nuestros juicios, análisis, condenas o elogios nacen de nosotros sin sospechar que tanta razón llevamos como dejamos de llevar y que, en el fondo, esa misma realidad que afirmamos conocer tan bien no es otra cosa que un elefante que se burla de nuestra inocencia.

martes, 20 de enero de 2009

Los sonidos ausentes de Piera.


Cuando los lee, y aun cuando los comenta, Carlos Piera no parece impresionado por su propia facilidad a la hora de escribir versos. “Me salen así, no me lo planteo demasiado en un principio. Aunque luego los corrijo mucho, claro”. Reconoce también no ser capaz de escuchar música de fondo, (“sería una interferencia horrible para escribir”), y siempre que habla para tratar éste y otros asuntos lo hace con una expresión sencilla, cálida y cercana. Por ejemplo, cuando se declara aficionado del jazz por esa extraña combinación de seriedad y diversión, algo que envidia profundamente y le hubiera gustado saborear en sus muchos años de docencia.

Y por fin, entra en materia. Dice que le seduce la poesía porque es “corta e intensa”, porque en breves palabras es capaz de condensar gran cantidad de intuiciones, emociones, sentimientos e impresiones que la realidad va dejando en él.

En verdad, hay algo solemne en los poemas de Piera, más aún cuando los lee con una voz que se detiene en determinados momentos, que sonríe cómplice al auditorio para después regresar con la misma intensidad que busca en sus versos. Extraigo de ellos esta Nana de Gaza, porque como él afirmó, “está tristemente de actualidad”:

Qué guapa en la cuna, mi niña adorada,
para que la muerte cuando venga a verte
te encuentre acostada.

Cierra los ojitos, vida de mi vida,
para que la muerte cuando venga a verte
te encuentre dormida.

Duérmete, mi rosa,
para que la muerte cuando venga a verte
sea cariñosa.

Duérmete, ojos bellos,
si hay gatitos muertos por entre las ruinas
jugarás con ellos.

Duérmete, rubí,
y a ver si la muerte cuando venga a verte
se me lleva a mí.

Apenas termina sonríe de nuevo, y pregunta con total humildad si no se habrá excedido en el tiempo dedicado a su recital, y si nos ha gustado. “Es pregunta honrada, lo prometo”.

Luego vienen las cuestiones del debate, y alguna que otra reflexión que me hace a su vez pensar en poesía, ese campo que tan poco frecuento. Dice Piera que lo que más le seduce de la lírica es la cualidad oracional del verso, en el sentido de la oración o rezo, realzado a su vez por lo que de lectura personal y solitaria tiene el poema: “El verso se realiza plenamente en su forma impresa”, afirma, mientras yo me pregunto entonces por qué siempre he sentido que el poema, como el diálogo teatral, cobran su verdadera dimensión sólo cuando son declamados. No interrumpo al poeta, en cualquier caso, porque soy consciente de la pobreza de esta reflexión y de lo seguro de su error o de mi mala interpretación de sus palabras.

El autor termina recordando, tras el debate, eso que siempre quiso enseñar a su loro, algo con lo que cerrar de una forma magnífica, casi poética, cualquier reunión o recital o encuentro: “Bueno, pues nada”. Y hasta más ver.

lunes, 19 de enero de 2009

Al calor de los recuerdos.


Hace poco mantuve una conversación con uno de los amigos que conservo de mi estancia en Estados Unidos, un californiano que tirita sólo con pensar en los casi cuarenta grados bajo cero que, según él, asolan ahora mismo la ciudad de Chicago.

No es de ese frío, sin embargo, del que quería hablarles hoy. Mi amigo me comentaba, entre otras cosas, que extraña cada día más la compañía de su grupo de amigos de toda la vida, aquel con el que compartió cada nuevo descubrimiento hasta que un buen día recibió una carta de aceptación de su universidad. Dijo que ese calor, más incluso que el real, es el que le vendría bien para acometer sus empresas actuales, y por desgracia se tiene que conformar con recordarlo en la distancia.

Precisamente, hace un par de semanas compartí una velada espléndida con el grupo de amigos tricantinos, con algunos de los cuales compartí aula desde que teníamos ocho años. Aquella noche jugamos a los Hombres lobo, una variante moderna del clásico ruso Mafia, que por si alguien no lo conoce se trata de un juego de roles, crímenes figurados e imposturas tan adictivo como apasionante.

