sábado, 31 de julio de 2010

El alivio y la mirada



Uno de los recuerdos más poderosos que guardo del verano de 2005 pertenece a las mañanas, cuando a primera hora abandonaba el comedor del campo de voluntarios y me dirigía a los servicios por la entrada principal. Desde ahí dominaba toda la playa de Corrubedo, buena parte del parque natural del mismo nombre y la gigantesca duna que se alzaba solemne en el horizonte de sal.


Recuerdo que, al salir, la luz siempre me obligaba a cerrar los ojos y, cuando poco a poco me acostumbraba y ya podía abrirlos de nuevo, sentía como si el paisaje hubiera sido creado en ese mismo instante por mi mirada. Y contemplarlo en silencio, sin más ruido que el eco del mar allá en la lejanía, transmitía una paz tan intensa, una quietud, que nunca imaginé que volvería a sentir algo semejante.


Sin embargo, cinco años después me sorprendí a mí mismo en una situación casi idéntica. Un fogonazo de luz, ojos cerrados y, de repente, el surgimiento de un paraje fabuloso, esta vez en unos valles de León plagados de ciervos y de una fauna sobrecogedora pero, sobre todo, impregnada de la misma paz, de la misma sensación de tranquilidad absoluta a mi alrededor.


Tardé un tiempo en entender que la visión del parque de Galicia me transmitía la paz que llevaba entonces conmigo, una que acababa de surgir tras años de incertidumbre. Por eso, en esta ocasión, la visión del valle inmediatamente me remitió a la causa última de mi alivio, pues ésa y no otra era la emoción que me embargaba. Era el alivio de saber que había saltado una valla que aún me costaba aceptar como real, y que me garantiza un futuro digno, estable, en paz; el alivio de saber que la expectativa de todos mis seres queridos estaba cumplida, que era historia esa presión constante acumulada durante todo el año, las dudas, los temores, la crisis… Alivio, también, de dejar de sentir que vivo instalado en la provisionalidad, en la duda de lo que me esperará el mes que viene, o dónde estaré el año que viene, o qué comeré dentro de dos…


Hace cinco años, el alivio era existencial. Tras una larga noche del alma, mis ojos eran capaces de ver al fin una realidad real, una en la que quería vivir plenamente conociendo, amando y disfrutando de los pequeños placeres de la vida. Fue la época en que alcé la mirada del libro y dejé de ver los objetos desde la tinta y el papel para hacerlo con mis propios ojos, desde mi experiencia, mi filtro, mi enfoque.


Este alivio es diferente. Es un alivio más práctico que, de algún modo, permite sostener el circo de las ilusiones, de los sueños aún por cumplir, de esos proyectos que uno va almacenando con la edad a la espera de que se presente la oportunidad para llevarlos a cabo. Sigo siendo un equilibrista, como todos, pero con la confianza, con el alivio, de saber que hay una poderosa red ahí abajo esperando, por si acaso.