sábado, 9 de octubre de 2010

Cifras y letras




El otro día tuve un interesante debate acerca de las artes y las ciencias, del que me quedé con algunas frases lapidarias que no logro borrarme de la cabeza, epifanías del tipo “yo me dediqué a las ciencias porque, total, a las letras es muy fácil acceder: no hay más que coger un libro, poner un CD o irse a un museo, y ya está”.

Miles de años de florecimiento de las letras y resulta, qué diantres, que no había más que agarrar un libro para que, ipso facto, todo el pensamiento relacionado con la filosofía, la historia o la literatura fuesen trasvasados directamente a nuestras mentes pensantes. O qué me dicen del CD, que nada más reproducirse nos traslada toda la hondura y complejidad de las arias, sonatas u óperas cual si las hubiéramos compuesto nosotros mismos. (De lo del museo casi prefiero no ironizar, tal es la dentera que me da).

Por aquello de encontrarme entre amigos traté de diluir con amistosas sonrisas de indiferencia cada nuevo advenimiento: “estudiar letras no sirve para nada, es una pérdida de tiempo”, “lo de las asignaturas de letras es un lastre del pasado que, por suerte, ya nos estamos quitando de encima: ¿alguien echa de menos el latín o el griego?”, y así un largo y horripilante etcétera.

Qué lástima, pensé en aquel momento, que el sistema educativo por el que estos sujetos dicen haber pasado con provecho y fortuna haya hecho semejante mella en sus conciencias. Qué profundo pesar produce la incapacidad del personal de darse cuenta de la artificiosa separación entre ambos campos del saber, que no son ambos sino un único espacio donde todas y cada una de ellas entra en profunda armonía e interrelación. ¿Qué sería de la arquitectura sin el arte? ¿Cómo construimos una Capilla Sixtina sin saber sumar, o peor aún, sin tener el talento artístico para dibujarla? ¿Cómo se crea la poesía, y por extensión la música, sin el sentido del ritmo, sin la profunda relación matemática de sus secuencias? (y démosle la vuelta al argumento, que resulta igual de desolador: ¿qué sería de las matemáticas si no pudieran aplicarse a tales ámbitos y provocar tales sensaciones estéticas?).

Resulta demoledor que a estas alturas haya gente cercana a la treintena que piense, y encima te trate de convencer de ello, que cualquier persona que coja el Lazarillo de Tormes es capaz de desentrañar hasta el más profundo de sus niveles de lectura; que alguien, sin la formación ni la sensibilidad adecuada para tal empresa, se plante frente a la novena sinfonía de Beethoven y capte las esencias últimas de su maestría; que cualquier ciudadano de a pie se cuele por casualidad en un museo y, de un simple vistazo, despache gustosa y tranquilamente los misterios de Monet, Dalí o Bacon como si estuviera haciendo un crucigrama en el metro.

Resulta molesto que uno sí sepa, desde el respeto, dejar en su sitio la crucial labor de Einstein, Bohr, Copérnico o Newton, que entienda la importancia de las aportaciones de Arquímedes, Averroes, Darwin o Mendel, y ni se le ocurra pensar que leyendo un simple panfleto está ya a la altura de un científico o un investigador. Los avances de la ciencia han traído consigo mucho más que una revolución técnica o tecnológica, han supuesto el salto de un universo (el medieval, con su mentalidad y sus atrasos) a otro plagado de posibilidades, que crece a un ritmo exponencial. ¿Por qué esa conciencia y ese respeto no puede aplicarse, por igual, a disciplinas que jamás se han distinguido ni distinguirán por su aplicación práctica, sino precisamente por completar las lagunas que las cifras y las ecuaciones no pueden alcanzar, aun con toda su milimétrica precisión?

Y sobre el griego y el latín, qué decir. Yo me siento afortunado por haber podido leer relatos de César, discursos de Cicerón o lamentos de Ovidio, por haber admirado a Virgilio en su propia lengua poética y por haberme acercado a los textos de Eurípides o Sófocles de la mejor forma posible, que no es otra que desde las voces originales de sus personajes. Me siento orgulloso, en lo que ello implica de enriquecimiento cultural, por haber viajado, de la mano de Homero, con Ulises a los océanos y con Aquiles al campo de batalla. Y todas esas puertas y otras que dejo en el tintero, las del mundo que explica el que es nuestro ahora, en lengua, cultura y pensamiento, son las que la necedad de lo útil y lo práctico cierran con estrépito ignorante. Es el sentido común el que extraña con nostalgia esas disciplinas, ya que este presente dedicado a las economías, tecnologías y psicologías ha olvidado ya de dónde viene, y por tanto seguirá dando bandazos, como ha hecho ejemplarmente hasta ahora, hacia el dónde va.

Siempre pensé que toda persona que no cultivara su propio espíritu con las necesarias dosis de lecturas y formación estaría condenada a ser como los campos yermos esperando una lluvia que nunca llegaba. Y de ahí mi tristeza de ayer, rodeado de esas gentes que, en el colmo de los colmos, no leen ni el prospecto de las medicinas que se toman, se duermen escuchando todo lo que suene a música clásica (o se sienten en un ascensor, y aquí estoy citando literalmente) y el último museo que recuerdan es con visita guiada para colegios, pero se permiten el lujo de presumir de una capacidad que ni tienen, ni quieren ni han querido jamás. Lo dicho: campos yermos presumiendo de humedad.

Luis Panero