Y fue ahí, jugando a descifrar los rostros de mis amigos, con José haciendo de narrador, Edu calentando los cascos del personal y Héctor mirando de soslayo a todo el mundo (podría citar a todos, espero me perdonen las ausencias), cuando valoré lo mucho que había echado de menos momentos como ése durante la etapa americana. A fin de cuentas no es igual, no puede serlo, una amistad labrada con tantos años a la que se establece en un momento breve, tan fugaz como imperceptible. Aquélla, además, tiene la ventaja sobre ésta de que, como decía mi amigo, calienta en los momentos de necesidad, así que sólo me cabe esperar que sigan produciéndose veladas como la de los hombres lobo, tanto a éste como al otro lado del Atlántico.


P.D: (Dicho todo esto, debo reconocer que una de las mayores alegrías de este año para mí es salir a la calle y no tener que ir embutido en una bolsa térmica, se pongan como se pongan los apocalípticos del cruel invierno que asola España.)

miércoles, 7 de enero de 2009

Cinefórum (2): El Caballero Oscuro



De los géneros cinematográficos, uno de los más denostados ha sido siempre el de los súper héroes. Herederos directos de los cómics en que estaban basados, estos filmes eran casi siempre una torpe sucesión de secuencias para mayor gloria de un tipo embutido en mallas (de más que dudoso gusto, por cierto), que generalmente peleaba contra un villano deforme, empeñado en torturar a la chica de turno y, ya de paso, dominar el mundo de alguna forma tan pedestre como recurrente. “Joyas” tan olvidables como Superman (I-V), Batman (especialmente Forever & Robin), Hulk o las más recientes trilogías de Spiderman y X-Men han arrasado en taquilla, pero a costa de saturar al espectador con un pastiche digital hortera y repetitivo debido a su más que predecible estructura (y no digamos desenlace.)

Cuando parecía que esta situación era ya insostenible, llegó un tal Christopher Nolan y se atrevió ni más ni menos que a reinventar la franquicia de Batman. Su Batman begins (2005) era una película poderosa, vibrante y enérgica que destrozaba muchos de los clichés del género de la viñeta animada. Tenía un reparto lujoso, dos compositores de altura y unos efectos sobresalientes, pero sobre todo, establecía una narración distinta, más adulta y profunda. Lástima que su tramo final no estuviese al mismo nivel y que se ajustara a la predecible estructura mencionada antes, porque de lo contrario estaríamos ante una verdadera revolución del género.

Esta revolución ha llegado, a mi juicio, con la secuela estrenada el pasado año, El caballero oscuro (2008), que amplía las virtudes de la anterior de un modo inimaginable. La incorporación de un tono más sombrío a la trama se debe, en buena medida, a la soberbia interpretación de Heath Ledger como el célebre Joker, pero no sólo. Por primera vez, el héroe no acapara toda la atención, sino que reparte protagonismo con el comisario Gordon (excelente Oldman, como siempre), y el fiscal del distrito Harvey Dent, papel bien interpretado por Aaron Eckhart. Estos tres personajes son, muy por encima de Batman, los protagonistas de una función sobre la corrupción de los ideales y la imposibilidad de la justicia, que no da un solo respiro en sus casi dos horas y media de duración.


Christian Bale es un perfecto Bruce Wayne, y su recreación salvaje de Batman es un fiel homenaje a quien mejor ha sabido comprender al personaje, el dibujante Frank Miller. Pero sin duda, el mayor mérito actoral corresponde a Heath Ledger. Cada escena de su Joker ha debido hacer palidecer al pobre Jack Nicholson, por cuya culpa la primera y sobrevalorada Batman (Tim Burton, 1989) alcanzó límites de mediocridad sólo superados por Joel Schumacher en sus delirantes secuelas. Bajo su capa de maquillaje, Ledger es más que terrorífico e inquietante, se vuelve un auténtico psicópata capaz de cualquier barbaridad con tal de demostrar sus teorías anarquistas acerca del caos. Una actuación espléndida, en suma, que hace aún más dolorosa la pérdida de un actor que apenas había comenzado a desplegar sus numerosos talentos.


Pero al margen del inmenso Ledger, lo más destacable de esta cinta es que ha sobrepasado los límites de su propio género, haciéndola incomparable a las películas citadas anteriormente. Cada elemento de El caballero oscuro funciona como una pieza de relojería pertinente y acertada, como la elección de rodar en escenarios abiertos de Chicago, la ausencia general de efectos digitales, el casting (con excepción, quizá, de Maggie Gyllenhaall), el ritmo frenético de Nolan y la no menos intensa partitura de James Newton Howard y Hans Zimmer.

El caballero oscuro es, en resumen, una excelente película, cine con mayúsculas capaz de competir con el mejor drama criminal o de acción porque, al fin, lo de menos aquí son las mallas y los villanos deformes.

martes, 6 de enero de 2009

Aquellas dichosas maquinitas (II)



No tardó demasiado el otro gigante de la tecnología, Microsoft, en sumarse al carro de las consolas, harto ya de ver cómo los PC’s eran incapaces de competir con aquéllas en el ámbito del ocio doméstico. Su apuesta fue copiar descaradamente los defectos y virtudes de la saga Playstation, que seguía vendiendo consolas como churros y saturando al respetable, y en 2001 lanzó al mercado un cacharro llamado X-Box. Esta consola fue tan potente como poco aprovechada, y se limitó a repetir punto por punto los errores de Sony.

El principal problema de estas consolas fue que basaron todo su poder en el apabullante aspecto técnico de sus juegos. Los gráficos de Halo, Metal Gear Solid 2, Fable, Splinter Cell o Gran Theft Auto: San Andreas, eran tan espectaculares que adormecían a un público incapaz de darse cuenta de que en realidad estaban asistiendo más a una película de animación que a un juego verdaderamente interactivo.

El caso de MGS2, uno de los juegos más aclamados de su tiempo, es significativo. De sus escasas 12 horas de juego, 6 (¡6!) eran vídeos, dejando la otra mitad como tiempo de juego real. Era evidente que las compañías buscaban antes la boca abierta del usuario ante el despliegue de medios que la diversión o el desafío del propio juego, y por desgracia las ventas les dieron la razón. Resultado: Playstation 3 y Xbox-360, sus continuadoras directas de 256-bit, mantienen la misma línea continuista, mientras sus sagas más representativas llegan a la décimo quinta o vigésima entrega sin ser más que una ampliación gráfica de la versión anterior.

El fracaso de Nintendo con su Gamecube, un intento de hacer algo similar a sus competidoras, parecía total con la salida de Wii, un experimento tan desconcertante que muchos dieron a la compañía más veterana por muerta. Su consola era técnicamente muy inferior, y no podía ni de lejos acercarse a la potencia gráfica de sus competidoras.

Sin embargo, Nintendo ha demostrado, al fin, que la calidad y el sentido común del usuario deben imponerse sobre la irracionalidad y el vacío. Su consola ofrece unas posibilidades de interacción hasta ahora inéditas, y se adapta a cualquier tipo de usuario, sea de la edad que sea (o del sexo que sea, asignatura siempre pendiente de los videojuegos). Ofrece opciones multijugador para toda la familia, apuestas variadas que permiten bailar, practicar yoga o deportes, al tiempo que los títulos más clásicos conocen versiones, al fin, que hacen honor a su nombre, como Super Mario Galaxy o Zelda: Twilight princess.

Al margen de que las cifras de Wii en el mercado estén dando una verdadera paliza a sus rivales, Nintendo merecía esta victoria porque ha sido siempre fiel a una idea de juego de calidad, con vistas al entretenimiento del usuario. No se trata de apabullarlo, engañarlo o seducirlo con baratijas de colores, sino de darle aquello que está buscando y que merece por el importante desembolso económico que suponen estas dichosas maquinitas: ocio simple y de calidad.

Es por eso que Wii, aun con todas sus peculiaridades y rarezas, merece todas las alabanzas, como antes las merecieron NES, Super Nintendo o Nintendo 64, ya que es, como aquellas, una luz entre tanto zombi poligonal, coche desenfrenado con rubia de copiloto o arqueóloga pechugona con ganas de marcha. A la falta de originalidad e ideas de un sector hastiado de epígonos, cifras y lazos de regalo, Nintendo ha respondido con un golpe de efecto, demostrando que, a fin de cuentas, la veteranía es un grado.

Olé por ellos, y suerte. La van a necesitar.


P.D: Tanto hablar de máquinas me hace echar en falta lo más importante: los juegos. A partir de ahora, iré haciendo de cuando en cuando mi particular Top 20 de todos los tiempos.

domingo, 4 de enero de 2009

Aquellas dichosas maquinitas (I)


Yo aún no había nacido, pero dicen que allá por los setenta comenzó una revolución informática que devendría en las actuales computadoras personales (PC’s), y que tuvo ramificaciones tan diversas como insospechadas. El cine de efectos especiales por ordenador y la animación digital comenzaron a dar sus primeros pasos, aún tímidos y titubeantes, y a un nivel menos llamativo se empezaron a desarrollar unas máquinas de entretenimiento llamadas recreativas o arcades. Estos aparatos, agrupados en salones, marcaron una época en el ámbito del ocio infantil y juvenil.

Los expertos en estos asuntos afirman la existencia de al menos dos generaciones de consolas (arcades domésticos), hasta la salida al mercado en 1985 de dos consolas emblemáticas, la Sega Master System y la Nintendo Entertainment System. Estos aparatos, con un procesador de 8-bit capaz de mover objetos en dos dimensiones y un colorido mayor que las anteriores, sentaron los cimientos de toda una cultura tecnológica. Fue en estas consolas donde hicieron una aparición significativa personajes tan carismáticos como Mario o Donkey Kong, o sagas como Metal Gear, Final Fantasy o Legend of Zelda, aún vigentes en la actualidad.

Nintendo y Sega perpetuaron su pelea por un mercado cada vez más jugoso con su siguiente generación, a principios de los años 90, compuesta por la Super Nintendo y la Sega Mega Drive, ambas de 16-bit. En estos años se fueron incorporando más iconos del mundo del videojuego, como la mascota de Sega Sonic, o las sagas de lucha Street Fighter y Mortal Kombat.

El panorama de los videojuegos cambió radicalmente con la quinta generación, en 1995-1996, que además de los esperados recambios de Sega y Nintendo (Saturn y N64, respectivamente), añadió la presencia de Sony con su archiconocida Playstation. Se trataba de consolas técnicamente muy superiores a las de antes, especialmente por su capacidad de mover objetos en 3-D y la incorporación de vídeos de gran definición, lo que supuso toda una revolución en el sector.

A pesar de tener la mitad de potencia que su rival de Nintendo (32 bit frente a 64), el éxito de Sony fue tan arrollador que literalmente arrasó el mercado, perjudicando muy seriamente a Sega (que con el fracaso de su siguiente consola, Dreamcast, en 1998, quedaría reducida a una simple empresa de desarrollo de juegos para otras consolas). Sólo Nintendo resistió el embite de Sony, aunque no tanto por sus ventas como por el apoyo de su público fiel.

La aparición de Sony supuso una convulsión en el sector del videojuego por su agresiva estrategia, que consistía en masificar su catálogo de juegos dando licencias sin que apenas hubiera controles de calidad. Esto propició una verdadera avalancha de títulos, en su mayoría mediocres, que desbordó las posibilidades de los usuarios pero les hizo creer, al mismo tiempo, que aquella desmesura era sinónimo de calidad. De un total de más de 3.000 títulos a lo largo de sus casi seis años de existencia, sólo Final Fantasy VII, Resident Evil 2 y Gran Turismo lograron sobrepasar un nivel decente. A pesar de todo, estos juegos también escondían las deficiencias técnicas de su consola, empleando gráficos renderizados y estáticos por los que deambulaban unas figuras toscas y de escasos polígonos. No obstante, su lujoso envoltorio y una campaña de promoción efectiva convencieron al mundo de que Sony era la nueva referencia en el sector del videojuego.

Nintendo había optado, a diferencia de los CD-Rom de sus rivales, por mantener cartuchos de gran capacidad. Esto reducía los tiempos de carga, que hacían insufrible cualquier partida en PSX o Saturn, pero, al mismo tiempo, aumentaba los costes de producción. Por otra parte, Nintendo estableció controles más severos para la creación de juegos para su consola, dando licencias estrictas y sólo a las llamadas third-parties, lo que provocó una relativa escasez de juegos que, sin embargo, poseían una calidad muy superior a los de su competidora. Esto, sumado a la considerable potencia de N64 permitió ver, año tras año, cómo iban apareciendo juegos tan asombrosos como Super Mario 64, GoldenEye 007, Banjo-Kazooie, The Legend of Zelda: Ocarina of Time, Perfect Dark o Conker’s Bad fur day, todos ellos considerados como los mejores títulos del sector en 1996, 1997, 1998, 1999, 2000 y 2001, respectivamente.

Aquella derrota de Nintendo fue especialmente dolorosa, porque su titánico esfuerzo fue incapaz de competir con Sony y sus ventas multimillonarias. De nada sirvió su calidad técnica, la ausencia de tiempos de carga o unos juegos absolutamente irrepetibles, que las compañías han tratado de repetir desde entonces (sin llegar ni de lejos a su magia). Sony sacó a la venta su Playstation 2 a lo largo de 2000, convirtiéndose en la consola más vendida del mercado con una diferencia abrumadora, y aun a pesar de sus 128-bit, mantuvo intacta su voracidad de títulos plagados de cuartas, quintas y sextas partes de juegos que quizá nunca debieron publicarse.